Fue entonces cuando lo vio llorar a Sergio. Había corrido junto a la mujer, y con su brazo extendido señalaba hacia lo alto, hacia la copa de los árboles. Allí, endiabladamente enganchado, estaba el barrilete.

Mendizábal arrojó el cigarrillo que estaba fumando y, casi de un salto, se puso de pie. La suerte lo favorecía. Ese barrilete allí enganchado: no hubiera podido ocurrirle algo mejor. Comenzó entonces a descender lentamente por la barranca, como quien tiene cuatro ases de mano y no tiene apuro de pedir cartas.

Cuando llegó junto a ellos, el chico repetía incesantemente, llorando, que quería el barrilete, el barrilete, el barrilete. La mujer lo sujetaba por los hombros, le acariciaba la cabeza y le prometía, sin demasiada convicción, que ya se iba a solucionar todo, pero que se tranquilizara, por favor. Petición por demás inútil pues el chico lloraba cada vez con más fuerza.

—Perdón, veo que tienen un problemita —dijo Mendizábal, y se sintió un perfecto estúpido aun antes de pronunciar la última palabra. Pero se rehízo y preguntó—: ¿Puedo ayudarlos?

Entonces ella lo miró. Sus ojos eran también oscuros, pero mucho más que sus cabellos, y decididamente hermosos. Así, al menos, los vio Mendizábal esa tarde, mientras el barrilete seguía enganchado allí en lo alto, y el chico no paraba de llorar.

—Sí, por favor —contestó ella—. Porque no creo que yo pueda. —Y moviendo la cabeza con pesadumbre, agregó:— Qué cosa, ya sabía que iba a pasar esto.

Hubo angustia en su voz. Pero también algo más: una especie de desmesura. Porque un barrilete inocentemente enredado en la copa de un árbol no alcanzaba para justificar tanta tristeza. Existían, sin duda, otros motivos por los cuales todo hecho, aun el más trivial, era asumido por ella con gravedad y hasta con dramatismo.

—No se preocupe —le dijo Mendizábal—. Quédese tranquila. Algún arreglo tendrá esto.

Ella no contestó: ahora miraba hacia lo alto y le brillaban los ojos. Mendizábal se acercó a Sergio, quien había vuelto a agarrar el hilo y daba violentos tirones, como si no solamente quisiera desenganchar el barrilete sino también, en venganza, derribar el árbol. Había reemplazado, bruscamente, el llanto por la furia.

—No vas a conseguir nada así —le dijo Mendizábal, con tono amistoso—. Al contrario. Se va a romper el hilo.

Sergio, como si no lo hubiese escuchado, dio un último y empecinado tirón. Algunas ramas del árbol se sacudieron con violencia, pero el barrilete siguió allí, impávido. Mendizábal esperó. Sergio suspiró con enojo pero también con resignación. Entonces arrojó contra el césped el ovillo del hilo y miró a Mendizábal.

—¿Vos sabés algo de barriletes? —preguntó.

A Mendizábal le sorprendió que lo tuteara. Pero (alcanzó a pensar) así debían ser las cosas ahora. Y recordó una frase que había escuchado a menudo: los pibes vienen cada vez más vivos. Entonces: atención, a manejarse con cuidado. Además —no olvidarlo—, Sergio era un instrumento fundamental para relacionarse con la mujer. Dijo:

—Todo el mundo sabe algo de barriletes. No debe haber una persona que no haya hecho uno alguna vez.

Sergio chasqueó la lengua, seguía enojado.

—Entonces cada vez los hacen peor. —Señaló, con desgano, hacia lo alto.— Mirá el mío, qué porquería. Sopló un poco de viento y se enganchó allí.

—Sí, ya veo —dijo Mendizábal—. Pero no te desanimés todavía. Quién te dice, por ahí lo sacamos.

Sergio, con repentino interés, lo miró a los ojos.

—¿Vos podés? —preguntó.

Mendizábal no respondió en seguida. Le sostuvo la mirada.

—¿Querés que haga la prueba? —preguntó después.

Sergio vaciló. Mendizábal aprovechó para observarlo con mayor atención: debía tener, seguramente, seis o siete años. Pero no era tan rubio como le había parecido al verlo desde lejos, sino que sus cabellos eran más bien castaños. Aunque sus ojos, eso sí, eran tan claros como los de Külpe. Las lágrimas secas, ahora, formaban surcos en su rostro.

—Bueno —aceptó—. Pero aunque lo bajés vos, después me lo das, eh. Mirá que es mío.

—Pero Sergio —lo reprendió la mujer, acercándose—, ¿no ves que el señor te quiere ayudar?

A Mendizábal le gustó que dijera eso, que él quería ayudar. La sintió más cercana, menos encerrada en sí misma. Pensó: todo está saliendo bien.

—Bueno —dijo Sergio mientras levantaba el ovillo y se lo entregaba a Mendizábal—. Pero mirá que les prometí a los chicos de la escuela llevarles el barrilete. Se van a enojar si no se los llevo.

—Está bien —dijo Mendizábal—. Dejame probar. Voy a hacer todo lo que pueda.

Tiró del hilo hacia abajo, y después, violentamente, hacia arriba. El barrilete tambaleó.

—¡Se movió! —gritó Sergio—. ¡Se movió!

Mendizábal dedujo que con una sola vez que repitiera esa operación lograría liberar el barrilete. Existían, sin embargo, varios riesgos. Que se cortara el hilo, por ejemplo, pues el segundo tirón debía ser más violento. O que se quebraran las cañas. O que alguna de las ramas del árbol destrozara el papel.

—Tenga cuidado —la escuchó decir a ella—. Sería una lástima perderlo ahora. Ya casi está por caer.

Lo dijo con temor. Como si algo muy importante se decidiera para ella en ese momento. O como si, saturada de desdichas, ya no pudiese soportar una sola más, por mínima que fuese.

—Dale, vamos —dijo Sergio, apremiante—. Un tirón más y listo.

—Esperá, esperá —lo calmó Mendizábal—. Hay que tener cuidado. Ya escuchaste lo que dijo tu mamá.

Comenzaba, además, a disfrutar de la situación. Sabía que podía bajar ese barrilete en cualquier momento, pues ya había descubierto la manera de hacerlo, pero sabía también que, apenas lo hiciese, le iba a ser difícil seguir concentrando sobre él esa atención esperanzada y total que la mujer y el chico le consagraban ahora.

—Menos mal que el hilo es bastante fuerte —dijo—. Eso ayuda mucho. Vamos a ver. Me parece que con dos buenos tirones más lo bajamos.

Repitió entonces la maniobra anterior: un tirón hacia abajo y otro, más violento, hacia arriba. El barrilete cabeceó primero, se irguió casi con fiereza después, y por fin, mágicamente, comenzó a deslizarse por el aire, en libertad, hacia la tierra.

—¡Ya está! —gritó Sergio—. ¡Ya está! ¡Voy a agarrarlo!

Y corrió en dirección del barrilete, con los brazos en alto, alborozado. Una angustia imprevista sacudió a Mendizábal. Se sintió débil, desprotegido: no solamente acababa de perder su privilegiada condición de único salvador posible del barrilete, sino que también Sergio lo abandonaba. Ahora, nada ni nadie se interponía entre él y la mujer. La miró, como quien decide enfrentar su destino.

—Bueno, salió bien —consiguió decir.

Ella sonrió, asintiendo con la cabeza. Pero no se la veía contenta. Había conseguido, en todo caso, ahuyentar una desgracia, una más, pero sólo eso. No obstante, con una voz serena, casi tersa, despojada por completo de dramaticidad o angustia, dijo:

—Muchas gracias. No sabe cuánto le agradezco lo que hizo.

Mendizábal, sin embargo, la escuchó apenas. Con fascinación, con temor, con asombro, había vuelto a tomar conciencia de un hecho absoluto: ella era la mujer de Külpe. Esa boca grande, cálida y carnal, que él estaba mirando ahora, habría sido besada o mordida infinitas veces por Külpe. Esas manos, que él ahora —en un acto quizás insensato pero posible— podía tomar entre las suyas, habrían recorrido incansablemente, con avidez y sin duda con impudicia, el cuerpo de Külpe. Esa voz, que él acababa de escuchar, era la misma que habría expresado a Külpe, innumerables veces también, sentimientos de amor, de odio o venganza.

En ese exacto momento, estremecido, comprendió que en cada cosa de ella que él pudiera recibir, por ínfima que fuese, habría algo de Külpe.