VII
Hay un sentido de la palabra «política» que me parece la cima de su complejo significado y que es, a mi juicio, la dote suprema que califica al genio de ella, separándolo del hombre público vulgar. Si fuese forzoso quedarse en la definición de la política con un solo atributo, yo no vacilaría en preferir éste: política es tener una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado en una nación.
Refirámonos a España, para evitar movernos en puras expresiones abstractas. Supongamos que alguien nos dice: «En España hay que afirmar el principio de autoridad y hay que hacer economías». Está bien: yo no niego que convenga hacer ambas cosas; pero niego que eso sea una política en el mejor sentido de la palabra. Por una razón para mí decisiva: la autoridad y las economías que se recomienda hacer, se hacen en el Estado español, no en la nación española. Y esta distinción es, en mi entender, lo decisivo.
El Estado no es más que una máquina situada dentro de la nación para servir a ésta. El pequeño político tiende siempre a olvidar esta elemental relación, y cuando piensa lo que debe hacerse en España, piensa, en rigor, sólo lo que conviene hacer en el Estado y para el Estado. Las economías no se hacen en España, sino en el Estado, y por muy importante que sea el lograrlas, carecen por sí mismas de verdadero valor nacional. Parejamente, la autoridad es necesaria, como condición previa para que la máquina Estado funcione; pero con poseerla no se ha hecho nada importante. La cuestión empieza cuando nos preguntamos: esa máquina del Estado, con sus economías y su autoridad, ¿cómo va a funcionar, a actuar sobre la nación? Esto es lo decisivo: porque la realidad histórica efectiva es la nación y no el Estado. El gran político ve siempre los problemas de Estado al través y en función de los nacionales. Se sabe que aquél es tan sólo un instrumento para la vida nacional. Inversamente, el pequeño político, como se encuentra con el Estado entre las manos, tiende a tomarlo demasiado en serio, a darle un valor absoluto, a desconocer su sentido puramente instrumental.
Este error lleva a tergiversar por completo la esencial cuestión. Yo veo que casi todo el mundo —autoritarios como radicales— moviliza su intelecto en esta falsa dirección: ¿cómo es posible crear en España un Estado lo más perfecto que quepa imaginar? (Para el autoritario y para el radical, la perfección del Estado consiste en cualidades divergentes; pero el propósito es común: lograr un Estado perfecto). Para quien piensa que la perfección del Estado se halla fuera de él, en la perfección del cuerpo nacional, el pensamiento político tiene que volver del revés la cuestión: ¿cómo hay que organizar el Estado para que la nación se perfeccione?
La distinción no es ociosa ni utópica. Llega nuestro pueblo, como los demás de Europa, a un punto en que se ve forzado a inventar instituciones; esto es, una figura de Estado. La solución variará sobremanera según se halle dispuesto a ver el problema en una u otra forma. Rusia e Italia han preferido equivocarse, y en ve% de innovar profundamente[152] han seguido la tradición utópica de los dos últimos siglos: han preferido el fantasma transitorio de un Estado «perfecto» al porvenir de una nación vigorosa y saludable. Yo deseo para nuestra España una solución inversa, más completa y de más larga perspectiva.
En definitiva, quien vive es la nación. El Estado mismo, que tan fecundamente puede actuar sobre ella, se nutre, a la larga, de sus jugos. La gran política se reduce a situar el cuerpo nacional en forma que pueda fare da se. Ya veremos, cuando pase algún tiempo, el resultado de esas soluciones que se proponen lo contrario: suspender toda espontaneidad nacional e intentar fare dallo Stato, vivir desde el Estado.
Cabría decir que un Estado es perfecto cuando, concediéndose a sí mismo el mínimum de ventajas imprescindibles, contribuye a aumentar la vitalidad de los ciudadanos. Si abstraemos de esto último, si nos ponemos a dibujar un Estado perfecto en sí mismo, como puro y abstracto sistema de instituciones, llegaremos, inevitablemente, a construir una máquina que detendrá toda la vida nacional. Como suele acontecer, esta reductio ad absurdum nos sirve para descubrir el error que hay en esa dirección del pensamiento político.
En la historia triunfa la vitalidad de las naciones, no la perfección formal de los Estados. Y lo que debe ambicionarse para España en una hora como ésta es el hallazgo de instituciones que consigan forzar al máximum de rendimiento vital (vital, no sólo civil) a cada ciudadano español.
Pero se comprende la dificultad enorme que la política, en este excelente sentido, encierra. Supone ideas claras y precisas sobre la situación histórica de los españoles, sobre las virtudes que tienen, sobre las que les faltan, sobre las que les sobran, sobre la estructura social efectiva de nuestro país. Temas tan delicados encuentran ante sí la avalancha de los tópicos de café, y angustia advertir el número escasísimo de personas que han pensado en serio y directamente sobre ellos.