6. LA AUSENCIA DE LOS «MEJORES»

Lo primero que el historiador debiera hacer para definir el carácter de una nación o de una época es fijar la ecuación peculiar en que las relaciones de sus masas con las minorías selectas se desarrollan dentro de ella. La fórmula que descubra será una clave secreta para sorprender las más recónditas palpitaciones de aquel cuerpo histórico.

Hay razas que se han caracterizado por una abundancia casi monstruosa de personalidades ejemplares, tras de las cuales sólo había una masa exigua, insuficiente e indócil. Este fue el caso de Grecia, y éste el origen de su inestabilidad histórica. Llegó un momento en que la nación helénica vino a ser como una industria donde sólo se elaborasen modelos, en vez de contentarse con fijar unos cuantos standard y fabricar conforme a ellos abundante mercancía humana. Genial como cultura, fue Grecia inconsistente como cuerpo social y como Estado.

Un caso inverso es el que ofrecía Rusia y España, los dos extremos de la gran diagonal europea. Muy diferentes en otra porción de calidades, coinciden Rusia y España en ser las dos razas «pueblo»; esto es, en padecer una evidente y perdurable escasez de individuos eminentes. La nación eslava es una enorme masa popular sobre la cual tiembla una cabeza minúscula. Ha habido siempre, es cierto, una exquisita minoría que actuaba sobre la vida rusa, pero de dimensiones tan exiguas en comparación con la vastedad de la raza, que no ha podido nunca saturar de su influjo organizador el gigantesco plasma popular. De aquí el aspecto protoplasmático, amorfo, persistentemente primitivo que la existencia rusa ofrece.

En cuanto a España… Es extraño que de nuestra larga historia no se haya espumado cien veces el rasgo más característico, que es, a la vez, el más evidente y a la mano: la desproporción casi incesante entre el valor de nuestro vulgo y el de nuestras minorías selectas. La personalidad autónoma, que adopta ante la vida una actitud individual y consciente, ha sido rarísima en nuestro país. Aquí lo ha hecho todo el «pueblo», y lo que el «pueblo» no ha podido hacer se ha quedado sin hacer. Ahora bien: el «pueblo» sólo puede ejercer funciones elementales de vida; no puede hacer ciencia, ni arte superior, ni crear una civilización pertrechada de complejas técnicas, ni organizar un Estado de prolongada consistencia, ni destilar de las emociones mágicas una elevada religión.

Y, en efecto, el arte español es maravilloso en sus formas populares y anónimas —cantos, danzas, cerámica— y es muy pobre en sus formas eruditas y personales. Alguna vez ha surgido un hombre genial, cuya obra aislada y abrupta no ha conseguido elevar el nivel medio de la producción. Entre él, solitario individuo, y la masa llana no había intermediarios y, por lo mismo, no había comunicación. Y eso que aun estos raros genios españoles han sido siempre medio «pueblo», sin que su obra haya conseguido nunca libertarse por completo de una ganga plebeya o vulgar.

Uno de los síntomas que diferencian la obra ejecutada por la masa de la que produce el esfuerzo personal es la «anonimidad». Lo popular suele ser lo anónimo. Pues bien, compárese el conjunto de la historia de Inglaterra o de Francia con nuestra historia nacional, y saltará a la vista el carácter anónimo de nuestro pasado contrastando con la fértil pululación de personalidades sobre el escenario de aquellas naciones.

Mientras la historia de Francia o de Inglaterra es una historia hecha principalmente por minorías, todo lo ha hecho aquí la masa, directamente o por medio de su condensación virtual en el Poder público, político o eclesiástico. Cuando entramos en nuestras villas milenarias vemos iglesias y edificios públicos. La creación individual falta casi por completo. ¿No se advierte la pobreza de nuestra arquitectura civil privada? Los «palacios» de las viejas ciudades son, en rigor, modestísimas habitaciones en cuya fachada gesticula pretenciosamente la vanidad de unos blasones. Si se quitan a Toledo, a la imperial Toledo, el Alcázar y la Catedral, queda una mísera aldea.

De suerte que, así como han escaseado los hombres de sensibilidad artística poderosa, capaces de crearse un estilo personal, han faltado también los fuertes temperamentos que logran concentrar en su propia persona una gran energía social y merced a ello pueden realizar grandes obras de orden material o moral.

Mírese por donde plazca el hecho español de hoy, de ayer o de anteayer, siempre sorprenderá la anómala ausencia de una minoría suficiente. Este fenómeno explica toda nuestra historia, inclusive aquellos momentos de fugaz plenitud.

Pero hablar de la historia de España es hablar de lo desconocido. Puede afirmarse que casi todas las ideas sobre el pasado nacional que hoy viven alojadas en las cabezas españolas son ineptas y, a menudo, grotescas. Ese repertorio de concepciones, no sólo falsas sino intelectualmente monstruosas, es precisamente una de las grandes rémoras que impiden el mejoramiento de nuestra vida.

Yo no quisiera aventurarme a exponer ahora con excesiva abreviatura lo que a mi juicio constituye el perfil esencial de la historia española. Son de tal modo heterodoxos mis pensamientos, dan de tal modo en rostro al canon usual, que parecería lo que dijese una historia de España vuelta del revés.

Pero hay un punto que me es forzoso tocar. Hemos oído constantemente decir que una de las virtudes preclaras de nuestro pasado consiste en que no hubo en España feudalismo. Por esta vez, la opinión reiterada es, en parte, exacta; en España no ha habido apenas feudalismo; sólo que esto, lejos de ser una virtud, fue nuestra primera gran desgracia y la causa de todas las más.

España es un organismo social; es, por decirlo así, un animal histórico que pertenece a una especie determinada, a un tipo de sociedades o «naciones» germinadas en el centro y occidente de Europa cuando el Imperio romano sucumbe. Esto quiere decir que España posee una estructura específica idéntica a la de Francia, Inglaterra e Italia. Las cuatro naciones se forman por la conjunción de tres elementos, dos de los cuales son comunes a todas y sólo uno varía. Estos tres elementos son: la raza relativamente autóctona, el sedimento civilizatorio romano y la inmigración germánica[26]. El factor romano, idéntico en todas partes, representa un elemento neutro en la evolución de las naciones europeas. A primera vista parece lógico buscar el principio decisivo que las diferencia en la base autóctona, de modo que Francia se diferenció de España lo que la raza gala se diferenciase de la ibérica. Pero esto es un error. No pretendo, claro está, negar la influencia diferenciadora de galos e iberos en el desarrollo de Francia y España; lo que niego es que sea ella la decisiva. Y no lo es por una razón sencilla. Ha habido naciones que se formaron por fusión de varios elementos en un mismo plano. A este tipo pertenecen casi todas las naciones asiáticas. El pueblo A y el pueblo B se funden sin que en el mecanismo de esa fusión corresponda a uno de ellos un rango dinámico superior. Pero nuestras naciones europeas tienen una anatomía y una fisiología históricas muy diferentes de las de esos cuerpos orientales. Como antes decía, pertenecen a una especie zoológica distinta y tienen su peculiar biología. Son sociedades nacidas de la conquista de un pueblo por otro —no de un pueblo por un ejército, como aconteció en Roma. Los germanos conquistadores no se funden con los autóctonos vencidos, en un mismo plano, horizontalmente, sino verticalmente. Podrán recibir influjos del vencido, como los recibieron de la disciplina romana; pero en lo esencial son ellos quienes imponen su estilo social a la masa sometida; son el poder plasmante y organizador; son la «forma», mientras los autóctonos son la «materia». Son el ingrediente decisivo; son los que «deciden». El carácter vertical de las estructuras nacionales europeas, que mientras se van formando las mantiene articuladas en dos pisos o estratos, me parece ser el rasgo típico de su biología histórica.

Siendo, pues, los germanos el ingrediente decisivo, también lo será para los efectos de la diferenciación, con lo cual llego a un pensamiento que parecerá escandaloso, pero que me interesa dejar aquí someramente formulado, a saber: la diferencia entre Francia y España se deriva, no tanto de la diferencia entre galos e iberos, como de la diferente calidad de los pueblos germánicos que invadieron ambos territorios. Va de Francia a España lo que va del franco al visigodo.

Por desgracia, del franco al visigodo va una larga distancia. Si cupiese acomodar los pueblos germánicos inmigrantes en una escala de mayor a menor vitalidad histórica, el franco ocuparía el grado más alto, el visigodo un grado muy inferior. ¿Esta diferente potencialidad de uno y otro era originaria, nativa? No es ello cosa que ahora podamos averiguar ni importa para nuestra cuestión. El hecho es que al entrar el franco en las Galias y el visigodo en España representan ya dos niveles distintos de energía humana. El visigodo era el pueblo más viejo de Germania; había convivido con el Imperio romano en su hora más corrupta; había recibido su influjo directo y envolvente. Por lo mismo, era el más «civilizado», esto es, el más reformado, deformado y anquilosado. Toda «civilización» recibida es fácilmente mortal para quien la recibe. Porque la «civilización» —a diferencia de la cultura— es un conjunto de técnicas mecanizadas, de excitaciones artificiales, de lujos o «luxuria» que se va formando por decantación en la vida de un pueblo. Inoculado a otro organismo popular es siempre tóxico, y en altas dosis es mortal. Un ejemplo: el alcohol fue una «luxuria» aparecida en las civilizaciones de raza blanca, que, aunque sufran daños con su uso, se han mostrado capaces de soportarlo. En cambio, transmitido a Oceanía y al África negra, el alcohol aniquila razas enteras.

Eran, pues, los visigodos germanos alcoholizados de romanismo, un pueblo decadente que venía dando tumbos por el espacio y por el tiempo cuando llega a España, último rincón de Europa, donde encuentra algún reposo. Por el contrario, el franco irrumpe intacto en la gentil tierra de Galia, vertiendo sobre ella el torrente indómito de su vitalidad.

Yo quisiera que mis lectores entendiesen por vitalidad simplemente el poder de creación orgánica en que la vida consiste, cualquiera que sea su misterioso origen. Vitalidad es el poder que la célula sana tiene de engendrar otra célula, y es igualmente vitalidad la fuerza arcana que crea un gran imperio histórico. En cada especie y variedad de seres vivos la vitalidad o poder de creación orgánica toma una dirección o estilo peculiar.

Como el semita y el romano tuvieron su estilo propio de vitalidad, también lo tiene el germano. Creó arte, ciencia, sociedad de una cierta manera, y sólo de ella; según un determinado módulo, y sólo según él. Cuando en la historia de un pueblo se advierte la ausencia o escasez de ciertos fenómenos típicos, puede asegurarse que es un pueblo enfermo, decadente, desvitalizado. Un pueblo no puede elegir entre varios estilos de vida: o vive conforme al suyo, o no vive. De un avestruz que no puede correr es inútil esperar que, en cambio, vuele como las águilas.

Pues bien: en la creación de formas sociales el rasgo más característico de los germanos fue el feudalismo. La palabra es impropia y da ocasión a confusiones, pero el uso la ha impuesto. En rigor, sólo debiera llamarse feudalismo al conjunto de fórmulas jurídicas que desde el siglo XI se emplean para definir las relaciones entre los «señores» o «nobles». Pero lo importante no es el esquematismo de esas fórmulas, sino el espíritu que preexistía a ellas y que luego de arrumbadas continuó operando. A ese espíritu llamo feudalismo.

El espíritu romano, para organizar un pueblo, lo primero que hace es fundar un Estado. No concibe la existencia y la actuación de los individuos sino como miembros sumisos de ese Estado, de la civitas. El espíritu germano tiene un estilo contrapuesto. El pueblo consiste para él en unos cuantos hombres enérgicos que con el vigor de su puño y la amplitud de su ánimo saben imponerse a los demás y, haciéndose seguir de ellos, conquistar territorios, hacerse «señores» de tierras. El romano no es «señor» de su gleba: es, en cierto modo, su siervo. El romano es agricultor. Opuestamente, el germano tardó mucho en aprender y aceptar el oficio agrícola. Mientras tuvo ante sí en Germania vastas campiñas y anchos bosques donde cazar, desdeñó el arado. Cuando la población creció y cada tribu o nación se sintió apretada por las confinantes, tuvo que resignarse un momento y poner la mano hecha a la espada en la curva mancera. Poco duró su sujeción a la pacífica faena. Tan pronto como el valladar de las legiones imperiales se debilitó, los germanos resolvieron ganar los feraces campos del Sur y el Oeste y encargar a los pueblos vencidos de cultivárselos. Este dominio sobre la tierra, fundado precisamente en que no se la labra, es el «señorío[27]».

Si a un «señor» germano se le hubiese preguntado con qué derecho poseía la tierra, su respuesta íntima habría sido estupefaciente para un romano o para un demócrata moderno. «Mi derecho a esta tierra —habría dicho— consiste en que yo la gané en batalla y en que estoy dispuesto a dar todas las que sean necesarias para no perderla».

El romano y el demócrata, encerrados en un sentido de la vida y, por tanto, del derecho distinto del germánico, no entenderían estas palabras y supondrían que aquel hombre era un bruto negador del derecho. Y, sin embargo, el «señor» bárbaro las pronunciaba con la misma fe y devoción jurídicas con que el latino podía citar un senatoconsulto o el demócrata un artículo del Código civil. Para él lo absurdo es que se estime el «trabajo» agrícola como un título bastante de propiedad. Se trata, en suma, de dos formas divergentes de sensibilidad jurídica. No se puede equiparar la calidad de la «justicia» en que el «señor» fundaba su posesión con la muy problemática que hoy permite al ocioso capitalista gozar de sus rentas. Frente al «trabajo» agrícola está el «esfuerzo» guerrero, que son dos estilos de sudor altamente respetables. El callo del labriego y la herida del combatiente representan dos principios de derecho llenos ambos de sentido.

Y aun cabe reducir su aparente contraposición. Porque eso que el jurista moderno llama propiedad de una tierra —el derecho a sus frutos— es una relación económica que, en definitiva, no preocupa mucho al corazón del germano. Para él la dimensión económica de la tierra es la menos importante, y de hecho, la abandona casi por entero al labrador. Mas la labranza de la tierra supone hombres que la ejecutan y, por tanto, relaciones sociales entre ellos, costumbres, amores, odios, rencillas, tal vez crímenes. ¿Quién será el juez de estos crímenes cometidos en este trozo de tierra? ¿Quién el rector de aquellas costumbres, el organizador de aquella masa humana en cuerpo social? Esto es lo que interesa al germano: no el derecho de propiedad económica de la tierra, sino el derecho de autoridad. Por eso el germano no es, en rigor, propietario del territorio, sino, más bien, «señor» de él. Su espíritu es radicalmente inverso del que reside en el capitalista. Lo que quiere no es cobrar, sino mandar, juzgar y tener leales[28].

Ahora bien, ¿quién debe mandar? La respuesta germánica es sencillísima: el que puede mandar. Con esto no se pretende suplantar el derecho por la fuerza, sino que se descubre en el hecho de ser capaz de imponerse a los demás el signo indiscutible de que se vale más que los demás y, por tanto, de que se merece mandar. Los derechos, por lo menos los superiores, son considerados como anejos a las calidades de la persona. La idea romana y moderna según la cual el hombre al nacer tiene, en principio, la plenitud de los derechos, se contrapone al espíritu germánico, que no fue, como suele decirse, individualista, sino personalista. En su sentir, los derechos, por su esencia misma, tienen que ser ganados, y después de ganados, defendidos. Cuando alguien se los disputa, repugna al feudal acudir ante un tribunal que lo defienda. El privilegio que con mayor tenacidad sostuvo fue precisamente el de no ser sometido a tribunal en sus contiendas con los demás, sino poder dirimirlas entre sí, lanza al puño y de hombre a hombre[29]. Perdido este privilegio y a fin de eludir la jurisprudencia impersonal de los tribunales, inventó una institución o procedimiento que nuestras viejas crónicas llaman «la puridad» o «hablar en puridad».

Este término, que usan todavía en sus ingenuos escritos nuestros casticistas, no significa, como se suele creer, hablar la verdad o sinceramente. La «puridad» consistía en el derecho del feudal a resolver un pleito, antes de ser judicialmente perseguido, en conversación privada y secreta con el superior jerárquico; por ejemplo, con el rey. Y una de las más graves injurias que el rey podía hacer a un señor era negarle esta instancia, o, como se dice en nuestras crónicas, «negarle la puridad». Se consideraba tal negativa como fundamento bastante para romper el vasallaje. Pues bien: la puridad es también arreglo de hombre a hombre, evitación de someterse al procedimiento impersonal de los tribunales.

Los «señores» van a ser el poder organizador de las nuevas naciones. No se parte, como en Roma, de un Estado municipal, de una idea colectiva e impersonal, sino de unas personas de carne y hueso. El Estado germánico consiste en una serie de relaciones personales y privadas entre los señores. Para la conciencia contemporánea es evidente que el derecho es anterior a la persona, y, como el derecho supone sanción, el Estado será también anterior a la persona. Hoy un individuo que no pertenezca a ningún Estado no tiene derechos. Para el germano, lo justo es lo inverso. El derecho sólo existe como atributo de la persona; dicho de otra manera, no se es persona porque se poseen ciertos derechos que un Estado define, regula y garantiza, sino, al revés, se tienen derechos porque se es previamente persona viva, y se tienen más o menos éstos o aquéllos según los grados y potencias de esta prejurídica personalidad. El Cid, cuando es arrojado de Castilla, no es ciudadano de ningún Estado y, sin embargo, posee todos sus derechos. Lo único que perdió fue su relación privada con el rey y las prebendas que de ella se derivaban.

Esta acción personal de los señores germanos ha sido el cincel que esculpió las nacionalidades occidentales. Cada cual organizaba su señorío, lo saturaba de su influjo individual. Luchas, amistades, enlaces con los señores colindantes, fueron produciendo unidades territoriales cada vez más extensas, hasta formarse los grandes ducados. El rey, que originariamente no era sino el primero entre los iguales, primus inter pares, aspira de continuo a debilitar esta minoría poderosa. Para ello se apoya en el «pueblo» y en las ideas romanas. En ciertas épocas parecen los «señores» vencidos, y el unitarismo monárquico-plebeyo-sacerdotal triunfa. Pero el vigor de los señores francos se recupera y reaparece a poco la estructura feudal.

Quien crea que la fuerza de una nación consiste sólo en su unidad juzgará pernicioso el feudalismo. Pero la unidad sólo es definitivamente buena cuando unifica grandes fuerzas preexistentes. Hay una unidad muerta, lograda merced a la falta de vigor en los elementos que son unificados.

Por esto es un grandísimo error suponer que fue un bien para España la debilidad de su feudalismo. Cuando oigo lo contrario me produce la misma impresión que si oyese decir: es bueno que en la España actual haya pocos sabios, pocos artistas, y en general, pocos hombres de mucho talento, porque el vigor intelectual promueve grandes discusiones y lleva a contiendas y trapatiestas. Pues bien: algo parejo a lo que en la sociedad actual representa la minoría de superior intelecto fue en la hora germinal de nuestras naciones la minoría de los feudales. En Francia hubo muchos y poderosos; lograron plasmar históricamente, saturar de nacionalización hasta el último átomo de masa popular. Para esto fue preciso que viviese largos siglos dislocado el cuerpo francés en moléculas innumerables, las cuales, conforme llegaban a madurez de cohesión interior, se trababan en texturas más complejas y amplias hasta formar las provincias, los condados, los ducados. El poder de los «señores» defendió ese necesario pluralismo territorial contra una prematura unificación en reinos.

Pero los visigodos, que arriban ya extenuados, degenerados, no poseen esa minoría selecta. Un soplo de aire africano los barre de la Península, y cuando luego la marea musulmana cede, se forman desde luego reinos con monarca y plebe, pero sin suficiente minoría de nobles. Se me dirá que, a pesar de esto, supimos dar cima a nuestros gloriosos ocho siglos de Reconquista. Y a ello respondo ingenuamente que yo no entiendo cómo se puede llamar reconquista a una cosa que duró ocho siglos. Si hubiera habido feudalismo, probablemente habría habido verdadera Reconquista, como hubo en otras partes Cruzadas, ejemplos maravillosos de lujo vital, de energía superabundante, de sublime deportismo histórico.

La anormalidad de la historia española ha sido demasiado permanente para que obedezca a causas accidentales. Hace cincuenta años se pensaba que la decadencia nacional venía sólo de unos lustros atrás. Costa y su generación comenzaron a entrever que la decadencia tenía dos siglos de fecha. Va para quince años, cuando yo comenzaba a meditar sobre estos asuntos, intenté mostrar que la decadencia se extendía a toda la Edad Moderna de nuestra historia. Razones de método, que no es útil reiterar ahora, me aconsejaban limitar el problema a ese período, el mejor conocido de la historia europea, a fin de precisar más fácilmente el diagnóstico de nuestra debilidad. Luego, mayor estudio y reflexión me han enseñado que la decadencia española no fue menor en la Edad Media que en la Moderna y Contemporánea. Ha habido algún momento de suficiente salud; hasta hubo horas de esplendor y de gloria universal; pero siempre salta a los ojos el hecho evidente de que en nuestro pasado la anormalidad ha sido lo normal. Venimos, pues, a la conclusión de que la historia de España entera, y salvas fugaces jornadas, ha sido la historia de una decadencia.

Pero es absurdo detenerse en semejante conclusión. Porque decadencia es un concepto relativo a un estado de salud, y si España no ha tenido nunca salud —ya veremos que su hora mejor tampoco fue saludable—, no cabe decir que ha decaído.

¿No es esto un juego de palabras? Yo creo que no. Si se habla de decadencia, como si se habla de enfermedad, tenderemos a buscar las causas de ella en acontecimientos, en desventuras sobrevenidas a quien las padece. Buscaremos el origen del mal fuera del sujeto paciente. Pero si nos convencemos de que éste no fue nunca sano, renunciaremos a hablar de decadencia y a inquirir sus causas; en vez de ello, hablaremos de defectos de constitución, de insuficiencias originarias, nativas, y este nuevo diagnóstico nos llevará a buscar causas de muy otra índole, a saber: no externas al sujeto, sino íntimas, constitucionales.

Este es el valor que tiene para mí transferir toda la cuestión de la Edad Moderna a la Edad Media, época en que España se constituye. Y si yo gozase de alguna autoridad sobre los jóvenes capaces de dedicarse a la investigación histórica, me permitiría recomendarles que dejasen de andar por las ramas y estudiasen los siglos medios y la generación de España. Todas las explicaciones que se han dado de su decadencia no resisten cinco minutos del más tosco análisis. Y es natural, porque mal puede darse con la causa de una decadencia cuando esta decadencia no ha existido.

El secreto de los grandes problemas españoles está en la Edad Media. Acercándonos a ella corregimos el error de suponer que sólo en los últimos siglos ha decaído la vitalidad de nuestro pueblo, pero que fue en los comienzos de su historia tan enérgico y capaz como cualquiera otra raza continental. Ensaye quien quiera la lectura paralela de nuestras crónicas medievales y de las francesas. La comparación le hará ver con ejemplar evidencia que, poco más o menos, la misma distancia hoy notoria entre la vida española y la francesa existía ya entonces.

Para el cronista francés y los hombres de que nos habla, es el mundo una realidad espléndida dotada de facetas innumerables: a todas ellas hacen frente con una sensibilidad no menos múltiple. Hay fe y duda, briosa guerra, genial ambición, curiosidad de intelecto, sensual complacencia: se corteja a la mujer, se sonríe a la flor, se trucida el enemigo y se goza del bosque y de la pradera. Por el contrario, en la crónica española suele reducirse la vida a un repertorio escasísimo de incitaciones y reacciones.

Pero dejemos esto. En el índice de pensamientos que es este ensayo, yo me proponía tan sólo subrayar uno de los defectos más graves y permanentes de nuestra raza: la ausencia de una minoría selecta, suficiente en número y calidad. Ahora bien, la caquexia del feudalismo español significa que esa ausencia filé inicial, que los «mejores» faltaron ya en la hora augural de nuestra génesis, que nuestra nacionalidad, en suma, tuvo una embriogenia defectuosa.

La mejor comprobación que puede recibir una idea es que sirva para explicar, además de la regla, la excepción. La escasez y debilidad de los «señores» explica la carencia de vigor que aqueja a nuestra Edad Media. Pues bien, ella misma, sin añadidura, explica también nuestra sobra de vigor de 1480 a 1600, el gran siglo de España.

Siempre ha sorprendido que del estado miserable en que nuestro pueblo se hallaba hada 1450 se pase, en cincuenta años o pocos más, a una prepotencia desconocida en el mundo nuevo y sólo comparable a la de Roma en el antiguo. ¿Brotó de súbito en España una poderosa floración de cultura? ¿Se improvisó en tan breve período una nueva civilización con técnicas poderosas e insospechadas? Nada de esto. Entre 1450 y 1500 sólo un hecho nuevo de importancia acontece: la unificación peninsular.

Tuvo España el honor de ser la primera nacionalidad que logra ser una, que concentra en el puño de un rey todas sus energías y capacidades. Esto basta para hacer comprensible su inmediato engrandecimiento. La unidad es un aparato formidable, que por sí mismo, y aun siendo muy débil quien lo maneja, hace posible las grandes empresas. Mientras el pluralismo feudal mantenía desparramado el poder de Francia, de Inglaterra, de Alemania, y un atomismo municipal disociaba a Italia, España se convierte en un cuerpo compacto y elástico.

Mas con la misma subitaneidad que la ascensión de nuestro pueblo en 1500, se produce su descenso en 1600. La unidad obró como una inyección de artificial plenitud, pero no fue un síntoma de vital poderío. Al contrario: la unidad se hizo tan pronto porque España era débil, porque faltaba un fuerte pluralismo sustentado por grandes personalidades de estilo feudal. El hecho, en cambio, de que todavía en pleno siglo XVII sacudan el cuerpo de Francia los magníficos estremecimientos de la Fronda, lejos de ser un síntoma morboso, descubre los tesoros de vitalidad aún intactos que el francés conservaba del franco.

Convendría, pues, invertir la valoración habitual. La falta de feudalismo, que se estimó salud, fue una desgracia para España; y la pronta unidad nacional, que parecía un glorioso signo, fue propiamente la consecuencia del anterior desmedramiento.

Con el primer siglo de unidad peninsular coincide el comienzo de la colonización americana. Aún no sabemos lo que sustancialmente fue este maravilloso acontecimiento. Yo no conozco ni siquiera un intento de reconstruir sus caracteres esenciales. La poca atención que se le ha dedicado fue absorbida por la Conquista, que es sólo su preludio. Pero lo importante, lo maravilloso, no fue la Conquista —sin que yo pretenda mermar a ésta su dramática gracia—: lo importante, lo maravilloso, fue la colonización. A pesar de nuestra ignorancia sobre ella, nadie puede negar sus dimensiones como hecho histórico de alta cuantía. Para mí, es evidente que se trata de lo único verdadera, sustantivamente grande que ha hecho España. ¡Cosa peregrina! Basta acercarse un poco al gigantesco suceso, aun renunciando a perescrutar su fondo secreto, para advertir que la colonización española de América fue una obra popular. La colonización inglesa es ejecutada por minorías selectas y poderosas. Desde luego toman en su mano la empresa grandes Compañías. Los «señores» ingleses habían sido los primeros en abandonar el exclusivo oficio de la guerra y aceptar como faenas nobles el comercio y la industria. En Inglaterra, el espíritu audaz del feudalismo acertó muy pronto a desplazarse hacia otras empresas menos bélicas y, como Sombart ha mostrado, contribuyó grandemente a crear el moderno capitalismo. La empresa guerrera se transforma en empresa industrial, y el paladín, en empresario. La mutación se comprende fácilmente: durante la Edad Media era Inglaterra un país muy pobre. El «señor» feudal tenía periódicamente que caer sobre el continente en busca de botín. Cuando éste se consumía, a la hora de comer, la dama del feudal le hacía servir en una bandeja una espuela. Ya sabía el caballero lo que esto significaba: despensa vacía. Calzaba la espuela y saltaba a Francia, tierra ubérrima.

La colonización inglesa fue la acción reflexiva de minorías, bien en consorcios económicos, bien por secesión de un grupo selecto que busca tierras donde servir mejor a Dios. En la española, es el «pueblo» quien directamente, sin propósitos conscientes, sin directores, sin táctica deliberada, engendra otros pueblos. Grandeza y miseria de nuestra colonización vienen ambas de aquí. Nuestro «pueblo» hizo todo lo que tenía que hacer: pobló, cultivó, cantó, gimió, amó. Pero no podía dar a las naciones que engendraba lo que no tenía: disciplina superior, cultura vivaz, civilización progresiva.

Creo que ahora se entenderá mejor lo que antes he dicho: en España lo ha hecho todo el «pueblo», y lo que no ha hecho el «pueblo», se ha quedado sin hacer. Pero una nación no puede ser sólo «pueblo»: necesita una minoría egregia, como un cuerpo vivo no es sólo músculo, sino, además, ganglio nervioso y centro cerebral.

La ausencia de los «mejores», o, cuando menos, su escasez, actúa sobre toda nuestra historia y ha impedido que seamos nunca una nación suficientemente normal, como lo han sido las demás nacidas de parejas condiciones. Ni extrañe que yo atribuya a una ausencia, por tanto, a lo que es tan sólo una negación, un poder de actuación positiva. Nietzsche sostenía, con razón, que en nuestra vida influyen, no sólo las cosas que nos pasan, sino también, y acaso más, las que no nos pasan.

En efecto: la ausencia de los «mejores» ha creado en la masa, en el «pueblo», una secular ceguera para distinguir el hombre mejor del hombre peor, de suerte que cuando en nuestra tierra aparecen individuos privilegiados, la «masa» no sabe aprovecharlos, y a menudo los aniquila.

El pretendido aliento democrático que, como se ha hecho notar reiteradamente, sopla por nuestras más viejas legislaciones y empuja el derecho consuetudinario español, es más bien puro odio y torva suspicacia frente a todo el que se presente con la ambición de valer más que la masa y, en consecuencia, de dirigirla.

Somos un pueblo «pueblo», raza agrícola, temperamento rural. Porque es el ruralismo el signo más característico de las sociedades sin minoría eminente. Cuando se atraviesan los Pirineos y se ingresa en España, se tiene siempre la impresión de que se llega a un pueblo de labriegos. La figura, el gesto, el repertorio de ideas y sentimientos, las virtudes y los vicios son típicamente rurales. En Sevilla, ciudad de tres mil años, apenas si se encuentran por la calle más que fisonomías de campesinos. Podréis distinguir entre el campesino rico y el campesino pobre, pero echaréis de menos ese afinamiento de rasgos que la urbanización, mediante aguda labor selectiva, debía haber fijado en sus pobladores, creando en ellos un tipo de hombre producto condigno de una ciudad tres veces milenaria.

Hay pueblos que se quedan por siempre en ese estadio elemental de la evolución que es la aldea. Podrá ésta contener un enorme vecindario, pero su espíritu será siempre labriego. Pasarán por ella los siglos sin perturbarla ni estremecerla. No participará en las grandes luchas históricas. Entre siembra y recolección o análogas tareas vivirá eternamente, prisionera en el ciclo siempre idéntico de su destino vegetativo.

Así existen en el Sudán ciudades de hasta doscientos mil habitantes —Kano, Bida, por ejemplo—, las cuales arrastran inmutables su existencia rural desde cientos y cientos de años.

Hay pueblos labriegos, fellahs, mujiks…\ es decir, pueblos sin «aristocracia». No quiero decir con esto que deba considerarse a España como un pueblo irremediablemente fellahizado. Mejor o peor, ha intervenido en la historia del mundo y pertenece a la grey de naciones occidentales que han hecho el más sublime ensayo de gobierno universal. Pero es de alta oportunidad traer a la mente esos casos extremos de poblaciones fellahs, porque los graves e inveterados defectos de nuestra raza han tendido siempre a hacerla derivar camino de algo semejante. Así, a fines del siglo XV se dispara súbitamente el resorte de la energía española y da nuestra nación un magnífico salto predatorio sobre el área del mundo. Dos generaciones después vuelve a caer en una inercia histórica de que no ha salido todavía, y en sus venas la sangre circula con lento pulso campesino.