De algo estaba casi seguro: Külpe regresaría solo esa noche. En primer lugar, porque Cecilia acababa de acompañarlo apenas ayer. Y también porque hoy era lunes, y si Külpe mantenía cierto orden en sus actos (y así era efectivamente), volvería tan solo este lunes como el de la semana anterior, cuando él por primera vez lo esperó en el banco de la estación de trenes.
Guardó las fotos en la valija, se quitó las ropas y se acostó. Estaba agotado, pues apenas si había conseguido dormir un par de horas en el exiguo sofá de la casa de Florencio Varela. De todos modos, no pudo dormirse en seguida. En forma insidiosa, tenaz, se le aparecía la imagen del féretro de Funes hundiéndose en la tierra. Finalmente se durmió. Afuera, comenzaba a apaciguarse el estruendo de la tormenta.
Anochecía cuando despertó. Apenas una tenue luz cenicienta se filtraba a través de la persiana. Fue hasta el baño, se duchó y se afeitó cuidadosamente. Su rostro estaba terso ahora, reposado. Se vio mejor, casi rejuvenecido. Todo estaba por terminar, y pronto empezaría otra historia. Volvió a la habitación y comenzó a vestirse. Finalmente revisó el cargador de la Luger y se colocó la sobaquera.
Abrió la ventana y la persiana. Continuaba lloviendo, pero sin la intensidad de antes. De tanto en tanto, no obstante, breves pero poderosos relámpagos delataban que todo podía recomenzar en instantes. Las persianas de Külpe continuaban cerradas por completo.
Cerradas por completo.
Se puso un impermeable y salió a la calle.
Cerradas por completo.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? Külpe siempre había dejado entreabiertas las persianas de su departamento, nunca totalmente cerradas. ¿Sería quizá por la tormenta? Era posible. Pero no: porque la tormenta había estallado después, cuando Külpe ya había abandonado su vivienda y seguramente estaba con Amanda en las Barrancas o con Morales o en cualquier otro sitio.
Aunque claro: el día se había mostrado amenazante desde su inicio. Quizá Külpe había cerrado las persianas por simple precaución. Pero tampoco: porque muchos, posiblemente la mayoría de los días de esa semana se habían presentado así, y siempre Külpe había abandonado entreabiertas sus persianas, quizá para mantener aireado el departamento, o para cualquier otra cosa, o meramente por costumbre o descuido. No importaba, la cuestión es que así había sido.
Atravesó el pasaje subterráneo.
Tampoco era posible adjudicarle la responsabilidad a la encargada de limpieza, porque él había visto cerradas esas persianas apenas regresó al residencial y observó por primera vez el departamento de su víctima. Y eso había sido alrededor de la una de la tarde; antes, mucho antes de la hora en que esa mujer acostumbraba a iniciar su tarea.
Ya casi había oscurecido. Miró su reloj: faltaban quince minutos para las ocho de la noche. Entró en el edificio y subió los tres pisos por la escalera.
Abrió la puerta del departamento. Encendió la luz.
Lo primero que vio fue el teléfono, que ya no estaba detrás del modular, escondido, sobre una silla, sino en el suelo y absolutamente visible. Lo primero que no vio fueron los tres cuadritos con motivos marítimos. No estaban. Pero, inmediatamente, comenzó a descubrir, con un asombro ya cercano a la furia y el espanto, que eran muchas —en realidad: casi todas— las cosas que no estaban. Los ceniceros, las botellas de whisky o gin, incluso un par de sillas.
Fue hasta el dormitorio. No estaban los veladores ni las sábanas ni la colcha de la cama. Abrió el placard: no había ninguna prenda allí, ni siquiera una mínima corbata. Fue hasta la cocina: no había platos, ni vasos, ni ollas, nada.
Regresó al living. Miró a su alrededor y comprobó la realidad: estaba en un departamento abandonado. Abandonado por Külpe.
Lo había perdido.
Fue hasta una silla, se sentó, apoyó los codos sobre la mesa y hundió su cabeza entre las manos.
Entonces sonó el timbre del teléfono.