Usted está loco. Iba por Cabildo, hacia Las Heras. La lluvia se estrellaba con violencia contra el parabrisas. En todo caso, pensó, algo era cierto: había sido una locura confesarle a Amanda que buscaba a Külpe para matarlo. Ahora sí: era inútil intentar volver a verla. La había perdido para siempre.

¿Cómo era posible que hubiese hecho algo así?

Eran las once de la noche cuando llegó al Annie Malone. Estacionó el Renault en la vereda de enfrente, cruzó corriendo la calle y entró al local. Sin demasiada sorpresa, comprobó que le temblaban las manos. Se acercó a la barra y pidió un whisky.

Había bastante gente en el boliche, sobre todo teniendo en cuenta que era lunes. En una de las mesas, desplegando toda su sabiduría ante un grandote seguramente bien forrado, estaba Lupe. El grandote le acariciaba una pierna y sonreía con cara de imbécil. Lupe lo dejaba hacer, aunque conteniéndolo a veces: no tan rápido, pichón.

El barman le sirvió el whisky. Junto a la caja estaba Morales. Tampoco esta vez llevaba los anteojos negros.

Un disco de rock atronaba el local. Mendizábal tomó su whisky. Después, se bajó del taburete, fue hasta la esquina de la barra y pasó al otro lado ubicándose junto a Morales.

Morales lo miró. Mendizábal le clavó la Luger en el estómago. Morales abrió la boca como para gritar pero se contuvo.

—Decís una palabra y te reviento aquí mismo —dijo Mendizábal.

Morales lo miró suplicante.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Vamos a la oficina de atrás.

Morales vaciló. Mendizábal hizo presión con la Luger.

—Vamos —repitió.

Morales apagó el cigarrillo que estaba fumando y comenzó a caminar lentamente hacia la puerta ubicada al costado del escenario. Mendizábal lo siguió. Entraron. Morales encendió la luz. Mendizábal cerró la puerta.

Se miraron en silencio.

—Busco a Külpe —dijo después Mendizábal.

Morales se sentó sobre un escritorio. Parecía levemente más tranquilo. Preguntó:

—¿Puedo fumar?

Mendizábal asintió con un movimiento de cabeza. Morales encendió un cigarrillo.

—Külpe no vino hoy por aquí —dijo—. Y si no vino hasta ahora, es difícil que aparezca. ¿Para qué lo busca?

—Las preguntas las voy a hacer yo —dijo Mendizábal.

—Como quiera.

—¿Qué negocios tiene usted con Külpe?

Morales se encogió de hombros.

—Este, nada más. Somos socios en este boliche.

Mendizábal se paseó por la habitación. Morales seguía fumando. Entonces, repentinamente, Mendizábal lo tomó de las solapas y lo golpeó en la cara con la Luger. Morales cayó al piso. Mendizábal lo pateó en las costillas.

—Levantate —dijo.

Morales se apoyó en el escritorio y se puso de pie. Sangraba por la nariz.

—Por favor —dijo—, no me pegue. Dígame qué necesita de mí, cualquier cosa, pero no me pegue.

Mendizábal lo miró con desprecio. Dijo:

—Hoy Külpe se rajó del departamento donde estaba viviendo. Necesito encontrarlo. Eso es todo.

—¿Y qué quiere de mí?

—No se haga el boludo. Usted tiene que saber dónde está. Cuando un tipo se raja de un lado es para ir a otro, ¿no? Bueno, ¿dónde fue Külpe?

Lejana pero persistente, llegaba a la habitación la música del local. Morales estaba pálido y se secaba con un pañuelo la sangre que le salía de la nariz.

Mendizábal dijo:

—Mire, no quiero meterle un plomo. No vine aquí para eso. Pero si me obliga, lo hago.

Morales sacudió la cabeza con aire derrotado.

—No puedo decirle lo que no sé. Y se lo juro: no sé dónde está Külpe.

Mendizábal sonrió.

—Sos un cerdo mentiroso —dijo—. Pero no te preocupés, yo te voy a hacer hablar.

—Por favor, no me pegue más —imploró Morales—. Sufro del corazón.

Mendizábal largó una carcajada fuerte, feroz.

—No te falta gracia —dijo—. Te avisé que te voy a meter un plomo y me venís con que sufrís del corazón. ¿Qué pasa? ¿No me creés lo del plomo? ¿O te asusta más una paliza que un balazo?

Morales lo miraba aterrorizado.

—Bueno —dijo Mendizábal—, te voy a hacer caso entonces. Te voy a dar una biaba casi tan fuerte como la que le di a Cecilia.

—¿Cecilia? —balbuceó Morales—. ¿Qué le hizo a Cecilia?

—Ya te dije. Le di con esto, ¿ves? —y le mostró la culata de la Luger—. La hubieras visto a esa gran puta. Quedó hecha mierda. Cuando la encuentren, la van a tener por lo menos un mes en el hospital. ¿Querés que te pase lo mismo?

El rostro de Morales estaba bañado en sudor.

—Por favor, en serio se lo digo. No sé nada. No sé nada de Külpe.

Mendizábal lo golpeó en el estómago. Morales se dobló lanzando un quejido.

—Vamos —insistió Mendizábal—, largá. ¿Dónde está Külpe?

Morales se apoyó en el escritorio para no caer.

—No sé —repitió con voz apenas audible—. ¿Cuántas veces quiere que se lo diga? No lo sé.

Mendizábal le colocó en la sien el caño de la Luger.

—Basta de joder —dijo—. Es muy de boludo dejarse reventar por tan poca cosa.

Morales no contestó. Mendizábal apartó la Luger.

—Pero no, mejor no —dijo—. Mejor te reviento la jeta a culatazos. ¿Qué te parece?

—Por favor, basta —rogó Morales, agotado.

Mendizábal continuó:

—Mirá, te voy a confesar algo. Últimamente, en lugar de reventar a la gente con un plomo bien puesto, prefiero arruinarla. Arruinarla, ¿entendés? Así, como a Cecilia. ¿Querés que te diga cómo vas a quedar cuando termine con vos?

—Escuche —dijo Morales—, en la caja fuerte hay plata. Hay bastante. También tengo propiedades.

Mendizábal volvió a golpearlo en el estómago. Morales cayó al piso.

—Callate, infeliz —dijo Mendizábal—. Me importa un carajo a mí todo eso.

Entonces se abrió la puerta.

Mendizábal, sorprendido, giró bruscamente su cuerpo, quedando de espaldas a Morales, y apuntando con la Luger a quienes acababan de entrar.

Eran Lupe y otra mujer.

—Che, Morales —venía diciendo Lupe mientras abría la puerta—, te buscan en…

Se detuvo al ver a Mendizábal. La sorpresa y en seguida el miedo la paralizaron.

—Contra la pared —ordenó Mendizábal—. Las dos, vamos. Y sin hablar.

Las mujeres obedecieron. Mendizábal escuchó un ruido a sus espaldas. Se dio vuelta. Morales acababa de abrir uno de los cajones del escritorio y ahora empuñaba un arma. Mendizábal se arrojó al piso y desde allí disparó. Una mancha roja brotó en la frente de Morales, quien cayó sentado contra el piso y quedó así, sostenido por el escritorio, con los ojos muy abiertos y la sangre corriéndole desde la frente hasta los labios y el mentón.

De las dos mujeres, la primera que gritó fue Lupe. Después la otra. Mendizábal, veloz, salió de la habitación y comenzó a atravesar el local. Había más gente ahora. Bailaban. La música continuaba siendo atronadora, por eso nadie había escuchado el disparo. Mendizábal se fue abriendo paso a codazos. Entonces, a sus espaldas, escuchó los gritos de Lupe y su compañera:

—¡Agarrenló! ¡Mató a Morales! ¡Agarrenló!

Y muchas veces más: agarrenló.

Algunos dejaron de bailar, otros no escucharon, o fingieron no escuchar. Mendizábal, a empujones, se fue acercando a la puerta. Estaba por llegar cuando el barman saltó ágilmente por sobre la barra y se le arrojó encima.

—¡No lo soltés! —gritó Lupe mientras se abría paso entre la gente—. ¡Mató a Morales! ¡Agarralo!

Mendizábal se sacudió con violencia y el barman cayó al piso. Mendizábal intentó continuar su carrera hacia la salida. El barman, sin embargo, un tipo joven y ágil, alcanzó a agarrarlo de un pie. Mendizábal se detuvo, giró su cuerpo y le descerrajó dos balazos en la cabeza.

Lupe volvió a gritar. Las otras mujeres también. Ya nadie bailaba. Algunos buscaban refugio detrás de las mesas, de las sillas o de la barra.

Mendizábal abrió la puerta y salió a la calle.