EL PODER SOCIAL
I
POR puro afán de llegar a ver claro, y, de paso, en beneficio del lector, a quien ciertos temas sutiles interesan, quisiera hoy intentar la definición de un fenómeno que vagamente he percibido toda mi vida, primero, con juvenil y utópica indignación; luego, más cuerdamente, con el ánimo sereno y complacido de un buen aficionado a la vida para el cual lo sugestivo del espectáculo es precisamente la combinación irremediable de sentido y contrasentido, de razón y de absurdo que en él reina.
Procuremos aproximarnos paso a paso al fenómeno de que se trata.
Un hombre de negocios crea una industria; el ingenioso producto de ella encuentra compradores, y el industrial se enriquece. El pintor que pinta un buen cuadro suscita en los aficionados al arte simpatía y admiración. El escritor que logra dotar a su prosa de amenidad, evidencia, sutileza, atrae para ella un círculo de lectores que, agradecidos, le dedican su estimación.
En estos tres casos vemos la acción de un hombre —industria, cuadro, obra literaria— produciendo ciertos efectos en su contorno social. Si a la capacidad de producir efectos llamamos poder, diremos que estos tres hombres poseen determinado poder. Hasta aquí nada reclama atención especial. Es natural que una acción produzca resultados proporcionados.
Pero si comparamos dos escritores, uno de ellos de actitud independiente, el otro ligado a una inspiración partidista, notamos que el mismo esfuerzo realizado por ambos trae consigo resultados diferentes. A la estimación congruente que a la obra de vino y otro corresponde se agrega en el caso del escritor partidista una resonancia y eficiencia que falta a la del otro. El partido toma la obra de su escritor y, propagándola, comentándola, enalteciéndola, aumenta enormemente sus efectos sociales; por tanto, su poder. El escritor añade a su eficiencia propia y natural otra que no viene de su esfuerzo, sino de la energía organizada que en el partido reside. Esto nos obliga a distinguir entre el poder propio de una acción —y, reflejamente, de la persona que la ejecuta— y el poder añadido que el grupo le proporciona.
Este poder que el grupo añade al poder propio de la persona es una reacción utilitaria motivada por los intereses del grupo. Por lo mismo, es un poder también limitado, circunscrito al grupo y al radio de sus interesados. A veces, el favor y aumento que ofrece a la persona resta a ésta poder propio. En el caso del escritor, esto es evidente: cuanto más sirva a un partido, menos autoridad propia poseerá fuera de él.
Pero no sólo el grupo, el círculo particular de la sociedad, añade poder a la persona. Hay casos en los cuales el poder añadido procede de la sociedad entera. Entonces es ilimitado y automático. Dondequiera que la persona favorecida aparezca, se producirán efectos sociales. Cada gesto, cada palabra, logrará sorprendente resonancia. Su nombre frecuentará las columnas de los periódicos, no como firma, sino como tema. No podrá viajar sin que se anuncie su desplazamiento. No abrirá su boca sin que se reproduzcan y comenten sus frases. En las reuniones privadas, su entrada modificará el tono atmosférico: la conversación, automáticamente, se pondrá a su nivel, convergirá hacia sus asuntos titulares, etc., etc. Donde no esté en cuerpo, se contará, no obstante, con él; de suerte que estará presente en cien lugares donde de hecho no está. Si se suman estos lugares de virtual presencia se obtendrá el volumen social que desplaza y se advertirá con sorpresa la desproporción entre su poder propio y el que le llega gratuitamente de la atención colectiva. A todo este conjunto de síntomas llamo «poder social».
Si esta ampliación de potencialidad estuviera en alguna relación congruente y clara con el poder propio de cada persona, el fenómeno no merecería nuestra curiosidad. Pero ocurre que al preguntarnos quién tiene y quién no tiene poder social nos encontramos con los hechos más sorprendentes.
Hay oficios a los cuales va con aproximada normalidad adscrita cierta dosis de poder social. La frecuencia con que hallamos esta adscripción nos hace pensar que es lógica y bien fundada. Así acaece que en España, por ejemplo, el hombre político que ha sido gobernante o está en propincuidad de serlo, goza de un enorme poder social. Cualquier mequetrefe que durante veinticuatro horas ha asentado sus nalgas en una poltrona ministerial queda para el resto de su vida como socialmente consagrado. Todos los resortes específicamente sociales funcionan en su beneficio. No sólo tiene influencia política en el Parlamento y en las esferas del Gobierno, sino que al entrar en un baile privado o sentarse en una mesa convivial parece que es «alguien». Y no disminuye la realidad del hecho que los presentes tengan de sus dotes individuales la idea menos favorable. Lo característico de esto que llamo «poder social» es que existe y funciona, aunque individualmente no queramos reconocerlo. El movimiento íntimo de protesta contra ese injustificado poder que acaso en nosotros se dispara, no hace sino subrayar la efectividad de su existencia. Por esto es social ese poder: su realidad no depende de la anuencia libre que cada individuo quiera prestarle, sino que se impone al albedrío particular. Rige inexorable la paradoja de que, siendo la sociedad una suma de individuos, lo que de ella emana no depende de éstos, sino que, al revés, los tiraniza.
Este poder social anejo al hombre político no sorprenderá a quien confunda la vida pública del Estado con la vida pública social. Pero, en rigor, el oficio de gobernar es una función, poco más o menos, tan limitada y circunscrita como cualquier otra. No hay tan clara razón para que a un hombre político se le rindan todos los resortes sociales, que son, en su mayor parte, independientes del Estado. Y la prueba de que no hay un nexo esencial entre ese oficio y el poder social, está en el hecho de que la dosis de éste concedida al político varía según las naciones. No creo que exista en Europa otro país —como no sean los balkánicos— donde el político disfrute de poder igual. He aquí un buen ejemplo de las cosas raras que abundan en la vida española y que un extranjero curioso no logra nunca explicarse. Pues el razonamiento que en vía recta inspira ese hecho sólo puede ser el siguiente: si el hombre político goza en España de máximo poder social, será porque es el español un pueblo eminentemente político, preocupado de los asuntos de gobierno, atento y activo en ellos. Todos sabemos que esta consecuencia tan lógica no puede ser más falsa. El pueblo español actúa políticamente mucho menos que cualquiera de los otros grandes pueblos europeos. Y, sin embargo, en Alemania, nunca, ni siquiera ahora, ha tenido el hombre político medio —que es de quien estamos hablando— un gran poder social. En la misma Francia, que por su vivaz democracia y la nerviosidad política de casi todos sus individuos se dan las mejores condiciones para que el político tuviese un enorme poder social, no ocurre tal cosa. Tiene, ciertamente, una considerable dosis de esta mística potencia; más que en Alemania, pero mucho menos que en España.
Véase cómo este fenómeno del «poder social» suscita algunos problemas curiosos que justifican su investigación. Pronto hemos tropezado con la sospecha de que en los distintos países va el poder social a clases diferentes de personas. Cabría, pues, estudiar el diferente reparto de ese poder en cada nación. La cuestión no es totalmente ociosa, porque el poder social es una de las fuerzas mayores que integran la organización dinámica de un pueblo.
Téngase en cuenta la fabulosa multiplicación de la influencia personal que él proporciona. Un pueblo es, a la postre, lo que sea el tipo de hombres favorecidos por esa mágica energía. De nada sirve que en una nación existan muchos genios, es decir, individuos de gran poder propio, de efectivo valer. Por superlativo que éste sea, resulta incapaz para producir grandes efectos nacionales: es menester que la masa preste a esos hombres la fuerza gigante del poder social que en su vasto cuerpo anónimo reside.
Así, el exceso de poder social que en España goza el político o el gobernante, constituye al pronto un enigma que luego se convierte en una clave luminosa. Es enigmático que en un país como el nuestro, menos político que Francia, se otorgue al hombre de gobierno más poder social. Pero no tardamos en hallar la solución. En Francia —como veremos— se concede gran poder social a otros muchos oficios y clases de hombres: el político, por muy favorecido que se halle, tiene que entrar en concurrencia con estos otros poderhabientes y pierde el rango desmesurado que entre nosotros ocupa. No es, pues, que posea el ex ministro español más fuerza social que el francés, sino que, por ausencia de otras fuerzas parejas, queda monstruosamente destacado.
En cambio, parecería probable que en nuestra tierra el cura y sobre todo el alto clero, usufructuase un gran poder social. Sin embargo, no ocurre así, y el matiz de los hechos en este punto descubre un secreto de la dinámica nacional española, según ella es verdaderamente en el tiempo que corre.
El Sol, 9 de octubre de 1927.
II
Si se quiere hacer con algún rigor la topografía del poder social en España, su reparto entre las clases y oficios, se tropieza pronto con un caso de muy difícil apreciación. Me refiero a la Iglesia, es decir, al clero. Las causas de esta dificultad son muchas; mas yo encuentro que la primera de todas consiste en nuestra ignorancia del efectivo papel que la Iglesia juega en la dinámica española. El extranjero que viene a estudiar nuestra nación llega con la idea estereotipada de que la Iglesia domina completamente la existencia peninsular, como en el Tibet o en Arabia. Si es perspicaz, tarda poco en advertir que la realidad no es tan sencilla. Comienza a dudar. Preguntando a unos y a otros consigue únicamente hundirse más en su perplejidad, porque oye sólo opiniones toscas y patéticas, ideas de sacristía o de casino radical. Es lamentable que nadie haya tomada sobre sí esclarecernos sombre los términos de tan importante cuestión. En primer lugar, habría de distinguir, como en una serie de círculos concéntricos, la cuantía del influjo religioso, del influjo católico y del influjo clerical. Luego de venir a un acuerdo sobre la importancia indudable de este último, convendría preguntarse si toda la fuerza que el clericalismo usufructúa en España es propia suya o proviene en no escasa medida de su intervención constante en los actos del Poder público. Como es natural, por el mero hecho de tener su mano en los resortes del Poder público se decuplica el influjo de un partido. Ahora bien: ¿cuál ha sido la relación precisa entre clericalismo y Poder público durante los últimos cincuenta años? No vale responder con fórmulas demasiado simples. Aquí es donde importa acertar. Porque es evidente que el clericalismo ha regulado en España siempre la gobernación; pero, al mismo tiempo, es un hecho que la legislación ha sido inequívocamente liberal. ¿Cómo se compaginan ambas cosas? Si el clericalismo posee el gigantesco poder propio que se le atribuye, ¿cómo ha soportado esa legislación liberal? Por otra parte, es indudable que no ha dejado nunca de la mano el Poder público y que le aterra la posibilidad de verse alejado de él durante cinco minutos.
Una hipótesis, y una sola, puede iniciar el esclarecimiento de este enigma: suponer que el clericalismo tiene mucha menos fuerza auténtica de la que se le atribuye, y por lo mismo, falto de confianza en su propio influjo sobre la sociedad, recurre al Poder público a fin de multiplicarla aparentemente. Por su parte, el Poder público, en virtud de motivos que no es oportuno enumerar, acepta muy a gusto esa tutela; pero careciendo el clericalismo de fuerza suficiente para sostener las instituciones, viene con él a un acuerdo tácito, según el cual se establece cierta dosis de legislación liberal, determinada de una vez para siempre, carne que se echa a las fieras, y se organiza al mismo tiempo la resistencia desde arriba a toda posible ampliación y progreso de ese régimen libre.
La cuestión es gruesa, y para hablar de ella con alguna precisión fueran menester muchos párrafos. Si he subrayado la coexistencia de la intervención clerical en el Poder público con una legislación liberal, no es porque me parezca el aspecto más sustantivo del problema, sino por ser aquel en que la contradicción es más visible y notoria. Lo que yo diría si hubiese de expresar íntegramente mi pensamiento sería cosa muy distinta, más compleja y más grave. Pero ahora sólo pretendía llamar la atención sobre lo difícil que es, contra las opiniones corrientes, evaluar la fuerza efectiva de la Iglesia en nuestro país. Sin esta precaución parecería demasiado caprichoso decir que el clero en España no tiene apenas poder social. A priori hubiéramos dicho que sí y le habríamos atribuido un coeficiente de él casi tan grande como el político. Pero ahí está: no ocurre tal. En el caso del clero vemos bien que son cosas diferentes el Poder social y lo que no lo es. El clero influye mucho en la vida española; sin embargo, el cura, y aun el alto dignatario eclesiástico, «pintan» poco en nuestra convivencia social. Se advierte que en otro tiempo gozaron de enorme predicamento, y podemos señalar con el dedo los residuos. En algunos pueblecitos de reducido vecindario —sobre todo, en el Norte—, tal vez en alguna capitalita de provincia, el clero posee aún vestigios de su antiguo esplendor social. Pero estos residuos quedan tan localizados que más bien subrayan su desaparición del gran cuerpo nacional. En cambio, el sacerdote, el fraile, el obispo, gozan de brillante situación dentro del grupo clerical. Esta es, a mi juicio, la nota que más se aproxima a la verdad: tienen gran poder de grupo, pero no social. Su predicamento está taxativamente limitado por los ámbitos de un partido, y si dentro de él hacen la lluvia y el buen tiempo, fuera de él, en el aire libre de la sociedad nacional, apenas si tienen papel. Esta desproporción entre lo mucho que son dentro del grupo beato y lo poco que son puestos a la intemperie, plantea a los obispos una insospechada dificultad: la dificultad de los gestos. Como suelen vivir recluidos dentro de su episcopía, en el pequeño mundo de la beatería profesional —y no se presuma ánimo despectivo u hostil bajo esta denominación—, se habitúan a ciertos ademanes y talle que no pueden transportar más allá de la frontera de su ínsula. De modo que los discretos necesitan emplear dos repertorios distintos de gesticulación. Cuando por azar se filtra un gesto de episcopía y monjil más allá de su territorio y cae sobre el gran público, la reacción de éste, su sorpresa y extrañeza miden exactamente la diferencia que hay entre el poder de grupo y el poder social. En cambio, un político puede hacer los gestos que quiera: como individuo nos parecerá un mentecato; pero no extraña, no sorprende, su aire de «personaje». Porque, en efecto, queramos o no, el político es en España un personaje, y hasta puede decirse que no hay entre nosotros otro modo normal de ser personaje que ser político. (Ya veremos las deplorables y múltiples consecuencias que esto trae). Tampoco del sacerdote, del fraile, del obispo, habla con frecuencia la Prensa, y nadie podrá en serio atribuirlo a hostilidad de los periódicos contra el clero. El periódico puede matizar su fervor, pero no puede vivir sin aceptar la realidad social, y como, hablan todos los días del político enemigo, podían, si hubiera caso habituarnos a nombres de curas, de frailes y de obispos. En cambio, si un obispo ejecuta actos políticos, inmediatamente le encontramos cada lunes y cada martes en las columnas de los rotativos.
Y ruego al lector anticlerical que no me apunte en el haber lo antedicho como alarde de anticlericalismo, en cuyo caso me repugnaría por lo que tuviese de alarde y lo que ostentase de anti. Es prescripción elemental del oficio de escritor no prestar servicio a ningún partido y evitar el apoyo inmundo de todos ellos. Es una prescripción y no lo contrario, una pretensión que quepa tener o esquivar. (Lo inmundo, bien entendido, no es el partido, sino su apoyo al escritor. El escritor tiene que vivir sin apoyos, en el aire, intentando ilusoriamente asemejarse al pájaro del buen Dios y al arcángel, especies ambas con plumas y régimen aerostático). Déjesele en la limpieza y humildad de su oficio: mira en torno el mundo, oye lo que dicta el hecho
E quel che ditta va significando.
Nada más.
Esta advertencia, ajena a nuestro asunto, nos reintegra en él invitándonos a pensar sobre cuál sea el poder social del escritor.
El Sol, 23 de octubre de 1927.
III
Hemos visto que en todas partes goza el político de un gran poder social, aunque el coeficiente de esa cuantía varía según los países, llegando en España al máximum. Pero este hecho más bien enturbia que aclara lo que hay de peculiar y sorprendente en el fenómeno del poder social. La afluencia de éste a los que ejercen el Poder público, a los que mandan hoy o mañana, puede hacer pensar que se trata de una reacción utilitaria mediante la cual el hombre medio procura halagar a quien puede favorecerle.
Por esta razón conviene que nos transportemos al otro polo de las actividades humanas, al oficio que menos fuerza material —de mando o dinero— posee: el escritor u hombre de letras y ciencias. La profesión literaria lleva en su misma consistencia la notoriedad para quien la ejercita con medianas dotes. Como el político, es el escritor consustancialmente hombre público. No cabe ignorarlo. Por otra parte, su acción es puramente virtual; no puede esperarse de ella ningún beneficio terreno. (Los resultados económicos que acaso produzca —la industria editorial— no proceden directamente de la obra, sino de la actitud del público hacia ella. Por eso no es el escritor, sino el editor, quien obtiene el rendimiento mayor en los países donde el libro proporciona algún rendimiento). Ambas condiciones juntas dan un valor muy puro y característico a la reacción en que una u otra sociedad suscite el gremio literario.
Y, en efecto, hallamos una gran variedad de situaciones. En Francia tiene el escritor un poder social fabuloso. Relativamente, mayor, mucho mayor, que el político, si se descuenta la enormidad de poder propio que el oficio de gobernar incluye. Al fin y al cabo, quiérase o no, con el gobernante hay que contar, puesto que interviene en la existencia de cada ciudadano. En cambio, el otorgamiento de poder social al escritor no se origina en imposición ni necesidad ninguna: es una generosa reacción de la sociedad. Cuando, hace quince años, entraba Anatolio France o Mauricio Barrès en un teatro, en un hotel o en un banquete, los presentes sentían el místico contacto con una fuerza gigantesca. Y no por la persona individual que ellos fueran, sino por hallarse los circunstantes frente a un ser sobre el cual había descargado simbólicamente la sociedad francesa entera el inmenso don de su poder. Sin embargo, France o Barrès eran cimas del paisaje literario, y el comportamiento de la sociedad ante las eminencias, sean del orden que quieran, tiende siempre a ser excepcional. Lo interesante es advertir la atención que la sociedad francesa presta al escritor simplemente distinguido. Le halaga, le mima, le soba, le trae, le lleva, pone a su servicio todos los resortes de la máquina pública. El político teme allí al plumífero, porque sabe que éste maneja una fuerza considerable, fuerza que no es su pluma, sino la atención social a él dedicada. Su pluma es sólo el timoncillo con que puede dirigir hacia uno u otro lado el gran dinamismo público. Y de tal modo se trata de un poder añadido por la sociedad al poder efectivo de la obra literaria, que ni siquiera está en proporción con la popularidad de ésta. Quiero decir que autores cuya obra apenas se vende, por exigir al lector refinamientos que excluyen al gran número, gozan, no obstante, de gigantesca posición.
Muy diferente es el destino del escritor en Inglaterra. Como me falta la visión directa de este país, no podría precisar los matices de su situación; pero me parece muy clara en lo esencial. La sociedad inglesa, como masa total, se ocupa muy poco del literato y apenas si atiende al hombre de ciencia. Uno y otro gozan, pues, de escasísimo poder social. No obstante, su situación no corresponde a la que semejantes condiciones les acarrearían en el continente. La sociedad inglesa no presta atención al escritor ni al hombre de ciencia; pero tampoco la presta al soldado. Pero es que la sociedad inglesa posee una anatomía diferente de las continentales. No es una sociedad, sino más bien una articulación de muchas sociedades, cada una de las cuales lleva una existencia relativamente independiente. Si llamamos «círculos sociales» a estas sociedades parciales, a estos segmentos de que se compone el magnífico anélido inglés, diremos que en ninguna parte es tan amplia e intensa la vida en círculo como en las Islas. Sería inexacto hablar de grupos o partidos, porque éstos tienen fronteras muy marcadas que los acotan en el gran cuerpo social, al paso que los círculos terminan vagamente, fundiéndose por sus orlas unos con otros. Así, en ese país, donde la gente no se ocupa de literatura (¿puede llamarse tal la prosa de magazine?), existe un círculo de aficionados más vario y atento que en ningún pueblo —salvo Francia. Lo propio acontece con la ciencia. Ni una ni otra son productos «nacionales», como lo es para Francia la literatura y la ciencia para Alemania; pero el escritor y el científico gozan en la esfera de sus círculos de una posición saludable, que, ciertamente, no puede llamarse poder social, pero que tampoco significa su defecto.
El puesto que en Francia ocupa el literato lo usufructúa en Alemania el hombre de ciencia. La producción científica es allí un interés de la nación entera. No sólo se preocupan de ella los que la engendran y la reciben —si bien es fantástico el número de los unos y los otros—, sino también el resto de los ciudadanos. Saben que es la gloria y la fuerza de Alemania. Así se explica que al sobrevenir la terrible crisis económica de la postguerra fue el público, y especialmente el grupo industrial, quien se encargó de asegurar la continuidad de la labor científica, sacrificándole buena parte de sus reservas financieras. Al amparo de este predicamento que goza el científico, vive el literato en calidad de hermano menor. Su posición es subalterna. Y es que en el fondo de la conciencia alemana yace la secreta convicción de que, al menos en nuestra época, la literatura alemana tiene escaso valor. Si surgiese un grupo de escritores bien dotados, veríamos cargarse el gremio de poder social, como lo tuvo superabundante en tiempos de Goethe. El diagnóstico exacto fuera decir que la profesión de escritor posee en Alemania casi tanto poder social como en Francia, pero que, transitoriamente, se halla vacante de figuras reales que la incorporen con perfección aproximada. La prueba de ello es que en ninguna parte perviven con pareja actualidad ciertos escritores del pasado. Goethe, por ejemplo, sigue siendo una fuerza viva: se le tropieza en cada conversación, en el discurso parlamentario, en el libro científico. (El respeto del hombre de ciencia hacia las figuras literarias del pretérito no creo que exista más que en Alemania).
¿Y en España? ¿Qué acontece con el escritor en España?
Recuérdese que llamamos poder social a la influencia que un oficio o persona tiene más allá de la que estrictamente se origina en su acción propia. El influjo del médico sobre su clientela de enfermos es, como hecho sociológico, completamente distinto de la consideración que ese mismo médico goza acaso en el resto no profesional de su vida y relaciones.
Hablemos, pues, primero de cuál es la influencia directa que el escritor ejerce en España.
No creo que exista entre las civilizaciones nación alguna menos dócil al influjo intelectual que la nuestra. Con ligeras modificaciones en esta o la otra época, puede decirse que nunca ha atendido al escritor. La vida de la España moderna representa el original ensayo de sostenerse una raza europea y afrontar el destino histórico sin dejar intervención al pensamiento. Los resultados, hasta ahora, no han sido muy brillantes; pero el buen español medio seguirá perdurablemente considerando a la inteligencia como la quinta rueda del carro. Ya es un síntoma de despego hacia esa facultad del alma contestar irritadamente a lo que acabo de decir, sosteniendo que se puede estimar la inteligencia y, sin embargo, no prestar oído a los intelectuales; que no es aquélla un don estancado por éstos, sino bien común de otras clases sociales, etc., etc. Vale más no intentar el aforo del nivel intelectual que poseen en España —al menos, en la de hoy— las clases no intelectuales. Afortunadamente, tampoco es necesario. Convengamos sin esfuerzo en que la inteligencia no es una virtud exclusiva del gremio intelectual; pero es, en cambio, grotesco que un país presuma poseer la dosis imprescindible de aquélla cuando al mismo tiempo se jacta de desatender la obra y persona de los escritores. Ni bastaría la excusa de que los autores nacionales fuesen en esta fecha de escaso valer, porque entonces estaba obligado el pueblo español a nutrirse de la obra extranjera, y si aun ésta parecía a su exquisito paladar manjar grosero, recurrir a los antiguos o a quien fuera. Todo antes que permanecer siglo tras siglo ajeno a tema alguno de inteligencia.
El hecho se presenta con tal constancia, que ya no reparamos en él y toma el aire de una ley natural, a la cual es ridículo oponer objeciones. La idea de que un libro influya directa e inmediatamente en la vida pública o privada de los españoles es tan inverosímil que no concebimos la posibilidad de suceso semejante en ningún otro país. Y, sin embargó, fuera del nuestro acontece cotidianamente. ¿Se quiere un ejemplo extremo de ello? Una de las modificaciones más importantes de la vida pública en los Estados Unidos ha sido la recentísima ley de inmigración. Pues bien: esta ley es el resultado fulminante del libro de Madison titulado La decadencia de la gran raza. (La obra, como casi todas las que se publican en América, es de una modestia mental superlativa).
No es cosa de investigar ahora las causas de esta inmunización para el alfabeto que gozamos los españoles. Yo espero que no se buscará la explicación, como de tantas otras peculiaridades ibéricas, en la herencia arábica. Los árabes han sido los mayores entusiastas del libro, hasta el punto de dividir a los hombres en gentes con libros y gentes sin él. Cuando Mahoma busca el más eficaz encomio de su dios, el atributo que más le adorna y recomienda, hace constar que fue él quien «enseñó al hombre a mover el cálamo». (Surata, 96).
Esta carencia o poco más de influjo sobre su contorno social proporciona al escritor español algunas ventajas que tal vez no ha sabido aprovechar. Cuando se cree que el párrafo escrito va a tener consecuencias reales, el escritor honrado se siente cohibido en su libertad espiritual. Pensamientos que teóricamente son importantes y certeros pueden causar daños prácticos. Pero el escritor español ha podido entregarse a las exclusivas exigencias de su oficio sin temor a ser nocivo. Ha podido ser pura y rigorosamente veraz. Sin embargo, esta ventaja es inseparable de otro grave peligro. La falta de repercusión en el público, cuando es permanente y completa, da al oficio del escritor un carácter espectral. Lo distintivo de la realidad es producir efectos. Cuando éstos faltan llega la persona a perder la noción de su propia actividad. No sabe lo que es ni lo que no es. Flota en el vacío sin presiones exteriores que definan sus límites. Si no tiene en sí mismo un fortísimo regulador, acabará por creer que lo mismo da decir una cosa que otra, puesto que ambas producen el mismo nulo resultado. En suma: la desatención pública desmoraliza al escritor, induciéndole sin remisión a la irresponsabilidad…
El Sol, 30 de octubre de 1927.
IV
Si es tan menguada que casi es nula la influencia directa del escritor sobre la sociedad española[111], claro es que no puede gozar de verdadero poder social. Es fácil que algunos literatos se hagan la ilusión de lo contrario, porque el oficio de escritor lleva consigo, dondequiera que se ejercite, y más en un pueblo de no gran volumen, como el nuestro, cierta aureola que puede ser un espejismo. Me refiero a la notoriedad. Ceteris paribus, un escritor es más conocido que un ingeniero o que un industrial, que un abogado o que un banquero. Pero un hombre conocido no implica dilatada estimación, ni siquiera conocimiento de la obra y la persona. Los que escribimos somos mucho más conocidos que leídos, y más leídos que entendidos y estimados. Y aun conviene calcular muy por lo bajo las dimensiones de esa notoriedad.
Precisamente, el tipo de vida que, por carencia de poder social, se ve obligado a llevar el escritor en España le salva tal vez de una amarga desilusión. Porque, en efecto, vive casi siempre recluso en un mínimo círculo de personas próximas al oficio intelectual, rodeado de una delgadísima película social que intercepta su visión del gran cuerpo colectivo. Cuando por azar perfora esa película y se encuentra entre gente media, descubre con sorpresa que ni él ni los mejores de su gremio son conocidos pocos metros más allá de la habitual tertulia. Y si no literalmente desconocidos, tan vaga y confusamente notorios que fuera preferible la rigorosa ignorancia.
Pero sería inexacto contentarse con decir que el escritor carece en nuestra tierra de poder social. Es forzoso buscar un concepto que con más precisión defina la sorprendente situación del que escribe en España. Yo diría, pues, que el hombre de letras goza en Celtiberia de un poder social negativo. ¿Qué significa esta extraña idea? Simplemente, que para el buen español medio, el escritor, como tal, es un hombre de fama, pero, entiéndase bien, de mala fama. Escribir es una forma de avilantez. Al pronto se juzgará que es esto una exageración. Pero téngase la bondad de hacer el siguiente experimento mental. Imagínese que soltamos —es la palabra— a un escritor conocido en una reunión de la burguesía española que no sea, por algún motivo, excepcional e inténtese con lealtad describir los sentimientos que en aquellas personas suscita su presencia. En el mejor caso, sólo encontraremos inquietud, desasosiego, suspicacia y antipatía, una falta absoluta de comunidad con aquel ente sobrevenido. El experimento queda completo si paralelamente se imagina la escena en Francia, entre otros personajes que sean los correspondientes.
Se me dirá que hay casos de enorme y respetuosa popularidad, y se me citará concretamente el constante homenaje de las clases sociales más diversas a un hombre como Ramón y Cajal. Pero yo deploro que este ejemplo me hunda más en lo que por ventura es mi error. Esa excepción, en cierto modo única, que se hace con Ramón y Cajal, trayéndole y llevándole como al cuerpo de San Isidro, en forma de mágico fetiche, para aplacar las iras del demonio Inteligencia, acaso ofendido, es una cosa que no se hace más que en los países donde no se quiere trato normal próximo y sin magia con los intelectuales. Se escoge uno a fin de libertarse, con el homenaje excesivo e ininteligente a su persona, de toda obligación con los demás. El hecho de ser justamente Ramón y Cajal el elegido acentúa, mejor aún, pone al descubierto casi obscenamente el irrisorio secreto que oculta tan aparente fervor. Porque apenas nadie tiene la más ligera idea de cuáles son las admirables conquistas del ilustre sabio. Por otra parte, la histología es una ciencia tan remota de la conciencia pública, tan neutra y sin color, que parece deliberadamente escogida para la apoteosis por un pueblo que considera la labor intelectual como una superfluidad, cuando no como una fechoría. Si Ramón y Cajal escribiese una sola página que afectase un poco más de cerca al ánimo español, presenciaríamos la ominosa evaporación de su poder social.
Es difícil encontrar en las naciones actuales nada que se parezca a la colocación sociológica del gremio intelectual en España. Vive al margen de la existencia normal colectiva. No se cuenta con él para nada, ni oficial ni privadamente. Al contrario: se descuenta para él un como breve territorio baldío, especie de Indian Reservation, donde se le deja extravagar. Porque esto es, en definitiva, lo único que de él se espera: la extravagancia. Añádase a esta existencia marginal, pareja a la que llevaban los leprosos en la Edad Media, la humillante impecuniosidad que sufren casi todas las familias de escritores. En tales circunstancias resulta inevitable, pero no justificado, el tono agrio, violento, chabacano, que domina en nuestra producción literaria. Lo sorprendente parecerá que su actitud no sea más desesperada, y lo increíble, que bajo el escritor el hombre sea tan honrado. Porque es preciso hacer constar que la honestidad civil del intelectual español supera acaso a la de casi todos los gremios hermanos triunfantes en otros países. (No es posible decir lo mismo de su honestidad técnica: en general, no pone cuidado, ni mesura, ni elevación, ni rigor en su trabajo).
Esta irrealidad social de su oficio, que más o menos clara percibe entre nosotros todo escritor, es causa de una peculiaridad que, por su misma constancia, no ha sorprendido cuanto debiera. Me refiero al hecho de que España es el único país europeo donde los intelectuales se ocupan de política inmediata. Fuera de aquí, sólo por excepción se encuentra a un escritor mezclado en las luchas cotidianas de los partidos. Pero aun en esos casos excepcionales, cuida muy bien el escritor de separar su labor intelectual de su inquietud política, y cuando esto no, de exigir a sus intervenciones políticas todas las altas virtudes que rigen la obra intelectual. Llevan, pues, su intelectualidad íntegra a la política, al paso que entre nosotros la política más basta y pueril viene a anegar la intelectualidad. De suerte que no se logra la única ventaja que esta confusión de oficios podía traer: que el intelectual elevase el nivel de los combates públicos merced a la superior disciplina de su intelecto. En cambio, pasa que la necesidad constitutiva de la política diaria desintelectualiza al escritor. Así acontece el hecho bochornoso de que los escritores españoles vivan separados por sus tendencias políticas —que son siempre las de la calle— más que por discrepancias intelectuales. Ayer fue por una cosa; hoy es por otra: nunca falta el pretexto para que el intelectual mismo, siguiendo la tradición nacional, patee concienzudamente su oficio.
Falto de poder social, busca el escritor una compensación aproximándose al único oficio que goza de él en España. Siente apetito de mando efectivo y quiere ser político.
La consecuencia de todo esto ha sido deplorable. Porque es el caso —aunque se juzgue contradictorio de lo antedicho— que España llega a un recodo histórico en el cual sólo puede salvarla, políticamente, la seria colaboración de los intelectuales. Se ha llegado a una sazón en que es preciso inventar nuevos destinos y nueva anatomía para nuestro pueblo. ¿Se cree que puede hacerse esto sin el gremio de las ciencias y las letras? Me parece ilusorio. A estas alturas de los tiempos, cuando vivimos en sociedades viejas y complejas, no se puede inventar historia por puro golpe de vista. Hace falta una técnica de la invención, hace falta «tener oficio», escuela, preparación de intelecto. De otra manera, sólo se propondrán soluciones primarias, toscas, de mesa de café.
Si los intelectuales españoles hubiesen sido fieles a la ley de su oficio, sólo ellos poseerían hoy una verdadera política, un proyecto de vida nacional en grande, una norma pública a la vez elevada y compleja. Y es probable que por vez primera volviese hacia ellos los ojos, ya que no de grado, forzada por las circunstancias.
No puede ser más desdichada de lo que es la posición del escritor en la sociedad española. Se le exigen todas las virtudes, y encima de ellas, ese don maravilloso, delicadísimo, que es el talento. En cambio, no se le concede nada, y menos que todo lo demás, atención. Sin embargo, creo que fuera un error considerar como el ideal la posición contraria, tal y como suele ser otorgada al escritor en Francia. Pienso que un intelectual de profunda y auténtica vocación repugnará siempre ese exceso de sobo colectivo, ese amanerado culto que le rinde el contorno y amenaza con cegar el manantial de su espontaneidad, con reblandecer el rigor de su interna disciplina. Sometido a tanto miramiento, se deforma con frecuencia el escritor francés hasta adquirir una psicología de tiple.
Conviene que el intelectual no crea demasiado en sí mismo. Después de todo, lo más bello que hay en la inteligencia, lo que la distingue de otras calidades más toscas —como la belleza física, la fuerza, la nobleza genealógica o el dinero—, es que siempre es problemática. Nunca se sabe de cierto si se tiene o no inteligencia. Lo más que puede asegurarse es que la ha tenido uno hace un momento; pero ¿ahora, en este instante que viene, en esta frase que se comienza? El hombre inteligente ve constantemente a sus pies abierto e insondable el abismo de la estulticia. Por eso es inteligente: lo ve y retiene su pie cautelosamente.
El Sol, 6 de noviembre de 1927.
V
Lo dicho hasta aquí va dibujando una clara contraposición entre España y Francia por lo que toca al poder social. Esta contraposición no consiste tanto en que Francia otorgue poder social a irnos oficios y España a otros, sino en algo más importante. Francia es el país donde mayor número de actividades diferentes reciben la aureola del prestigio público. España es el país en que casi nadie —ni como individuo ni como representante de un oficio— goza de ella. Esto significa taxativamente que la sociedad española es mucho menos compacta y elástica; por tanto, mucho menos sociedad, que la francesa. Verdad es que en este punto culmina Francia sobre todos los pueblos. La nación entera vive y absorbe cuanto acontece en cada una de sus partes. Muy pocas cosas quedan recluidas en su rincón, sin irradiar sobre el resto del cuerpo público. El francés del Norte participa de la vida meridional, la convive, como el hombre de la Provenza se sabe muy bien su Bretaña y su Normandía. El escritor puede acercarse al militar seguro de que éste tiene una idea bastante minuciosa de su obra, y, viceversa, el militar cuenta con que el escritor conoce suficientemente sus faenas de Siria o del Sahara. Lo propio acontece con el industrial, con el cosechero, con el político. Cuando un francés hace algo que sobresalga un poco, sea del orden que sea, conquista automáticamente la fama. No creo que haya ningún otro país donde el individuo medio tenga en la cabeza tantos nombres de compatriotas famosos. Viceversa, podría decirse forzando la exactitud, para acusar mejor la realidad, que casi todos los franceses son famosos. Me parece una tontería atribuir este fenómeno a la vanidad gala, que se complace en exagerar el valor de sus hombres, ni tampoco a la vieja historieta de la cucaña en que los franceses entusiasmados aúpan a su conciudadano, favoreciendo su ascensión. El hecho es más hondo e importante que lo supuesto en esas explicaciones. En primer lugar, famoso no quiere decir ni más ni menos valioso. Famoso es todo aquel de quien se habla en amplios círculos. Y hay una fama negativa; por ejemplo: la del criminal. Ahora bien: es característico de Francia la popularidad que adquieren sus criminales. Landrú llegó a ser un héroe nacional, se entiende un héroe negativo. No se dirá que esta atención, esta curiosidad hacia aquel asesino, procede de vanidad nacional. Es, simplemente, que a toda Francia le interesa cuanto acaece en un punto cualquiera de sí misma. Vive —como el alma— toda en cada una de sus partes. Nada deja de aprovecharse socialmente, ni lo bueno ni lo malo. No hay desperdicio. ¿Quién duda que ésta ha sido una de las grandes fuerzas que han hecho posible la riqueza y continuidad sin par de la historia francesa? Merced a ella, esta raza, que en ningún orden es genial, ha logrado dar un máximum de rendimiento. Cuanto en ella acontece es desde luego social, o lo que es lo mismo, queda multiplicada su eficiencia por el volumen entero de la colectividad.
En España presenciamos la escena contraria. Si apenas nadie tiene entre nosotros poder social, se debe a que nuestra sociedad es laxa, sin elasticidad, sin comunicación entre sus trozos. De un cañonazo que se dispara en un barrio no se entera nadie en el próximo. Sería preciso disparar el cañonazo dentro del oído de cada español para lograr que la sociedad española se enterase de que ahí fuera había tiros. Y no es la envidia ni el tan repetido «individualismo» causa profunda de esto. Es la falta de curiosidad y de afán de enriquecer nuestra vida con la del prójimo. El militar vive sumido en su cuarto de banderas como en una escafandra. No tiene la menor idea de lo que acontece en la escafandra de las letras o de la industria. Hace muchos años, recuerdo haber descrito la sociedad española como una serie de compartimientos estancos. Cada provincia, por ejemplo, vive hacia dentro de sí misma, absorta y abstracta del resto de la nación. Se trata, pues, de una estructura social morbosa, porque hace de España una sociedad de disociados. Este es el mal profundo que late y subsiste cien codos más hondo que todos los conflictos, luchas y desórdenes políticos o religiosos.
Ahora, creo yo, se manifiesta el sentido de estas consideraciones sobre el poder social. La falta de generosidad para otorgarlo que nuestra sociedad revela es gravemente nociva para ella misma. Cada oficio desatendido socialmente señala una faceta de humanidad que nuestro pueblo deja de vivir. Si resulta que casi todos los oficios son desatendidos, dígaseme qué repertorio normal de ideas y fervores, de saberes y de normas, reside en el alma del español medio.
No se me diga que estas advertencias emanan de un preconcebido pesimismo. Todo lo contrario. La pulcra descripción de este enorme defecto muestra, a la par, que no hay en él factor alguno irremediable, fatal; antes bien, actúa de manera automática en su corrección, despertando en el lector la tendencia a subsanarlo.
Ello es que hasta ahora sólo hemos encontrado un oficio favorecido en España con poder social: el político. Si buscamos más temo que sólo hallaremos otra fuerza que a su propia eficiencia añada la que espontáneamente surge de la sociedad: el dinero.
El poder social del dinero no es peculiar en nuestro pueblo, sino un hecho capital de la época vigente. No se diga que de todas las épocas, porque es falso. En la Edad Media, como ahora, el dinero lo tenía el judío. Como ahora, había entonces que contar con éste, y, sin embargo, no tenía ningún poder social. Menos aún: el judío quedaba en una posición negativa, infrasocial. Hoy el dinero se ha adueñado del mundo, y dentro del mundo, de España. No obstante, es preciso reconocer un ligero matiz a favor nuestro. El español dedica menos entusiasmo al oro que otras razas. Quien conozca los secretos del alma española dudará siempre y a limine de la interpretación que se dio en Europa a las hazañas de nuestros conquistadores. Sajones y franceses titularon aquella formidable y loca empresa «La sed de oro». Yo sospecho que la verdad es más bien inversa. Porque el europeo de entonces —comienzo de la era capitalista— sentía una fabulosa sed de oro, según luego se ha demostrado, no podía imaginar que aquellos españoles cumpliesen sus hazañas por otros motivos. Y el caso es que ya entonces las barras de oro llegaban en los galeones a Sevilla, donde eran cargadas sobre los lomos de unos mulos, que tomaban derechos el camino de Francia.
Con ser grande el poder social del dinero, en los ámbitos peninsulares es incomparablemente menor que en otros países; por ejemplo, que en Norteamérica.
Leo en un libro reciente: «En ninguna parte como en Norteamérica se habla tanto y tan descaradamente de dinero. En la calle, en la reunión, en el club, gira siempre la conversación sobre la riqueza. Cada cual manifiesta, sin pudor alguno, cuántos dólares ha “hecho” en el año, en el mes. Succès significa siempre triunfo económico. La pregunta “¿cómo le va a usted?” es referida siempre a la situación económica del momento. Fulano “vale” medio millón de dólares; Zutano, sólo cien mil. Todo se expresa en moneda; en los periódicos pululan los dólares; un nuevo edificio es una construcción de un millón; un fuego es un fuego de un millón; una lluvia fuerte es una lluvia de un millón de dólares, y un cuadro es un Tiziano de cien mil dólares».
El rico destaca sobre la masa, es su ideal y modelo. La escala de valores sociales radica exclusivamente en el éxito económico. No existen otras maneras de distinguirse. La ambición encuentra como único medio de satisfacerse el enriquecimiento; en cambio, este medio está abierto a todos y es de todos entendido.
No hay concesión de patentes de nobleza, no hay títulos ni honores. La carrera política tiene poco prestigio, sobre todo dentro de cada Estado, y consecuentemente carece de atracción. Dedicar la vida a un otium cum dignitate no da posición social; antes al contrario, es cosa mal mirada. En cambio, the man who made his pile («el hombre que hace su agosto») goza de respeto, de prestigio, como en ninguna otra parte. Todo el mundo se inclina ante él como no se inclina nadie en Europa ante los representantes de la más antigua nobleza. El rico es el centro del interés público: le persigue la curiosidad y la atención general; se encuentra su nombre constantemente en las Society News; se investigan las menudencias de su vida. Existe toda una literatura sobre los ricos, y estos mismos creen demasiado a menudo que es su deber contar su vida, describir su ascensión de la nada ante la muchedumbre estupefacta. En torno a estas figuras se forma todo un mito, y «llegará un día en que sea tan difícil saber la verdad pura sobre Ford como lo es saberla sobre Cromwell, Napoleón o Washington[112]».
Me interesan estas palabras por dos razones. En primer lugar, contienen una buena descripción de lo que llamo poder social. En segundo lugar, nos sirven como término de comparación para calcular la cantidad de éste que va en España aneja al dinero.
El Sol, 20 de noviembre de 1927.