LA MODA SUBTERRÁNEA

EN vista de que la curiosidad universal gravitaba hacia la tumba de Tutanhamon, se ha hablado una vez más airadamente contra la moda. Confieso no haber entendido nunca muy bien qué género de fulminaciones se presume condensar sobre un acto humano cuando se le declara mero efecto de la moda. ¿Se cree, por ventura, que con ello se le ha extirpado toda realidad y significación, o que, cuando menos, se le ha relegado a la zona de lo arbitrario, donde nada tiene raíces ni íntima lógica? Yo me temo que este desdén a la moda, fundado en considerar superficiales y frívolas sus manifestaciones, revele más bien la superficialidad del desdeñoso. Pues a poco que se medita, aparece la moda como una dimensión permanente de la vida espiritual, que se desenvuelve conforme a leyes ni más ni menos rigorosas que las dominantes sobre los demás fenómenos históricos. Pongamos que consiste la moda en una frívola manera de interesarse por las cosas, falta de constancia y reflexión. No obstante, el hombre meditador, que no se satisface con juicios sumarios, ni cree haber hecho nada importante con mostrar su aprobación o menosprecio de los acontecimientos, se sentirá siempre atraído por el irónico misterio que se oculta en las variaciones de la moda. ¿Por qué se dirige hoy ésta hacia tal objeto determinado y no hacia tal otro? Por ninguna razón, se dirá: precisamente es la arbitrariedad el único régimen de la moda. Pero esto es decir demasiado. Desde Leibniz sabemos, dado que antes se ignorase, que nada acontece sin razón suficiente. Las cosas del mundo son innumerables; si la moda prefiere hoy una de ellas y la destaca de todas las demás, alguna razón habrá. Esta razón será distinta de las que conocemos y consideramos «serias». Pero el sernos desconocida indica sólo que, tal vez, es más profunda. A la altura en que nos hallamos en el conocimiento del hombre y de la historia no se puede mantener la vana creencia de que las actividades racionales son lo más hondo en nosotros. Por el contrario, todo acto que ejecutamos en virtud de alguna razón es, por lo mismo, superficial, si se compara su mecánica, relativamente simple, con las insondables complicaciones que encierra nuestro organismo. Cuando razonamos, nos parecemos mucho los unos a los otros, lo cual revela que en el razonamiento no intervienen las porciones más profundas e intrincadas de nuestra personalidad. En cambio, lo que aparentemente es caprichoso viene engendrado por las fuerzas más íntimas de nuestra vital economía. El acto de abrir una puerta, que es un acto útil, no se puede ejecutar más que de una manera o, a lo sumo, con ligerísimas variantes; empero, el gesto inútil con que acompañamos la elocución es diferente en cada individuo, y expresa, por lo mismo, con suma delicadeza, su radical peculiaridad. Por esta razón es un error desdeñar los caprichos de la moda; si los analizamos, nos servirán como datos de la más fina calidad para insinuarnos en lo recóndito de una época.

El caso presente no ofrece duda alguna. La movilización de la curiosidad hacia la tumba de Tutanhamon no es obra de un puro azar. Coincide con otros muchos fenómenos de la hora actual, y es acaso uno de los síntomas más auténticos de la sensibilidad que habita hoy los senos del alma europea.

Da pena ver la facilidad con que las gentes se dejan desorientar en la apreciación de las realidades sociales. No se advierte que éstas se presentan bajo una óptica especial, cuyos índices de refracción y reflexión hay que tener en cuenta. Si alguien dijese que lo que hoy preocupa a Europa es la liquidación de los problemas de postguerra, cometería una inexactitud. Claro es que estos problemas preocupan; pero lo característico del momento presente es que Europa acude a resolverlos sin fe, sin entusiasmo, sin esperanza, sin afición. No atiende libremente a esas urgentes cuestiones, no se sume en ellas por espontáneo impulso, sino que le han sido planteadas desde fuera, y, quiera o no, tiene que irlas solventando. Le preocupan, pues, como una enojosa obligación a que es forzoso hacer frente. Por lo mismo, trabaja en esos problemas sin afición, escatimando cuanto puede sus energías, procurando libertar la mayor porción de éstas para que vaquen a temas más de su gusto. De aquí la torpeza y la lentitud con que se arrastra toda esta faena de liquidar las consecuencias de la guerra. «Para lo que se tiene gusto, se tiene genio», decía Schlegel. La falta de genialidad que Europa está revelando en la solución de los conflictos políticos y económicos, residuo del bélico suceso, hace patente que sus propensiones y apetitos espontáneos van en otra dirección.

En cambio, sí es característico de la hora actual la atracción que siente el europeo por las épocas humanas más remotas o las civilizaciones más distantes. No sólo interesa Tutanhamon y la egiptología; no sólo se excava en el valle del Nilo. Hace poco notificaban los periódicos que se han descubierto en Laponia los restos subterráneos de una antiquísima civilización. En Mesopotamia trabajan los azadones con fervor superlativo. La prehistoria horada por todas partes el planeta, y se siguen sus exploraciones con mucha más ilusión que los debates en la Sociedad de Naciones.

En los últimos veinticinco años se ha ampliado gigantescamente el horizonte histórico. El aumento del área tradicional en que se movía la historia se ha producido casi a la par en cuatro dimensiones distintas, que han tallado otras tantas facetas de sensibilidad en el espíritu europeo: una es la antedicha prehistoria; otra, la penetración en las civilizaciones del Extremo Oriente; otra, la etnografía de los pueblos salvajes; otra, en fin, el descubrimiento de las Atlántidas.

Las Atlántidas son las culturas sumergidas o evaporadas. Ellas representan el fenómeno más sorprendente dé la historia. Hace un siglo, nadie hubiese aceptado seriamente la posibilidad de que pueblos un tiempo poderosos, creadores de culturas completas, causantes de grandes acciones y reacciones históricas, hubiesen llegado a borrarse de la memoria humana, a desvanecerse como fantasmas y vagos espectros. Se creía que, con más o menos detalles, era completamente conocido el elenco de las civilizaciones humanas. Sin embargo, el descubrimiento de los pueblos prebabilónicos, sumeros y acadienses abrió un portillo a las más extrañas posibilidades. Poco después reaparecía la cultura del Asia Menor; más tarde, la cretense, que es un eslabón esencial de toda la historia antigua. Cuando el revelador de esta última, el banquero Schliemann, se embarcó para Troya, los filólogos europeos sonreían escépticamente, como si se tratase de una aventura demencial. Querer ir a Troya significaba lo mismo que querer, despierto, irse a vivir al ensueño que se ha tenido en la noche. Troya era una ciudad imaginaria, inventada por los homéridas. El viaje hacia ella sólo podía hacerse a lomo de Pegaso o en nao de argonauta. Pero he aquí que de la tierra, bajo las piquetas de Schliemann, emergen no una Troya, sino varias superpuestas; algunas, miles de años más viejas que la de Homero. La ciudad quimérica, cimentada sobre los hexámetros rapsódicos, se concreta en evidentes sillares, en columnas rotas, en esculturas, en ánforas. En Mykene, en Tyrinto, bajo la tierra helénica, aparecen ciudades análogas a esas Troyas sumergidas; se trataba no de una ciudad, sino de toda una civilización, que se había extendido por todo el Oeste mediterráneo, e influyó profundamente en el extremo occidental. Era la cultura egea o cretense, nexo vital entre el Asia y el Egipto, de un lado, y la posterior historia eurafricana de otro.

Tales resultados han convertido la excavación en un acto mágico. Es una nueva e inesperada forma de agricultura. Se cava para recoger cosechas sembradas hace miles de años. Troya ha sido el espléndido tubérculo, la gigantesca trufa histórica, que nos ha abierto el apetito. El arte de excavar es hoy uno de los más estimados en Europa. Con el frenético entusiasmo que ha sido siempre la virtud suma y el mayor vicio de los europeos, se dedican a escarbar por todas partes. Si se nos deja, haremos del mundo un agujero.

LA CULTURA TARTESIA

Se comprende que de todas las ampliaciones experimentadas por nuestro horizonte es ésta, producida en la dimensión de profundidad, la más inquietante y sugestiva. En ella todo es posible. Por eso hay arqueólogos y etnógrafos que se dedican a buscar la Atlántida, no en el sentido genérico a que antes me refiero, sino en el más concreto e individual: la Atlántida de que hablaron Platón y Teopompo como de una deleitable quimera.

Schulten, el excavador de Numancia, acaba de publicar un libro, titulado Tartessos: contribución a la historia más antigua de Occidente. Por un error inveterado se daba el nombre de Tartessos a Cádiz (Gades), ciudad fundada por los fenicios. Schulten rectifica esta equivocación y prueba la existencia de una magnífica ciudad, mucho más antigua que Gades, a orillas del Guadalquivir, capital de un vasto reino y centro de una admirable cultura multimilenaria. En su opinión, este pueblo es la auténtica Atlántida. Existe, efectivamente, una rara coincidencia entre la descripción platónica y estas islas tartesias que forma en su desembocadura el río bético.

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Schulten ha encontrado en un poema geográfico muy conocido, la Ora marítima, o Itinerario de las costas peninsulares de Avieno, compuesto en el siglo I de Jesucristo, grandes porciones de otro libro de viajes mucho más antiguo. Se trata de un periplo ejecutado por un marsellés del siglo VI antes de Jesucristo. El viajero masaliota ha visitado Tartessos momentos antes de su destrucción por los cartagineses. Con abundancia de detalles describe este Baedeker antiquísimo toda la costa que corre desde su patria, Marsella, por el Levante español, y salvando el estrecho de Hércules (Gibraltar), sesga el Atlántico y sube por Portugal hasta Lisboa. Nombra las ciudades ribereñas donde su nave reposa y describe las rutas interiores.

Si se suman a este torso los miembros dispersos de noticias que sobre Tartessos asoman en la Biblia, en documentos asirios, en Hesiodo, Estrabón, etc., llega a obtenerse una figura bastante completa de la civilización tartesia, la más vieja de Occidente.

Su territorio se extiende desde Cintra, en Portugal, hasta Alicante; se asemeja, pues, con sugestiva aproximación al territorio que hoy llamamos reino de Andalucía. Esta coincidencia llega a ser inquietante cuando se advierte que ya entonces la llanura sevillana y cordobesa gozaba larga fama por sus toros, por la agilidad y buena gracia de sus habitantes, que eran, en cambio, los menos belicosos de España. En efecto, el lucido reino, ya entonces legendario por sus riquezas, sobre todo metálicas, se entrega con deplorable facilidad a todo invasor, al menos desde que existen noticias fehacientes sobre él. En el siglo IX lo descubren los fenicios, y sin grandes esfuerzos lo supeditan, fundando cerca de la capital la factoría de Gades. En el siglo vil lo redescubren los focenses, finos, delicados viajeros de Grecia, que se imponen por hábil persuasión. Schulten empareja este descubrimiento de Tartessos con el de América: ambos duplicaron el universo conocido. Hasta el crucero focense, el «mundo», para los mediterráneos, se reduce al seno oriental. Al salvar el estrecho los focenses agregan al mar incluso otro mar indefinido y misterioso, del que, sin embargo, llegan a conocer la costa europea hasta Bretaña e Irlanda. En Tartessos encuentran un rey suave y pacífico, enormemente rico, a quienes ellos llaman Argantonios, es decir, el hombre de la plata, el argentino. Sus súbditos son los más cultos entre los iberos; usan de la escritura y poseen de tiempos remotos anales en prosa, poemas y leyes en forma métrica que, según ellos, datan de seis mil años. Un siglo después los cartagineses se apoderan de la capital mediante un cerco, ilustre por ser la primera vez que se emplea contra las murallas el ariete. Schulten no deduce, a mi juicio, todas las sospechas que ese dato sobre la antigüedad de las leyes tartesias, unido a la falta de arrestos belicosos, puede arrojar. Un pueblo que tiene leyes de seis mil años, y aunque fueran de tres mil, es inexorablemente un pueblo en decadencia. El hecho de que, según Estrabón, los indígenas tuviesen conciencia de la vetustez de su legislación, significa simplemente que se sentían viejos, en fatiga histórica, decadentes. Ello es que cuanto se sabe de su cultura emana una blandura romántica tan femenina, que sólo puede darse en un pueblo arribado al extremo otoño. Resuena en el periplo masaliota toda la delicia que el viajero siente al posar en la urbe milenaria, «cuyos altos muros se reflejan en las aguas del río». Se presume que halla una vida muelle, pulida, deleitosa, propia de una raza que ha llegado a esos refinamientos de última hora y se ha instalado en una de esas posturas vitales perfectas, redondeadas, de insuperable comodidad. Diríase que ha fondeado en la Sevilla de nuestros días o entra en la Roma del Bajo Imperio, «que ve llegar los grandes bárbaros blancos» sin perturbar su languidez. La costa está llena de templos románticos, dedicados a divinidades hembras de nombres sentimentales. En la desembocadura del río se adora a una Venus, a una diosa celeste que es un lucero, la «Lux divina», de donde deriva el nombre actual del sitio, Sanlúcar. Poco más allá, en la isleta de San Sebastián, hay otro templo a la diosa marina, que Avieno llama Venus Marina, y el viejo periplo por él traducido debió llamar Afrodites Euploia, algo así como Nuestra Señora de la Buena Mar. Junto a Málaga hay una «Isla Noctiluca», donde debió existir un centro de culto a la Luna, nocturna luciente. Añádase a esto que los tartesios respetaban sobremanera a los ancianos y eran, por tanto, un pueblo de viejos, síntoma característico de las civilizaciones en que no hay ya nada que hacer. Con todo esto, no es extraño que Tito Livio pueda decir: Omnium Hispanorum máxime imbelles babentur Turdetani —los turdetanos (tartesios) son los menos guerreros entre los españoles. La fácil invasión de los árabes, catorce siglos después, obliga a meditar sobre esta persistencia extraña del pacifismo turdetano.

Y, sin embargo, en un estrato de tradición más antiguo que la época focence, se entrevé que los griegos tuvieron de la civilización atlántida una idea muy distinta. Es curioso advertir que las últimas hazañas de Hércules —los toros de Gerión, las manzanas de las Hespérides y la sumisión del can Cerbero— fueron localizadas en el país tartesio, donde, a la par, se fijan las dos columnas herácleas. Gerión, rey de Tartessos, es un gigante bravo, con tres cuerpos —alusión probable a las tres islas que entonces formaban el delta del Guadalquivir—. En su reino se sitúa el Averno, o Erebo, y en efecto, el periplo masaliota nombra una laguna en Huelva que se llama «palus Erebi» —probablemente nuestro Palos de Moguer—. El que hoy llamamos Río Tinto por la oscuridad de sus aguas, ennegrecidas al filtrarse en los filones de las minas famosas, fue la terrible ribera infernal para las gentes imaginativas de Jonia y de Ática.

No podría yo determinar el valor de la obra de Schulten, ni es ello tampoco urgente para la intención que me ha movido a comentarla. Me interesa sobre todo, como síntoma de la actual sensibilidad europea, que mientras en la superficie parece muy preocupada por la liquidación de la guerra, en su fondo secreto se dispone a aparejar hacia Atlántidas, a huir del presente y refugiarse no se sabe bien donde —en lejanías, en profundidades, en ausencias. Vivimos una hora muy característica de transición espiritual, y aún son pocos los que han llegado a tierra nueva y estadiza. Los demás viven en fuga sentimental, dispuestos a ausentarse de lo que constituye la forma ya caduca, pero aún vigente, de la existencia europea.

EL HORIZONTE HISTÓRICO

La historia es una de las ciencias que en los últimos años han sufrido más hondas variaciones. El horizonte histórico de Europa se ha ampliado súbitamente y en proporciones gigantescas. Yo considero que este hecho es de una importancia incalculable, y errará en sus previsiones sobre el futuro de los pueblos occidentales todo el que no acierte a atribuirle su debido rango. Pocas peripecias más graves pueden acontecer en el seno de una civilización que una mudanza de su horizonte. Esta línea lejana, y en apariencia inerte, que circunscribe la existencia del hombre, es uno de los máximos agentes del proceso histórico. Por eso conviene formarse de él una idea más exacta, y en vez de interpretarlo como algo exánime y externo a la vida, ver en él un órgano vivo que colabora activamente en los destinos del hombre.

Cuando el historiador quiere penetrar en la intimidad de alguna vieja civilización, cuando intenta verdaderamente comprenderla, se ve forzado a hacerse tres o cuatro preguntas previas, siempre las mismas. Como para orientarnos en el espacio tenemos ante todo que fijar los cuatro puntos cardinales, esas tres o cuatro cuestiones, una vez resueltas, permiten determinar la polarización de aquella vida antigua. Pues bien: la primera de esas preguntas se refiere al horizonte: ¿Qué horizonte planetario existe para los hombres de esa civilización? ¿Qué porción del mundo les era conocida; de qué otros pueblos sabían? A primera vista, es ésta la cuestión más externa y superflua que cabe plantearse. Parecería natural que para entender el espíritu de un pueblo bastase con averiguar lo que él mismo y su tierra fueron. ¿A qué viene tomar ese rodeo y filtrarse en el alma de una raza partiendo de lo más periférico de ella, de sus ideas sobre lo extraño y distante?

La vida es siempre ecuménica, universal. Cada gesto que hacemos, cada movimiento de nuestra persona, va hacia el universo, y nace ya conformado por la idea que de él tengamos. El poderoso impulso con que el buitre enjaulado hace su magnífico despliegue de alas no corresponde a la angostura de su prisión, sino que nace inspirado por la idea vulturina del mundo —una idea amplísima, vasta, de enormes espacios libres. Hecho a volar sobre continentes, no sabe reprimir su ímpetu, y las fuertes plumas remeras se le despeinan una y otra vez, heridas por los barrotes confinantes. Siempre acontece así: en la formación de nuestras ideas más elementales, de nuestras acciones, empresas, usos, ha intervenido como un factor primario la fisonomía que al universo atribuíamos. El equilibrio casi imperturbable que caracteriza a la historia egipcia y que da forma a sus instituciones, creencias, costumbres, es incomprensible si no se advierte que el horizonte del pueblo egipcio era muy reducido y de configuración tal que pudo prácticamente creerse solo en el mundo. Se debiera haber observado que la profunda inquietud de las instituciones sucede siempre a épocas muy viajeras; la ampliación del círculo vital, el hallazgo de otros pueblos fuertes, distintos del propio, obran como un fermento en la sociedad que hasta entonces había permanecido encerrada dentro de sí misma. Como dice el adagio alemán, «cuando se hace un largo viaje, se trae algo que contar». El retorno de los cruzados suscita en la Europa del siglo XIII una transformación tan honda que acaso sea la mayor de toda su historia. La convivencia de los feudales emigrantes con los pueblos de Oriente quiebra la ingenuidad del horizonte medieval, perfora en él inquietadoras brechas hacia un trasmundo exótico y deja para siempre instalado en las razas germanolatinas un fecundo desequilibrio. Los judíos son, dondequiera, un ingrediente de desasosiego —a mi juicio, benéfico—, porque han rodado mucho por el planeta, se sienten más cosmopolitas que ningún otro pueblo, y la circunferencia de su horizonte no coincide nunca con la del país donde se hospedan, siempre más reducida. Cuando dos hombres entran en relación, perciben al punto, más o menos claramente, la diferencia o igualdad de sus radios cósmicos. La distinción que suele hacerse entre el «espíritu provinciano» y el «espíritu de capitalidad» se reduce a una cuestión de dimensiones horizontales.

La vida es, esencialmente, un diálogo con el contorno; lo es en sus funciones fisiológicas más sencillas como en sus funciones psíquicas más sublimes. Vivir es convivir, y el otro que con nosotros convive es el mundo en derredor. No entendemos, pues, un acto vital, cualquiera que él sea, si no lo ponemos en conexión con el contorno hacia el cual se dirige, en función del cual ha nacido. Si creyésemos que los buitres han nacido para vivir en jaulas, su gesto de hercúleos voladores nos parecería superlativo, frenético, absurdo. Y es que, naturalmente, para entender un diálogo hay que interpretar en reciprocidad los dos monólogos que lo componen. El ala del buitre responde al libre espacio de los cielos, como la pinza de la hormiga a la cintura del grano cereal. A toda hora cometemos injusticias con nuestros prójimos juzgando mal sus actos, por olvidar que acaso se dirigen a elementos de su contorno que no existen en el nuestro. Cada ser posee su paisaje propio, en relación con el cual se comporta. Ese paisaje coincide unas veces más, otras menos, con el nuestro. La suposición de que existe un medio vital único, donde se hallan inmersos todos los sujetos vivientes, es caprichosa e infecunda. En cambio, la nueva biología reconoce que para estudiar un animal es preciso reconstruir antes su paisaje, definir qué elementos del mundo existen vitalmente para él; en suma, hacer el inventario de los objetos que percibe[70]. Cada especie tiene su escenario natural, dentro del cual cada individuo, o grupo de individuos, se recorta un escenario más reducido. Así el paisaje humano es el resultado de una selección entre las infinitas realidades del universo, y comprende sólo una pequeña parte de éstas. Pero ningún hombre ha vivido íntegro el paisaje de la especie. Cada pueblo, cada época, operan nuevas selecciones sobre el repertorio general de objetos «humanos», y dentro de cada época y cada pueblo, el individuo ejecuta una última disminución. Sería preciso yuxtaponer lo que cada uno de nosotros ve del mundo a lo que ven, han visto y verán los demás individuos para obtener el escenario total de nuestra especie. Por eso decía genialmente Goethe que «sólo todos los hombres viven lo humano».

Evitemos, pues, el suplantar con «nuestro mundo» el de los demás. Otra cosa lleva irremediablemente a la incomprensión del prójimo. Un caso muy frecuente de ésta es, por ejemplo, nuestro erróneo juicio sobre el hombre enamorado. Como no solemos encontrar en la mujer que nos es indiferente las gracias y virtudes justificantes del ademán apasionado que sorprendemos en su amador, nos parece haber caído éste en frenesí. Decimos que el amor es ciego y creador de fantasmagorías. La teoría stendhaliana del amor —radicalmente falsa— supone que se trata de una faena de «cristalización» en que ilusoriamente depositamos sobre la persona querida cuantas perfecciones hemos imaginado. Esta opinión es típica del siglo XIX, que ha tendido en todos los órdenes y problemas a explicar los fenómenos normales como formas incipientes de lo patológico. Así, para Taine, viene a ser la percepción sana un caso de alucinación colectiva, como para Lombroso era el genio una cierta demencia. Esta predilección por lo patológico emana simplemente del pesimismo preconcebido, de la acritud y omnímodo resentimiento que actuaban en los senos del alma europea durante la pasada centuria.

¿Quién es el juez de la salud? —se preguntaba Aristóteles. ¿Por qué se ha de considerar como decisivo el punto de vista del indiferente y no el del enamorado? Tal vez la visión amorosa es más aguda que la del tibio. Tal vez hay en todo objeto calidades y valores que sólo se revelan a una mirada entusiasta. «Hay que quitar la venda al Amor y devolverle el disfrute de sus ojos» —decía Pascal, oponiéndose a la opinión vulgar. Según esto, el amor sería zahorí, sutil descubridor de tesoros recatados. No es cosa de que ahora, a la ligera, desarrollemos este asunto de tan alta sugestión, sobre el cual circulan las ideas más toscas. Sólo diré que, a mi juicio, si se analiza el fenómeno de este sublime sentimiento, se encuentra pronto que el amor no ve, pero no porque sea ciego, sino porque su función no es mirar. El amor no es pupila, sino, más bien, luz, claridad meridiana que recogemos para enfocarla sobre una persona o una cosa. Merced a ella queda el objeto favorecido con inusitada iluminación y ostenta sus cualidades con toda plenitud. Podrá, pues, darse el caso de que el enamorado cree ver lo que en rigor no ve, como a veces nos pasa en la visión material de las cosas, sin que por eso nos declaremos ciegos habituales. Pero lo normal es que el hombre amador de un ser o de un objeto tenga de ellos una visión más exacta que el indiferente. No; el amor ni miente, ni ciega, ni alucina: lo que hace es situar lo amado bajo una luz tan favorable que sus gracias más recónditas se hacen patentes. Cuando voy con un extranjero por la tierra castellana, nuestras impresiones divergen, pero no porque yo atribuya a mi gleba nativa gracias ficticias que en realidad no posee, sino porque mi mirada fervorosa sorprende en la campiña recatados encantos, que el forastero indiferente no acierta a descubrir. El amor es, por lo pronto, un grado superior de atención. Fuera, pues, más agudo y más sabio envidiar al hombre apasionado que tacharle de iluso. Su paisaje es tan real como el nuestro, sólo que es mejor.

Esta doctrina del paisaje vital es, en mi entender, decisiva para la historia, que, a la postre, no consiste sino en una hermenéutica o interpretación de las vidas ajenas. Pues bien; el horizonte es un elemento de ese paisaje, y representa el dato de su amplitud y variedad.

Cuando la vida que queremos entender nos es muy distante y enigmática, el método más seguro de insinuarnos en ella será comenzar por su periferia y fijar su horizonte. Cuando, por el contrario, la vida de que se trata nos es próxima y afín, podemos desde luego inclinarnos sobre cualquiera de sus actos —ideas, gestos, usos— y ver en ellos preformada la forma de su horizonte, como en la curvatura de la espiga adivinamos el sesgo de los vientos reinantes. Este es nuestro caso frente a norte y sudamericanos. Se puede partir de su modo de moverse, de la inflexión de su lenguaje, de sus escritos e instituciones, para reconstruir fácilmente el horizonte que se ajusta al corazón del hombre porteño o «yankee». El tema sería atractivo porque en los grandes pueblos americanos —Estados Unidos y Argentina— el horizonte vital ofrece ciertas peculiaridades que hasta ahora no se habían dado en la historia.

Hay, en efecto, pueblos que nacen y se van formando en una relativa soledad. El mundo es su mundo, el pequeño círculo donde su existencia germina, dentro del cual son ellos el único pueblo; por lo menos, el único que cuenta. Esto aconteció con Egipto y China. El chino y el egipcio, en la época de su génesis, se creen la humanidad. En torno suyo hallan sólo algunas tribus bárbaras, sin poder ni prestigio, que contribuyen únicamente a subrayar la singularidad de su gran nación. Por esto, toda la civilización egipcia y china parten en sus principios básicos de suponer que es cada uno de ellos el pueblo central. Sólo así se explica, por ejemplo, la idea eje del Celeste Imperio: que el emperador es padre de los hombres y que de su conducta depende no sólo la felicidad de su nación, sino el recto curso de los astros. El horizonte chino es cósmico, incluye todo el universo para ellos y tiene en la figura del emperador su centro dinámico. (Recuérdese, de paso, que los chinos distinguen cinco puntos cardinales, por añadir un quinto, que es el centro).

Pero hay otros pueblos que nacen en épocas y lugares de mucho tránsito. Antes de que se hayan formado saben de otras razas y de otros poderosos Estados. Tales pueblos comienzan desde luego con un vasto horizonte donde ellos se localizan excéntricamente. Este fue el caso de Roma. Etruscos, cretenses, fenicios, griegos, cartagineses, surcan el mar nativo, labrando con el arado de sus quillas un ámbito enorme que va de Siria al Atlántico. Roma se encuentra todo un mundo ya hecho sin ella, y no pudo nunca sentirse el centro de él. Al contrario, toda su alma se mantiene, tensa como un arco, bajo la inspiración de este propósito: conquistar ese mundo preexistente, anterior a ella. De aquí su conservatismo. Su horizonte está ya prefijado por el pretérito. La causa de la muerte de César fue la incomprensión, por parte del tradicionalismo romano, de la formidable ampliación de horizonte que la conquista de Galia significaba. El Estado romano no quería tierras nuevas. El viejo horizonte aprendido en la mocedad latina, cuando era Roma una aldea de cuatro barrios —Roma quadrata—, se había anquilosado, y dilatarlo equivalía a romperlo.

Los Estados Unidos o la Argentina pertenecen a esta clase de pueblos, nacidos excéntricamente, cuando un vasto mundo, un universo, estaba ya formado. Sin embargo, quien sepa interpretar los ademanes americanos advierte pronto que en ellos se oculta una germinal tendencia a sentirse centro. Esto es algo muy específico del alma americana. La doctrina de Monroe, que en apariencia se limita a dividir en dos mundos el mundo, significa, vitalmente proyectada hacia el mañana, un primer conato de desplazar el centro del universo desde Europa hacia América. ¿Cómo es posible en América esta corrección a posteriori del horizonte primitivo? ¿Cómo los grandes pueblos americanos, nacidos bajo condiciones en cierto sentido parejas a Roma, no se sienten en el fondo de sí mismos y allende las devociones o entusiasmos por otros pueblos más viejos, no se sienten, digo, excéntricos? La razón me parece clara. El espíritu romano, como toda la Edad Antigua, gravita hacia el pretérito. El europeo, en cambio, es, tal vez, la primera manifestación histórica de futurismo colectivo. La Edad Moderna, entre cosas menos valiosas, ha conseguido gloriosamente desviar la gravitación en sentido del porvenir. Todo el entusiasmo de chinos, griegos, latinos, por el pasado —la Edad de Oro, la Edad ejemplar era localizada en el comienzo de los tiempos— se convierte dentro del europeo moderno en fervor hacia el futuro. Lo bueno, lo mejor, no está para nosotros en el ayer, sino en el mañana. Ahora bien; el europeo tiene pasado, lo lleva en sí, acaso lo arrastra. Su futurismo es más bien un deseo de ser futurista. Esta dualidad, este no poder desasirse del ayer y pretender, sin embargo, encajar en él la utopía del mañana, ha hecho de Europa el territorio revolucionario por excelencia. Ni en Asia ni en América ha habido propiamente revoluciones. Por el contrario, el americano es el europeo moderno que renace en plena modernidad, exento del pasado. De aquí esa resuelta gravitación hacia el porvenir que observamos en todo americano «pura sangre».

Esta inversión de la dinámica vital en el orden del tiempo complica la estructura del horizonte «yankee» o argentino. Porque resulta que el universo actual no es para ellos el definitivo; antes bien, el hecho de ser actual y, por tanto, precipitado del ayer, lo descalifica, lo condena a desaparecer y a ser sustituido por otro universo futuro, del cual América será el centro.

ETNOLOGÍA

Uno de los fenómenos en que más sutilmente se reflejan las mudanzas de sensibilidad histórica es el cambio de colocación, dentro de la perspectiva intelectual, de ciertas disciplinas. En el siglo XIX, por ejemplo, se hallaba instalada en el centro de las ciencias históricas la filología clásica. Gramática, literatura, historia de griegos y romanos constituían las disciplinas reguladoras para toda investigación histórica. Ellas imponían sus métodos y puntos de vista, sus problemas y corolarios, dondequiera que surgía alguna cuestión de humanidad pretérita. La vieja idea de que griegos y romanos eran los pueblos «clásicos», corroborada por el hecho de que nuestra civilización ha recibido de ellos profundas influencias, dio origen a este pernicioso favoritismo.

Pues bien: hoy las cosas han cambiado. La filología clásica parece haber caído en súbita esterilidad, al tiempo que en su derredor surgen nuevos problemas gigantescos, de dimensiones vastísimas, ante los cuales el helenista y el latinista nada o muy poco tienen que decir. Ha producido esto un rápido desplazamiento de la filología clásica hacia un plano más modesto de la atención científica. En su lugar, jóvenes disciplinas avanzan y atraen la curiosidad de los mejores. Así la prehistoria y la etnología.

Estas dos ciencias de última hornada, aun en su iniciación, han dilatado incalculablemente la línea del horizonte histórico en las dos dimensiones de espacio y tiempo. Si antes la historia era casi exclusivamente la historia del Mediterráneo, hoy se extiende horizontalmente a todo el planeta. Parejamente, en la dimensión vertical, las excavaciones y el estudio etnológico de residuos culturales en los pueblos primitivos han agrandado cronológicamente el ámbito histórico ¡Qué son los seis mil años de la historia tradicional, comparados con las vastas lontananzas de la prehistoria!

El progreso de la etnología ha ocasionado, además, una transmutación radical en nuestra idea de la cultura. Mientras teníamos del cosmos histórico una visión provincial, mediterránea y europea, cultura quería decir una cierta manera ejemplar de comportarse. No había más que una cultura, la nuestra, del presente. La Edad Media, Grecia, Roma, Egipto, eran sólo etapas al través de las cuales se había llegado a la actual perfección. Cualquier otro sistema de formas religiosas, intelectuales, políticas, era automáticamente desvalorado como inculto. Habíamos, pues, hecho de la cultura un concepto estimativo y una norma.

Pero el etnólogo, obligado a penetrar en el secreto de pueblos completamente dispares de los europeos y mediterráneos, ha tenido que intimar con sus modos de pensar y sentir. Poco a poco fue advirtiendo que aquellos usos «bárbaros» y aun «salvajes», aquellas ideas grotescas o absurdas, tenían un profundo sentido, una exquisita cohesión. Eran, a la postre, una manera de responder al cosmos circundante muy distinta de la nuestra, pero no menos respetable. Eran, en suma, otras culturas.

Gracias a la etnología, el singular de la cultura se ha pluralizado, y al pluralizarse ha perdido su empaque normativo y trascendente. Hoy la noción de cultura deriva hacia la biología y se convierte en el término colectivo con que denominamos las funciones superiores de la vida humana en sus diferencias típicas. Hay una cultura china y una cultura malaya y una cultura hotentote, como hay una cultura europea. La única superioridad, definitiva de ésta habrá de ser reconocer esa esencial paridad antes de discutir cuál de ellas es la superior. El hotentote, en cambio, cree que no hay más cultura que la hotentote.

LOS «ÁMBITOS CULTURALES»

Conviene, sin embargo, mostrar con alguna mayor precisión cuál ha sido la ruta por la cual se ha llegado a esa ampliación del punto de vista.

Hasta fines del siglo pasado la etnología emplea métodos que arrastran un error inicial. Sólo pueden atacar hechos aislados. Toman un utensilio, o una costumbre, o una institución, y, desintegrándolo de las demás manifestaciones vitales de un pueblo, lo someten a su química particular. De esta manera no se llegará nunca a descubrir una ley etnológica. Porque el hecho etnológico es un fenómeno biológico que sólo existe y posee sentido en la unidad de un organismo. La vida no se puede atomizar. El «á-tomo» vital es precisamente el in-dividuo. Ambos términos encierran una sabia amonestación para que no dividamos lo indivisible. El hecho de que el cuerpo físico tolere su división en unidades independientes —los átomos— demuestra simplemente que el cuerpo físico no es un individuo; pero no asegura que acontezca lo mismo con el cuerpo vivo. El siglo XIX, obsesionado por la física, quiso llevar el atomismo a toda la realidad; por esta razón ha fracasado tan gravemente en cuanto se refiere a la vida, así en biología animal como en biología histórica.

Para no hablar sino de esta última, es de advertir que hoy se halla bajo la impresión de un amplio fracaso, el cual sería triste si en ciencia una desilusión no implicase una nueva ilusión, ya que el reconocimiento de un error es la posesión de una nueva verdad. La ciencia histórica se da ahora cuenta de que tiene que volver a empezar. Había dejado a su espalda, sin resolver, una cuestión previa, a saber: ¿cuál es el objeto histórico? Porque un uso o una creencia religiosa, una fórmula jurídica o un modo de edificar no son propiamente objetos históricos, como no lo son el asesinato de César o la partida de las carabelas colombianas. Todas esas cosas son sólo trozos, fragmentos de un objeto histórico. Según se presentan, en su estado fragmentario, carecen de realidad histórica, y es inútil buscar en ellos su ley, como sería inútil buscar el sentido de una palabra suelta en un lenguaje desconocido. Cada vocablo es un pedazo del gran organismo expresivo del lenguaje, que no se ha formado sumando a una palabra otra, sino al revés, por la prolificación de un núcleo complejo, es decir, de un lenguaje ya completo. En lo viviente es el todo antes que las partes, y éstas sólo viven mientras se hallan juntas en el todo. El rabo de la lagartija ha sido la gran broma de la Naturaleza para desorientar a los biólogos. Fenómenos secundarios de pseudovitalidad fueron interpretados como prototipos de vida primaria. (El caso extremo fue el «darwinismo», haciendo de la adaptación, que es tan evidentemente una función secundaria, la función vital por excelencia).

Entra hoy la ciencia histórica en una época de más rigoroso positivismo, y no se permite decretar a priori la independencia o individualidad de los hechos y datos que el azar de la observación arroja ante nosotros, sino que, siguiendo dócilmente su estructura, espera que ellos mismos revelen su fisonomía completa y la línea donde terminan o donde se articulan en otros. Así, puede ocurrir que un uso económico tenga su raíz en una creencia mágica, y sea, por tanto, inseparable, indivisible de ésta.

No hay duda: la pregunta mayor que hoy puede hacerse la historia suena así: ¿cuál es el verdadero «individuo» histórico?

Supóngase que tenemos delante una serie de mapas mudos de África. Tomamos dos de ellos, y en uno marcamos, con una mancha de color, todos los lugares donde sabemos que se conserva el grano en silos o cavidades subterráneas; en el otro, los lugares donde el granero es hórreo o palafito. En otros dos indicamos los puntos donde el lecho se halla sobre la tierra, o, por el contrario, elevado sobre estacas o pies de madera. En otros, los sitios donde las familias se rigen por herencia materna o paterna, y así sucesivamente cuanto se refiere a la vida material o moral de los pueblos africanos. Al terminar nuestro trabajo nos encontramos con un resultado sorprendente. Los puntos que hemos marcado no se hallan repartidos al azar, sino que, por ejemplo, los lugares donde se usa el silo forman una zona compacta y los de hórreo otra. Pero más todavía: los puntos donde la herencia es maternal no sólo forman también una región cerrada, sino que esta región coincide exactamente con la de los silos. De esta manera descubrimos que en cada región existe un repertorio íntegro de formas culturales —desde el utensilio hasta la religión—, que es exclusivo de ella. Esto indica que cada producto humano —material o moral— tiene una misteriosa afinidad con todo un sistema de ellos, y que sólo aparece normalmente junto con los demás, como la trompa del elefante no aparece en zoología sino complicada con los demás órganos del paquidermo.

Véase cómo la necesidad puramente técnica de fijar en mapas topográficos las manifestaciones de los pueblos africanos llevó a Frobeníus, como de la mano, a descubrir que cada hecho etnológico es inseparable de un complejo de ellos, de lo que cabe llamar una cultura: Arrancarlo del cuerpo íntegro de ésta es anular su sentido y hacerlo inexplicable. Ahora se comprende por qué los métodos anteriores no conducían nunca a soluciones convincentes. Que en el centro africano aparezca un escudo de igual forma que los australianos puede obedecer a tantos azares, que el entendimiento se perdería intentando abarcarlos todos. Pero que en la Nigeria, en tierra de los Yórubas, se encuentren juntos una edificación, una religión, un sistema burocrático, un modo de atar la cuerda al arco y una técnica para fabricar las cuentas de vidrio —idénticos a los que un tiempo tuvieron los etruscos y, en general, las costas del Mediterráneo— no puede atribuirse al azar. Si en lugar de un dato único de coincidencia tomamos complejos culturales y, mejor aún, culturas íntegras, lo fortuito queda eliminado. Una cultura entera no se transmite de pueblo a pueblo. Nace en una región y se extiende por expansión de la raza que la creó. En el ejemplo citado se trata evidentemente de una cultura colonial, que unos dieciséis siglos antes de Jesucristo es trasplantada, por vía marítima, del Mediterráneo al golfo de Guinea.

Este es el principio de los «ámbitos o círculos culturales» (Kulturkreise), que Frobenius introdujo en la etnología hace veinticinco años y tan fecundas cosechas ha producido.

Según él cada elemento etnográfico deja de ser un objeto histórico independiente y se convierte en mero atributo o síntoma de una cultura, lo mismo que el color y el sabor, la forma y el peso no son cosas por sí, sino meros ingredientes o cualidades de una cosa. El objeto, el individuo histórico, sería, pues, la cultura. Usos, trebejos, formas jurídicas, nociones religiosas son articulaciones de esa cultura. Cada uno de ellos supone a los otros, como un miembro animal el resto de la estructura específica. Las culturas aparecen así como organismos, esto es, como unidades suficientes.

* * *

En el prólogo a la traducción de La decadencia de Occidente, la famosa obra de Spengler, he afirmado que las ideas de este autor, casi sin excepción, preexistían en el ambiente, aunque él haya sabido darles una expresión original, prominente y hasta un poco frenética. He aquí una prueba de aquella afirmación. El pensamiento capital del libro es considerar que las culturas son organismos independientes, y, a la par, los verdaderos sujetos históricos. Pues bien: antes de 1900 había formulado Frobenius pareja doctrina. En 1914, cuando aún desconocía yo la labor de este último, insinuaba una opinión parecida en las Meditaciones del Quijote. Sin embargo, ciertos puntos esenciales me separan radicalmente de ambos pensadores, como luego he de insinuar. Precisamente aquellos que les conducen hasta un relativismo extemporáneo.

Según su opinión, las culturas, no los hombres, no las razas o pueblos, serían los protagonistas históricos. Los pueblos quedan como meros portadores de ellas, como los vientos del polen vegetal.

Un mismo individuo humano sería históricamente distinto si en vez de nacer en el ámbito de una cultura, naciera en el de otra. El ser humano representa el mismo papel que el instrumento de música, donde pueden tañerse las más diversas melodías. Cada cultura sería eso: una melodía con su ritmo y su línea sonora inconfundible. Fue un error de Bastian suponer que hay «ideas elementales» comunes a todos los hombres. No; las culturas se diferencian muy principalmente en lo más elemental, en las nociones primigenias. Por ejemplo, el espacio.

Cuenta Frobenius que en uno de sus viajes hablaba una vez con varios africanos sobre la extensión del antiguo reino de Gana y, en general, sobre la expansión de los diferentes pueblos. Entre los interlocutores había un moro de Trazza que allá en el Oeste, al norte del Senegal, en los confines del desierto, solía vivir su vida nómada. «Conocía bien las tierras de su región natal y proporcionaba muchas noticias fidedignas. Como muslim fanático que era, sustentaba enérgicamente la opinión de que los fundadores del reino de Gana eran de origen sudarábigo». Otro interlocutor era un sudanés castizo, el viejo Diarra, que tantas viejas cosas de su país sabía. Imperturbable, afirmaba que los Ganas —probablemente residuo de los semifabulosos Garamantas— habían sido un pueblo vetusto, muy anterior al deslizamiento de los árabes y del Islam por aquellas comarcas. El Trazza, según temperamento de su raza, se incomodó pronto, y en su excitación dejó escapar estas palabras: «Los árabes y el Islam dominan la tierra toda hasta su término». Frobenius le preguntó dónde terminaba la tierra, y el nómada respondió: «Donde la tierra toca con el cielo». Entonces el Diarra se interpuso diciendo: «El cielo no toca nunca la tierra».

He aquí dos concepciones elementales frente a frente. El nómada habita en tiendas móviles, el sudanés en casas de barro. Para éste es su aposento un espacio confinado por los muros, más allá del cual se extiende un espacio libre y sin fin. Para el nómada es la tienda más bien un traje que casi se ciñe a su cuerpo; no es raro que en sus canciones la llame «el vestido de la familia». En cambio, el espacio cósmico le parece finito, cerrado por la cúpula del cielo que encaja sobre la tierra. El mundo es para él una concavidad, una gigantesca cueva, en tanto que el sudanés vive con un sentimiento de libres lontananzas. Paralelamente, el nómada cree en un poder que fataliza la conducta humana, mientras el negro confía en la voluntad del hombre, en el heroísmo de la libertad frente a todas las mágicas potencias.

Encontramos, pues, las culturas como orbes cerrados hacia dentro de sí mismos, sistemas completos y herméticos, sin comunicación entre sí; una interna unidad, pareja a la que actúa en la simiente, les da vida, expansión, desarrollo. Todo hecho humano es un brote de ellas y en ellas radica su sentido. Por eso, el etnólogo, el historiador, tienen que acostumbrarse a considerar las culturas como los fenómenos fundamentales. Lo demás es sólo fragmentó de ellas.

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En el libro de Boyd Alexander —Del Níger al Nilo— se narra una escena que no hace aquí mal papel. En la región de los munchi, pueblo del Níger, quiere un día el viajero inglés sorprender a los indígenas con la destreza del europeo. A este fin sale de caza acompañado por algunos de ellos. Pronto descubren una manada de antílopes. El europeo apunta desde una distancia de doscientas yardas y mata uno. Pero se sintió desilusionado ante los escasos elogios de un viejo cazador munchi que le había seguido. «Para un blanco no ha estado mal —había dicho el negro—. Pero nosotros lo hacemos mejor». Entonces ató a su cabeza el cuello y la cabeza de una especie de grulla y con la flecha dispuesta en el arco se arrastró, agachándose, hasta el rebaño, del cual hizo destacarse un espléndido macho. Luego se levantó súbitamente y se fue acercando a él mientras movía su cabeza enmascarada de un lado a otro, imitando el ave con perfecta pantomima. De esta manera, llegó a pocos pasos del animal y disparó hiriéndole en la paletilla. El antílope dio un gran brinco, y cayó al punto en redondo, muerto instantáneamente por el veneno de la flecha.

He aquí dos técnicas opuestas, frente a frente. El europeo, amigo de la mecánica, mata por medio de una ley física. El negro, más próximo a las fuentes de la vida, se finge ave, es decir, mata con una metáfora.

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Yo tendría muy graves reparos que hacer a la afirmación de Frobenius-Spengler, según la cual, las culturas son entidades independientes entre sí y de toda otra cosa. Ellos dan a esta tesis un sentido absoluto, metafísico, que no se sabe de dónde viene y en qué se funda.

Ampútese a la idea todo su superlativo metafísico y déjesela como la intuición de un hecho, del hecho básico donde el historiador tiene hoy que tomar su arrancada. El siglo XIX ha sido, como su padre el XVIII, radicalmente unitarista. En su primera mitad vive bajo la constelación de Hegel, para quien la historia es el desarrollo de la Idea, término que exige ser escrito con mayúscula a fin de recalcar que no tolera pluralidad ninguna. El sujeto de la historia es el Espíritu, un espíritu único, que, en cierto modo, es el heredero de la «Humanidad» dieciochesca (la cual a su vez se perpetúa en la «Humanidad» de Augusto Comte). En su segunda mitad vive el siglo XIX bajo el doble signo de Darwin y Carlos Marx. Este último es el hijo pródigo de Hegel, que cambia en moneda la ideal herencia paterna. Para él, también es la historia un proceso unitario, salvo que el protagonista no es el Espíritu, sino la Materia Económica. Hegel y Marx hablan de una evolución, que en ambos presenta carácter dialéctico. Darwin habla asimismo de una evolución, pero de carácter biológico. El acontecer histórico es el mismo siempre y en todas partes: lucha por la existencia, selección, triunfo de los mejores adaptados, proceso unidimensional. ¿Se puede dudar de que para el siglo XIX no existía más que una realidad histórica, o, dicho en otra forma, que la historia era para él una realidad homogénea —como es homogénea la materia física?

Sin embargo, a la hora de la verdad —como dicen los taurófilos—, al elaborar efectivamente la historia, ocurría siempre que el principio unitario, que el supuesto de homogeneidad fallaba y era preciso recurrir —velada o claramente, pero ya tarde y a modo de complemento—, a la peculiaridad de las razas, al «espíritu nacional», etc., etc. Es decir, que el historiador partía caprichosamente de una quimera: la unidad humana, la Humanidad homogénea y luego se daba de bruces con el hecho bruto, irracional, alógico, pero innegable, de la pluralidad de las formas humanas, de la heterogeneidad de los espíritus colectivos, de la incomunicación efectiva entre ellos.

Ahora bien; el rasgo más característico hasta ahora de la época que en nosotros comienza es —varias veces lo he dicho— la alegre aceptación de lo real, cualquiera que sea nuestra ulterior resolución sobre esa realidad. Por lo pronto, se toman las cosas según son y no según deseamos que sean o creemos que deben ser. Esto no implica desdén hacia lo que debe ser pero no es; significa meramente una enérgica pulcritud mental que repugna la confusión entre ello y lo que, en efecto, es. Puede que la unidad espiritual de los hombres merezca ser ambicionada, que constituya un ideal; pero esa Humanidad no ha sido ni es un hecho. La situación verdaderamente ominosa, ridícula, caquéctica, en que se hallan aún las ciencias históricas —tan retrasadas respecto a las naturales— procede de que en el estudio de los astros y de la electricidad, de los cuerpos químicos y de la geología, nadie hace ya intervenir los «ideales», la ética ni la religión. Esta pulcra disociación no fue obra mollar. Ha costado siglos de lucha. Recuérdese que hasta después de 1800 la Iglesia no retira del índice, oficialmente, los libros en que se sostiene la mecánica copernicana. La tierra —pensaban muchos— no debe moverse. Y, sin embargo, se movía. Igualmente, el positivismo de viejo cuño, que es una divinización de lo sensible, se negaba y se niega a admitir como hecho cuanto no sea fenómeno táctil o visual. Y, sin embargo, la idea pura, los fenómenos espirituales, existen con no menor evidencia: son hechos que se dan al lado de los sensibles y con pareja espontaneidad.

El imperativo de pulcritud mental hace que nuestro tiempo parta en toda ciencia —y tal vez no sólo en ciencia— de la pluralidad que es el hecho. La geometría se ha pluralizado. La física de los quanta y de Einstein es discontinua y pluralista; la biología se ha instalado en el pluralismo. Por fin, la historia, en vez de tropezar a la postre como con una roca de irracionalidad, como con un misterio, con la peculiaridad de los pueblos, qué son de hecho irreductibles, hace de ella el punto de partida; es decir, toma el hecho según se presenta[71]. El chino y el francés se diferencian demasiado para que, desde luego, afirmemos su identidad y supongamos prejuiciosamente que en el valle del Yang-Tsé actúan los mismos mecanismos psíquicos que en la Isla de Francia.

La intuición del pluralismo universal, como puro hecho, como fenómeno, es la gran innovación en la cultura europea. A ella se debe que, contrastando con la enorme decadencia de casi todas las demás potencias históricas —economía, política, arte—, la ciencia actual abra infinitas perspectivas y festeje una sin par ampliación de horizontes. Si al analizar la pluralidad que los hechos reales presentan se encuentra en ellos síntomas de una ultra-realidad unitaria, el triunfo será completo. Porque, en efecto, el pensamiento debe ser unitario. Pero es preciso dejar siempre abierta la posibilidad de que los hechos se nieguen a coincidir con ese ideal de unidad que alienta en el interior del pensamiento.

Sería, pues, un craso error dar a esta situación de la ciencia el nombre de «pluralismo» y oponerla a un supuesto «unitarismo». Frobenius y Spengler, que se hallan con un pie fuera de la mesura científica, merecen acaso la denominación de pluralistas; pero su exceso habitual les impide representar la norma del presente. No se trata de que los pensadores actuales quieran ser pluralistas. Aspiran, como los de todo tiempo, a la unidad. Lo que les distingue es su castidad ante los hechos, los cuales —no los pensadores— son, por lo pronto, un abismático plural, un universo de radicales diferencias.

Si Frobenius y Spengler no hubiesen abandonado la latitud del puro empirismo histórico, que es donde sus ideas resultan fecundas y comprobables, habrían realizado una labor ejemplar. Pero al darles una dimensión metafísica y, por tanto, absoluta, han quitado la razón a sus propios pensamientos. El problema histórico de las culturas ni resuelve, ni siquiera plantea el problema filosófico de la cultura —de la verdad, de la norma última y única moral, de la belleza objetiva, etc.

La historia, en cuanto intención, es siempre universal. Volvamos a las ideas iniciales de estas páginas sobre el horizonte histórico. Nuestra vida es ineludiblemente una gesticulación hacia el universo —se entiende hacia lo que para nosotros es el universo. El acto más nimio, el que se refiere al objeto más próximo nace ya localizado en una perspectiva universal. De modo que la configuración de nuestro horizonte viene a ser como un molde cuya forma se imprime en todos nuestros movimientos, pasiones e ideas. Y viceversa, el síntoma más hondo de una grave transformación histórica será el cambio en la configuración del horizonte étnico, su contracción o su dilatación. En España, desde el siglo XVIII, se ha producido un angostamiento de la línea cósmica hacia la cual el español vivía. En 1900, aproximadamente, vuelve el círculo vital a ampliarse, cuando menos para ciertas minorías.

Sin embargo, la crisis mayor de horizonte se produce actualmente en la totalidad europea.

Decía que toda historia es subjetivamente universal. El griego y el latino que emprendían la historia de los pueblos para ellos conocidos creían hacer historia universal, y si reducían su propósito a narrar el pasado de su ciudad situaban indeliberadamente a ésta en relación con su universo. Es menos notorio de lo que debiera el hecho de que la ciencia, la razón, nace en Greda como historia universal y más taxativamente como etnografía. El primer pensador jónico, Hecateo de Mileto, se ocupa de inventariar los pueblos, y su pasado. A este universalismo subjetivo, espontáneo, nada hay que echar en cara por lo mismo que es inevitable. Pero es el caso que en los últimos siglos el hombre europeo ha pretendido hacer historia en un sentido objetivamente universal. De hecho, siempre parecerá al hombre que su horizonte es el horizonte y que más allá de él no hay nada. Mas si después de conocer esta relatividad hacemos una excepción en nuestro provecho y declaramos que, por fin, se ha llegado a descubrir el verdadero y definitivo círculo del universo, nuestro universalismo sería imperdonable. Esto es, en efecto, lo que ha acontecido con la ciencia histórica europea durante tres siglos: ha pretendido deliberadamente tomar un punto de vista universal, pero, en rigor, no ha fabricado sino historia europea. Porciones gigantescas de vida humana, en el pasado y aun en el presente, le eran desconocidas, y los destinos no-europeos que habían llegado a su noticia eran tratados como formas marginales de lo humano, como accidentes de valor secundario, sin otro sentido que subrayar más el carácter substantivo, central, de la evolución europea. Más o menos, se hacía siempre eje de la visión histórica la idea del progreso. Todas las vicisitudes planetarias eran ordenadas según su colaboración en ese progreso. Cuando un pueblo parecía no haber contribuido a él, se le negaba positiva existencia histórica y quedaba descalificado como «bárbaro» o «salvaje». Ahora bien; ese progreso era simplemente el desarrollo de las aficiones específicamente europeas: las ciencias físicas, la técnica, el derecho racionalista, etc.

Hoy empezamos a advertir cuánto hay de limitación provinciana en este punto de vista. Tal vez uno de los hechos más característicos de la época que ahora vivimos es el despertar de la sensibilidad europea, hasta ahora reclusa en su sueño «provincial», a un horizonte de radio mucho más vasto y más «universal». Estudios y curiosidades que venían largamente germinando en la oscuridad han conquistado de súbito la atención de las gentes. Diríase que de pronto le ha nacido al europeo un apetito extraño por percibir en su peculiaridad vital los pueblos más distantes y el pasado más brumoso. Hace años realizó el alemán Helmholtz un primer intento de universalizar la historia. Con numerosos colaboradores compuso su Weltgeschichte, donde se da a la historia una disposición geográfica a fin de hacerla universal en el sentido de planetaria. Por vez primera hallamos en este libro una historia oceánica, un historia africana, una historia de las altiplanicies asiáticas. A mi juicio, el intento de Helmholtz fracasa por su insuficiencia de método. La universalidad que logra es sólo geográfica, no propiamente histórica. Su pupila recorre todo el globo terráqueo, pero dirige a lo que ve miradas puramente europeas.

Algo más sutil fue el ensayo de Kurt Breysig en su Historia de la Cultura moderna, donde hallamos un primer capítulo «Sobre los pueblos eternamente primitivos», es decir, sobre los salvajes. La ejecución es pobre, pero siempre recaerá sobre Breysig el honor de haber sido el primero que introduce el llamado «salvajismo» como personaje esencial en el gran drama humano. Su idea es que la realidad histórica se produce en grandes ciclos, cada uno de los cuales recorre una serie de estadios siempre idéntica. Así, hay en Grecia una época primitiva, una antigüedad, una edad media, una edad moderna, una época reciente. Mas no todos los pueblos avanzan de un estadio a otro; los hay que se quedan perennemente en una determinada altura de su desarrollo histórico esperando la hora de desaparecer. Habría, pues, como razas «eternamente primitivas», naciones irremediablemente medievales o antiguas. Nótese el parentesco que estos pensamientos tienen con la ideología de Spengler[72].

Ello es que en los últimos veinticinco años se ha ampliado gigantescamente el horizonte de la historia. Se ha ampliado tanto, que la vieja pupila europea, habituada a la circunferencia de su horizonte tradicional de que era ella centro, no acierta ahora a encajar en una única perspectiva los enormes territorios súbitamente añadidos. Si hasta el presente la «historia universal» había padecido un exceso de concentración en un punto de gravitación único, hacia el cual se hacían converger todos los procesos de la existencia humana —el punto de vista europeo—, durante una generación, cuando menos, se elaborará una historia universal policéntrica, y el horizonte total se obtendrá por mera yuxtaposición de horizontes parciales, con radios heterogéneos que hacinados formarán un panorama de los destinos humanos bastante parecido a un cuadro cubista.

EL SENTIDO HISTÓRICO

En el siglo XIX, el sentido histórico se ha abierto como una nueva pupila, como un nuevo órgano humano, el más humano de todos, porque con él el hombre percibe al hombre.

El recién nacido no sabe de distancias: su mundo es un plano pegado a sus ojos. Necesita un aprendizaje de la acomodación ocular para ir situando los objetos en perspectiva. Al cabo de él, el plano del mundo se hace cóncavo y adquiere profundidad. Parejamente, la comprensión que el hombre tiene de los pueblos pasados y presentes comienza por ser plana; quiero decir que los tiempos y razas más diversos son interpretados según un esquema único: el modo de ser humano propio del presente. Todavía en el siglo XVIII, el europeo ve al griego del siglo V antes de J. C., o al chino como un alter ego. Racine, al contemplar las almas antiguas que introduce en sus tragedias, no acomoda su visión psicológica a la lejanía de aquellas existencias. No sale de sí mismo para trasladarse a aquel otro modo de vida que fue Grecia y fue Roma, sino, al revés, trae lo distante cerca de sí, hace de lo diferente un similar de sí mismo y supone que el ánima antigua funciona en todo lo esencial como la de un caballero o una dama de Luis XIV.

El sentido histórico comienza cuando se sospecha que la vida humana en otros tiempos y pueblos es diferente de lo que es en nuestra edad y en nuestro ámbito cultural. La diferencia es la distancia cualitativa. El sentido histórico percibe esta distancia psicológica que existe entre otros hombres y nosotros.

Para conocer la fauna personal de nuestro tiempo no necesitamos trasponer nuestro horizonte vital. Las bases de nuestra existencia —las ideas mayores, el perfil de nuestros sentimientos, los intereses tópicos— son las mismas que las del resto de nuestros conciudadanos. Toda variación se mueve dentro de este ingente polígono. Pero el historiador necesita justamente elevarse sobre lo que constituye el armazón mismo de su existencia, necesita trasponer el horizonte de su propia vida, desvalorar las convicciones y tendencias más radicales de su espíritu. Lo que es más evidente para nosotros, no lo fue para un hombre de la Edad Media, no lo es aún para un oriental.

Esto indica que el sentido histórico progresa en la medida en que va admitiendo menos cosas comunes entre el ayer y el hoy, entre el hombre de nuestro círculo histórico y el de otros círculos históricos. Así, en el siglo XIX no se advierten aún más que diferencias externas y adjetivas; se estudian las costumbres, los estilos artísticos, las instituciones, los cultos; pero se sigue creyendo que tras todo eso el hombre ha sido siempre el mismo. Grote y Mommsen buscan en Atenas y en Roma al demócrata moderno y tienden a explicar las luchas públicas de la antigüedad como conflictos entre factores parejos a los que contienden en la política de su tiempo. En cierto modo, el sentido histórico que despierta en los comienzos del siglo con la sensibilidad romántica, no hizo sino perder terreno en la segunda mitad. La historia cayó en manos de los progresistas liberales, de los darwinistas y de los marxistas. Ahora bien; estas tres castas de pensadores coinciden en creer que la estructura esencial de la vida humana ha sido siempre idéntica. Los primeros dirán que las variaciones históricas provienen de la lucha entre el espíritu de libertad y el de opresión; los segundos sostendrán que, dondequiera, se ha luchado por vivir, y han triunfado los mejor adaptados; los terceros pensarán que el hecho económico ha sido ayer, como anteayer y como hoy, el substrato de la vida histórica.

En general, el espíritu evolucionista, tan característico del siglo pasado, tiende a ignorar las diferencias y a subrayar lo que hay de común entre las cosas.

En nuestros días parece anunciarse dondequiera un notable progreso del sentido histórico. Hemos perdido la propensión de buscar a toda costa la continuidad entre los fenómenos, y donde hallamos que éstos se resisten a ser unificados, los dejamos pulcramente separados, sin molestarlos. Aceptamos el hecho de la discontinuidad y del pluralismo siempre que el ensayo de reducción monista trae consigo una violación de las diferencias radicales. Esto se hace patente en la situación actual de la ciencia histórica. Es curioso: después de cien años de ocupación ditirámbica con la vieja Grecia, sentimos hoy, de pronto y como una fecunda iluminación, que no entendemos a los griegos. A primera vista parece tal averiguación una conquista negativa. Mas no es así: reconocer una ilusión que padecíamos es conseguir una nueva verdad. La desilusión sólo es dolorosa en la vida. En la teoría, la desilusión es un renacimiento y un estallido de luz. Habíamos acercado a nosotros con demasía el hecho griego. Ahora lo alejamos, lo distanciamos para verlo en más adecuada perspectiva. Los juzgábamos más parecidos a nosotros de lo que son en verdad.

Hoy notamos que son muy diferentes; es decir, que apenas si los entendemos. Conste, por lo menos, una cosa que ningún conocedor puede negar: no existe un solo libro estimable sobre la historia griega. Tal resultado, después de cien años de enorme labor filológica en torno a la Hélade, es bastante digno de meditación. Casi todos los grandes temas del helenismo, en vez de ganar transparencia, se han ido haciendo opacos a nuestros ojos. ¿Qué era la religión griega? No tenemos ninguna idea clara sobre ello De la tragedia ática sólo sabemos que no sabemos lo que significaba. Los supuestos espirituales de que era clara emergencia nos son aún desconocidos. ¿Y Platón? El gran Wilamowitz, en las últimas lindes de su ancianidad, acaba de publicar un enorme volumen sobre Platón. El fracaso de esta obra ha sido ejemplar y fecundo. En otro tiempo, menos sincero intelectualmente, habría parecido una obra definitiva. Hoy ha servido para hacernos notar que Platón está lleno de misterios impenetrables. Su diálogo más grave, el Parménides, no ha sido aún entendido por nadie. Sólo creen lo contrario algunos magister con cabeza de cartón, que, no habiendo visto nada claro en su vida, no echan de menos esa luminosa penetración que es el intus-legere, el entender.

En cambio —¿quién lo diría?—, las zonas de la historia griega y romana que hasta ahora se habían mantenido más oscuras, comienzan poco a poco a esclarecerse. Me refiero a las épocas primitivas de ambas naciones. Comienza a entreverse algo de la Roma inicial, de la Grecia preclásica. ¿Por qué? Muy sencillo: porque se empieza a estudiarla bajo una iluminación etnológica.

Nótese bien. La etnología era, hasta hace poco, la ciencia histórica de los pueblos sin dignidad histórica, de los llamados «salvajes». La calificación de salvajismo era una fórmula de desdén. Salvaje significaba aquella manera de ser hombre tan distinta de la nuestra, que nos resulta incomprensible. Todavía a fines del siglo XVIII, Azara discute muy seriamente la cuestión de si los indios paraguayos son hombres o no. Un ejemplo espléndido de falta de sentido histórico (no en Azara, sino en la mente general de su tiempo). En lugar de esforzarse por penetrar en las almas diferentes como tales, sólo se busca lo similar. Y cuando falta esta semejanza y, quieras que no, el espíritu se encuentra ante el hecho bruto de la diferencia, se arroja a ésta fuera de la historia humana y se la consigna a la zoología. La óptica etnológica se habitúa a mirar las extremas diferencias dentro de lo humano y es como una nueva distancia ante lo histórico. Es la larga vista histórica.

Aplicar el punto de vista etnológico a los pueblos cultos equivale, pues, a distanciarse de éstos, a empujarlos lejos de nuestra proximidad, desentendiéndose de presuntas comunidades.

La historia vive y progresa merced a una aguda antinomia. La historia no es, como la física, un ensayo de explicar fenómenos materiales que por sí carecen de sentido: el movimiento de los cuerpos, la luz, el sonido, etc. En vez de explicar, la historia trata de entender. Sólo se entiende lo que tiene sentido. El hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido. Mas, por de pronto, nuestra mente sólo se entiende a sí misma. Entiende cada época lo que para ella es la verdad. La nuestra entiende la teoría de la relatividad. En cambio, la metafísica medieval ya casi no tiene buen sentido para nosotros y la magia del salvaje carece de él por completo para la conciencia espontánea de nuestros contemporáneos. Sin embargo, el gesto mágico es incomprensible en otra forma que lo es un movimiento físico. En aquél columbramos un sentido latente que no se nos alcanza; en éste vemos con toda claridad la absoluta ausencia de sentido. He aquí todo el problema de la ciencia histórica: dilatar nuestra perspicacia hasta entender el sentido de lo que para nosotros no tiene sentido. En muchos pueblos africanos existe el asesinato ritual del rey. Tal uso nos parece absurdo. Mas el historiador no habrá concluido su faena mientras no nos haga entrever que no hay tal absurdo; que, dada una cierta estructura psicológica, dada una cierta idea del cosmos, el asesinato ritual de los reyes es cosa tan «lógica», tan llena de buen sentido, como el sistema parlamentario. Esta es la antinomia de la óptica histórica. Tenemos que distanciarnos del prójimo para hacernos cargo de que no es como nosotros; pero a la vez necesitamos acércanos a él para descubrir que, no obstante, es un hombre como nosotros, que su vida emana sentido. La admirable palabra griega nous significa precisamente eso: sentido.

Para ello hace falta que la razón histórica avance en dos direcciones. Una de ellas sería lo que empieza ahora a llamarse «psicología de la evolución». Se trata en ella de reconstruir la estructura radicalmente diferente que ha tenido la conciencia humana en sus diversos estadios. No se trata, repito, de que el hombre antiguo y el primitivo poseyeran creencias distintas de las nuestras. Es preciso ahondar más y advertir que no sólo los contenidos de su espíritu se diferencian de los nuestros, sino que el aparato mismo espiritual es muy otro. Mientras no se llega a esta diferenciación radical, el sentido histórico se hallará en puro balbuceo. Es él la conciencia de la variabilidad del tipo hombre. Cuanto más radical se admita esta variedad, más agudo es ese sentido histórico. Por tal motivo, hace falta ir hasta el fondo y reconocer que las categorías de la mente humana no han sido siempre las mismas. La «psicología de la evolución» se propone reconstruir esos varios sistemas de categorías que históricamente han aparecido.

El australiano del tótem canguro se cree a sí mismo, a la vez, hombre y canguro. Para nosotros, esta confusión es ininteligible. Por lo mismo constituye un problema histórico. Sin entrar de lleno en la cuestión, he de decir que, a mi juicio, las categorías de la mente primitiva son, en parte, las mismas que aún actúan en nosotros cuando soñamos. En los sueños son, en efecto, muy frecuentes esas contradicciones. A lo mejor nos parece ver una persona amiga que, sin dejar de ser quien es, resulta ser un árbol. La génesis de los mitos sólo así podrá un día averiguarse. Durante milenios fue el ensueño maestro, guía y poeta del hombre.

Frobenius y Spengler ignoran esta decisiva dimensión del progreso histórico. Por ello significan sólo una fugitiva actualidad de la ciencia y no un porvenir cargado de promesas.

Pero no basta, para acercarse a su plenitud, con que el sentido histórico perciba esas profundas diferencias que ha presentado el alma humana a lo largo del tiempo. Cuando hayamos entendido agudamente cada época y cada pueblo en su personalidad diferencial, no habremos agotado la posible perfección de la sensibilidad histórica. Es menester que de esta fina comprensión se saquen consecuencias de orden estimativo.

Adviértase la enorme ampliación del mundo espiritual que este afinamiento de la inteligencia trae consigo. Hasta ahora, el mundo de lo que tiene sentido se reducía a nuestra época y a un pequeño círculo de pueblos afines. (El alma oriental nos es todavía un arca cerrada). Tal privilegio del «tener sentido» se extenderá pronto a los pueblos y edades más diversos y remotos. Será la gran conquista de nuevos mundos espirituales, será dotar de la plenitud humana que hoy goza sólo el presente de ciertas naciones próximas a todos los ámbitos étnicos y a todos los siglos. Entonces, y sólo entonces, podrá decirse que existe en Europa una disciplina de Humanidades.

Nuestra predilección actual por la cultura grecoeuropea sería respetable como efusión espontánea de nuestro sentimiento. Se comprende que el pequeño burgués de Occidente sienta una especie de ideal patriotismo europeo. Pero elevar esa preferencia espontánea a dogma científico es un puro capricho. La valoración de las distintas culturas, su jerarquización en una escala de rangos, supone la previa comprensión de todas ellas. Pero es harto probable que una mayor intimidad con el alma de otros tiempos y razas, nos proporcione fértiles descubrimientos. Verosímilmente hallaremos que cada cultura ha gozado de una genialidad sobresaliente para algún tema vital. Y entonces, de esa gigantesca inducción histórica que estas páginas postulan y anuncian, nacerá un nuevo clasicismo, muy diverso del que se arrastra estéril sobre el pensamiento moderno, un clasicismo verdaderamente ecuménico de radio planetario. Cada época, cada pueblo será nuestro maestro en algo, será en un orden o en otro nuestro clásico. Cesará el privilegio arbitrario que otorgamos a nuestro rincón del espacio y el tiempo, privilegio que convierte en absurda superfluidad la existencia de pueblos y edades «bárbaros», «salvajes», etc. La «barbarie», el «salvajismo» adquirirán su punto de razón y de insustituible magisterio.

Esas perfecciones espumadas de todo el pasado humano, esas normas y módulos ejemplares tendrán un carácter sobrehistórico, precisamente por haber sido descubiertos mediante la historia.

La obra de Spengler se estrangula a sí misma no advirtiendo que mostrar la relatividad de las culturas —de los hechos humanos históricos— es hacer faena absoluta. La historia, al reconocer la relatividad de las formas humanas, inicia una forma exenta de relatividad. Que esta forma aparezca dentro de una cultura determinada y sea una manera de ver el mundo surgida en el hombre occidental no impide su carácter absoluto. El descubrimiento de una verdad, es siempre un suceso con fecha y localidad precisas. Pero la verdad descubierta es ubicua y ucrónica. La historia es razón histórica, por tanto, un esfuerzo y un instrumento para superar la variabilidad de la materia histórica, como la física no es naturaleza sino, por el contrario, ensayo de dominar la materia.

Nada más extemporáneo que el relativismo de Spengler y nada más contradictorio de su hazaña intelectual que es, con todos sus errores, sus ligerezas y sus aspavientos, un gran empujón hacia lo absoluto.

Más allá de las culturas está un cosmos eterno e invariable del cual va el hombre alcanzando vislumbres en un esfuerzo milenario e integral que no se ejecuta sólo con el pensamiento, sino con el organismo entero, y para el cual no basta el poder individual, sino que es menester la colaboración de todo un pueblo. Períodos y razas —o, en una palabra, las culturas— son los órganos gigantes que logran percibir algún breve trozo de ese trasmundo absoluto. Mal puede existir una cultura que sea la verdadera cuando todas ellas poseen sólo un significado instrumental y son sensorios amplísimos exigidos por la visión de lo absoluto.

La obra de Spengler, que, lejos de ser una última palabra, es sólo la primera, balbuciente y enfática, sobre una gran cuestión, nos invita a corregir el equívoco con que hablamos de la «cultura europea». Por un lado aludimos bajo este nombre a un cierto repertorio de propensiones espontáneas que con suficiente continuidad hallamos activas en la vida occidental. Esta acepción se refiere certeramente a un fenómeno histórico, como tal limitado y en cuyo recinto todo tiene un carácter relativo. Pero, al mismo tiempo, subentendemos bajo la misma denominación el sistema absoluto de las verdades y de las normas, que es una idea: si se quiere, un ideal sobrehistórico. Uno y otro significado son incomportables. Si ante un problema queremos reaccionar a la europea, tenemos que desentendemos de la aspiración a lo absoluto y orientarnos no en el ideal transhistórico de verdad, sino en la línea histórica de los gestos europeos. Viceversa, si ante un problema buscamos su solución absoluta, nos desentenderemos del módulo europeo e intentaremos muy deliberadamente, merced a una violenta reflexión, libertarnos de nuestro europeísmo. Esta reflexión que nos liberta de la limitación histórica es precisamente la historia. Por esto decía que la razón, órgano de lo absoluto, sólo es completa si se integra a sí misma haciéndose, además de razón pura, clara razón histórica[73].