Jueves. Mendizábal tomó un café con una tostada en la pequeña sala donde la señora Garland ofrecía desayuno y merienda a sus pensionistas. Eran las nueve de la mañana. Regresó a su habitación, colocó una silla junto a la ventana y esperó los primeros movimientos de Külpe.

Un temor lo inquietó: ¿y si ya hubiera salido? Porque era cierto que las persianas estaban en la exacta posición en que habían quedado la noche anterior. Pero esto no garantizaba nada. Igualmente Külpe podría haber abandonado el departamento sin el rito matinal de levantar las persianas, abrir las ventanas y salir al balconcito para recibir el sol del nuevo día. ¿Qué hacer en este caso? Siempre estaba, por supuesto, la posibilidad de ir directamente a las Barrancas, tal como lo había hecho el día anterior. ¿Pero era tan absolutamente inamovible esa cita? Bien podía ocurrir que, justamente hoy, Külpe y la mujer de los cabellos oscuros hubiesen decidido no reunirse en las Barrancas sino en otro lugar, o en ninguno. Y entonces sí, le habría perdido el rastro.

Seguía sumergido en estas cavilaciones cuando vio aparecer a Külpe, pero no a través de la ventana del living o en el pequeño balcón, sino saliendo por la puerta del edificio. Ya estaba en la calle. Lo vio caminar hacia Pampa, en dirección sin duda del colectivo 113.

Abandonó su habitación, bajó velozmente las escaleras y buscó su coche. ¿Iría hacia las Barrancas? Era lo más probable, pues allí terminaba su recorrido el 113. Pero claro, tampoco era seguro. Subió al Renault, tiró al máximo el cebador e hizo girar la llave de contacto. Nada.

—Carajo —dijo.

Le pareció increíble, un chiste de verdadero mal gusto, pero era así: el motor no encendía. Cerró la puerta con furia y caminó hasta la parada del 113. Külpe no estaba, seguramente había tomado ya el colectivo anterior. Su única posibilidad de encontrarlo consistía ahora en que se repitiera, también hoy, la cita de las Barrancas. De lo contrario, habría perdido el día.

El siguiente colectivo no demoró en llegar. Estaba casi vacío. Buscó uno de los asientos del fondo y se sentó. Trató de distraerse mirando por la ventanilla. Debía tranquilizarse, se dijo, mantener la cabeza fría. Pero era difícil: deseaba intensamente no perderle el rastro a Külpe ese día. Eran todavía demasiadas las cosas que ignoraba de él, y quería averiguarlas cuanto antes.

El corazón le dio un vuelco cuando comprobó que no estaban en la glorieta. ¿Era posible tanta mala suerte? Y sin embargo, no había motivos para esperar que las cosas fueran de otro modo: nadie repite exactamente sus acciones todos los días. Había perdido esta vez.

Pero, aún no. Las Barrancas no eran solamente la glorieta, había otros lugares, y no eran pocos. Además, pensándolo bien, era bastante normal que un hombre y una mujer, en un momento fundamental de su relación, eligieran un mismo lugar, una misma hora y hasta una inalterable continuidad para tratar sus problemas. Estaba claro que lograban así mayor concentración, evitando cuestiones secundarias (por ejemplo: ponerse cada día de acuerdo sobre un nuevo lugar o un nuevo horario para sus citas) que pudieran distraerlos. Nada de eso: un mismo lugar, una misma hora, todos los días, así parecían haberlo resuelto. Además, estaba el chico, Sergio. Nada mejor que las Barrancas para mantenerlo, simultáneamente, a la vista y alejado, en libertad.

Finalmente los encontró. Estaban en la parte llana de las Barrancas, sentados sobre el césped. A unos metros apenas, el chico intentaba remontar un barrilete de color verde, con una larga cola confeccionada con varios pedazos de trapos anudados. Por eso no se habían reunido en la glorieta: Sergio y su barrilete necesitaban espacio.

Se tranquilizó. Encendió un cigarrillo, buscó un banco y los observó desde allí. Desde lo alto de la barranca: era como si los dominara.

La reunión, sin embargo, fue breve. Külpe se puso de pie, la mujer también y se besaron. Fugazmente, en la mejilla, ni con mayor ni con menor afecto que en los dos días anteriores.

Külpe llamó al chico, lo abrazó, lo besó, y se fue. Sergio no había conseguido remontar el barrilete.

Mendizábal arrojó su cigarrillo y comenzó a seguir a Külpe. Cuidadosamente, desde lejos. ¿Tomaría esta vez el mismo colectivo? Todo indicaba que sí: lo vio bajar las escalinatas y dirigirse a la parada de los días anteriores. Caminaba velozmente.

Para no perder su rastro entre el gentío, observó —con mayor detenimiento que otras veces— sus ropas. Llevaba un saco sport azul oscuro, con botones plateados, un pantalón claro (beige, crema, o algo así), y una camisa blanca con rayas azules, sin corbata, con el cuello ampliamente abierto.

Mendizábal se acercó a la parada de taxis: tomaría uno apenas Külpe subiera a su colectivo. Lo vio ubicarse en la fila, encender un cigarrillo y esperar. ¿En qué estaría pensando ahora? La entrevista con la mujer había sido breve, la más breve de todas las que había presenciado. ¿Indicaba esto la inminencia de una ruptura? Era imposible saberlo. Quizá estuviera ocurriendo todo lo contrario, quizá ya no necesitaban hablar porque habían llegado a un acuerdo, quizá habían resuelto unir nuevamente sus vidas.

Llegó el colectivo, Külpe esperó su turno y subió. Mendizábal lo vio pasar, todavía parado en el estribo. Buscó un taxi.

—Escuche —le dijo al conductor, antes de subir—, ¿ve ese colectivo? Bueno, necesito que lo siga.

—Está bien —contestó el taxista—. Dele, suba.

Mendizábal subió. Dijo:

—No se ponga nervioso y haga las cosas bien. No lo siga de muy cerca. Cuando vea que llega a alguna parada, baja la velocidad y se arrima a la vereda. Si yo no le digo nada, sigue. ¿Está claro?

—Clarísimo, jefe —dijo el taxista—. ¿Es policía usted?

—No —dijo Mendizábal, seco—, soy cornudo. Estoy siguiendo a mi mujer.

El taxista lo miró por el espejito.

—Ah —dijo—, disculpe.

—Ahora deje de hablar y haga lo que le dije. Le aviso que no quiero errores.

Todavía perplejo, el taxista asintió con un brusco movimiento de cabeza y se concentró en su tarea. El colectivo de Külpe tomó por Libertador, llegó hasta Plaza Francia, giró a la izquierda, pasó frente al Ital Park y entró a la derecha por Callao.

—Siga así —dijo entonces Mendizábal—, vamos bien.

El taxista no contestó. Iba rígido, la mirada fija en el colectivo, agarrando fuertemente el volante con las dos manos. Subieron por Callao.

—Atento en las paradas —recordó Mendizábal—, quiero ver bien a los que bajan.

Atravesaron Santa Fe, Córdoba, también Corrientes.

—Se hace difícil por acá —habló por fin el taxista—. Muchos coches. El centro está cada día peor.

—No se preocupe —lo tranquilizó Mendizábal—, lo está haciendo bien. Ya sé que no es fácil. Ahora escuche: no quiero maniobras bruscas. Cuando yo se lo ordene, usted va frenando tranquilo, de a poco. Como si nada, ¿entendió?

El otro dijo sí. Sí, jefe. Siguieron por Entre Ríos, llegaron a Independencia. Allí —sorpresivamente, casi de un salto— descendió Külpe.

—Cruce Independencia y pare en la esquina —ordenó Mendizábal, veloz—. Pero tranquilo, eh. Ojo con el semáforo. Dele, ahora.

Le pagó el doble de lo que marcaba la tarifa.

—Gracias, jefe —lo escuchó decir mientras abría la puerta y descendía—. Que no sea nada lo de su señora.

Külpe había comenzado a caminar por Independencia, hacia arriba. A casi media cuadra de distancia, desde la vereda de enfrente, Mendizábal lo fue siguiendo. Sospechaba que algo estaba por ocurrir, algo nuevo, que le permitiría conocer más profundamente a su víctima. Lo vio entrar en una agencia de Prode y Lotería. Se detuvo, esperó.

Pasaron varios minutos. Se acercó a un kiosco, compró cigarrillos, encendió uno. Külpe seguía sin aparecer. Había un bar en la esquina. Fue hasta allí, se sentó junto a la ventana. Pidió un café.

Una agencia de Prode y Lotería. ¿Qué buscaría allí Külpe? Pasaron cuarenta minutos más. Eran casi las cuatro. Ya no cabían dudas: algo importante se decidía para Külpe en ese lugar. Sonrió, satisfecho. El departamento de Zapiola, la glorieta de las Barrancas, y ahora este pequeño local en Independencia: los escenarios de Külpe. Porque así son las cosas: un hombre se define, ante todo, por los espacios que habita: un hombre, en mayor o menor medida, es siempre un mapa, y no hay más que saber trazar su geografía para dominarlo.

Külpe, finalmente, salió. No estaba solo. Un individuo de escasa estatura, grueso, con bigotes y anteojos negros lo acompañaba. Parecían mantener un diálogo intenso, quizá una discusión. Mendizábal llamó al mozo y pagó el café. Después los siguió observando.

El interlocutor de Külpe le hizo recordar a uno de esos saxofonistas que acostumbraba a ver en ciertos programas de televisión, apenas visibles entre los restantes músicos de la orquesta, tocando abstraídos su instrumento, levemente encorvados, con los invariables anteojos negros colocados allí para proteger sus ojos —siempre enrojecidos, agotados— de la violencia de los focos o aun de la claridad del día. Sí, habría sido difícil no advertirlo: ése era un hombre de la noche. ¿Qué intereses lo unirían a Külpe?

Ocurrió con tanta rapidez que no alcanzó a reaccionar. O en todo caso, era tarde cuando lo hizo. Külpe estrechó la mano de su acompañante, corrió un colectivo y desapareció en su interior. Mendizábal abandonó el bar. Era imposible (además de peligroso, o hasta insensato) alcanzar el mismo colectivo. Tampoco se veía venir ningún otro de la misma línea. Un taxi entonces. Pero dónde. Miró, con desesperación, en ambas direcciones de la avenida. Nada. Pasaron dos, ocupados. Se resignó. Ya casi no alcanzaba a ver el colectivo en que viajaba Külpe.