Abandonó el departamento y fue a sentarse nuevamente en el banco de la estación. No había vuelto a llover, y la tormenta de la tarde, como ocurría siempre en febrero, sólo había servido para hacer más sofocante el calor. Mendizábal aflojó el cuello de su camisa y se pasó un pañuelo por la cara: estaba bañado en sudor. Comprendió entonces, semiahogado, envuelto por las sombras en ese banco solitario, hasta qué punto lo había excitado la visita al departamento de Külpe. Se dijo, sin asombro, que debía tener fiebre.
Pasaron así dos horas. Había decidido esperar el regreso de Külpe. Durante ese tiempo, no pudo sino pensar en nuevos métodos para cercar y controlar a su víctima. Entre otros: colocarle micrófonos en el departamento. La idea lo fascinaba no sólo por la posibilidad de escuchar hasta los más imperceptibles ruidos que produjera Külpe, o asimismo sus diálogos secretos (¿quién, aun solo, no habla alguna vez en voz alta?), sino también porque tenía la certeza de que alguna de las personas relacionadas con Külpe habría de visitar su departamento. En ese decisivo instante, no tendría ya necesidad de imaginar —por ejemplo— los diálogos entre Külpe y la mujer de las Barrancas: se limitaría a escucharlos.
Sabía también que no demoraría en aparecer la mujer joven y platinada de la foto del dormitorio. ¿Cómo sería la voz de Cecilia? Aunque, de ella, descubrió que no era su voz aquello que mayor curiosidad le despertaba, pues no podía sino imaginarla haciendo el amor con Külpe. ¿A qué otra cosa podría ir al departamento de un hombre una mujer de tal belleza? Escucharía entonces sus jadeos, sus risas incitantes, sus gritos ahogados de placer o dolor.
No era mala —decidió— la idea de poner micrófonos.
Pero tenía sus riesgos. Y no eran pocos. Porque más allá de la posibilidad de que Külpe descubriera los micrófonos (algo que podía ocurrir del modo más impremeditado y trivial), lo cierto es que para colocarlos iba a ser necesaria la colaboración de un tercero, pues Mendizábal debió confesarse que nada sabía sobre el tema. Quedaba entonces, como única posibilidad, la de recurrir a algún conocido eficiente y discreto para realizar el trabajo. Mendizábal no tenía ninguno que reuniera esas condiciones. Además, se confesó, todo ese asunto de los micrófonos y los poderes fabulosos de la electrónica se emparentaba demasiado con los rifles de mira telescópica, las drogas, las computadoras y demás basuras que ahora se utilizaban para la tarea personal y solitaria de matar a un individuo. Sintiendo la calidez de la Luger contra su flanco izquierdo, decidió que nada de eso lo atraía.
Cerca de medianoche, una vez más, comenzó a llover. Mendizábal sintió un frío húmedo y penetrante a través de sus ropas. ¿Por qué demoraría Külpe? Sonrió ante la ingenuidad de su pregunta. ¿Cómo saber si se estaba demorando? Quizá, simplemente, lo que para él constituía una demora, no era sino el desarrollo estricto y rutinario de los actos de su víctima. Pues apenas si había comenzado a saber algo de los horarios de Külpe. No había averiguado aún —por ejemplo— cuál era su trabajo, información que (recordaba) le había parecido por completo superflua la noche anterior, y que ahora aguijoneaba su curiosidad con insospechado poder. Tampoco había averiguado por qué se deseaba que lo matara. Aunque, esto sí, le importaba poco.
Finalmente apareció. Mendizábal miró su reloj: la una de la mañana. Külpe, pese a la lluvia, caminaba sin prisa. Llevaba un paraguas y no estaba solo. Mendizábal no necesitó ver la cabellera platinada para adivinar que era Cecilia quien estaba con él. A pesar de las sombras, pudo ver su rostro con cierta precisión. No era tan joven como le había parecido en la foto del dormitorio: o la foto era antigua (cosa que tendría que haber advertido) o él se había equivocado por completo en su juicio. Ahora podía verla bien: no tenía más de treinta años, pero tampoco mucho menos. Era alta (llegaba hasta el mentón de Külpe), y su cuerpo y su rostro eran totalmente incitantes.
Mendizábal se sintió satisfecho: Cecilia no había demorado en hacer su aparición, no había sido necesario buscarla ni averiguar sobre ella. Ahora estaba allí y ya nada podía apartarla de lo que estaba ocurriendo.
La vio entonces apretar su cuerpo contra el de Külpe y besarlo en la boca. Sintió un malestar intenso. ¿Por qué había hecho eso? Por oscura que estuviera la calle, ¿era necesario hacerlo allí? Paralizado y aturdido, la vio después deslizar sus manos por los cabellos y el cuerpo de Külpe hasta detenerse entre sus piernas. Entonces la escuchó reír.
¿Estaba ocurriendo realmente todo eso? ¿Qué clase de mujer era Cecilia? ¿Y qué clase de hombre era Külpe para aceptar ser utilizado, vejado, agredido en tal forma? Los vio entrar en el edificio. Ardientes e insultantes, así entraron.
No tardó en iluminarse la ventana del tercer piso. Ahora, seguramente, Külpe acababa de cerrar la puerta y ella, sedienta, lo miraba. Era posible que él intentara ofrecerle una bebida, pero ella habría de rechazarla con un gesto burlón y hasta ofensivo. No tardaría en quitarse la blusa y entregarle la desnudez de unos pechos que Külpe acariciaría fugazmente para después, claudicante, inclinarse y besarlos. ¿Qué hacer ante una mujer como ésa, cómo saciarla, cómo detenerla?
Se abrió la ventana y Cecilia apareció en el balcón. Dejó que la lluvia le mojara el rostro. Mendizábal se sorprendió al comprobar que no se había quitado las ropas. Después apareció Külpe y le alcanzó alguna bebida que ella aceptó y bebió en silencio. Permanecieron allí, bajo la llovizna ahora tenue, hasta que volvieron a abrazarse y besarse. Entonces entraron, cerraron la ventana y bajaron también la persiana.
Ahora acababa de iluminarse la ventana del dormitorio. Las cortinas estaban corridas y sólo se adivinaban las sombras fugaces de los dos amantes. Pero, ahora sí, Mendizábal no tuvo dudas: no solamente ella sino también Külpe, ambos, estaban desnudos. Y cuando vio apagarse la luz supo que estaban en la cama, anudados y hambrientos.
Volvió caminando lentamente al residencial. Subió a su habitación y se quitó las ropas mojadas. Apagó la luz. Aterido aún y casi humillado, se acostó desnudo en la cama. Imaginó entonces a Cecilia sobre el cuerpo ahora agotado de Külpe, besándolo, mordiéndolo, acariciándolo, exigiéndole una vez más que la penetrara.
—Puta —se escuchó decir en la oscuridad de la habitación—. Puta.
Tuvo que masturbarse para poder dormir.