Esa noche Külpe regresó con Cecilia.

Mendizábal llevaba dos horas esperando en el banco de la estación, pensativo, a veces impaciente, mirando hacia una u otra de las esquinas, sintiendo a sus espaldas el repetido estruendo de los trenes. Se había extinguido la brisa fresca que lo sorprendiera al abrir las ventanas del chalecito de Lugones. Ahora hacía calor, nuevamente, y unos nubarrones amenazantes cubrían la luna.

Külpe y Cecilia llegaron en un taxi. Mendizábal pudo verlos con total claridad cuando el conductor encendió la luz interior del coche, giró ligeramente el cuerpo y esperó que Külpe le pagara la tarifa. Después arrancó. Külpe y Cecilia quedaron solos, en la calle, bajo la luz amarillenta y agónica de un farol aureolado de mosquitos. Ella sacó un cigarrillo y le pidió fuego. Después comenzaron a caminar hacia la entrada del edificio. Mendizábal los observó casi con pasión, como si quisiera devorarlos.

Sintió que había algo en esa mujer, algo que excitaba, pecaminoso, bajo. Su manera de caminar quizá, o de pegarse a Külpe, absorbiéndolo, obligándolo a sentir su cuerpo ardoroso a través de la tela leve del vestido. O también el color estridente y vulgar de sus cabellos, o sus ropas. No era como Amanda. Se la adivinaba abierta, fácil. Además: todo en ella revelaba a una mujer acostumbrada al trato con los hombres, especialmente al trato carnal, decidida incluso a mantener ante ellos una actitud de permanente iniciativa.

Sin embargo, a pesar de esto, de su bajeza, de su desborde sensual, parecía ajena a la sombría historia en que se debatían Külpe y Amanda. Se la adivinaba libre a Cecilia, y, de alguna extraña manera, también inocente. Como si ignorara por completo el pasado de Külpe o, en todo caso, como si no participara de él. Porque a su lado, y no era difícil descubrirlo, Külpe se transformaba, ya no era el hombre aprisionado en la siniestra telaraña que había construido junto a Amanda, sino que se entregaba a la pasión y al goce. E incluso aunque acabara sometiéndose a la sensualidad perversa de Cecilia, estaba vivo junto a ella.

Entraron en el edificio y poco después hubo luz en la ventana del living. Comenzaba el mismo ritual del encuentro anterior: Cecilia mancharía con el rouge de sus labios algún vaso de whisky, algunos cigarrillos, quizá bailaran una música lenta, sintiéndose solos, seguros, aturdidos por sus cuerpos, incapaces de descubrir la ínfima pero alarmante quemadura que alguien —él, Mendizábal— había hecho en la cortina, quitándose uno a otro las ropas, ya casi cercanos al descontrol, embotados, ciegos, cayendo en la cama, entrelazándose con salvajismo hasta quedar agotados, sin deseos ni de tocarse, sudorosos, con las sábanas como sanguijuelas voraces adheridas a sus cuerpos, apenas con fuerzas para estirar una mano y buscar a tientas un cigarrillo en la mesa de luz.

Mendizábal se puso de pie y comenzó a caminar hacia el residencial, lentamente, a través del pasaje subterráneo, escuchando el sordo retumbar de sus pasos contra los azulejos, iluminado apenas por dos o tres escuálidas lamparitas. Nadie utilizaba ese túnel para cruzar la estación durante la noche. Era un lugar solitario y casi escalofriante.

Apresuró la marcha. No había llegado aún a la mitad del pasaje cuando el techo pareció quebrarse bajo el estrépito de un tren. Las lamparitas se agitaron con violencia, apagándose y encendiéndose, hasta que una de ellas cayó contra el piso estallando como un pistoletazo. De algún repugnante escondrijo escapó una rata horrorizada, pasó por entre las piernas de Mendizábal y desapareció escaleras arriba. El tren acabó de pasar. Mendizábal encendió un cigarrillo, largó el humo como quien suspira y continuó su marcha.

Llegó al residencial y subió a su habitación. Sin encender las luces, se quitó totalmente las ropas y se acostó. Volvió a pensar en Cecilia. Algún papel —se dijo— debía jugar en el drama de Amanda y Külpe, no muy importante, pero significativo. O quizá no, quizá toda su participación se redujese a aliviar a Külpe, a ayudarlo a soportar su relación atroz con Amanda. Porque era difícil imaginar otra cosa de Cecilia. Ciertos aspectos sórdidos o terribles de la vida parecían serle ajenos: el crimen, entre otros. Cecilia era una mujer ligera, fácil, procaz incluso, pero no una asesina, ni aun en complicidad. Era probable, además, que ni siquiera hubiese conocido al padre de Sergio, pues seguramente habría entablado relación con Külpe después —es decir: una vez cometido el asesinato—, y sólo por boca de éste conocería la verdad.

Además, algo era evidente: estaba más abierta y disponible que Amanda. En esto, debió confesarse, se había equivocado por completo: precisamente por mantener una relación conflictiva con Külpe, era Amanda la más imposibilitada de las dos mujeres para aceptar un nuevo hombre. Todo parecía indicar, extrañamente, que una mujer que sostenía una mala relación con su amante, lejos de estar abierta para buscar consuelo u olvido en una nueva pareja, acababa encerrándose, generando una desconfianza feroz hacia los hombres en general, llegando, incluso, a odiarlos.

Cecilia, en cambio, pese a estar ardientemente unida a Külpe, o quizá por esta misma causa, estaba abierta, disponible, generosa. Había descubierto que su capacidad de goce era ilimitada y no podía colmarla un solo hombre, ni aun cuando éste fuese quien la había conducido a tal descubrimiento.

Sería necesario, entonces, entablar contacto con ella, seguirla. O si no, simplemente, ir cualquier noche al Annie Malone —mañana mismo quizá, sábado— donde (y su corazonada era casi una certeza) habría de encontrarla en su elemento como pez en el agua, a la espera de placeres nuevos.

Sí, eso haría.

Se levantó lentamente, fue hasta la ventana y miró hacia afuera. Ya no había luz en el departamento de Külpe. Volvió a la cama y se durmió.