Peña apagó su cigarrillo y se mantuvo en silencio, esperando.

—No me importa lo que usted pueda saber de este tipo —dijo Mendizábal por fin—. De lo que haga falta averiguar, me encargo yo.

—¿Está seguro? —sonrió Peña—. ¿Por qué no lo piensa mejor? Puede serle más útil de lo que pensaba, mi visita.

Se debatía entre la bronca por el cinismo de Peña y esa sensación de ansiedad e impotencia que le producían todas las personas que sabían más cosas de Külpe que él. Nunca había imaginado, por otra parte, que Peña pudiese conocer a Külpe, o tener mayores datos sobre él al margen de los que hubiese obtenido por medio de la organización. Aunque claro: con esto bastaba. Era evidente que Peña, por su relación con el hombre importante, o a través de los archivos de la organización, debía conocer buena parte de la historia de Külpe, tanto de la presente como de la pasada. No ignoraría entonces, por ejemplo, si en ese pasado, Külpe, con la ayuda de Amanda, había asesinado o no al padre de Sergio. Como tampoco ignoraría si ahora él, Mendizábal, debía asesinar a Külpe para castigar ese crimen impune, o si Amanda, por el mismo motivo, debería ser fatalmente su próxima víctima. Quizá conociera también los lazos secretos que unían a Külpe con el hombre de bigotes y anteojos negros, los negocios indudablemente turbios que se debatían en la agencia de Prode y Lotería, o con mayor seguridad en el recinto neblinoso del Annie Malone, por los cuales, más que por su vieja complicación con la muerte del padre de Sergio, también podría haberse decidido el asesinato de Külpe.

Todo esto, sin duda, debía conocerlo Peña, que ahora seguía allí, sentado en el borde de la cama, esperando. Y no hacía falta más que preguntarle para saber toda la verdad.

Consiguió, sin embargo, dominarse, advertir a tiempo que estaba por caer en una trampa. Porque era evidente que Peña debería conocer muchas cosas. ¿Pero acaso se podía confiar en él? ¿No era, por el contrario, casi seguro que en caso de que cediera a la tentación de solicitarle datos, iba a entregarlos en forma caprichosa, retaceándolos o deformándolos, para conducirlo de este modo, tal como lo deseaba, al fracaso o, peor aún, al ridículo?

Se tranquilizó.

—No tengo nada que pensar —dijo—. Y, además, me parece que llegó el momento de terminar esta conversación.

—¿Por qué? ¿Hay algo que le molesta?

Mendizábal apoyó pesadamente sus brazos en el respaldo de la silla e inclinó el cuerpo hacia adelante.

—Escuche, Peña —dijo—, déjese de joder, quiere. Si tiene algo más que decir lo dice ahora, y si no se va.

Peña no contestó en seguida, se acomodó el nudo de la corbata y estiró el cuello como si le molestara la camisa. Admitió, sin sentirse derrotado por eso, que Mendizábal se había rearmado a tiempo, y que ya no iba a conseguir nada hostigándolo con las fotos de Külpe. Entonces dijo:

—El patrón quiere verlo.

Mendizábal sonrió.

—Para eso había venido entonces —comprobó—. Mire que es un mandadero con vueltas usted. Tanto despelote para traer un recado.

Peña no respondió.

—¿Y para qué me quiere ver? —preguntó Mendizábal.

—Él se lo va a decir —contestó Peña.

—O sea que usted no lo sabe. Bueno, está bien. ¿Para cuándo es la cita?

—Para mañana, a las once.

Mendizábal asintió blandamente con la cabeza. Quedaron en silencio. Una especie de fatiga o de vacío los había dominado. Peña encendió un último cigarrillo, se puso de pie y caminó hacia la puerta. Se detuvo antes de llegar y permaneció allí, concentrado, tratando de encontrar aquello que todavía le faltaba decir. Mendizábal lo observaba desde su silla, nuevamente atento, sintiendo que todo podía recomenzar en segundos. Peña giró levemente, lo miró y dijo:

—Usted pudo haber sido el mejor, Mendizábal, el mejor de todos, un orgullo para los que estamos en este laburo. Pero, no sé, debe haber algo muy jodido, muy retorcido en su bocho que se lo echa todo a perder. Y eso no se lo va a perdonar nadie, y menos yo, que alguna vez lo respeté en serio. —Hubo dolor y resentimiento en su voz. Dio una profunda pitada a su cigarrillo y añadió:— Sin embargo, todavía pienso mandarme un laburo como el suyo de Morelli. Pero a mi modo.

Caminó los pocos pasos que lo separaban de la puerta y extendió su mano hacia el picaporte.

—Escuche, Peña —lo frenó Mendizábal. Y con tono seco, hiriente, dijo:— Usted nunca se va a mandar un laburo como el de Morelli. Le falta clase para eso.

Peña lo miró con odio. Contestó:

—Le voy a pedir algo: equivoquesé. Un error suyo necesito, nada más. Ya va a ver entonces adónde lo mando yo con toda su clase.

Mendizábal se largó a reír.

—Usted sí que me divierte —dijo—. Parece que no puede despedirse de mí sin amenazarme. Se está volviendo una costumbre esto.

—No se preocupe, no va a durar mucho.

Salió de la habitación y cerró la puerta. Mendizábal guardó nuevamente en su valija las fotos de Külpe.