Cerca de las once, en un coche largo y negro cubierto por el polvo del camino, llegaron los de la funeraria. Eran dos hombres casi simétricos: de escasa estatura, bastante gruesos y vestidos con ropas oscuras. Saludaron a Ángela y a Mendizábal, que esperaban afuera, y entraron con el féretro a la casa.

Minutos después, en un destartalado Fiat 600, llegó el doctor Ferraro. Era un hombre considerablemente robusto, alto y con poblados bigotes negros. Saludó con un movimiento de cabeza a Ángela y estrechó la mano de Mendizábal.

—Lo llevan a Avellaneda —informó después—. Ya está todo arreglado. Pero me fue imposible conseguir un nicho, va a ir a tierra.

—Está bien —dijo Mendizábal—. Prefiero que sea así.

—Bueno —dijo el médico—, yo los dejo. Tengo trabajo.

—Gracias por todo —dijo Ángela.

Se estrecharon las manos.

—Lo siento mucho —dijo el médico cuando estrechó la de Mendizábal.

—Está bien —dijo éste acompañándolo hasta su coche. Una vez allí, lo tomó suavemente de un brazo y lo miró a los ojos—. Dígame, doctor, ¿tan mal estaba el Gato?

El médico vaciló un instante.

—Nunca se sabe —dijo después—. Tenía problemas, eso sí. De todos modos, si quiere que le sea franco, yo tampoco me esperaba algo como esto.

Volvieron a estrecharse la mano. El médico subió a su coche, en el que apenas entraba, y se alejó.

Desde la puerta de la casa, uno de los de la funeraria llamó a Mendizábal. Si quería ayudarlos a cargar el féretro, preguntó. Mendizábal aceptó. En seguida partieron.

Media hora más tarde entraban en el cementerio de Avellaneda. Apenas dos coches cubiertos por la tierra del camino: el de la funeraria y el Renault de Mendizábal. Fueron a una capilla, un cura dijo un par de cosas que Mendizábal casi no escuchó y después colocaron el féretro en la tierra.

Subieron nuevamente al Renault y salieron del cementerio.

—Yo me bajo aquí —dijo Ángela.

Mendizábal la miró.

—Puedo llevarla hasta su casa si quiere.

—No —dijo ella—, prefiero caminar, me va a hacer bien. Después me tomo un colectivo, no se preocupe por mí.

Los dos descendieron del coche.

—Escuche Ángela —dijo Mendizábal—, alguien va a tener que ocuparse de Príncipe.

—Sí —dijo ella—. Y de limpiar la casa también. Se va a arruinar si queda abandonada.

Se miraron durante un instante.

—Yo puedo hacerlo —dijo Ángela.

—Era lo que iba a pedirle —dijo Mendizábal. Extrajo de su bolsillo un llavero y se lo entregó. Ella lo guardó en una pequeña cartera negra que colgaba de su brazo.

Volvieron a mirarse.

—¿Usted va a seguir yendo los sábados? —preguntó ella.

—Sí —contestó él.

—Entonces me va a encontrar.

Se estrecharon la mano. Ella se alejó caminando lentamente. Mendizábal volvió al Renault y arrancó rumbo a la capital. Era un día gris, plomizo, cubierto de nubes amenazantes.

Mientras hundía su pie en el acelerador, Mendizábal resolvió que esa noche, pasara lo que pasase, volviera solo o con Cecilia, mataría a Külpe.