Mendizábal sintió un repentino, compulsivo deseo de escapar. Logró dominarse. Por de pronto (se dijo) era necesario no olvidar algo: el hombre que acababa de entrar no lo conocía. Además, aunque lo conociera, era altamente improbable que pudiera descubrirlo allí, en ese rincón del dancing, en medio de las sombras, solitario.
Advirtió, inmediatamente, lo absurdo que significaba detenerse a considerar este último punto. Lo único, lo real y definitivo era que Külpe no lo conocía, y que nadie puede descubrir a alguien que no conoce. Se tranquilizó.
Külpe no había llegado solo. Lo acompañaba Morales, aunque esta vez sin los anteojos negros, exhibiendo unos ojos redondos, levemente desorbitados, con unas bolsas densas y violáceas.
Cecilia se bajó del taburete, pasó los brazos alrededor del cuello de Külpe y lo besó en la boca. Después se acercó a Morales y aceptó el beso que éste le dio en la mejilla. Morales dijo algunas pocas palabras y se alejó con pasos breves pero rápidos, hasta desaparecer por una pequeña puerta que había a un costado del escenario, donde seguramente estaba ubicado el privado del boliche. Külpe y Cecilia quedaron en la barra, conversando, mirándose, tomándose a veces por las manos, siempre muy cerca, muy juntos.
Desde el pequeño escenario llegaba la voz de Lupe, sorprendentemente grave y triste: Sé que mucho me has querido, tanto, tanto como yo. En ese momento, la mujer robusta y vulgar que, además de Lupe, Mendizábal había observado al comienzo en la barra junto a Cecilia, abandonó su taburete y fue a hacer compañía a un esmirriado cliente que con aire de pollo ya cocinado, listo para el guadañazo, acababa de entrar. No sé por qué te perdí, tampoco sé cuándo fue. Ahora, junto a Külpe y Cecilia, pero a tu lado dejé quedaban dos taburetes vacíos toda mi vida. Mendizábal decidió no pensar es tan poco lo que falta lo que iba a hacer para irme con la muerte, sabía que si lo pensaba, ya mis ojos no han de verte no lograría atreverse nunca, nunca.
Encendió un cigarrillo y se puso de pie. Y si un día por mi culpa, una lágrima vertiste. Con paso firme, atravesó el boliche, porque tanto me quisiste y fue a sentarse en el segundo de los taburetes sé que me perdonarás que habían quedado libres junto a Külpe y Cecilia.
Un taburete de por medio: fue todo cuanto decidió concederle a la cautela.
Se escucharon algunos aplausos. Lupe acababa de terminar su primer tango. Había dicho (recordó Mendizábal) que iba a cantar tres. Quedaban dos, después volvería a la mesa, buscándolo. Había que apurarse.
El barman se inclinó ligeramente hacia él desde el otro lado de la barra y le preguntó qué quería tomar. Mendizábal pidió un whisky. Tus sombras torturan, mis horas sin sueño, seguía Lupe ahora. A través de los ruidos del boliche (las apagadas pero persistentes conversaciones de las parejas en las mesas, el tintineo de los cubitos que el barman acababa de ponerle en el vaso de whisky, la música, la grave voz de Lupe y hasta algunos bocinazos que llegaban desde la calle), Mendizábal intentó escuchar la conversación de Külpe y Cecilia.
Descubrió, sin embargo, que le estaban temblando las manos, y que una excitación intensa y desconocida recorría su cuerpo. Había, en ese momento, apenas algo más que un metro de distancia entre Külpe y él: nunca habían estado tan cerca. Vagamente recordó que, sólo un par de días atrás, le había parecido insensato seguir a Külpe en el mismo colectivo que éste tomara. Ahora, en cambio, estaba junto a él, cierto que entre las sombras y el bochinche de un night club, pero acodado en la misma barra y con apenas un estólido, solitario taburete entre los dos.
Se dijo que si lograba alzar el vaso de whisky, llevárselo a los labios y tomar un buen trago, las manos iban a dejar de temblarle, e iba a lograr serenarse. Al menos, lo suficiente como para escuchar algo de la conversación de Külpe y Cecilia.
Consiguió hacerlo. Entonces, lejana, apenas audible le llegó una frase de Cecilia: «que todo termine porque recién». Sólo eso. Tomó otro trago. Clavado a tus calles, igual que una cruz, la voz de Lupe. Ahora le zumbaban los oídos y empezaba a dolerle la cabeza. Puta madre (se dijo) ¿por qué todo se volvía tan difícil si hasta ahora había ido tan bien? De pronto, más cercana esta vez, otra frase de Cecilia: «puedo esperar pero también a veces». La cosa mejoraba, aunque no mucho mis sueños se van, se van, no vuelven más. Si bien aún era demasiado lo que perdía, las palabras le llegaban con mayor nitidez. Por fin, pudo escuchar la voz de Külpe: «no me presiones, te lo digo en serio, no quiero que nadie». Tomó otro trago. Las manos habían dejado de temblarle por completo, pero estaba transpirando. La camisa se le pegaba al cuerpo y pequeñas pero ardientes gotas de sudor caían desde su frente atravesándole la cara. Puso el vaso sobre la barra, y cómo de nuevo lo empujó ligeramente hacia el barman y pidió otro whisky vestido de fiesta, mi viejo arrabal. Otra vez aplausos. La voz de Lupe, agradeciendo: «son muy amables, gracias». Había terminado su segundo tango. Carajo, ¿tan poco faltaba? Cecilia ahora: «te estás encaprichando y perdiendo el tiempo en eso». El barman le sirvió el segundo whisky. Quisiera abrir lentamente mis venas, recomenzaba Lupe. Külpe ahora: «una cosa es decirlo, decirlo es fácil, cualquiera». No había duda posible: hablaban de Amanda, de toda la enmarañada historia que Külpe había armado junto a ella. Pude ser feliz, y estoy en vida muriendo y entre. Cecilia: «a veces me canso». Külpe: «dejame resolverlo a mi modo, no me». Y nuevamente, el temblor en las manos. ¿Por qué, carajo, por qué? Sombras nada más. Pudo levantar entre tu, sin embargo, el vaso vida y mi vida de whisky y sepultar el líquido ardiente sombras nada más en su entre tu amor garganta y mi amor. Lo vació de un solo trago. La transpiración, ahora, se le había vuelto helada. Külpe: «yo sé que nadie puede, nadie puede, nadie puede». Sacudió la cabeza con fuerza y respiró hondo. Dejó el vaso sobre la barra. Estaba bien, era suficiente. De cualquier modo, ya no estaba en condiciones de poder escuchar mucho más. Hubo aplausos, nuevamente. Lupe había terminado. Mejor, mejor así. Le pagó los whiskys al barman y volvió a la mesa.
Lupe no demoró en llegar.
—Dame un cigarrillo —dijo, sentándose como quien se desmorona—. Madre santa, cómo me pudre todo esto. Pero en fin, no hay otra cosa.
Mendizábal le encendió el cigarrillo.
—Cantás bien, sin embargo —dijo—. Con ganas.
—Aquí nada se hace bien, pichón. Ni con ganas. Pero no importa. —Y sonriendo, intencionadamente:— Te vi en la barra. Parece que no te pudiste aguantar.
—¿Aguantar qué?
—Acercarte a ella. Y no te hagas el zonzo. A ella, a Cecilia.
—¿Así se llama?
—Así.
Mendizábal llamó al mozo y pidió dos whiskys más. Después dijo:
—Mirá, no sé por qué fui a la barra. Pero creo que me pareció que te iba a escuchar mejor desde allí, o que me iba a sentir menos solo. No sé, algo de eso.
Lupe, como si suspirara, largó el humo.
—Está acompañada ahora —dijo—. ¿La viste?
—Sí, la vi —afirmó Mendizábal, y le tembló la voz.
Lupe lo miró con mayor atención.
—¿Te pasa algo? —preguntó.
—¿Por qué?
—Estás transpirando. Tenés la frente empapada.
—Debe ser el calor —contestó Mendizábal. Y en seguida:— Decime: ¿quién es el que la acompaña?
—¿Ese? No sé, no hace mucho que anda por aquí. Pero la debe atender bien, porque ella se le prende con más ganas que una garrapata. Mirala ahora si no.
Era cierto: Cecilia acababa de rodear nuevamente el cuello de Külpe con sus brazos y ahora lo besaba largamente en la boca.
—Franelean todo el tiempo —dijo Lupe. Después, se encogió de hombros y agregó:— Y bueno, mientras les dure la calentura.
El mozo trajo los dos whiskys.
—No es raro que estén calientes —dijo Mendizábal—. Más todavía, si como decís vos, no hace mucho que él anda por aquí.
Lupe cayó en el lazo. Dijo:
—Es cierto, hará un mes o dos que apareció por primera vez. —Sin embargo, agregó en seguida:— Pero basta, che. Primero me tiraste la lengua sobre la cretina ésa, y ahora sobre el macho que la atiende. Si no la terminás, me voy a enojar en serio, pichón.
—Bueno —sonrió Mendizábal, evasivo—, de algo hay que hablar, ¿no?
—Hablame de vos para eso, lo prefiero. Pero esperá, no te pierdas esto. Teresita hace el número de Fred Astaire.
Se encendieron las luces del pequeño escenario y apareció Teresita vistiendo smocking, galera y bastón. Empezó a desplazarse con movimientos suaves, insinuantes.
—Lo hace bien la guachita —sonrió Lupe, con afecto—. En serio, lo hace como pocas.
Teresita empezó a quitarse la ropa. Lupe la miraba extasiada, le brillaban los ojos. Mendizábal apuró un largo trago de su whisky.
—¿Después cantás vos de nuevo? —preguntó.
—Sí, carajo, por desgracia. Pero es la última vez. En seguida me pianto. Dame un cigarrillo, pichón.
Mendizábal le alcanzó uno y le dio fuego. Külpe y Cecilia abandonaron sus taburetes y empezaron a caminar hacia el fondo del salón. Lupe lanzó la primera bocanada con fuerza, hacia arriba. Külpe y Cecilia desaparecieron por la puerta ubicada al costado del escenario, la misma que había utilizado Morales. Lupe sonrió y dijo:
—Se te fueron, pichón. Detrás de esa puerta se cocinan las cosas gordas de este lugar. Así que van a tardar un buen rato en salir. Vas a tener que entretenerte conmigo nomás.
—Mirá que sos pesada en serio —dijo Mendizábal—. De entrada te dije que estoy bien con vos. No me hace falta nada más.
Ella se le acercó y lo besó en la boca. Mendizábal también la abrazó con fuerza.
—Hummm… —ronroneó Lupe—. Estuvo bueno eso. Te voy a pedir algo.
—Qué.
—Esperame. Quiero que nos vayamos juntos de aquí.
Mendizábal vaciló.
—¿No querés? —preguntó ella.
Ahora fue él quien la besó.
—Está bien —dijo—. Te espero y nos vamos juntos.
—¿Me vas a contar cosas de vos?
Mendizábal sonrió.
—¿Tantas ganas tenés?
—Sí —afirmó ella. Y en seguida:— No sé, pero parecés un tipo misterioso.
—Te vas a desilusionar.
Ella volvió a mirar el escenario. Teresita, con elaborada languidez, deslizaba su corpiño sobre una silla.
—Mirala —dijo Lupe—. No me digás que no tiene unas tetas sensacionales.
Mendizábal asintió. Teresita terminó su número. Aplausos otra vez. Lupe apuró de un trago lo que le quedaba del whisky. Miró a Mendizábal. Dijo:
—Escuchame, pero escuchame bien. Quiero que me esperés. Y más todavía, quiero que esta noche la pasemos juntos. Hay un hotel aquí cerca, en Agüero. O si no vamos a otro lado, donde vos quieras, no importa. Pero no me fallés, pichón, porque hoy no quiero estar sola. Y porque además quiero estar con vos. ¿Estamos?
Mendizábal la escuchó sin responder. Ella lo besó en la boca, fuertemente, y después fue hacia el escenario. Mendizábal sintió una tristeza profunda, casi dolorosa.
Llamó al mozo y pagó la cuenta. Después se puso de pie y salió del boliche. Todavía alcanzó a escuchar: tu ilusión fue de cristal, se rompió cuando partí, pues nunca…
Era la voz de Lupe.