Cerró la puerta.
Peña lo miraba sonriente y desafiante, como preguntándole si iba a atreverse a arriesgarlo todo reaccionando con violencia, armando un formidable batifondo en ese residencial para ciudadanos solitarios y pacíficos, o si, por el contrario, iba a aceptar con desteñida mansedumbre que le tomaran el pelo de ese modo, como ahora lo estaba haciendo él, casi brutalmente.
Mendizábal agarró una silla, la hizo girar y se sentó a horcajadas apoyando los brazos en el respaldo. Dispuesto a aceptar la batalla, clavó en Peña una mirada lúcida y terca a la vez. Que quedara claro: no iba a caer en ninguna trampa, ninguna provocación le iba a obligar a hacer lo que no quería, pero tampoco nadie se iba a dar el lujo de sobrarlo como a un principiante. Dijo:
—La asustó a la vieja ahí abajo. No era necesario eso.
Peña titubeó un momento. Seguramente había esperado ganar más terreno sorprendiendo a Mendizábal con las fotos de Külpe desparramadas sobre el piso. Sin embargo, ahora lo escuchaba hablar de la vieja, defenderla, como si fuera eso lo más importante, como si no se sintiera desenmascarado, ultrajado por la brutal exhibición del que debía ser uno de sus secretos más íntimos. Se rehízo en seguida y contestó:
—No quería dejarme subir su viejita. Es demasiado caprichosa. Y yo, para qué le voy a mentir, tenía ganas de esperarlo aquí: sabía que me iba a divertir con sus chiches.
Mendizábal no contestó. Quedaron enfrentados, silenciosos y alertas, sólo con las fotos de Külpe de por medio, separándolos. Finalmente, sacando un cigarrillo, dijo Mendizábal:
—Déme fuego.
Como quien dice terminemos de joder, así lo dijo. Peña, sin vacilar, se inclinó hacia él y le encendió el cigarrillo. Era como si los dos, con repentina lucidez, hubiesen advertido que no iban a conseguir nada agrediéndose, repitiendo entre la torpeza y el tedio las actitudes del encuentro anterior. Aunque, también lo sabían, iba a ser difícil: demasiadas cosas los separaban como para que pudieran relacionarse a través de otros sentimientos que no fueran el odio o el rencor.
Mendizábal, con voz monótona, dijo entonces:
—No tendría que haber sacado esas fotos de la valija. No tendría que haber matoneado a la vieja, y no tendría que haber entrado en este cuarto. Como ve, Peña, usted hace muchas cosas que no tendría que hacer. Y creo que yo voy a terminar por perder la paciencia.
Peña sonrió. Recién entonces advirtió Mendizábal que tenía unos dientes largos y salientes, manchados de nicotina, aunque no mucho. Llevaba un traje liviano y elegante, con una camisa blanca y una corbata de seda natural. Era evidente que, por algún insospechado motivo, había comenzado a esforzarse por vestir bien, y quizá estuviese a punto de conseguirlo. Sin sarcasmo esta vez, y con una firmeza que Mendizábal no dejó de percibir, dijo:
—Usted no puede saber las cosas que yo tengo que hacer, porque usted no está en mi pellejo, ni conoce mis órdenes. Al fin y al cabo, ¿qué sabe usted de mí? Lo que le dijo el patrón, claro. Que yo soy su contacto. —Sonrió con desprecio, como burlándose de tan pobre evidencia. Continuó:— Pero puede que haya cosas que no le dijo, y que usted no sepa. Puede, por ejemplo, que además de ser su contacto, yo sea el tipo que tiene que vigilarlo a usted, seguirlo, informar si está haciendo las cosas bien o se está mandando algún estropicio. Qué le parece. Y si quiere que le hable más claro: puede que yo sea el tipo que tiene que controlar si usted le está siendo fiel a la organización o la está traicionando.
Se detuvo, encendió un cigarrillo y observó a Mendizábal como queriendo calibrar el efecto que sus palabras le habían producido. Mendizábal le entregó un rostro sereno, imperturbable. Sin embargo, una vaga sensación de peligro había ido creciendo en él mientras lo escuchaba hablar, no por lo que Peña decía ahora, sino por lo que había dicho antes, en el Albor, la primera vez que hablaron: cuídese, yo soy su enemigo, lo puedo matar. Era cierto, y convenía no olvidarlo: ese hombre era su enemigo, y ahora estaba al acecho, agazapado como una fiera rencorosa y letal, esperando cualquier fracaso suyo para destruirlo.
—Por lo que veo —dijo Mendizábal—, aparte de hacer cosas que no tendría que hacer, usted también habla de más. —Le brillaron los ojos a Peña. Mendizábal continuó:— Porque fíjese que si usted fuera el tipo que me tiene que vigilar, sería muy boludo de su parte venir a decírmelo.
—No se apure tanto —lo atajó Peña, orgulloso y repentino—. Yo no le vine a decir nada de eso. Al contrario: si hay algo que quiero que se meta en la cabeza, es que usted de mí no sabe nada, y que por eso mismo no puede decir si hago cosas de más o de menos. ¿Está claro?
—No mucho. Pero podemos dejarlo así.
Peña quiso hablar, preguntarle qué significaba para él «dejarlo así», pero Mendizábal lo contuvo alzando apenas una mano y dijo:
—Aunque hay cosas que yo sé, Peña, y que las sé bien en serio. Le digo una: a mi nadie me vigila porque yo no estoy en ninguna organización, se da cuenta, ésa es la clave del asunto. Yo estoy afuera, yo soy mi propia organización, no le tengo que ser fiel a nadie. Cuando me contratan, cumplo y listo. Pero cumplo con el contrato, entienda bien, no con la organización. Así que no se gaste, porque le va a resultar difícil hacerme creer que le ordenaron que me vigile.
—De acuerdo —dijo abruptamente Peña—. Entonces dígame una cosa: si todo es como usted dice, ¿de qué la juego yo?
Mendizábal sonrió. Dijo:
—Eso es asunto suyo.
Peña apagó su cigarrillo en el cenicero de la mesa de luz. Debió confesarse, con bastante bronca, que se había equivocado, que había embestido por el flanco más difícil a Mendizábal. Porque si había algo que éste tenía en claro y sabía defender bien, era, precisamente, su estilo de trabajo, su condición de profesional serio, solitario y reconocido. Habría que cambiar de táctica.
—¿Cómo son las cosas, no? —dijo entonces, levantándose de la cama y caminando algunos pasos por la habitación, con las manos en los bolsillos, como si reflexionara—. En este negocio uno se encuentra a cada rato con tipos llenos de miedo, que se pasan el día pensando que los vigilan o que tienen los minutos contados. Usted los conoce tan bien como yo. Son tipos duros, de coraje, pasadores de falopa, fierreros de profesión, contrabandistas, qué sé yo, hay de todo. Y todos tienen miedo, fíjese qué cosa. Viven con la cuarenticinco a mano, no sabe uno si para atacar, defenderse o volarse los sesos. En cambio, usted no. Usted entra a su pieza, se encuentra con un tipo como yo adentro —un tipo que, encima, le avisa que lo está siguiendo, vigilando— y ni siquiera se mosquea. «Yo estoy afuera», dice todavía, como si no viviera en este mundo, en peligro, como todos nosotros. Qué grande, che. Lo que no daría yo por ser así. En serio, no se engrane, no lo estoy cargando.
Mendizábal dio una última y prolongada pitada a su cigarrillo antes de apagarlo. No pensaba engranarse, ni tampoco interrumpir a Peña. Por el contrario, quería dejarlo hablar, así como ahora, paseándose por la habitación, mesurado y reflexivo, pues aún seguía sin descubrir para qué se le había metido en la pieza, y quería hacerlo cuanto antes. Lo escuchó seguir:
—Hay cosas suyas, sin embargo, que no me las consigo explicar. Lo de las fotos, por ejemplo. Mire, cuando a veces me reúno con algunos compañeros y hablamos de usted (porque nosotros hablamos de usted, Mendizábal, y hasta hay algunos que lo admiran o le tienen envidia). Con los compañeros, le decía, nos reunimos a veces y comentamos su manera de trabajar. Y claro, en seguida sale lo de las fotos. Que para qué las saca, que si se está piantando, que si labura para la cana, yo qué sé, es algo que ninguno entiende.
Hizo una pausa. Mendizábal calculó que debía estar por llegar adonde quería.
—¿Y usted? —le preguntó.
—¿Yo, qué? —preguntó Peña.
—¿Usted lo entiende?
—¿Lo de las fotos?
—Sí, lo de las fotos.
Entonces, inesperadamente, Peña se largó a reír. Fue una risa seca, breve y violenta. Dejó de pasearse, sacó las manos de los bolsillos y las colocó en la cintura, con los brazos en jarra. Mirando fijamente a Mendizábal, mordiendo casi las palabras, dijo:
—Lo de las fotos es una mariconería, Mendizábal. Una manía de piantado o de viejo pajero, algo así. Y cuando le digo que no me lo consigo explicar, no es de las fotos que le estoy hablando, es de otro asunto. Es de usted. Porque lo que en serio no entiendo es cómo carajo un tipo como usted hace esas cosas. —Se detuvo, como si acabara de recordar algo especialmente revelador. En seguida dijo:— Un tipo como usted, Mendizábal, capaz de hacer un trabajo tan bien hecho como el amasijo de Morelli. ¿Se acuerda?
—Claro que me acuerdo —contestó secamente Mendizábal. Y añadió:— Si todavía la tengo en mi casa la foto de Morelli.
—¿Qué me quiere decir con eso? —preguntó Peña, decidido ahora a llegar hasta el fin—. ¿Que usted es el mismo cuando hace un laburo como el de Morelli que cuando saca esas fotos de mierda? No me haga reír. Mire, aunque usted ya no lo merece, le voy a confesar algo. —Volvió a caminar por la habitación, aunque algo agitado ahora. Encendió otro cigarrillo y dijo:— Hace cinco años ya de lo de Morelli, me acuerdo bien porque fue por esa época cuando entré a trabajar con el patrón. Era un principiante yo. Un bruto, si quiere. Un tipo que venía del frigorífico. Y era cierto: me gustaba matonear. Un día, sin embargo, me enteré de lo de Morelli. Después me contaron que lo había hecho usted y también cómo lo había hecho. Y yo me caí de culo, Mendizábal. Y ese día, se lo juro, me prometí que alguna vez iba a ser como usted. Que alguna vez yo también me iba a mandar un laburo como el de Morelli.
Se detuvo. Durante un momento fijó obstinadamente la mirada en la punta encendida de su cigarrillo, como si alguna remota imagen pudiera surgir de allí. Después continuó:
—Y es que siempre son así las cosas. Siempre, al principio, uno quiere ser como otro. —Miró a Mendizábal y agregó:— Eso a mí me pasó con usted. Pero no se ponga contento porque duró poco. Después me enteré de lo demás, de sus vueltas, sus manías, de todo el tiempo que perdía en boludeces. Y de las fotos, sobre todo de las fotos. —Volvió a hacer una pausa aquí, como si buscara las palabras. Después dijo:— Porque, no sé, hay algo raro en eso de las fotos, algo de marica o de cana. Apenas me enteré le agarré bronca a usted, se me vino abajo.
—Espere un poco —lo frenó Mendizábal—, ustedes también sacan fotos. ¿O acaso no había una foto de este tipo en la ficha que me dieron? —preguntó señalando el rostro de Külpe sobre el piso.
—Sí —contestó Peña—, pero es otra cosa. Lo suyo es algo raro, algo de piantado.
Entonces, lentamente, volvió a sentarse en el borde de la cama, como al principio, y observó las fotos de Külpe. Estuvo así durante un instante. Cuando levantó la cabeza para mirar nuevamente a Mendizábal, una sonrisa de triunfo le atravesaba la cara.
—Yo que usted no hubiera hablado de este tipo —dijo, señalando con un leve movimiento de su mano las fotos de Külpe—. Pero, claro, se ve que no se puede aguantar. Porque a mí no me va a engrupir, Mendizábal. Esto es algo nuevo para usted. O se está preparando un laburo muy especial, superior al de Morelli todavía, o se volvió loco del todo.
Mendizábal no contestó. Con creciente malestar, advertía que Peña comenzaba a internarse en un terreno peligroso para él. Lo escuchó seguir:
—Mire esto, es increíble. Usted nunca le debe haber sacado tantas fotos a un tipo. —Sonrió divertido y dijo:— Y después se quiere comparar con nosotros. Nosotros le dimos una fotito de carnet, una mierdita que conseguimos por ahí. En cambio, mire lo que hizo usted —señaló nuevamente el piso—: fotos de la boca, de la nariz, de los ojos. De los ojos solamente hay como diez. En serio, Mendizábal, por curiosidad nomás, ¿qué tiene con este tipo? ¿Qué le picó?
—No es asunto suyo —dijo secamente Mendizábal.
Peña largó una carcajada directa y brutal. Había descubierto el flanco débil de su oponente. En seguida dijo:
—En esto le llevo ventaja, Mendizábal. Porque, fíjese, yo no necesito sacarle fotos a este tipo para conocerlo. —Hizo una pausa, era como si disfrutara de la situación. Con deliberado cinismo, dijo:— Claro que, si me vienen ganas, puedo ser bueno con usted y ayudarlo. ¿Quiere que le diga quién es? ¿En qué anda? ¿Por qué queremos matarlo? En serio, digamé, ¿qué quiere saber?
Era difícil adivinar si los ojos de Mendizábal brillaban de indignación o de anhelo.