4. LA MAGIA DEL «DEBE SER»
La cuestión de las relaciones entre aristocracia y masa suele plantearse desde hace dos siglos bajo una perspectiva ética o jurídica. No se habla más de que si la constitución política, desde un punto de vista moral o de justicia, debe ser o no debe ser aristocrática. En vez de analizar previamente lo que es, las condiciones ineludibles de cada realidad, se procede desde luego a dictaminar sobre cómo deben ser las cosas. Este ha sido el vicio característico de los «progresistas», de los «radicales» y, más o menos, de todo el espíritu llamado «liberal» y «democrático». Se trata de una actitud mental sobremanera cómoda. Es muy fácil, en efecto, dibujar una organización social esquemática que presente una faz atractiva. Basta para ello que supongamos imaginariamente realizados nuestros deseos o que, abandonando el intelecto a su puro movimiento dialéctico, construyamos more geométrico un cuerpo social exento de cuanto nos parece vicio y dotado de perfecciones formales análogas a las que tienen un polígono o un dodecaedro. Pero esta suplantación de lo real por lo abstractamente deseable es un síntoma de puerilidad[22]. No basta que algo sea deseable para que sea realizable, y, lo que es aún más importante, no basta que una cosa se nos antoje deseable para que lo sea en verdad. Sometido al influjo de las inclinaciones dominantes en nuestro tiempo, yo he vivido también durante algunos años ocupado en resolver esquemáticamente cómo deben ser las cosas. Cuando luego he entrado de lleno en el estudio y meditación del pasado histórico, me sorprendió superlativamente hallar que la realidad social había sido en ocasiones mucho más deseable, más rica en valores, más próxima a una verdadera perfección, que todos mis sórdidos y parciales esquemas.
Porque, no hay duda, ese debe ser que desde el siglo XVIII, inventor del «progresismo», pretende operar mágicamente sobre la historia, es, por lo pronto, un debe ser parcial. Cuando hoy se plantea la cuestión de cómo debe ser la sociedad, casi todo el mundo entiende que se pregunta por la perfección ética o jurídica del cuerpo social. Queda así la expresión normativa debe ser reducida a su significación moral, y ello hasta el punto de que casi se ha olvidado que la sociedad y el hombre contienen otros muchos problemas extraños por completo a la moralidad y a la justicia.
De esta suerte, cuando se elabora el ideal social, cuando se elucubra aquel tipo más perfecto de sociedad que debe sustituir a los actuales, se incluyen en él tan sólo mejoramientos éticos y jurídicos, dejando fuera todas las demás cuestiones que son moralmente indiferentes. Pero es el caso que estas cuestiones indiferentes para la moral de una sociedad son de una importancia superlativa para su existencia. ¿Es que no hay también para la solución de ellas una norma, un debe ser, bien que exento de significación ética o jurídica? ¿No tiene el labrador un ideal del campo, el ganadero un ideal del caballo, el médico un ideal del cuerpo? De estos ideales, ajenos a moral y derecho, los cuales no son más que la imagen de aquellos seres en su estado de mayor perfección, emanan normas expresivas de cómo debe ser este campo, este caballo, este cuerpo humano.
Él debe ser del moralista, del jurista, es, pues, un debe ser parcial, fragmentario, insuficiente. Pero, al mismo tiempo, ¿no es sospechosa una ética que al dictar sus normas se olvida de cómo es en su íntegra condición el objeto cuya perfección pretende definir e imperar?
Sólo debe ser lo que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es. Fuera deseable que el cuerpo humano tuviese alas como el pájaro; pero como no puede tenerlas, porque su estructura zoológica se lo impide, sería falso decir que debe tener alas.
El ideal de una cosa, o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su realidad.
Por lo tanto, desde el punto de vista «ético» o «jurídico» no se puede construir el ideal de una sociedad. Esta fue la aberración de los siglos XVIII y XIX. Con la moral y el derecho solos no se llega ni siquiera a asegurar que nuestra utopía social sea plenamente justa[23]: no hablemos de otras cualidades más perentorias aún que la justicia para una sociedad.
¿Cómo? ¿Cabe exigir de una sociedad que sea alguna otra cosa antes que justa? Evidentemente, antes que ser justa una sociedad tiene que ser sana, es decir, tiene que ser una sociedad. Por tanto, antes que la ética y el derecho, con sus esquemas de lo que debe ser, tiene que hablar el buen sentido, con su intuición de lo que es.
Resulta completamente ocioso discutir si una sociedad debe ser o no debe ser constituida con la intervención de una aristocracia. La cuestión está resuelta desde el primer día de la historia humana: una sociedad sin aristocracia, sin minoría egregia, no es una sociedad.
Volvamos la espalda a las éticas mágicas y quedémonos con la única aceptable, que hace veintiséis siglos resumió Píndaro en su ilustre imperativo «llega a ser lo que eres». Seamos en perfección lo que imperfectamente somos por naturaleza. Si sabemos mirarla, toda realidad nos enseñará su defecto y su norma, su pecado y su deber.