PEDAGOGÍA Y ANACRONISMO
SEGÚN oigo, es Kerschensteiner uno de los pedagogos más eminentes de la hora que corre. Sin embargo, me encuentro con que para el señor Kerschensteiner el fin general de la educación es educar ciudadanos útiles, en cuanto han de servir a los fines de un Estado determinado y a los de la humanidad[31]. Yo no concibo cómo un hombre de tan excelente criterio puede decir una cosa así. Ello da medida del descuido en que andan las ideas pedagógicas de nuestro tiempo. Esta trivialidad procede de múltiples causas; pero una de ellas es más fácil de definir que las demás y, en cierta manera, las resume todas. Me refiero al anacronismo constitucional que suele padecer el pensamiento pedagógico.
La pedagogía no es sino la aplicación a los problemas educativos de una manera de pensar y sentir sobre el mundo, digamos, de una filosofía. Nada importa a la cuestión que esta filosofía sea un sistema científico rigoroso o una ideología difusa. El dato importante está en que el pedagogo no ha sido casi nunca el filósofo de su pedagogía.
El pedagogo que escribe un libro en 1922 no fundamenta éste en las ideas filosóficas de 1922. Como él no es creador de las nuevas ideas y emociones que van a dominar mañana el espíritu colectivo, se ha contentado con recibir la filosofía de sus maestros, por tanto, de una generación anterior. En efecto, la pedagogía escrita en 1922 se nutre de la filosofía de 1890. Pero como además hace falta una larga campaña para que las ideas impresas en el libro lleguen a informar las leyes y la vida escolar, resulta que la doctrina de 1922 no empieza a ser vigente en las escuelas hasta 1940. Con lo cual venimos a la grotesca situación de que los niños de 1940 son educados conforme a las ideas y sentimientos de 1890, y que la Escuela, cuya pretensión es precisamente organizar el porvenir, vive de continuo retrasada dos generaciones.
La frase de Kerschensteiner citada hace un momento es un buen ejemplo de este anacronismo. En 1890 regía el alma europea una interpretación política de la historia y del hombre. Se pensaba todavía, con Kant y con Hegel, con Comte y Stuart Mili, que la existencia humana, a lo largo de los siglos, había sido como una preparación para la conquista de la libertad política y de un cierto orden jurídico que se denomina Estado. Pero hace ya un cuarto de siglo que esta manera de pensar inició su reflujo, y hoy sólo insisten en ella los rezagados, muy especialmente los rezagados típicos de nuestro tiempo, que son los políticos «izquierdistas». No creo que exista hoy en Europa ninguna cabeza «actual» a quien no produzca un efecto cómico que del gigantesco hecho humano se destaque como lo más importante, lo más valioso, el enteco atributo de la ciudadanía. Los pedagogos que quieran lealmente colocarse a la altura de los tiempos necesitan hacerse cargo de la formidable ampliación de horizontes lograda en los últimos decenios. Bajo una perspectiva de lontananzas mucho mayores cobra la evolución histórica del hombre un aspecto muy diferente del que tenía en la pasada centuria. El Estado moderno y aun el ideal del Estado moderno, que parecía a nuestros abuelos una forma definitiva, conclusión del paisaje histórico, aparece hoy como uno de tantos gestos momentáneos destinados a disolverse en el proceso incesante de la vitalidad humana. Se impone hoy de tal modo a nuestra mirada el carácter cósmico de la historia y del hombre, que cuanto acaece en la dimensión política tiene sólo una significación superficial.
Por esta razón, quien pese bien el sentido de las palabras «educación del hombre», no puede menos de soltar una carcajada cuando lee que el fin de la educación, nada menos que el fin, es educar ciudadanos. Sería como decir, con otras palabras, que el fin de la educación es enseñar a los hombres a usar el paraguas. ¡Ciudadano! ¿Y todo lo demás que el hombre es mucho más profundamente que ciudadano, más permanentemente? ¿Quién no advierte el increíble error de perspectiva que esa doctrina pedagógica comete?
Esta manera de pensar, además de errónea, me parece de una modestia excesiva. Se supone que la pedagogía debe adaptarse a la política, con lo cual, entre otras cosas, nos sometemos a un nuevo factor de anacronismo. Cuando se considera que es fin de la educación hacer de los niños ciudadanos útiles para los fines de un Estado determinado, se olvida que mañana, al ser hombres los niños, el Estado para el cual se los educó ha cambiado. Se les educa para ayer, no para mañana. Bien lo advierten ahora las inteligencias mejores de Alemania. Una generación educada para un Estado imperial, regido por príncipes autoritarios tradicionales, se ve obligada a vivir en un Estado democrático parlamentario.
No pretendo con esto negar que la educación haya de tener en cuenta que el niño de hoy va a ser mañana ciudadano o, en términos menos circunstanciales, elemento activo de una comunidad histórica determinada. Pero de esto a definir el fin de la educación como fabricación de ciudadanos hay un buen trecho. Y no basta ampliar la idea, como hace Kerschensteiner hablando de los fines de la humanidad, porque se entrevé desde luego que los fines aludidos son también políticos, bien que vagamente internacionales.
Yo espero que nuestro siglo reobre contra este empequeñecimiento de la obra educativa. Viene en Europa una ejemplar desvalorización de todo lo político. De hallarse en el primer plano de las preocupaciones humanas, pasará a rango y término más humildes. Y a todo el mundo parecerá evidente que es la política quien debe adaptarse a la pedagogía, la cual conquistará sus fines propios y sublimes. Cosa, por cierto, que ya Platón soñó.
Revista de Pedagogía. Enero de 1923.