CUESTIONES NOVELESCAS[134]

PARA entendernos con el señor Massis era menester previamente recusar la ficción de su tomismo y de su presunto catolicismo. Uno y otro son en el señor Massis máscaras de guerra como las que usan los mahoríes, «posturas» y batimán polémico. Nada urge tanto en la presente hora del espíritu como lograr que el escritor se deje de polémicas y gestos, de predicaciones y propagandas, para, en lugar de ello, sumergirse hasta el occipucio en las cuestiones sustantivas. En definitiva, son las cosas quienes han de salvarnos, proporcionándonos nueva nutrición. De lo que ellas sean depende toda posible salud. ¿A qué perder el tiempo en recomendaciones o reconvenciones?

El señor Massis insinúa que la literatura sólo puede hoy salvarse en la novela, y que la novela, no obstante, se halla en trance apurado. Una cosa aproximada sostengo desde antiguo. Vea el señor Massis cómo nos entendemos en las cuestiones efectivas. Conviene pensar con los ojos, es decir, disciplinar nuestro intelecto, para que transcriba en conceptos lo que se ve, evitando suplantarlo por lo que se desea. Y lo que se ve en el área universal de las letras es un pavoroso desierto. Hay talentos, acaso más numerosos que nunca; pero no hay obras. Nuestra época es un formidable ejemplo de cómo para crear no basta el pensamiento. Hace falta el amor a las cosas y una genial humildad ante la obra misma que se emprende, respecto a sus leyes y estructura.

El señor Massis subraya certeramente la incompatibilidad de la novela con el estilismo. Hoy, todos los escritores son estilistas —desde Chateaubriand viene progresivamente produciéndose el fenómeno. «Advirtamos desde luego —dice Massis— que el procedimiento creador del novelista difiere esencialmente del propio al artista literario. La táctica del novelista no es otra que dirigirse entero hacia las cosas». El estilista, por el contrario, es un incansable Narciso literario que busca en toda linfa su propia imagen, y viceversa, compone su figura en previsión de linfas que la reflejen. Esta sed de sí mismo que aqueja a Narciso y le inclina sobre el estanque y sobre el charco es un tantálico castigo. Narciso convierte en espejo todo lo que mira y, al no lograr aburrirse de sí mismo, engendra el hastío en los demás.

La producción de nuestro tiempo es atrozmente fastidiosa, porque en ella no se va a la obra, a cada obra, sino que consiste en fabricar una actitud del sujeto perpetuamente repetida. Este narcisismo no es sino el síntoma que en el arte trasparece de un modo de ser general, el cual topamos parejamente en todas las dimensiones de la vida presente: la estrechez de alma. Las nuevas generaciones, al pairo de sus excelentes dotes, han nacido condenadas a ser almas angostas, sin aptitud de dilatación y porosidad. Por eso no son entusiastas de nada y curiosas de muy poco. El entusiasmo —la gran dilatación psíquica, según se confirma analizando el simbolismo de sus gestos correspondientes, todos ampliativos, como la exorbitación de los ojos, abrir la boca, ademán de elevar y separar los brazos: en fin, el aplauso— es un lujo vital, una aventura íntima y un riesgo; es brincar fuera de sí mismo y sumergirse en otro ser, persona, obra o cosa.

Para quien ya no es joven, nada más atractivo que perescrutar desde lejos las almas transeúntes de los jóvenes. (Un ingrediente eterno de la juventud es creer que los demás no ven nuestro ser íntimo. Cuando avanzamos en la existencia advertimos que en toda nuestra vida no hemos hecho otra cosa que gritar a los cuatro vientos el secreto de nuestro modo de ser, que tanto queríamos ocultar)[135]. Oblicuos sobre ellas, prevemos el porvenir, como Cagliostro, mirando al fondo de un vaso de Borgoña, vio, diez años antes de ocurrir, la decapitación de María Antonieta. (La extraña escena se cuenta en las Memorias de Marmontel, y Alejandro Dumas la ilumina deliciosamente en El collar de la reina). Los jóvenes viven hoy casi exclusivamente de complacencia en sí mismos. Sería injusto —y lo que es peor— inexacto, poco perspicaz, creerlos excesivamente vanidosos. No, no; no es esto. ¡Ojalá que fuesen vanidosos! El vanidoso necesita atender a los demás. La vanidad es el impulso más tosco de cuantos nos llevan a mirar en derredor; pero, al fin y al cabo, un motivo para salir de sí mismo. La cosa es más complicada y más grave: no es que el joven de hoy, más que el de otro tiempo, se juzgue maravilloso, y porque se juzgue así se complazca en sí mismo. Lo que pasa es que ha nacido casi ciego para toda maravilla exterior, que no tiene apenas experiencia de nada maravilloso, y, en consecuencia, puede vacar, sin excepcional vanidad y sin remordimiento, paradisíacamente, a complacerse en su persona, sea ella como sea, sin que necesite esta complacencia fundarse en una gran idea de sí propio. ¡Jóvenes amigos, sois ambulantes mónadas reclusas en sí mismas que, como las de Leibniz, no tienen ventanas!

Ahora bien; no es fácil que una mónada sea buen novelista. El alma del novelista, tienen razón Massis, pondera hacia las cosas: es un alma grávida, que tiene fuera de sí su principio de motor. Funciona en virtud de atracciones, se deja arrastrar por los destinos ajenos. Tiene psicología de planeta o de satélite. (Una hipótesis vigente considera a la Luna como un cuerpo errabundo que, al pasar un buen día cerca de la Tierra, fue captado por la atracción de ésta y gira desde entonces en círculo cada vez más cerrado, hasta que otro buen día caiga sobre nuestro globo y se confunda con él). No es, pues, extraño que los jóvenes, al menos en España, prefieran la ocupación lírica, que es más monadológica e implica el mínimo esfuerzo.

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«Lo que pedimos a la novela», titula Massis uno de los capítulos de sus Reflexiones. A su juicio, la guerra ha constituido una terrible experiencia, que marca indeleblemente las almas a ella sometidas. Merced a esa experiencia el europeo ha sido puesto en contacto con la realidad cruda y última. Es vano, por tanto, que se nos quiera divertir con ornamentación y fantasía. Necesitamos una literatura más humana. El propio Massis imprime esta palabra en cursiva y se disculpa de usarla. «Es vaga, es equívoca, es peligrosa», dice. Sin embargo, insiste en ella y nos deja sin precisión sobre su sentido. Lo más claro que conseguimos es esto: «Queremos novelas en que pase algo, en que la vida sea aventura y drama de que el hombre real no se halla ausente, el hombre que hemos visto cual es y que no tiene nada que ocultamos. Hemos recibido en todos los órdenes una gran lección de realismo».

¿Nos deja satisfechos, esclarecidos, esta fórmula que pretende definir el apetito literario del tiempo? Yo no podría decir que me parece falsa, pero sí que me parece insuficiente. Ya el hacer intervenir la guerra es mal signo. Ni las guerras, ni el catolicismo, ni la geometría explican las variaciones literarias.

En una conferencia sobre «La novela de hoy», François Mauriac se plantea así la cuestión: «El novelista nos presenta a los hombres en conflicto: conflicto de Dios y del hombre en la religión, conflicto del hombre y la mujer en el amor, conflicto del hombre consigo mismo. Ahora bien; si hubiese que definir en novelista este tiempo de trasguerra, diríamos que es una época en que disminuyen cada vez más los conflictos de que la novela había vivido hasta ahora[136]». El señor Mauriac es católico; el señor Massis también. Sin embargo, el tema de la novela da ocasión para que el señor Mauriac sostenga en todos los puntos una tesis contradictoria de la del señor Massis. Lo cual demuestra andando que el catolicismo no nos proporciona una doctrina estética, como el señor Massis pretende.

El señor Massis quiere que en la novela «pase algo», y ese algo es, por lo visto, un conflicto —religioso, amoroso, personal— como pasaba en Balzac. El señor Mauriac, pensando, yo creo, más lealmente, más al hilo de las cosas, declara que la novela no puede radicar en la historia de un conflicto, porque hoy no los hay, y, consecuentemente, no debe parecerse a Balzac.

Si en última instancia lleva o no dentro de sí conflictos el alma contemporánea, es cuestión delicada. Pero es innegable que, aparentemente, se halla libre de ellos, y este hecho debía causar mayor sorpresa de la que levanta. ¿Qué quiere decir esa ausencia de conflictos, por lo menos, esa evidente disminución de angustias íntimas, esa niñez inesperada que sobreviene al europeo cuando sus conflictos exteriores empiezan a ser pavorosos? Pero dejando ahora este grueso tema, ¿cree Mauriac que si hubiese conflictos en nuestra vida nos interesarían en la novela? Este paralelismo entre las formas del arte y del contenido de la vida es un poco ingenuo. La historia nos pasma dándonos el espectáculo escandaloso de la aparente independencia entre el apetito artístico y el destino vital. Mientras los parisienses del 93 se guillotinaban mutuamente, el Mercure de France publicaba versos titulados «A los manes de mi canario». Cuando yo tenía veinte años mi irritaba esta incongruencia; hoy me parece admirable. Ella me recuerda que la vida es más profunda que mis ideas preconcebidas y me invita a ensanchar éstas, a seguir la pista subterránea de los instintos humanos. Porque hay, en efecto, paralelismo rigoroso entre nuestro estilo y nuestra existencia; pero son idiomas distintos y es preciso descubrir la clave de sus exquisitas correspondencias. En la época más abrumada de la vida ateniense, cuando se deshace su poderío y su riqueza en trágico derrumbamiento, la gracia elástica y aérea de Praxiteles fluye en allegro cantabile por los mármoles y destierra de sus figuras toda pesadumbre.

Después de todo, los conflictos de Balzac no nos son extremadamente ajenos, y si nos aburren, no es por su contenido, sino precisamente por lo que tienen en general de conflictos. El drama que nos presentan nos sabe a dramón, y si logra interesarnos —cosa difícil—, lo que logra es movilizar y sacudir el cieno melodramático que yace en los bajos fondos de nuestra alma, el «humus» fermentarlo de nuestra afectividad. Presas de su influjo, perdemos la serenidad para contemplar la novela como tal, como obra literaria.

Massis, más patriota y católico que sincero cazador de verdades, más propagandista de específicos que intelectual, que hombre de cuestiones, postula un retorno a la pura fórmula de la novela francesa, cuyo ejemplo es Balzac. Mauriac, más dócil a las solicitaciones de la verdad, confiesa que «no es posible contentarse con la fórmula de la novela psicológica francesa en que el ser humano se halla en cierto modo delineado, ordenado, como la naturaleza lo está en Versalles». Los héroes de Balzac «son siempre coherentes; ninguno de sus actos se resiste a ser explicado por su pasión dominante ni se sale de la línea del personaje». Massis cree que precisamente por esto hay que volver a Balzac. Por lo visto, reina el cisma en este turbulento catolicismo literario de Francia.

Y es el caso que, a mi juicio, ambos discrepantes tienen razón. Frente a la dispersión y anormalidad constitutiva de las figuras proustianas, «que carecen de un centro», es razonable que Massis demande coherencia de la persona; pero la coherencia en Balzac es pobre esquematismo, y Mauriac hace bien en subrayar la fértil enseñanza de relativa incongruencia que a la tradición novelesca de Francia agrega Dostoyewsky.

La solución que Mauriac propone para resolver la crisis de la novela tiene un sabor diplomático que enternece: «el acuerdo entre el orden francés y la complejidad rusa».