VI
Es la política una actividad tan compleja, contiene dentro de sí tantas operaciones parciales, todas necesarias, que es muy difícil definirlas sin dejarse fuera algún ingrediente importante. Verdad es que, por la misma razón, la política, en el sentido perfecto del vocablo, no existe casi nunca. Casi todos los hombres políticos lo son meramente en parte. En el mejor caso, poseen con plena conciencia una u otra dimensión del político, y se contentan con ella, ciegos para las restantes.
Se dirá que política es tacto y astucia para conseguir de otros hombres lo que deseamos, y no se puede negar que, en efecto, sin eso no hay política. Pero, evidentemente, hace falta más. Hay quien, hiperestésico para los defectos de la justicia social, llamará política a un credo de reforma pública que proporcione mayor equidad a la convivencia humana. Y no hay duda de que sin cierto sentido, y como afición nativa a la justicia, no puede nadie ser un gran político. Pero esto es más bien la porción de idealidad moral que el hombre político lleva a su actuación pública. Hacer consistir en ello la política, es vaciarla de sí misma y llenarla de un pobre misticismo ético. Durante más de un siglo se ha cometido este error de perspectiva: se situaba en el centro del programa un cuerpo de doctrinas morales, y sólo en el segundo término se atendía a lo propiamente político. Otros dirán que política no es nada de eso, sino un buen sentido administrativo que sepa regir, como una industria, los intereses materiales y morales de una nación, etc., etc.
Repito que todo eso, y muchas cosas más, tienen que reunirse en un hombre para hacer de él un gran político. Viene a ser éste como un alto edificio, en que cada piso sostiene al que le sigue en la vertical. La política es la arquitectura completa, incluso los sótanos. En las páginas antecedentes he subrayado hasta qué punto el hombre público necesita las cualidades más extrañas, algunas de ellas de apariencia viciosa, y aun no sólo de apariencia. Son los cimientos subterráneos las oscuras raíces que sustentan el gigantesco organismo de un gran político.
Me importaba mucho poner al descubierto esas potencias demoniacas, casi puramente zoológicas, que proporcionan la energía necesaria para el movimiento de tan enorme máquina como es uno de estos hombres creadores de historia. En ninguna otra figura humana, tanto como en el gran político, aparecen acusadas las facciones de Titán. Y el Titán es, a la vez, más que un hombre y menos que un hombre. Se hunde más hondamente que nuestra especie normal en los senos cósmicos, en lo infrahumano, donde sus raíces absorben las ígneas substancias de que se nutre la vida toda antes de ser vida, es decir, organización, regla, orden, norma. Y esta profundidad de sus cimientos le da fuerzas para sobrepasar la línea humana y llegar más allá, acercarse a las estrellas. En las figuras de Miguel Ángel aparece, magníficamente, esta doble condición superlativa del Titán: sus hombres son ya un poco dioses y todavía un poco chivos.
Ahora bien: no hay creación en ningún orden sin cierta dosis de titanismo —que es, en verdad, la ausencia de dosis, el absoluto lujo de vitalidad.
Me importaba, digo, subrayar esto, porque no creo posible la salvación de Europa si no se decide la humanidad de Occidente, perforando todos los prejuicios y remilgos de una vieja civilización, a buscar el contacto inmediato con la más nuda realidad de la vida, es decir, a aceptar ésta íntegramente en todas sus condiciones, sin aspavientos de un artificioso pudor. Durante siglos se ha obstinado Europa en evitar ese sincero reconocimiento. Una hipocresía radical nos ha llevado a no querer ver de la vida lo que las sucesivas morales declaraban indeseables, como si esto bastase para poder prescindir de ellas. No se trata de pensar que todo lo que es, puesto que es, además debe ser, sino precisamente de separar, como dos mundos diferentes, lo uno y lo otro. Ni lo que es, sin más debe ser, ni, viceversa, lo que no debe ser, sin más no es. Ningún otro continente se ha mostrado tan ligero, tan frívolo, tan pueril como el europeo en dar por no existente lo fatal. A esto se debe, en buena parte, la perpetua inquietud de su historia. Al adoptar posturas que no encajan en el marco de condiciones inexorables impuestas a la vida se hacía ésta imposible, y forzoso buscar otra colocación, y así sucesivamente. La quietud de Asia, su mayor asiento sobre el haz de la existencia, procede, sin duda, de falta de heroísmo y de entusiasmo, pero a la vez de que se halla mejor engastada y en el soporte último de la vida.
Asia es conformista: para ella lo que es, debe ser. Europa es reformista: para ella lo que no debe ser, no es. Si algún sentido trascendente tiene el hecho de la convivencia intercontinental que caracteriza al siglo presente, será, a no dudarlo, hacer posible el mutuo complemento de esas dos tendencias exclusivas: la reforma emanada de una previa conformidad con lo real; la modificación ideal de la vida, que parte de haber reconocido previamente sus condiciones.
He aquí por qué me ha parecido de alguna oportunidad quitar la piel al grande hombre político, y mostrar, como en preparación anatómica, sus músculos rojos, sus venas azules, sus tendones lívidos. Pero claro es que ninguna de esas fuerzas zoológicas —sin las que no se da el gran político— son su política.