Un chaparrón intenso, con piedras como metralla, ensordecedor, lo sorprendió mientras atravesaba Avellaneda. Redujo la velocidad y conectó el limpiaparabrisas. Pensó: no va a durar mucho, es demasiado fuerte como para que dure. Cuando llegó al residencial ya no llovía.

—Qué tiempo más raro —comentó con pesadumbre la señora Garland al verlo entrar—. Una no sabe si está viviendo en febrero o en agosto.

—No lo dude, señora —contestó Mendizábal—, esto es febrero; casi siempre es así.

—¿Le parece? —y sin esperar respuesta:— Me da pena pensar en la pobre gente que está veraneando. Aunque, claro, igual han de estar mejor que aquí. Pero usted debe haber tomado frío. ¿Quiere un té?

Mendizábal aceptó, aunque a desgano, porque tenía muchos planes para esa noche, y apuro en realizarlos. La señora Garland trajo el té y reiteró su preocupación por los veraneantes, por los de Mar de Ajó, especialmente, o San Bernardo, e incluso Villa Gesell, que son lugares tan aburridos, y cuando llueve nadie sabe qué hacer, no como en Mar del Plata, que es tan distinto, porque hay de todo, aunque cada vez más caro, no sé si usted estará de acuerdo. Mendizábal contestó que sí, que pronto se volvería imposible veranear en Mar del Plata, y hasta quizá en cualquier parte. La señora Garland expresó que, por desdicha, cada vez escuchaba con mayor frecuencia decir eso a la gente, pero que ella, de todos modos, no creía que fuese para tanto, ojalá no me equivoque.

Entonces retiró las tazas y dio por finalizada la conversación. Poseía una especial sensibilidad —seguramente desarrollada a partir de su orgullo— para advertir cuándo estaba quitando a sus pensionistas el tiempo que éstos querían para sí.

Mendizábal regresó a su habitación. Cerró la puerta con llave, y sin encender las luces, se acercó a la ventana y miró hacia el departamento de Külpe: las persianas estaban entreabiertas, no había luz.

Un vago malestar lo dominó: no había seguido a Külpe durante toda esa jornada. No lo había visto salir de su casa, no lo había encontrado en las Barrancas, ni en la agencia de Prode y Lotería. Y para peor, lo sabía bien: quedaba poco tiempo, había que apurarse.

Abandonó su habitación, bajó velozmente las escaleras y salió a la calle. Tuvo suerte en no cruzarse esta vez con la señora Garland, a quien le habría sorprendido verlo salir nuevamente, y más aun de ese modo, sin cambiarse el traje humedecido, presuroso y casi obstinado.

Sabía que no iba a encontrar a Külpe en el departamento, ni tampoco deseaba hacerlo, porque aún no era el momento. Pero mientras descendía la escalinata del pasaje subterráneo, mientras escuchaba una vez más el tableteo de sus pasos contra los azulejos sucios y quebrados, mientras subía casi de a saltos la escalinata de salida, comprendió que pocas cosas podrían excitarlo tanto como visitar nuevamente ese departamento. Porque en él —hasta apenas unas horas atrás— había estado Külpe. (Y con solamente entrar allí, donde él había estado, y mirar lo que había mirado, y tocar lo que había tocado, podía obtener más cosas suyas que siguiéndolo durante todo un día.) Y porque allí también había estado Cecilia. Y allí, anoche apenas, se habían acostado juntos.

El ascensor estaba detenido en la planta baja, de modo que decidió utilizarlo en esta oportunidad. Miró su reloj: las nueve menos cinco. Era la primera vez que entraba de noche al departamento de Külpe.

Con tres precisos movimientos de su llave abrió la puerta, entró y la cerró de inmediato. Permaneció así durante unos instantes, apoyado contra la puerta, en la oscuridad. La luz amarillenta del farol de la calle se filtraba a través de la persiana del living.

El silencio era total. Mendizábal sólo oía el sonido de su respiración. Encendió la luz.

Era evidente: la mujer de la limpieza ya había hecho su trabajo esta vez. Ningún objeto ocupaba otro lugar sino el que le estaba destinado: un florero en el centro de la mesa, el cenicero de pie junto al sillón principal, un par de copas de whisky sobre la pequeña mesa rodante. Había, incluso, tres diminutos cuadros con paisajes marinos sobre la pared que lindaba con el dormitorio, cuyos marcos —dorados y relucientes— llamaron la atención de Mendizábal. Recordó no haber reparado especialmente en ellos durante las dos visitas anteriores.

Caminó lentamente por el living, observando cada detalle. Ningún cigarrillo sobre la alfombra esta vez, ningún vaso de whisky a medio llenar. Miró nuevamente los tres pequeños cuadros: había gaviotas allí, y antiguos barcos de vela, con marineros envejecidos pero todavía vigorosos.

Giró ligeramente la cabeza, ya decidido a ir hacia el dormitorio, y entonces lo vio: casi escondido junto al modular, sobre una silla, había un teléfono. Intrigado —o más aún: sorprendido—, se dirigió hacia el aparato y levantó el auricular. Tenía tono, funcionaba. Algo, sin embargo, no pudo dejar de parecerle extraño: el aparato era de modelo antiguo, color negro, no demasiado antiguo, pero de ningún modo pertenecía a los que últimamente colocaba la compañía de teléfonos. Aunque, por supuesto, esto era lo menos extraño de todo, pues lo verdaderamente curioso residía en el hecho de que ese aparato estuviese allí, impertérrito, sin nada que justificase plenamente su repentina aparición. Porque algo era indudable: ese teléfono no estaba antes allí. Y su ausencia, lejos de sorprender a Mendizábal —como, por ejemplo, la ausencia de las fotos de Amanda y Sergio en el dormitorio de Külpe—, ni siquiera había llamado su atención, pues nada era más lógico que la inexistencia de un teléfono en un edificio casi nuevo como el que habitaba Külpe. Lo realmente ilógico, en todo caso, era esto: la intempestiva aparición de ese teléfono; y además: de ese modelo, que de ningún modo era el que hubiese colocado la compañía telefónica en caso de haber decidido, finalmente, adjudicar líneas a los departamentos del edificio.

Mendizábal no dudó un instante más: era Külpe quien había hecho colocar ese teléfono.

Sacó un pequeño papel de su billetera y anotó el número que figuraba en la chapa de identificación. La característica era realmente la de la zona, no había nada extraño en esto. Pero no podía dejar de sorprender, por ejemplo, el hecho de que ese teléfono estuviese colocado como estaba, sobre una silla, casi escondido. ¿Por qué?

Aunque, por supuesto, ¿qué otra cosa podía esperarse de una instalación como esa, clandestina, seguramente provisoria? Era cierto entonces: Külpe (tal como le habían informado) se estaba moviendo con mayor rapidez, y había necesitado de la imperiosa instalación de ese teléfono para agilizar sus contactos, para recibir o transmitir órdenes indudablemente destinadas a poner en peligro los intereses del hombre importante.

Mendizábal, como resignado, pensó nuevamente: queda poco tiempo.

Se dirigió hacia el dormitorio y entró. También allí era notoria la implacable tarea de la empleada de limpieza: todo estaba en su lugar. Excepto algo: colgado de una silla, en un rincón de la habitación, estaba el saco azul, con botones plateados, que había usado Külpe durante los dos días anteriores.

Mendizábal se le acercó y lo observó detenidamente. Era sólo un saco azul, cruzado, de tela liviana. Revisó los bolsillos y no encontró nada. Retrocedió tres o cuatro pasos y volvió a observarlo desde esa distancia. Era extraño: pero parecía que fuese Külpe quien estaba sentado en esa silla. Entonces, lentamente, se quitó su saco, lo colocó sobre la cama y se puso el de Külpe.

Abrió una de las puertas del placard, en cuya cara interna había un espejo, y se miró en él: las mangas eran un poco largas, los hombros se le ajustaban más de lo deseado, pero no le quedaba mal ese saco.

Permaneció largamente así, frente al espejo, mirándose. Después, con la misma lentitud con que se lo había puesto, se quitó el saco, lo colgó nuevamente en la silla, y se puso el suyo.

Volvió a observar entonces los objetos del dormitorio, buscando algo más. Tuvo suerte: asomando apenas por detrás de una de las patas de la cama, descubrió el pucho de un cigarrillo, que, por milagro, había pasado inadvertido a la mujer de la limpieza.

Lo recogió, cuidadosamente: estaba consumido sólo hasta la mitad, tenía rouge. Era de Cecilia. Lo guardó en uno de los bolsillos del saco y salió de la habitación.

Revisó entonces la cocina y el pequeño lavadero. Pero no encontró nada de interés. Volvió al living. Con secreto regocijo, se acercó a la cortina y observó la quemadura que había hecho con su cigarrillo durante su primera visita. Allí estaba, como siempre, inalterada y misteriosa. Sonrió, casi divertido.

Apagó las luces, abrió silenciosamente la puerta y salió. Encendió un cigarrillo como quien se concede un premio. Se sentía satisfecho, bien. Descendió por la escalera hasta la planta baja, atravesó la estación por el pasaje subterráneo y regresó al residencial.

Tampoco esta vez se cruzó con la señora Garland. Subió a su habitación, se duchó y se cambió de ropa. Media hora después estaba cenando en el Munich de Santa Fe y Acevedo. Una hora más tarde estacionaba su coche a media cuadra del Annie Malone.

Descendió y comenzó a caminar hacia el dancing. Sonreía. El cielo estaba claro y el aire más fresco. Era noche de sábado, ¿por qué no divertirse un poco?