Pero aún estaba el hombre de bigotes y anteojos negros. Había quedado allí, en el mismo lugar en que despidió a Külpe, y ahora anotaba algo en una pequeña libreta. Se lo veía tranquilo, como si la conversación que acaba de sostener hubiese conseguido, finalmente, satisfacerlo. Luego de guardar la libreta en un bolsillo del saco, comenzó a caminar hacia la esquina. Mendizábal, sin apuro, cruzó la calle y lo siguió. Lo vio detenerse en la parada del colectivo (el mismo que había tomado Külpe a la carrera), ubicarse en la breve cola que se había formado, y esperar. Entonces se le fue acercando lentamente, hasta colocarse a su espalda, a no más de dos pasos de distancia.

Ahora podía hasta olerlo, o verle esa verruga que tenía en la nuca, o aspirar el humo del cigarrillo que acaba de encender. Iba a tomar el mismo colectivo que Külpe. ¿Por qué no lo habían hecho juntos entonces? ¿Por qué se había adelantado Külpe, y, encima, de ese modo, como si huyera? Pero cuidado: del hecho de que tomaran el mismo colectivo, no se desprendía necesariamente que fueran al mismo sitio. Y en cuanto al apuro de Külpe, mil motivos podrían explicarlo. O al menos, para hacerlo, no había por qué recurrir a la hipótesis —sin duda dramática y exagerada— de una huida.

Llegó el colectivo. El hombre de los anteojos negros subió y consiguió un asiento libre en la fila izquierda. Los restantes, salvo dos de los cinco del fondo, estaban ocupados. Mendizábal permaneció de pie, fuertemente agarrado del pasamanos. El colectivo se sacudía con violencia en los baches y en las bocacalles.

Molesto, casi resentido, se preguntó cuántas cosas que él desconocía sabría de Külpe ese hombre. Y estaba allí, al alcance de su mano. Y no había nada, en realidad, que impidiera que en ese exacto momento se le acercara y le preguntase, por ejemplo, su nombre, o su profesión, o mejor aún: si era cierto que tocaba por las noches el saxo en una orquesta de jazz. O quién era Külpe, de qué habían hablado recién en la puerta de la agencia de Prode y Lotería, cuándo iban a volver a encontrarse, qué relación los unía. Todo eso.

Parecía tan sencillo, todo un mundo, un complicadísimo encadenamiento de sucesos, se desmoronaría como por encanto apenas él colocara su mano sobre el hombro de ese individuo, y —después— comenzara a hablarle.

Pero claro: qué decirle entonces.

Y aquí terminaba todo. Porque no era ésta la primera vez que se le ocurría una idea semejante. Ya antes lo había subyugado la posibilidad de trastrocarlo todo con un solo gesto. Qué burla, realmente. Maravillaba pensar, por ejemplo, que el infalible funcionamiento de la maquinaria manejada por el hombre importante (y también el de las otras maquinarias que controlaban a ésta, manejadas por hombres aun más importantes y soberbios) dependía sencillamente de que él, Mendizábal, colocara ahora —o no— su mano sobre el hombro de ese personaje algo robusto, con anteojos y bigotes negros, que estaba allí sentado. Porque, si se lo pensaba bien, nada lo impedía. Como nada impedía tampoco que esa misma noche esperase a Külpe en su departamento y, en lugar de matarlo, le contase todo.

O quizá sí, algo lo impedía, solamente una cosa: qué hacer después. Mendizábal nunca había encontrado una respuesta a esta pregunta.

El colectivo subió por Independencia hasta Alberti, dobló a la derecha, desembocó en Pueyrredón, atravesó Corrientes, Córdoba, Santa Fe y tomó finalmente Las Heras hacia Plaza Italia. Un viaje largo. Mendizábal, cansado, acabó por sentarse en uno de los asientos libres del fondo.

El hombre de los anteojos negros bajó en Las Heras y República de la India. Mendizábal lo hizo media cuadra después, por la puerta delantera, con el colectivo en movimiento.

—No hay parada aquí —fue el reproche tardío del colectivero.

Mendizábal lo escuchó apenas: se dirigía ya hacia Lafinur, siguiendo los movimientos de su hombre. ¿Iría a encontrarse con Külpe? Desechó, por absurda, la idea. ¿Qué sentido podía tener una nueva cita cuando acababan de separarse?

Lo vio detenerse al llegar al bar de Lafinur y Las Heras. Lo vio quitarse los anteojos, humedecerlos con el aliento y limpiarlos con un pañuelo que extrajo de un bolsillo del pantalón. Lo vio, también, mirar a su alrededor, especialmente hacia el Botánico. ¿Sospecharía algo? Difícil. Pues si bien lo había seguido en el mismo colectivo (situación que con Külpe habría sido imprudente, pero que no lo era con este hombre a quien seguía por primera vez y a quien, sin duda, seguiría poco, o nada, en el futuro), actuó en todo momento con gran cautela.

Aceleró el paso: el hombre de los anteojos negros acababa de ponerse nuevamente en movimiento. Lo vio doblar por Lafinur y, cuando pudo observarlo desde la esquina, alcanzó a verlo desaparecer en una casa, media cuadra más adelante.

Cruzó la vereda y comenzó a caminar lentamente. Quería observar el lugar en que había entrado su hombre. Sentía, además, que estaba por descubrir otro punto clave —otro escenario— de la geografía de Külpe, acentuando así su dominio sobre él.

Se detuvo, sorprendido. Nunca había visto antes ese lugar. Y si bien hacía tiempo que no caminaba por Lafinur, tampoco hubiera esperado encontrarlo allí. Era un local de diversión nocturna. De dudoso aspecto exterior, no muy pintarrajeado, pero convencional. Algo que uno espera encontrar por el bajo, en 25 de Mayo, o apenas en uno o dos lugares más de la capital.

Allí estaba, sin embargo. Un cartel, que debía iluminarse durante la noche, indicaba su nombre: Annie Malone. Y abajo, en letras más chicas: dancing. Annie Malone-dancing. ¿Qué tendría que ver Külpe con eso?

Mendizábal cruzó la calle. El local ocupaba la planta baja de un edificio de tres pisos. Tenía una sólida puerta de madera y una vitrina con fotografías y botellas de whisky importado. Las fotografías eran de dos mujeres con nombres totalmente previsibles: Lupe Quintana, Teresita Velasco. Mendizábal las observó. Comprendió entonces que era la foto de Cecilia la que hubiera deseado descubrir allí. Pero no. Eran otras esas mujeres. En algunas fotos estaban cantando, con vestidos largos y brillantes, de indudable mal gusto. En otras se quitaban la ropa, haciendo un número de strip-tease. ¿Annie Malone sería el nombre de una tercera mujer o simplemente el del local? Se inclinó por esta última posibilidad, pues no había otras fotos en la vitrina. Sólo las de Lupe y Teresita prometiendo la calidez de sus voces y sus cuerpos.

Sonrió. No se había equivocado. El hombre de bigotes y anteojos negros era, efectivamente, un personaje de la noche. ¿Tocaría el saxo en ese dancing? Era poco probable, seguramente habrían de arreglarse con discos en un lugar así.

Volvió a Las Heras, entró en el bar de la esquina y pidió un café con leche con medias lunas. Se sentía satisfecho, había realizado un buen trabajo. Ahora podía aflojarse, descansar. Pagó la cuenta, buscó un taxi y regresó al residencial de la señora Garland.