—Decís una sola palabra y te quemo —dijo Mendizábal. Y agregó:— Entrá.

Cecilia permaneció inmóvil. Miraba los ojos de Mendizábal como queriendo descifrar algo: si aquello iba en serio o era una broma pesada. Siguió sin moverse. Mendizábal hizo un gesto con la pistola y se apartó ligeramente de la puerta, dejándole más espacio a la mujer.

—Entrá te digo —y esta vez hubo más dureza en su voz.

Pero Cecilia continuó inmóvil, mirándolo. Finalmente preguntó:

—¿Quién es usted? ¿Por qué está aquí?

Lo dijo en voz baja, susurrando casi. Pero lo dijo. Mendizábal comenzó a perder la paciencia.

—Te avisé que no hablaras. Entrá de una vez o la vas a pasar mal.

Entonces, lentamente, sin dejar de mirarlo, ella comenzó a retroceder hacia la escalera. En su rostro ya no había miedo ni sorpresa, sino una obstinación muy parecida al coraje.

Mendizábal comprendió que sería inútil hacerla entrar por las buenas. Se abalanzó sobre ella tratando de tomarla por una de sus muñecas. Cecilia, sin embargo, consiguió eludirlo. Quedaron nuevamente inmóviles, erizados, mirándose los ojos, listos para reaccionar. Mendizábal, durante un instante, pensó que ella iba a gritar, a pedir ayuda. Pero no. La vio volver a deslizarse en busca de la escalera, con los ojos siempre clavados en los suyos, terca, difícil. Entonces pensó en meterle un plomo. En una mano, en un brazo, algo así, nada grave, algo que la volteara y listo.

De pronto, ella gritó:

—¡No tirés, hijo de puta!

El grito paralizó a Mendizábal. Retumbó contra las paredes y se expandió con violencia hacia arriba, por el hueco de la escalera.

Además: ¿cómo carajo había adivinado ella que él iba a tirar?

Entonces Cecilia giró su cuerpo, corrió hasta la escalera y comenzó a descender velozmente. El ruido de sus tacos sonó como el tableteo de una metralleta.

Mendizábal reaccionó inmediatamente y comenzó a descender tras ella. ¿Era un chiste lo que ocurría o esa mina se le estaba por escapar en serio? Aunque no; ya la tenía cerca cuando llegaron a la planta baja. Cecilia, no obstante, llegó hasta la puerta, la abrió con violencia y salió a la calle. Llovía torrencialmente. Mendizábal la vio cruzar la calle corriendo hacia la estación. Un tren acababa de detenerse. O peor todavía: estaba por arrancar. Si ella lograba alcanzarlo (se dijo Mendizábal mientras cruzaba la calle corriendo como un loco), la perdería para siempre. El tren se puso en marcha. No quedaba gente en la estación. Mendizábal alcanzó a Cecilia antes de que ésta pudiese llegar al andén. Ella gritó con todas sus fuerzas, pero el estruendo del tren pudo más. Mendizábal la hizo girar y le sepultó brutalmente el caño de la Luger entre las costillas. La mujer hizo una arcada y se dobló como un muñeco de trapo. Mendizábal la dejó caer al suelo. Entonces la agarró de un brazo y la fue arrastrando hasta el pasaje subterráneo.

—Ahora vas a ver, puta de mierda —dijo con una voz ronca, entrecortada por la furia y la falta de aire.

La dejó caer escaleras abajo. El cuerpo de la mujer rodó con violencia hasta detenerse en el último escalón. Allí, en una posición casi grotesca, desarticulada, quedó inmóvil Cecilia.

Mendizábal descendió la escalinata sin apuro, quería darle tiempo a la mujer para que se repusiera. Y así fue, porque comenzaba a moverse cuando llegó junto a ella.

—Levantate —le dijo.

Ella lo miró desde abajo. Tenía sangre en la boca. Trabajosamente, se puso de pie y retrocedió hasta recostarse contra la pared. Su mirada, aún, era la misma de antes, obstinada, terca.

—Sos un hijo de puta —dijo—. Un cagón.

Mendizábal tuvo deseos de volver a golpearla. Pero se contuvo. Le apoyó en el cuello el caño de la Luger.

—Nadie se va a enterar si te liquido aquí —dijo—. Así que va a ser mejor que me largués todo lo que quiero saber.

Ella no dijo nada.

—¿Dónde está Külpe?

Ella respiraba agitadamente. Dijo:

—No sé.

Mendizábal le hundió aun más en el cuello el caño de la Luger.

—Es la última vez que te lo pregunto. ¿Dónde está Külpe?

—¿De dónde querés que lo sepa? —dijo ella—. ¿Hubiera venido a buscarlo al departamento si lo supiera?

—No tiene nada que ver eso —dijo Mendizábal—. Vos igual tenés que saber adónde pensaba rajarse.

Ella agitó violentamente la cabeza eludiendo la presión del arma.

—No sé un carajo yo, idiota —dijo con furia.

Entonces Mendizábal la golpeó en el estómago. Fue un golpe duro, cruel.

—¿Dónde está Külpe? —repitió.

Ella no respondió. Se tomaba el estómago con las dos manos y le salía sangre de la boca. Mendizábal comprendió entonces que todo iba a ser inútil, que no iba a conseguir arrancarle una palabra a esa mujer. Volvió a golpearla, ahora sin preguntarle nada, sin siquiera saber por qué.

—Puta —dijo con voz seca y rencorosa—. Puta.

Comenzó a golpearla con la culata del arma, compulsivamente, sin poder detenerse. La mujer, ahora, apenas si soltaba uno que otro quejido y ni siquiera atinaba a protegerse. Cayó finalmente a los pies de Mendizábal, quien, exhausto, retrocedió hasta recostarse contra una de las paredes.

Pasaron varios minutos. Un tren atravesó la estación. Las luces del pasaje se apagaron y volvieron a encenderse. Mendizábal guardó la Luger. Cecilia comenzó a moverse lentamente. Estiró un brazo y alcanzó a tomarse del pasamanos. Pero fue inútil. Volvió a caer pesadamente contra el piso y quedó allí, inmóvil.

Mendizábal subió la escalinata y salió del pasaje.