Mendizábal irguió su cabeza con un movimiento abrupto, totalmente instintivo. Durante unos instantes, atónito, observó el aparato. Era cierto: alguien llamaba. Alguien llamaba a Külpe.

Se puso de pie, caminó lentamente hasta el teléfono y levantó el auricular, se mantuvo en silencio, aguardando.

—Hola —se oyó una voz de mujer desde el otro lado de la línea—. Hola. —Y después:— ¿Rodolfo? ¿Sos vos, Rodolfo?

Era Cecilia. Mendizábal colgó el auricular. Acercó una silla, se sentó y encendió un cigarrillo. Entretanto, el teléfono volvió a sonar. Mendizábal contó hasta diez timbrazos y entonces levantó el auricular. Tampoco dijo nada esta vez.

—¿Hola? ¿Rodolfo? —insistió Cecilia.

Hubo un silencio. Mendizábal podía escuchar la respiración agitada de la mujer a través de la línea. Volvió a colgar el auricular. Ya no habría más llamados. Ahora (dedujo) ella vendría al departamento.

Pero no era seguro. Quizá hiciese cualquier otra cosa.

Fue hasta el dormitorio, se tiró boca arriba sobre el colchón y fijó su mirada en el techo. Con rencor, con angustia, incluso con miedo, se dijo que quizá ya estuviese todo perdido. Que Peña había tenido razón, que tendría que haber matado a Külpe la noche anterior, cuando lo vio llegar a su casa, como tantas o tras noches, distraído, fácil. Ahí: ése era el momento. O cualquier otro quizá. Incluso la primera noche. Un plomo y listo, a otra cosa. A cualquier otra cosa menos a esto, a esta espera angustiosa, a que todo —de pronto— dependiese de que Cecilia viniera o no a este departamento solitario, abandonado.

Una ansiedad desconocida lo fue dominando de a poco. Se levantó súbitamente, volvió al living y comenzó a caminar contando los pasos. Algo, en su cabeza, repetía: Külpe se fue, Külpe se fue. Se detuvo. Acercó una silla a la mesa y se sentó. ¿Cuánto más demoraría Cecilia? Aunque lo realmente desesperante no era esto, sino lo demás: que todo su trabajo, que toda la implacable investigación que había realizado durante esa semana se hubiese desmoronado de ese modo. Estar sentado allí, esperando, sin poder hacer nada, dependiendo absolutamente de los actos de un tercero: esto era lo intolerable. Volvió a ponerse de pie y a caminar por la habitación.

Apagó la luz, se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Nada. Apenas un tren atravesando vertiginosamente la estación. Volvió a encender la luz. Entonces sonó el timbre del portero eléctrico.

Vaciló. ¿Había escuchado bien? Estaba alterado, era posible que sus sentidos lo hubiesen engañado. Pero no. El timbre volvió a sonar, con mayor intensidad esta vez. Pensó: es ella, y también está nerviosa, por eso volvió a tocar el timbre tan rápido, sin tolerar la más mínima espera.

Se tranquilizó. Los hilos volvían a entrelazarse. Ahí estaba Cecilia, y ella lo llevaría a Külpe.

Levantó el auricular del portero eléctrico, pero no dijo palabra alguna. Se limitó a apretar el botón que abría la puerta de entrada del edificio. Por el aparato escuchó unos pasos presurosos, precipitados.

Empuñó la Luger y fue hasta la puerta del living. Allí esperó. Escuchó el ruido del ascensor al detenerse. Se sentía sereno, dueño de su vieja sabiduría para enfrentar este tipo de situaciones. Las puertas del ascensor se abrieron y se cerraron. Unos pasos lentos ahora, cautelosos, se escucharon desde el pasillo, acercándose. Cuando se detuvieron frente a la puerta, Mendizábal la abrió con violencia.

Allí, frente a él, mirándolo con sorpresa y temor, estaba Cecilia.