Almorzó en un grill, de Independencia y Entre Ríos, y regresó al residencial. El sol apretaba filtrándose por entre unas nubes cargadas de agua, el aire era sofocante, seguía sin llover. Una vez en su habitación se colocó la funda con la Luger y volvió al auto. Las ruedas chirriaron contra el pavimento cuando arrancó.
Se dirigió al sur, a una casa de Florencio Varela que había comprado para sus padres, diez años atrás, cuando los vio cansados, hartos del tumulto y las estridencias de la capital, con ganas de estar más cerca del sol y de la tierra a fuerza de presentir la muerte.
Iba allí todos los sábados, siempre a la tarde, para averiguar si su puntería (su pulso, sus reflejos e incluso su pasión por el mero estruendo de las armas de fuego) continuaba inalterada, o si los años —aun en la forma más leve, más imperceptible— habían comenzado a deteriorarla. Sus padres —eso sí— ya no estaban, porque fue cierto lo que habían presentido: en esa casa, en menos de ocho años, murieron los dos; ella primero y casi en seguida, de soledad, de tristeza, o seguramente de las dos cosas, el hombre también.
La casa, sin embargo, no había quedado sola. Tres meses antes de que muriera el viejo, en una noche en que llovía y tronaba como para sentir que se acababa el mundo, Mendizábal refugió allí a un antiguo compañero suyo, su único amigo quizá, el Gato Funes, quien venía huyendo de la policía, herido en una pierna que después —en esa misma casa, en otra noche, sin tormenta pero no menos terrible que la primera— hubo que amputarle.
Y eso era todo. Ahora la casa estaba allí, seguramente esperando (y Mendizábal lo sabía) que también él fuera a morir en ella.
Pasó frente al Parque Lezama, atravesó el Riachuelo, Avellaneda y tomó finalmente por la Calchaquí. Iba tranquilo, sin pensar en nada, sabiendo que tenía tiempo, que esa tarde se deslizaría como tantas otras, ni mejor ni peor, con el Gato esperándolo en el frente de la casa, llevándolo a la cocina después, ofreciéndole un mate y buscándole algo de conversación. Nada más, no demasiado, pero suficiente.
Abandonó la Calchaquí doblando a la derecha. Anduvo todavía durante un largo rato, a través de calles con el pavimento quebrado, bordeadas por casas viejas, uniformes y anónimas, blanqueadas con cal, adormecidas bajo el sol de la siesta.
Después se internó por extensos caminos de tierra, esquivando pozos y manteniéndose alejado de las banquinas, profundas y peligrosas, anegadas por las lluvias de esos días.
Finalmente llegó.
Era una casa chica y solitaria, con un pequeño jardín al frente y mucho terreno atrás. El Gato Funes, como siempre, lo esperaba en la puerta, bajo el alero, recostado en un viejo sillón de mimbre y fumando. Posiblemente recién acabara de atravesar los cincuenta años, pero ya era un hombre casi viejo, con el vientre abultado, el pelo escaso y blanco, la cara arrugada. Sin embargo, cuando sonreía (como ahora al recibir a Mendizábal) los ojos le brillaban con fuerza, como si las cosas no siempre hubiesen sido así.
—Qué hacés, Gato.
—Te esperaba más temprano —hubo afecto en el reproche.
—Ya sé, pero no pude.
Fueron a la cocina. Mendizábal aceptó el mate que le ofrecía su amigo.
—¿Cómo andás con la pierna? —preguntó después.
—Más o menos. —Funes chasqueó la lengua, casi con bronca.— Son estos días de humedad los que me joden. —Se interrumpió, como si lo que tenía que decir le costara demasiado, como si le doliera o lo avergonzara. Pero continuó:— Es que el muñón se hincha con el calor, eso es lo malo, y la pierna me ajusta mucho. Al final se me hacen llagas y casi no puedo caminar. Traé que te hago otro mate.
—Esperá, dejame ver la pierna primero.
—¿Para qué?
—Haceme caso, yo sé para qué.
El Gato vaciló un momento, pero inmediatamente accedió. Acercó su silla a la de Mendizábal, y después, con cuidado, se arremangó el pantalón.
Mendizábal dejó el mate sobre la mesa, tomándose su tiempo, sabiendo que debía ser extremadamente cuidadoso, porque era difícil hablarle al Gato de su pierna sin conseguir que se sintiera un inválido, un desdichado al que ya le queda poco por esperar de la vida.
Observó, durante un largo momento, el aparato ortopédico de su amigo: la articulación de la rodilla sobre todo, y el ajuste del muñón. Después encendió un cigarrillo y se puso a fumar en silencio, como si reflexionara, porque no sabía muy bien qué decir. Era ya la tercera pierna que compraba para el Gato (una de ellas, incluso, la había importado de Inglaterra), pero los problemas seguían. Porque era cierto: había una llaga en el muñón; no demasiado grande, pero seguramente dolorosa.
—Mirá, Gato —dijo por fin—, no te preocupés demasiado. Esto tiene arreglo.
El Gato sonrió, triste y descreído.
—Joderse —dijo—, ése es el arreglo.
Mendizábal no se sorprendió: lo conocía, y sospechaba que iba a responder algo semejante. Porque, en fin de cuentas, al Gato quizá le conviniese estar como estaba, medio baldado, viviendo allí, casi en el culo del mundo, alejado de infinitas cosas que alguna vez fueron suyas, pero a las que ahora no solamente no podía volver, sino que (por ineptitud o por cansancio) tampoco quería.
Sin embargo, era cierto que sufría, y que durante las noches se quedaba horas con los ojos rojos frente al viejo televisor, sintiendo crecer su miedo a medida que los programas terminaban, sabiendo que finalmente esa pantalla iba a volverse blanca, y después negra cuando él apagara el aparato, y que recién entonces comenzaría la noche.
—No seas boludo —lo frenó Mendizábal—. No te vas a pasar la vida así, sin poder caminar apenas aprieta un poco el calor.
El Gato se encogió de hombros y no respondió.
—Si a vos no te importa, a mí sí —dijo Mendizábal—. Yo quiero que estés bien.
El Gato lo miró.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó mientras se ponía trabajosamente de pie.
—Dame otro mate y te cuento. —El Gato colocó nuevamente la pava en el fuego. Mientras esperaba, continuó Mendizábal:— Los otros días, por casualidad nomás, leí que en Alemania están haciendo estos aparatos mejor que en cualquier otra parte. Traemos uno y listo, qué te parece.
El Gato le alcanzó el mate.
—Si querés tirar la guita —dijo—, allá vos.
—Está bien —asintió Mendizábal—. Lo dejamos así. Yo quiero tirar la guita, te traigo la gamba nueva y vos te la ponés. ¿De acuerdo?
El Gato no contestó en seguida. Permaneció un momento con la cabeza baja, quizá mortificado. Después dijo:
—Escuchame, Raúl, no te cabriés conmigo. No es que yo no sepa agradecerte…
—Pará la mano, Gato —lo interrumpió Mendizábal, poniéndose bruscamente de pie y apoyando casi con violencia el mate contra la mesa—. ¿Desde cuándo yo quiero que me agradezcas algo vos? Lo que pasa es que sos un cabeza dura y te gusta creer que las cosas no tienen arreglo. Pero está bien, vos sos así, no digo nada yo. Me hago el oso, no te doy pelota y te traigo la gamba igual.
Se miraron y sonrieron. Mendizábal lo palmeó en un hombro, con fuerza pero con afecto. Volvió a sentarse y dijo:
—Ahora dejate de joder y dame otro mate que éste ya se enfrió.
El Gato obedeció y después encendió un cigarrillo. Quedaron así, en silencio, acompañándose. Por la puerta de la cocina que daba al terreno del fondo, entraba un aire suave y agradable, aunque no demasiado fresco, porque hacía mucho calor allá afuera, y la tierra estaba ardida, y había mariposas y flores, Mendizábal dejó el mate, se puso de pie y dijo:
—Voy a ver la pieza de los viejos.
Nunca dejaba de hacerlo, era parte del ritual que implicaba para él visitar esa casa.
Atravesó un pequeño pasillo, abrió la puerta y entró. La habitación conservaba un olor inmediatamente reconocible para él. Era difícil saber de dónde provenía, si de las paredes, de los muebles, de la colcha de la cama o de las viejas y deshilachadas alfombras; pero estaba allí, vigente, penetrante. Era el olor de sus padres, el que habían dejado en todas las habitaciones donde vivieron, el que mágicamente, con sólo aspirarlo, podía restituirle toda su infancia y hasta su juventud.
Sobre una de las mesas de luz, había una foto de su padre y otra de su madre. Se sentó en el borde de la cama y las observó largamente. El hombre tenía un rostro definido, rotundo, con una gran mandíbula cuadrada y unos bigotes negros. Vestía un traje oscuro, con chaleco, y la gruesa cadena de un reloj de bolsillo cruzaba su abdomen: estaba de fiesta, vestido —justamente— como para una fotografía, quizá con el mejor traje que había comprado en su vida. La mujer, por el contrario, lucía un sencillísimo vestido blanco. Pero no necesitaba más, porque era su rostro el que reclamaba la absoluta atención de quien miraba esa foto: un rostro no decididamente hermoso pero sí enigmático, con una boca de labios finos y entreabiertos y una mirada pavorosamente triste.
Mendizábal tomó la foto de su madre y la observó durante un prolongado momento. Después, mucho después, sacó un pañuelo de su saco, lo humedeció con su aliento, y limpió, con total concentración y esmero, el marco y el vidrio de la foto. Entonces la dejó nuevamente sobre la mesa de luz y abandonó la habitación.
El Gato esperaba en la cocina.
—¿Querés otro mate? —preguntó.
—No —dijo Mendizábal—, ando con sueño. Me parece que me voy a tirar un rato.
—Dale nomás —dijo el Gato—, no hay ningún apuro.
Durmió durante dos horas, en la amplia cama de sus padres, profundamente. Eran las cinco de la tarde cuando despertó. Se lavó la cara y estudió su rostro en el espejo: tenía los ojos hinchados pero se vio fresco, reposado. En ninguna parte dormía como en esa casa, ni como en esa cama. Agarró una toalla, se secó y volvió a la cocina.
El Gato tenía los pies sobre la mesa, fumaba y leía un diario viejo. Cuando vio a Mendizábal, dijo:
—Aflojó el calor. ¿Querés un mate o empezás a practicar ahora?
—Las dos cosas —dijo Mendizábal, sonriendo.
Salió al terreno del fondo con el mate en una mano y la Luger en la otra. Era cierto: el calor había aflojado, la brisa era más fresca y había menos mariposas.
Mendizábal chupó de la bombilla y preguntó:
—¿Dónde está Príncipe?
—No sé —dijo el Gato—, se esconde a veces.
—¡Príncipe! —llamó Mendizábal—. ¡Príncipe!
Por detrás de un árbol, somnoliento, sacudiéndose, acalorado aún, apareció un perro grande, con pelo negro y patas fuertes y ágiles. Cuando vio a Mendizábal, corrió hacia él y dio varias vueltas a su alrededor, moviendo incesantemente la cola, alegre:
—¿Cómo anduvo estos días? —preguntó Mendizábal a Funes mientras le pasaba el mate.
—Bien, sin problemas.
Mendizábal se arrodilló y acarició detenidamente al perro. Dos años atrás, se había aparecido una noche, vaya a saber de dónde, y desde ahí se quedó en la casa. Era la única compañía de Funes. Mendizábal, a veces, bromeaba: «Nunca vi a un gato llevarse tan bien con un perro».
—¡Corra, Príncipe, corra! —gritó mientras arrojaba a lo lejos un pedazo de madera.
Príncipe no demoró en traerlo de vuelta sujeto entre sus dientes. Mendizábal sonrió, lo acarició nuevamente y por fin le dio una afectuosa palmada de despedida.
—Bueno, suficiente por ahora, Príncipe. Después seguimos. —Entonces se volvió hacia Funes y dijo:— Encendé el bicho, Gato.
A treinta metros, casi junto al motor del tanque de agua, estaba el bicho, un complicado aparato de tiro al blanco que Mendizábal había comprado por poca plata en un destartalado parque de diversiones. Eran cinco muñecos impulsados por una oruga, que iban desfilando al compás de una balbuceante y ya casi inaudible música de calesita: un torero, una bailarina, un boxeador, un astronauta y un payaso.
Funes conectó el aparato a un prolongador y los muñequitos comenzaron a girar. Casi indescifrable, lejano, se escuchó el vals Desde el Alma.
—No te imaginás cómo me gusta este bicho —dijo Mendizábal mientras tomaba posición.
El Gato, con el mate y la pava, se había sentado a la sombra de un árbol. Príncipe estaba acurrucado junto a él. Mendizábal continuó:
—Hace como veinte años que lo compré.
—Veinticinco —dijo el Gato—, ya me lo contaste.
—Bueno, jodete, te lo cuento de nuevo. Me acuerdo bien de esa tarde porque me gané todos los premios. Muñecas, trencitos, pelotas de fútbol, qué sé yo, cualquier cosa. Al final el tipo me dijo que un poco más y le ganaba el negocio. Entonces me avivé y le pedí que me vendiera el bicho este, total, ya estaban todos fundidos y el parque cerraba.
Giró ligeramente el cuerpo, apoyó con fuerza la mano izquierda contra la cintura, levantó el brazo derecho y tomó puntería.
—Bueno —dijo—, basta de charla. —Y murmurando, hablando para sí, entre dientes, dijo:— Vamos a ver cómo ando.
El torero, la bailarina, el boxeador, el astronauta y el payaso giraban cada vez con mayor velocidad, como desafiándolo. Hizo fuego. Funes apoyó el mate contra la pava y observó atentamente. Príncipe dio un respingo y ladró con fuerza. El torero cayó. Otro disparo, la bailarina también. Otro más, el boxeador. Las balas producían un agudo sonido metálico al estrellarse contra los muñecos. Otro disparo, el astronauta. Otro más, y nada. El payaso siguió atravesando el carril, indemne. Mendizábal hizo fuego una vez más, y otra, y otra. Inútilmente. El payaso terminó de atravesar el carril y desapareció.
Mendizábal esperó. El muñeco no demoró en aparecer nuevamente. Era un payaso muy alegre, con una gran nariz roja, ojos pintarrajeados y abundantes cabellos rubios. Mendizábal lo observó durante todo el trayecto, con el brazo derecho colgando al costado de su cuerpo, sin disparar. El payaso volvió a desaparecer.
—¿No le vas a tirar? —preguntó extrañado Funes.
Mendizábal no contestó; puso otro cargador en la Luger. El payaso volvió a aparecer. Mendizábal tomó posición nuevamente, alzó el brazo casi con fiereza y disparó. Con un ruido seco y metálico, el payaso cayó hacia atrás.
—Está bien —dijo entonces Mendizábal, con evidente malestar—, basta por hoy.