PLEAMAR FILOSÓFICA

UNO de los síntomas más sugerentes de la hora presente es que los especialistas de todo orden, y principalmente los físicos y biólogos, se sientan forzados a plantearse cuestiones filosóficas y a emplear para ellas métodos filosóficos. Puede decirse que en el horizonte universal se hincha una pleamar filosófica. Basta para advertirlo asomarse a las publicaciones de cada ciencia y hojear las revistas especiales. Conviene no olvidar, a fin de que cada palo aguante su vela, que algunos habíamos anunciado hace diez, hace quince años, esta sorprendente mudanza.

La pleamar filosófica que sobreviene no representa, sin embargo, una anormalidad. Todo lo contrario. Lo anormal era lo acaecido en los últimos ochenta años. Como en tantas cosas —por ejemplo, en política («derechas e izquierdas»), la vida pública constituida esencialmente en lucha— la centuria pasada significa una monstruosidad, una aberración de la norma histórica. Y ahora, al mudarse los usos, no se hace sino volver a ésta, recobrar el cauce acostumbrado de los siglos. Así acontece con este retorno de la «ciencia» a la filosofía.

En medio del general derrumbamiento padecido por todos los poderes históricos que hasta hace poco regulaban nuestra vida, sólo la ciencia ha quedado invulnerada y triunfante, más aún, coincidiendo con el universal cataclismo de los prestigios, se le han abierto horizontes más amplios e imantados que nunca. Ni la religión, ni el arte, ni la política, ni la economía, han cumplido sus promesas privativas; sólo la ciencia cumple la suya. Cada día descubre una ley cósmica, nueva, un nuevo hecho, un nuevo nexo rigoroso entre los fenómenos naturales.

Pero si la ciencia ha podido atravesar la gran crisis presente, invulnerada, no puede decirse que haya quedado intacta. Bastaría para advertirlo con que pusiésemos el oído a los ataques que la «verdad científica» sufre precisamente en los países donde mayor y mejor porción de ciencia se produce. Pues acaece lo siguiente: la «verdad científica» es una especie exquisita de verdad; es, en un determinado sentido, la verdad de más quilates. Esta superior calidad proviene de que la verdad científica es exacta y es rigorosamente comprobable. A su vez, esta exactitud y esta facultad de ser comprobada provienen de ciertos métodos y condiciones que se emplean para descubrirla. Mas tales excelencias conquístalas la «verdad científica» a costa de no pocas desventajas. Y una de éstas, sobre todo, es de importancia gigante. La ciencia logra fabricar una clase ejemplar de verdades, gracias a que renuncia a resolver los problemas fundamentales. Así la física descubrirá las leyes rigorosísimas según las cuales acontecen las modificaciones de la materia, pero no nos dirá nunca de dónde procede la materia. La biología llegará a averiguar con suficiente rigor cómo funciona el ojo para ver y el estómago para digerir, pero no nos revelará nunca qué es la vida misma del organismo y cómo se origina. Más aún: de no intentar resolver tan graves y últimos problemas, ha venido a hacer su virtud máxima. Los métodos que emplea son exactos, pero incapaces de responder a las postreras preguntas.

Hasta aquí no habría motivo alguno de queja. El que da lo que puede ha cumplido. Pero es el caso que la ciencia, no contenta con poseer la mejor clase de verdad, ha pretendido que sea ésta la única y exclusiva. El hecho de esta pretensión exorbitante se ha producido, claro está, en el siglo XIX, que fue el siglo de las grandes pretensiones. Ya hoy empezamos a ver, con alguna sorpresa, que el rasgo más saliente de esa centuria fue el imperialismo. Durante ella cada hombre o grupo humano quiso mandar sobre los demás, y cuando esto era imposible, inventó la manera de que, al menos, no mandase nadie, con la secreta esperanza de que, hallándose vacante el Poder, pudiese en una hora de descuido arrebatarlo cualquiera. La democracia fue un rodeo que se buscó para hacer posible el imperialismo del individuo. En el orden de la cultura aconteció lo propio. Es curioso asistir al proceso en el que las ciencias y las artes, que en edades anteriores convivían jerarquizadas, localizada cada cual en su lugar, empiezan a declararse primero independientes y luego a querer dominar todas las demás. Hasta la música, que había conservado siempre el lugar discreto y modesto que le corresponde y se limitaba a extender en las catedrales los terciopelos acústicos del órgano, o a sonar dulcemente al fondo de un banquete o a infiltrarse entre los movimientos de un sarao o, cuando más, en fin, a punzar en un pasajero ocio di camera los corazones, comienza a dar de codo para aventajarse, y reclama larga y densa atención en conciertos públicos, donde desdeña el auxilio del drama, la danza y el decorado, con quienes antes colaboraba. Las grandes sinfonías se proponen ingentes y profundos temas y con Wagner, cuna del imperialismo musical, pretende esta musa ser todo y no dejar nada fuera: la ópera wagneriana quiere ser la obra artística integral que absorbe y humilla la voz humana y su melodía infinita no se contenta con menos que con representar la nueva religión y la nueva metafísica. El wagnerismo fue la invasión napoleónica de la musicalidad, que envió por todo el mundo el estruendo de orquestas, numerosas como ejércitos con sus trompas beligerantes, con sus violines aguerridos, el arco amenazador en la mano, estratégicamente disciplinadas por ese mariscal de espaldas que es el Kapellmeister.

No se vea en esto desdén alguno hacia el valor musical de la obra wagneriana. Aunque ella fuese la culminación del arte músico, la pretensión que la inspiró, de convertir la música en un poder soberano de la historia, nos parece hoy exorbitante, monstruosa y ridícula. Es vano esperar tanto de la música, que no contiene en sí tesoro suficiente para guiar y nutrir toda la vida humana, suplantando la religión y la filosofía. Como el fracaso resulta siempre de la desproporción entre la esperanza y las consecuencias —quien nada promete nunca fracasa—, no es extraño que a tan vana aspiración haya seguido la humillación de la música que ahora presenciamos. El jazz-band con su negro antropoide es el castigo del arcángel wagneriano que quiso ser como Dios. La música vuelve a su lugar en el fondo del banquete y el rincón del sarao.

Otro fenómeno imperialista, pero de mayores dimensiones, fue la gran subversión de la ciencia experimental, especialmente de la física. Había ésta nacido en Grecia como un conocimiento de segundo grado. Por encima de ella se alzaba la ciencia primera, la prima philosophia, que era un conocimiento esencial de las primeras y últimas realidades, de las definitivas. La física se ocupaba y se ocupa sólo de realidades intermedias, de los fenómenos o apariencias que emergen ante los sentidos. Y, adaptando la fórmula acuñada en la academia platónica, más bien que conocer, aspiraba únicamente a «salvar las apariencias, los fenómenos» —la fainómena sozein—, es decir, a ordenar las cosas perceptibles según leyes de coexistencia y sucesión, en forma que podamos con todo rigor predecir los hechos materiales. No pretendía propiamente comprender lo que es el Universo, sino tan sólo averiguar de él lo necesario para poder prever los acontecimientos. Su verdad no era, pues, reveladora, penetrante, profunda, iluminante, inteligente: era, en cambio, práctica, útil. Las leyes físicas no son descubiertas con un propósito utilitario, pero llevan en sí la condición de poder ser siempre aplicadas, sirven para facilitar al hombre el detalle de su vida, mas no resuelven, ni siquiera atacan los grandes problemas hincados en el alma humana.

Siglos y siglos se ha mantenido la física circunscrita a su verdadero oficio. En esos siglos ha crecido y ha realizado sus mayores conquistas. Pero he aquí que en el pasado los laboratorios se sublevan y proclaman la doctrina de que la verdad física es, no una forma de verdad entre otras, sino la única. Asume con exclusividad el título de «ciencia», negándoselo a las demás castas de conocimiento, como son, el pensar filosófico y el milenario saber vital de que usamos en la vida espontánea. Entonces fue cuando para toda idea que no fuese meramente descriptiva o experimental se forjó, como una apelación desdeñosa, el título de «mito».

De esta manera se nos confinaba en un plano de verdades intermedias, prohibiéndonos todo movimiento audaz hacia las últimas verdades. Du Bois Reymond, pontificando desde el laboratorio, lanzó urbi et orbi su Ignorabimus. Pero no bastaba con quererlo así. Una perspectiva no puede componerse sólo de planos intermedios; le es ineludible poseer un primer plano y un fondo o plano último. Cuando a una perspectiva le amputamos violentamente el último plano, el que era sólo penúltimo pasa automáticamente a hacerse extremo. Quiero decir con esto que no se halla en nuestra mano renunciar a la adopción de posiciones ante los temas últimos, porque si nos quedamos en tina posición penúltima, queramos o no, se alza ésta, bien que fraudulentamente, con todos los atributos de la ultimidad.

Así la física subversiva no tuvo más remedio que tomar actitud de soberana intelectual, produciendo una pésima filosofía: materialismo o positivismo. El materialismo consistía simplemente en la divinización de la materia. Como el físico maneja la materia, pero ignora lo que es, hizo con ella lo que el salvaje que no sabe qué es el rayo y por eso lo diviniza. Más cauteloso, el positivismo renuncia a intentar apoteosis. Convencido de que la física sólo puede resolver las cuestiones penúltimas, declara que es imposible resolver las últimas. Y haciendo, como otra vez he dicho, un gracioso gesto de zorra ante uvas altaneras, las llama mitos, predica el agnosticismo, es decir, el abandono de los problemas supremos. Y así acaeció que durante casi un siglo la humanidad occidental ha vivido con una perspectiva mutilada, con un mundo al cual faltaba el primero y el último plano, alimentándose de cuestiones intermedias, segundas si se empieza a contar por el principio, penúltimas si se cuenta por el fin.

Decía Fichte: la filosofía que se tenga depende del hombre que se sea. Esto es verdad, aun generalizando mucho más la fórmula. No sólo la filosofía, el repertorio íntegro de ideas dominante en una época, depende del tipo humano que en esa época predomine. Y toda variación profunda de la ideología es indicio de que un nuevo tipo de hombre ha triunfado en la mecánica social. Ahora bien: en el siglo XIX triunfa la burguesía sobre las viejas aristocracias, la burguesía que en largas centurias se había ido formando como una clase de segundo rango en la jerarquía pública. Y esta situación social intermedia era símbolo de su psicología. El burgués no es el hombre guerrero de las grandes decisiones, ni es el hombre religioso de las sublimes contemplaciones, es el homo oeconomicus, el hombre que atiende, sobre todo, a lo útil. Allá en la hora germinal de nuestras naciones occidentales, mientras el hombre de guerra erige el castillo de ofensa y defensa y el sacerdote levanta la iglesia con una aspiración de fuga ultraterrena, el burgués organiza un mercado, planta a su vera un taller y se ampara creando la técnica social del derecho, la jurisprudencia. El burgués es mercader, fabricante, juez y abogado. Deja al guerrero el afán de dominar a los hombres y se preocupa de dominar las cosas. Crea la técnica, que es la cultura de los medios materiales; crea la policía y la justicia pública, que son la cultura de los medios sociales. El día que triunfó y pudo desalojar al guerrero y al sacerdote, la humanidad europea quedó confinada a una cultura toda de medios y de intermedios. En ella hemos sido educados, de ellas aspiramos a evadirnos. Era natural que bajo la constelación de la burguesía la ciencia experimental celebrase su hora culminante.

La nueva pleamar filosófica revela que un nuevo tipo de hombre inicia su dominación. Yo he procurado reiteradamente y desde distintas vertientes sugerir su perfil: es el hombre para quien la vida tiene un sentido deportivo y festivo. Sin embargo, no me he decidido nunca a desarrollar lo que bajo ese título entiendo: me aterra un poco la ardua labor que tal empresa requiere y, sobre todo, la audacia inevitable a que obliga. Porque ello llevaría a hundir bien honda la mano en los senos más ocultos del hombre moderno y bucear en el cieno para ca2ar las perlas más valiosas. De todas suertes, me había propuesto atacar, por fin, el tema con toda su amplitud en un curso extra-universitario de conferencias que preparaba para Buenos Aires. Un destino adverso me impide este año gravitar desde esa ciudad hacia el centro de la tierra. Espero que se logre mi afán el año próximo.

Entretanto, la velocidad de los acontecimientos espirituales es tal al presente, que dentro de un año la pleamar filosófica batirá ya los más adustos promontorios.

Conviene, no obstante, hacer constar que nada ni nadie puede hacernos abandonar la vieja ciencia experimental. Su exceso de última hora no permite olvidar su gloriosa y ejemplar fecundidad. La sazón no es para abandonar el ayer, sino para integrarlo con el mañana.

La Nación, de Buenos Aires, 10 de mayo de 1925.