LA INTELIGENCIA DE LOS CHIMPANCÉS

POCAS veces una pura investigación psicológica ha producido impresión tan honda y fulminante como el examen de la inteligencia de los chimpancés de Wolfgang Kohler, que comenzó a publicarse en 1917. Hoy ejerce Kohler el mandarinato de psicología que más alto rango posee en el mundo: la dirección del laboratorio berlinés, investida hasta hace pocos años por Stumpf. Recientemente ha resumido sus observaciones sobre la mentalidad de los antropoides en una conferencia dada en Madrid (Sociedad de Cursos y Conferencias)[137]. A los que escucharon esta conferencia —principalmente gente de letras y gente de mundo— les pareció interesante y grata, pero un poco ingenua.

Se ha observado que los madrileños, cuando creen haber entendido un tema científico de que se les habla, lo encuentran siempre ingenuo. Y el caso es que tienen razón. Hay en la ciencia un fondo de ingenuidad, más aún, de puerilidad, que contrasta con la «listeza» del buen madrileño. Un hombre de ciencia es un poco niño toda su vida. Decidme lo que una persona «seria», completamente seria, de una nación o tribu que ignorase el sentido de la ciencia, pensará por fuerza si entra en un laboratorio de física o de química. Ve allí hombres maduros, cuando no ancianos, de aspecto tan «serio» como el suyo, pero que se dedican a ir y venir por el aposento, vestidos con grandes blusones, destapando frasquitos, encendiendo hornillitos, doblando tubitos de vidrio en una llamita de alcohol, pesando minucias en el juguete de una balanza, y todo esto con el gesto beatífico que ponen los niños cuando juegan. Comparativamente es mucho más serio —¡qué duda cabe!— un Consejo de Administración en que se barajan millones, se afrontan huelgas, se fijan jornales, se determinan dividendos. Es más seria también la política, aunque sea la de un Gobierno de provincia, en que se maneja la Guardia civil y la Policía, se giran órdenes a los alcaldes de los pueblos, se encarcela a los periodistas y se combate un motín. En rigor, hasta es más serio un baile, más comprometido, más satisfactorio, de consecuencias más efectivas para el individuo. Frente a todas estas cosas, la ciencia cobra un aire pueril que conviene subrayar. La importancia de sus resultados, que patéticamente solemos encarecer, tiende a ocultarnos el hecho indubitable de que la ciencia no existiría si ciertos hombres no conservasen en su madurez un lujo de infantilidad. Porque se trata, en efecto, de un lujo, de un más en la escala de la vitalidad; no de un menos. Interesarse por lo que pasa en un líquido cuando se vierten sobre él unas gotas de otro, supone, como puro fenómeno biológico, mucha más pujanza vital, más sobra de íntimas energías, que todas esas ocupaciones «serias». El interés desinteresado, la curiosidad hacia los objetos, mide, con rara exactitud, la dosis de fuerza vital que poseamos. Por eso en el niño son enormes y casi nulas en el hombre decrépito. Por eso son mayores en el sano y menores en el enfermo. La energía orgánica apenas ha sobrepasado la medida estrictamente necesaria para sostener al individuo; tiende a rezumar desde éste hacia el contorno, hacia el mundo en derredor. En el simbolismo fisiognómico, que es siempre tan certero, vemos esto confirmado; el gesto «serio» es síntoma biológico de depresión, de balance vital poco favorable. La energía orgánica no llega a más que a la frontera del cuerpo, incapaz de añadir al movimiento ineludible el suplemento lujoso de movilidad que es la sonrisa[138].

Pues bien; Kohler ha vivido seis años en Tenerife, dedicado a la infantil operación de observar unos chimpancés[139]. Se proponía averiguar si los actos de estos animales implican inteligencia en un sentido rigoroso del término. Este sentido rigoroso coincide, por el pronto, con el más usual del vocablo. Inteligencia es comprensión de lo que se tiene delante; es percatarse de que las cosas son lo que son. Pero entonces, se dirá, todos los animales tienen inteligencia. El pollo recién nacido pica el grano de trigo que encuentra en el suelo; se da cuenta, pues, de que aquel punto material es diferente de la tierra en torno, y, además, de que es comestible; en suma, de que es un grano de trigo. Y esto lo ejecuta igualmente el pollo criado por gallina que el nacido de incubadora. Sin embargo, esta conducta supondría, no ya inteligencia, sino don profético; no sería entender lo que se tiene delante, sino prever el futuro. ¿Cómo sabe el pollo que aquel diminuto objeto, nunca visto por él antes, es sustancia nutritiva y que le va a sentar muy bien[140]?.

Tengamos, pues, un poco de cautela y no confundamos los hechos con la explicación inyectada en ellos por nosotros. Lo que vemos es una reacción adecuada, útil, beneficiosa para el animal. Que esa reacción adecuada proceda de inteligencia, es ya una hipótesis nuestra, y, como tal, sólo será fehaciente cuando sea inevitable.

El animal, incluso el hombre, ejecuta muchos movimientos adecuados que logran un resultado ventajoso para su organismo y que no implican inteligencia. Si alguien acerca rápidamente a nuestros ojos un objeto, nuestra cabeza se retira bruscamente y los párpados se cierran en un instante. Sin embargo, no hemos decidido el movimiento por inteligencia. Ha acontecido en nosotros automáticamente. Entonces decimos que se trata de un movimiento reflejo.

Reflejo, instinto, asociación, son tres principios explicativos que nos permiten ordenar en tres clases diferentes las reacciones adecuadas del animal. Cuando la reacción es simple y uniforme, rígida, invariable, cualquiera que sea el estimulante, decimos que es un mero reflejo. Cuando se trata de una reacción complicada, en que interviene toda una serie de actos y que se adapta a ciertas variaciones del estímulo, decimos que es un instinto. El pájaro que hace por vez primera su nido, lo hace ya bien; no necesita aprendizaje. Y la obra supone un número considerable de movimientos que se amoldan a las circunstancias; no como el reflejo, que se dispara idéntico, sea cualquiera su motivo. La mejor definición del instinto es ésta: son instintivas aquellas acciones del animal que, ejecutadas por primera vez, son ya perfectas; es decir, lo suficientemente adecuadas para conseguir un resultado útil. Tal vez en el instinto no cabe perfeccionamiento ulterior[141].

El instinto, sin embargo, es también ciego, automático, ininteligente. No se ejecuta en vista de una situación dada, sino que procede mecánicamente en su desarrollo general; sólo en el detalle goza de un cierto margen para adaptar aquel proceso mecánico a las circunstancias. La ardilla entierra las nueces que le sobran una vez harta. En un laboratorio, la ardilla llevará la nuez sobrante tras un canapé, y sobre el suelo de mármol hará estúpidamente los movimientos de escarbar una tierra que no existe y de sepultar en ella el fruto.

Reflejos e instintos son, pues, como piezas de repertorio que trae ya inscritas en su organismo el animal cuando comienza a vivir. Ahora bien; la reacción inteligente será aquella que el animal improvise en vista de una situación nueva. Por ejemplo: en la jaula de un chimpancé colocamos unos plátanos a altura tal que la bestia no pueda cogerlos por mucho que brinque. Echar la mano al fruto, saltar hacia él son actos del repertorio instintivo. Pero en la jaula hay un cajón. El chimpancé, después de brincar inútilmente en dirección a los plátanos, mira en derredor; sus ojos se fijan en el cajón, y del cajón van a la fruta. Luego se acerca al cajón, lo arrastra hasta colocarlo bajo los plátanos, se sube en él y alcanza el fruto. ¿No ha habido aquí una creación inteligente? El cajón ha adquirido un nuevo carácter. Antes era para el mono un objeto habitual, sobre el cual los otros chimpancés se sentaban; ahora es miembro de una relación ideal, y no meramente visual: es medio o instrumento para alcanzar la fruta. La reacción del simio es adecuada y es nueva, improvisada con arreglo a una situación también nueva. El animal parece haber entendido el nexo ideal que se establece entre un objeto y una finalidad, merced al cual el objeto se convierte en medio para otra cosa.

He aquí otra experiencia. El plátano es colocado fuera de la jaula, delante de sus barrotes, a distancia suficiente para que no pueda el mono cogerlo con la mano. En la jaula hay un palo. El mono acabará por tomar el palo y atraer el plátano. Kohler complica más la situación: pone el palo también fuera de la jaula, donde no llega la mano del chimpancé. Dentro de la jaula deja un palo más pequeño. El mono, después de fracasar con sus procedimientos instintivos, toma el palo menor, con él atrae el mayor, y con éste, por fin, la fruta. Más aún; si en vez de esos dos palos se dejan en la jaula o cerca de ella dos cañas de diámetro diferente y se coloca el plátano muy lejos, el chimpancé acaba por enchufar una caña en otra y de este modo capturar el plátano. Ha creado un instrumento. Ya no puede definirse al hombre como homo faber o, según la expresión de Franklin, animal instrumentificum.

Nada de esto es comparable a las gracias de un mono amaestrado; pero el caso es que aquí es el mono maestro de sí mismo. El simio de circo no entiende lo que hace. Sus reacciones no son reflejas ni instintivas, puesto que son adquiridas; pero son tan mecánicas como aquéllas. Un tercer mecanismo ciego rige sus movimientos de asociación. El gato escaldado que huye del agua, huye también del agua fría, como dice el decir. Su fuga es automática. No hace sino repetir un movimiento que ya otras veces siguió a la impresión del líquido caliente. La asociación viene a ser un instinto adquirido.

Las observaciones más interesantes de Kohler son aquellas en que el animal, para resolver el problema, tiene que ejecutar movimientos contrarios a los que el instinto le impone. Nunca aparece tan clara la chispa de intelección como en el conflicto contra el instinto y su superación. Se pone el plátano en un cajón cerca de los barrotes, y al cajón se le quita la tabla opuesta a la jaula. En tal coyuntura, el mono no puede acercar a sí el plátano, porque la tabla inmediatamente próxima se lo impide. Tiene que coger un palo y empujar el plátano hacia el otro lado del cajón que está libre, y luego, por la derecha o por la izquierda del cajón, atraerlo a sí. Casi todos los animales de Kohler fracasaron en este ensayo, de cariz más sencillo que otros. Lo instintivo es acercar el plátano, lo inteligente es alejarlo, haciéndose cargo de las circunstancias.

La inteligencia es, pues, la percatación de relaciones entre las cosas; es ver a éstas como miembros de una estructura, en la cual cada una tiene su papel, su «sentido[142]». Un ser que al cambiar la situación o estructura perciba el cambio de papel, de «sentido» de las cosas integrantes, a pesar de que visualmente siguen siendo las mismas, es un ser inteligente. Ejemplo de este cambio es un palo que, siendo el mismo, se usa unas veces para acercar el plátano y otras para alejarlo.

Un detalle curioso y que invita a la meditación es éste; parece que había de ser más difícil traer un cajón desde lejos al sitio oportuno que, viceversa, quitarlo simplemente para coger el plátano, que está del otro lado. Pues bien; esto es lo que cuesta más trabajo al chimpancé. Es decir, que es más difícil prescindir mentalmente de una cosa instalada delante de nosotros, imaginando una estructura o situación nueva de que se halle ausente, que añadir a lo presente un nuevo elemento. En la historia humana asimismo ocurre siempre: que es más fácil agregar lo nuevo al pasado que desasirse de éste. ¡Cuántas mejoras sociales no se lograrían sencillamente sin más que suprimir supervivencias del pretérito! La agilidad de la vida americana, su eficiencia ejemplar, no se debe a una inteligencia superior a la europea; más bien la superioridad se halla de nuestra parte. Pero los europeos tenemos mucho pasado, mucha supervivencia arcaica, muchos cajones que quitar.