LA QUERELLA ENTRE EL HOMBRE Y EL MONO

EN una reciente conferencia dada ante el Congreso de Antropología (Salzburg, septiembre de este año), y en un artículo que publica el Archivo de Ginecología[125], aduce el profesor Westenhofer nuevas pruebas para la tesis, según la cual, no es el hombre quien procede del mono, sino el mono quien se deriva del hombre. Ya en 1924 había tratado con este fin del mentón humano y, en 1923, de ciertas particularidades internas, como los lóbulos del riñón y las muescas del bazo, que revelan la extrema antigüedad de nuestra especie.

Las investigaciones de Westenhofer son del mayor interés y gran rigor; pero el hecho de que causen sorpresa, y la tesis por él defendida suena a novedad o paradoja, pone de manifiesto un grave mal anejo a la forma actual de la cultura.

Este defecto de nuestra organización cultural podría definirse así: la cultura del presente está regida por la ciencia, pero la ciencia sólo es lo que pretende ser y lo que la hace apta para regir la cultura, si se la considera como el sistema integral del saber. La ciencia, pues, no es especialista. Mas, por otra parte, la inmensidad de su extensión obliga a que el trabajo científico se produzca en una dispersión de especialidades. De suerte que el especialismo es, a la vez, una necesidad y una contradicción de la ciencia. Entre la muchedumbre de daños que esto trae consigo, sólo uno apunto ahora.

De cada especialidad emerge un buen día cierta doctrina, que tiene directamente interés general. Esta doctrina desciende, como un dogma, sobre el resto de los hombres cultos, inclusive sobre los que cultivan otras especialidades. No pudiendo éstos discutirla, se limitan a aceptarla sumisamente, como un bloque rígido, de aristas rigorosas, de solidez inquebrantable. Es decir, que al transmigrar la doctrina de las mentes que la crearon a las demás, pierde precisamente los caracteres propios de la idea científica. Porque, dentro de la ciencia, toda teoría, aun la más firme, se presenta siempre con un índice de problematismo, de mera aproximación a la verdad ejemplar y única. Jamás excluye otras posibilidades en parte antagónicas. Esta endeblez de toda teoría científica es una de sus virtudes, tal vez la que más la diferencia de un dogma. Merced a ella, es elástica, y deja margen a la multiplicidad de puntos de vista y de innovaciones.

Un buen ejemplo de esto es lo acontecido con la descendencia simiesca del hombre. Nunca fue para el zoólogo otra cosa que una doctrina probable; nunca dejó de ser, en buena porción, problemática; siempre convivió con otras soluciones muy diferentes. Y, sin embargo, el dogma del origen pitecoide del hombre se instaló tiránicamente en muchas cabezas de psicólogos, filósofos, moralistas, historiadores, etc. ¡Cuántas ideas fecundas que en algunos de éstos pudieron nacer quedaron a limine agostadas, por no ser compatibles con aquella doctrina! Si hubiesen conocido la antropología, como la conocen los especialistas, se hubieran libertado del dogma que frenó ideas tal vez fecundas. El daño, en un caso como el que ahora apuntamos, es de grueso calibre; porque anda en juego, nada menos, que la idea que el hombre tenga del hombre, y en ella ha de influir forzosamente la idea que tenga de sus destinos zoológicos.

Y acaece que, dentro de la antropología, no ha imperado nunca tiránicamente la tesis del hombre-mono. La opinión opuesta, que ahora con nuevos argumentos propugna Westenhofer, tiene una historia muy larga, tanto casi como la de su antagonista. Para la noción del puesto que al hombre compete en la naturaleza es de suma importancia el acogimiento a una u otra doctrina.

La idea de que el hombre es oriundo del mono nos lleva a concebir la especie humana como una de las más recientes y avanzadas en el proceso de adaptación biológica. A la luz de la idea contrapuesta —el mono oriundo del hombre— aparece nuestra especie como una de las más antiguas entre los mamíferos, tal vez la más antigua que hoy existe. Su organización revelaría una sorprendente supervivencia de formas arcaicas y una energía conservadora incalculable. Sería el hombre un caso extremo de resistencia a la variación, una especie retardataria e inadaptada, extrañamente detenida y fija: en cierto modo, un estancamiento biológico y un callejón sin salida de la evolución orgánica.

En rigor, desde los tiempos de Häckel nadie sostiene que el hombre proceda del mono, sino que uno y otro nacieron de una especie anterior. Lo que se discute es si esa especie paternal se parece más al mono o al hombre. Basta comparar el índice intermembral del hombre, aun el más primitivo, con el de los simios actuales, para comprender que representan formas divergentes de la evolución. El Homo primigenius da un índice de 68; el chimpancé, 110; el gorila, 117[126].

Si, como he dicho, es característico de la estricta teoría científica su posible convivencia con otras teorías que contradicen aquélla, en cambio, hay siempre en la ciencia —como en la política— un partido, una teoría que ocupa el poder. Esta, que podemos llamar teoría canónica, impera siempre sobre las mentes menos inquietas y creadoras. Es la opinión más «seria», es decir, la menos genial e inteligente. Así, en la descendencia del hombre ejerce hoy la magistratura de teoría canónica la que considera al hombre como pariente próximo del chimpancé. Con gran formalidad se han reducido a estadísticas las semejanzas entre nuestra especie y las diferentes clases de simios. Según Schwalbe, coincidimos en 188 puntos con el gibón; en 272, con el orangután; en 385, con el gorila; en 396, con el chimpancé. Queda adjudicado el honroso título de primo del hombre a esta última bestia.

Pero conste que si las recientes observaciones de Westenhofer son, en su detalle, una novedad, no lo es, ni mucho menos, la presunción general que vienen a corroborar. Desde 1899, el gran antropólogo Klaatsch había invertido la tesis canónica, y ponía su genio y su brío al servicio de la otra idea: la gran antigüedad filogenética de la especie humana[127]. Schoetensack, Ranke, Kollmann, le siguieron por idéntica o paralela vía; de suerte que la anterioridad del hombre respecto del mono es hoy una doctrina tan clásica como la otra.

La colocación de una especie en la serie genealógica depende, como toda cuestión cronológica, de que hallemos un término post quem y un término ante quem. La dentadura humana nos lleva a situar nuestra especie en tiempo posterior a la aparición de los peces. La dentina, que, bajo el esmalte, constituye su materia, procede de las escamas de los peces. En rigor, todo el esqueleto está compuesto de materias —fosfatos, carbonates, flúor, magnesia— que existen en disolución en el agua marina. Lo que en el pez era coraza exterior, se ha internado, y es hueso y boca. No deja de ser curioso advertir que el gusto sólo conoce diferencias que el cuerpo pisciforme percibe con su periferia —lo dulce, lo ácido, lo amargo, lo salado. Por otra parte, oído, garganta y maxilares son transformación de las branquias del pez.

Pero la dentadura, que hace del hombre una especie más joven que el pez, le hace a la par más viejo que los demás mamíferos. Las armas dentales del roedor, del carnívoro, del rumiante, están especializadas para un exclusivo régimen de alimentación. La dentadura humana presenta en germen todas las diferenciaciones futuras, ninguna desarrollada, en confusa unidad. El síntoma es de importancia suma: acusa una extrema inadaptación en función tan decisiva como la alimenticia. Con razón llama Scheler al hombre un dilettante de la vida. Por lo pronto, lo es en el grave capítulo de la nutrición.

Lo propio acontece si atendemos a las extremidades. La disposición en el hombre de brazos y piernas con respecto al torso recuerda ante todo a la rana, inclusive en la ordenación de los músculos. La rana y el lagarto son parientes no muy lejanos del hombre. Es lo más probable que los peces primitivos poseyeran una disposición de aletas más próximas a la de los saurios que los peces actuales. Las especies vivientes más antiguas, como el barramuda de los ríos australianos, tienen otro par de aletas traseras que con las delanteras anuncian la colocación de las cuatro extremidades en los sauromammalia del período primario[128].

En este período primario, con el reptil, aparece la mano, y desde luego aparece con sus cinco dedos. Uno de los fenómenos más misteriosos de la Historia Natural es esta ley de la pentadactilia que impera en la evolución orgánica. Todo el que haya visto, aunque sólo sea en reproducción fotográfica, la huella del cheirotherion —que pertenece a la época primitiva— habrá experimentado cierto pavor advirtiendo su enorme semejanza con la huella de la mano humana. El pulgar, con su gruesa pulpa, la proporción de los dedos, etc., todo coincide inquietadoramente. Lejos, pues, de ser la mano una adquisición de última hora, la verdad es que se trata de uno de los órganos más antiguos, usufructuado ya por el más primitivo vertebrado terrestre. En éste como en otros atributos, se declara —dice Klaatsch— que lo sorprendente del hombre no es su progresiva adaptación, sino, al revés, su conservatismo, la tenacidad con que ha retenido y salvado elementos sumamente antiguos que las demás especies han perdido. La mano es uno de los grandes atributos del hombre. En combinación con el cerebro, ha hecho de él la bestia industriosa que fabrica instrumentos, el homo faber, o, como Franklin solía llamarle, animal instrumentificum. Según esto, lo maravilloso no sería tanto la existencia de la mano, sino la conservación de semejante antigualla zoológica.

Con esto hemos llegado a situar al hombre fabulosamente atrás en la serie de los tiempos. Lo encontramos junto a los primeros vertebrados terrestres. Eran éstos cuadrumanos[129]. La cuadrupedia es una evolución y especialización posterior; la mano es primero. De ella, por ajuste exclusivo a condiciones especiales, nacen por, apelmazamiento de los dedos, el casco, la pezuña y la garra. La mano es todo eso y nada de ello. Es un aparato poco adaptado, es un retraso biológico. Se repite el mismo caso de la dentadura.

El embrión humano de dos meses es cuadrumano. Poned al recién nacido, que no sabe tenerse, un bastón entre pies y manos; se agarrará con tal fuerza, que podéis, levantando el bastón, verle sosteniéndose en vilo. El embrión humano es un animal trepador y reptil.

Tendríamos, pues, que hombres y monos formarían un grupo de animales más próximos que ningún otro al primer vertebrado terrestre y ocuparían el puesto de primeros mamíferos. Si ahora preguntamos en qué relación sitúa esta teoría al hombre y al mono, se nos responde lo siguiente: el mono es un animal que somáticamente ha progresado más que el hombre; por tanto, procede de él, y no al revés, como suele creerse.

Por lo pronto, el hombre conserva más de la cola del saurio que los simios antropoides. El varón humano posee cinco residuos vertebrales del apéndice caudal; la hembra, cuatro; en cambio, el orangután se ha quedado sólo con tres.

Otro avance del mono consiste en la colocación de los ojos. En las especies anteriores se hallan colocados a uno y otro lado de la cabeza. Esto impide que las visiones se reúnan. El caballo ve dos paisajes paralelos y planos que no tienen unidad. La imposibilidad de superponer las dos imágenes de un objeto no les deja percibir el volumen ni la profundidad. Las cosas son como espectros incorpóreos, fantasmas. No falta quien atribuye a esto el carácter espantadizo de la raza equina. Para unir las imágenes era menester que los ojos se aproximasen, colocándose en un mismo plano. Ahora bien: en este proceso, el antropoide ha ido bastante más lejos que el hombre, tanto, que sus cuencas oculares restan espacio al cerebro y además han usurpado el sitio al órgano olfativo. El gran piteco no tiene apenas olfatación y empieza a perder el pulgar. Una vez más los monos, de puro progresivos, se han pasado.

He aquí, en tosco resumen, una filiación de la especie humana que presenta a ésta, no como un triunfo de la lucha por la existencia, sino, al revés, como una casta que ha sobrevivido a su inadaptación y a su retraso biológico; una raza arcaica, tenaz y somáticamente conservadora.

Del pithecanthropus, como de un tronco y nivel común, partirían dos líneas divergentes entre sí. Una, la humana, que insiste en los caracteres antiguos; otra, la simiesca, que avanza más, y cuanto más avanza más se deshumaniza. Debió haber un momento de dramática separación entre las dos especies. El antropoide es derrotado y huye a la selva virgen, lugar característico de especies en retirada; así, entre los hombres, los pigmeos.

Hay un punto en que Westenhofer corrige y completa a Klaatsch, Ranke, etc. Se trata del pie. La doctrina general, que aun éstos mismos aceptaban, supone la anterioridad del pie prensil, del cual se habrían formado la zarpa, la pezuña y el pie humano. Westenhofer hace notar que lo específico del pie es el talón, el empeine y el tendón de resorte. En los reptiles y anfibios asistimos a la preformación de todo esto según van haciéndose más terrestres que acuáticos. En los conocidos no llega a desarrollo porque los huesos pedales están ya anquilosados. Pero hubo un reptil de huesos pedales aun blandos, que comenzó a erguirse merced al tendón de resorte; este reptil inicia el pie humano, que puede luego diferenciarse en pezuña para correr —como en tantos mamíferos—, o en pie prensil, como en el mono. El pie humano es causa y efecto, a la vez, de la erección. Merced a ella, la mano, grave antigualla biológica, queda libre y perfecciona su torpeza de instrumento universal, poco diferenciado. El pie —no primariamente la mano— ha sido, pues, quien ha permitido al vertebrado terrestre más antiguo hacerse un animal de cerebro. El otro retraso orgánico, la dentadura inadaptada, vino a facilitar esto último, porque impidió la formación del morro, el desarrollo de los músculos maxilares, que restaban sangre al progreso cerebral. El morro y el cerebro están fisiognómicamente en razón inversa[130].

Tal es la concepción de la descendencia humana según la teoría no canónica. ¿Cuál es la verdad? Desde el punto de vista de la verdadera cultura, no es lo más importante decidir. Cultura es, frente a dogma, discusión permanente. Por esta razón conviene presentar frente a la idea canónica la revolucionaria. Conviene, conviene la herejía —como en la Iglesia— en la ciencia.