Durante las primeras horas del día siguiente (viernes) se dedicó a arreglar su coche. Una basura en el carburador: eso había sido, por supuesto. Limpió lo que había que limpiar, dio un par de vueltas a la manzana y estacionó nuevamente frente al residencial. Asunto concluido, funcionaba bien.

Iba a regresar a su habitación y vigilar la salida de Külpe, cuando cambió de idea. ¿Por qué no adelantarse? Si de todos modos era casi seguro que Külpe habría de dirigirse a las Barrancas, ¿qué inconveniente podía existir en que fuese él quien llegase primero? Ninguno. Al contrario: en caso de que la mujer de los cabellos oscuros ya estuviera allí, iba a poder entonces observarla, por primera vez, sola.

No demoró en llegar. También esta vez dejó el Renault frente a la plazoleta con el busto de Belgrano y comenzó a caminar, sin apuro, hacia las Barrancas. Por entre las copas de los árboles de mayor altura, libre y casi vertiginoso, alcanzó a ver el barrilete de Sergio, con sus flecos verdes y su larga cola anudada. Se acercó. Allí estaban: en la parte llana de las Barrancas, igual que el día anterior. Era evidente que la aparición del barrilete de Sergio había determinado la inutilidad de la glorieta como lugar de reunión.

La mujer había extendido un pulóver sobre el césped y estaba sentada allí. Se entretenía tejiendo. Espaciadamente, sin demostrar ansiedad o preocupación, observaba al chico. Era como si no necesitara más que verificar su presencia para estar tranquila. Después, volvía a su tejido. El día era caluroso, aunque menos que los anteriores. Mendizábal se sentó en un banco de piedra, junto a dos jubilados aburridos, y esperó allí.

Se propuso entonces elaborar algún plan para acercarse a la mujer. ¿Cómo hacerlo? No era fácil, ni tampoco tenía experiencia en situaciones de este tipo. Su timidez, disfrazada de orgullo, lo había obligado siempre a aborrecer a los hombres que seguían mujeres por la calle. Ahora, sin embargo, iba a tener que adoptar una actitud semejante. Pero claro, se sentía desarmado. Como teniendo que representar un papel que no solamente nunca había ensayado, sino para el cual no tenía condiciones.

Le sudaban las manos, casi con temor lo comprobó. ¿Tan difícil le resultaba?

Pero, un momento: tranquilidad. Había, por lo menos, un par de cosas ciertas: su aspecto no podía molestarle a ninguna mujer. Era un poco bajo, aunque solamente un poco, algo robusto también, pero vestía con corrección y no le faltaban palabras. Y ella (no olvidarlo) estaba en un momento especial, seguramente predispuesta a aceptar cualquier compañía que aliviara su soledad. Sí, todo iría bien. Pero ¿cómo empezar? ¿Con qué pretexto acercarse y hablarle? ¿Cómo evitar ser confundido con alguno de esos imbéciles donjuanes callejeros? No era fácil.

En ese momento apareció Külpe. Llevaba el mismo saco azul con botones plateados de la tarde anterior, y también el mismo pantalón. Se acercó a la mujer y la besó en la boca. Mendizábal se sorprendió: era la primera vez que la besaba de ese modo. Nada del otro mundo, es cierto. Pero sin duda algo más que un beso rutinario o aun amistoso. Volvió a sentir que, dificultosamente pero sin pausa, algo renacía entre ellos. Los vio tomarse de las manos, hablar mirándose a los ojos, sonreír.

Y, sin embargo, no. Ahora comenzaba a ocurrir lo mismo que durante los encuentros anteriores. Volvían a encresparse, discutían. Ella apartaba con gesto violento los cabellos de su rostro. Él, evasivo, se alejaba, y comenzaba a darle indicaciones al chico para mantener en alto el barrilete. Entonces ella se le acercaba, lo tomaba de un brazo, y otra vez discutían. Era como si hubiera un punto —una especie de abismo sombrío y caótico— a partir del cual dejara de existir toda posibilidad de entendimiento entre los dos. No demoraron en despedirse, esta vez con un beso fugaz, casi imperceptible. Él tomó el colectivo de siempre, y ella quedó sola.