Cerró la puerta de su habitación, fue hasta la ventana y miró hacia afuera: las persianas de Külpe estaban cerradas por completo. Observó su reloj: la una de la tarde. ¿Estaría con Amanda en las Barrancas? Era lo más probable. O quizá no. Quizá ya hubiese partido a encontrarse con Morales en la Agencia de Prode y Lotería. O tampoco. Quizá estuviese con cualquier otra persona en cualquier otro lado. De todos modos, ya no importaba. Porque Külpe tenía otra cita esa noche, y era la última.
Cerró las persianas, y también la ventana. La habitación quedó a oscuras. Encendió el velador y sacó un lápiz y varias hojas en blanco del cajón de la mesa de luz. En una de ellas, escribió:
No tengo nada contra usted, Külpe.
Era exactamente la frase que quería decirle un momento antes de matarlo. Que no tenía nada contra él. Que no lo mataba por ningún motivo personal. Ni porque lo odiaba, ni porque quisiera castigarlo, ni por cualquier otra cosa semejante. Entonces, ¿por qué?
Colocó su valija sobre la cama y extrajo las fotos que había tomado de Külpe. Una vez más, fue fijándolas con chinches a las paredes de la habitación hasta cubrirlas totalmente. Trabajó con esmero y rapidez, casi febrilmente. Ahora, allí estaban: Külpe arrojando un cigarrillo desde la ventana de su departamento; Külpe tomando un colectivo; Külpe subiendo las escalinatas de las Barrancas de Belgrano; Külpe alzando en sus brazos a Sergio, o haciéndolo girar colgado de su cuello; Külpe discutiendo con Amanda; Külpe volviendo a trepar a un colectivo; y finalmente: el rostro de Külpe, y también sus ojos, muchas veces sus ojos.
Encendió un cigarrillo, colocó la Luger sobre la mesa de luz y comenzó a pasearse por la habitación. Otra frase faltaba. Breve, precisa, que no dijera ni más ni menos que el motivo por el cual lo mataba.
Un trueno inmenso estalló afuera. Mendizábal abrió la ventana y las persianas. El día se había oscurecido por completo y llovía torrencialmente. Unos relámpagos zigzagueantes, contrahechos, atravesaban el cielo. En apenas un instante quedó empapado el rostro de Mendizábal. Un viento feroz impulsaba el agua dentro de la habitación. Dificultosamente cerró las persianas y luego aseguró la ventana.
Siguió con su tarea. Una frase más, apenas para que Külpe entendiera antes de morir. Tomó la hoja y escribió:
Hago esto porque me pagan
Pero no le gustó. La tachó en seguida, casi con violencia.
Siguió paseándose por la habitación, fumando, observando las fotos de la pared. Algo diferente hacía falta. No referido al dinero, que en sus trabajos era importante, pero de ningún modo esencial, sino al trabajo mismo.
Se detuvo: aquí estaba el centro de la cuestión. Külpe debía entender que lo mataba porque estaba cumpliendo con un trabajo. Sencillamente.
Escribió:
Pero tengo un trabajo que cumplir.
Entonces, satisfecho, empuñó la Luger, se paró en el centro de la habitación, miró una a una las fotografías de Külpe que había colocado sobre la pared, y en voz alta, firme, dijo:
—No tengo nada contra usted, Külpe. Pero tengo un trabajo que cumplir.