«EL OBISPO LEPROSO»

NOVELA, POR GABRIEL MIRÓ

VARIAS veces me he acercado a algún libro de Gabriel Miró. He sorbido unas líneas, tal vez una página, y me he quedado siempre sorprendido de lo bien que estaba. Sin embargo, no he seguido leyendo. ¿Qué clase de perfección es ésta que complace y no subyuga, que admira y no arrastra? ¿Es una perfección estática, paralítica, toda en cada trozo de sí misma, y que por esta razón no invita a completar lo que ya vemos de ella, apeteciendo lo que aún nos falta? Cada frase gravita sobre su propio aislamiento, sin dispararnos sobre la que sigue ni recoger el zumo de la precedente. Tal vez por esto, el movimiento, la trashumancia en que consiste la lectura, tiene que ponerlos el lector con su propio esfuerzo y empujarse a sí mismo, a pulso, de una página a otra. Esto perjudica a la obra de Miró. Porque el lector, a la postre, resta lo que él pone de lo que el autor le da.

Ahora he leído entero un libro de Miró: El Obispo leproso. Lo he leído del principio hasta el fin con bastante jadeo. Pero no se me haga caso. Es muy posible que el defecto esté en mí y no en el libro. Complazcámonos en reconocer nuestra limitación: así, a la vez, la superamos. Es el mayor privilegio del hombre este de poder asomarse, como a unas bardas, a sus propios límites y ver que él termina allí, pero no el mundo. De este modo, el límite trágico queda transfigurado en dulce frontera. Nos tranquiliza —si somos generosos— pensar que donde nosotros concluimos empiezan otras cosas, y que en ellas acaso se encuentren esos pedazos que a nosotros nos faltan. Reconozco que una de mis limitaciones consiste en ser un pésimo lector de novelas. Me faltan paciencia, docilidad y no sé cuántas cosas más. En resumen: que casi siempre me aburro. Pero no es esto lo peor. Lo peor es que, de cuando en cuando, una novela me arrebata con intensidad superior a la que todo otro libro consigue. Parejo contraste me desorienta penosamente, porque me impide, al aburrirme con una novela, declararme, como fuera mi gusto, culpable único del desastre. El entusiasmo sentido en otros casos me fuerza a distinguir entre novelas buenas y malas y a declarar que lo menos abundante en literatura es la buena novela.

Después de todo, si efectivamente fuera así, no se debería a un azar. Hay sobrada razón para ello. Probablemente es la novela el único género literario que hoy existe. Lo demás que se escribe no pertenece a género alguno: es pura extravagancia, en el buen sentido de la palabra, en el malo y en el etimológico. La dignidad, el rango estético de la novela, estriba en ser un género; por tanto, en poseer una estructura dada, rigorosa e inquebrantable. El margen de holgura que la anatomía y la fisiología de la novela dejan al autor individual será mayor o menor: no discutamos la cuantía. Lo decisivo es, no la holgura que deja, sino la que no deja. El que escribe un ensayo se lanza a un etéreo espacio, donde prácticamente nada cohíbe ni dirige su albedrío. Asimismo acontece al que saliva la seda de su poemita. Mas la novela impone un decálogo inexorable de imperativos y prohibiciones. Con la novela no se puede jugar. Es tal vez lo único serio que queda en el orbe poético. La novela tiene, como el sistema solar, su ley de creación, que, mirada por el revés, enuncia una norma, una pauta. Por eso todo defecto queda terriblemente acusado, y la obra, casi siempre, sin titubeos, fracasa. En el resto de la producción literaria actual apenas si hay norma, y es menos clara la distinción entre lo bueno y lo malo. Donde no hay género, lo bueno es el buen tuntún.

Me desazona sobremanera decir resueltamente que la novela de Gabriel Miró, El Obispo leproso, no queda avecindada entre las buenas novelas. Pero repito que esta opinión mía no tiene valor. Los lectores y el autor deben recordar que hace unos dos años intenté una definición del género novelesco. Fue opinión casi unánime que yo andaba equivocado de medio a medio. Si, pues, padecí error al definir la novela en general, es lo más verosímil que periclite al aforar una novela en singular. Lo importante es que el lector juzgue por sí; buena o mala novela, la obra de Miró es un libro espléndido, reverberante, recamado de luces y de imágenes, hasta el punto que casi ha de leerse con la mano en visera, amparando los ojos.

No creo que haya actualmente escritor más pulcro y solícito. Cada frase está hecha a tórculo. Cada palabra, ensamblada con las vecinas, y luego, pulida la coyuntura. Y no hay línea que suba ni que baje en la página: todo el libro conserva la misma ardiente tensión, idéntico cuidado, pulso y pulimento. Tanto, que acaso este son persistente de prima hiperestesiada colabora a la fatiga, no dejando respiro: la perfección de la prosa es en Miró impecable e implacable. Debe trabajar con una técnica parecida a la de un pintor primitivo que fabrica su tabla pulgada a pulgada, poniéndose entero en cada una, en vez de construir la obra desde un centro único que irradia en torno una perspectiva de degradaciones.

Llega estruendo de ranas y leemos: «—¿Las oyes, Pablo? ¡Las chafaría todas con mis pies; pero con los pies descalzos del P. Bellod, poniéndomelos como botas para andar por los fangales! Oyendo un cántico se piensa en algo que está más lejos que ese cántico. Los grillos parecen de plata. En estas noches olorosas de cosechas se sienten como rebaños que pasturan a lo lejos, como cascabeles de una diligencia que viene por todos los campos. Un grillo, sólo un grillo, vibra en muchas leguas. Pasa un pájaro y nos abre más la tarde. En cambio, principian a croar las ranas y no vemos sino agua de balsa».

¿No es esto egregio lirismo? ¿Cabe decir mejor? Lo malo es que esto se halla en boca de un párroco, por nombre Don Magín. De temple valeroso en materia poética, no me arredra el trance de que un cura de pueblo levantino usurpe la elocución de Juan Ramón Jiménez. Lo que suele llamarse inverosimilitud no es un inconveniente en el género novela. Basta con que haya congruencia. La verosimilitud estética es la congruencia interna del microcosmos creado por el autor, no la coincidencia del libro con el detalle del mundo que hay fuera. Pero es el caso que cuanto se nos insinúa sobre Don Magín no nos ofrece pretexto para atribuirle semejantes iridiscencias de lenguaje. A pesar de ser una de las figuras mayores del libro, está, como las demás, desdibujada: la entrevemos apenas, y lo que descubrimos es un figurón compuesto de ingredientes tópicos. Se advierte que el autor ha querido hacer en este caso un personaje más «original»; pero, en definitiva, ha sucumbido a su manera general de armar las figuras, que es la más frecuente entre los novelistas. El obispo no es un hombre individual, a quien acontece ser obispo, sino que es el obispo en especie; los varios jesuitas que pululan en la novela no son varios, sino uno solo, que no es tampoco un individuo, sino el tipo «jesuita». La linda María Fulgencia es la huérfana eterna de la eterna hidalguía provincial. Las monjas que ven a un joven comandante por el torno se creen «en presencia de un enviado del Cielo, de un arcángel resplandeciente», y «le miran pareciéndoles recién venido de la Jerusalén celeste». Este convencionalismo permanente nos desespera un poco, porque suena sin remedio a falsedad estética, y más cuando al ponerse a charlar el personaje, sea cualquiera su sexo y condición, pulsa la misma prima de cítara lírica en que reconocemos la voz de nuestro Miró hablando dentro de aquellas cabezas de cartón como un cabezudo.

Es una pena que los entendidos en la cosa literaria no hayan aclarado, de una vez para siempre, el error de este procedimiento La experiencia de los seres va precipitando en nosotros automáticamente ciertos esquemas de uniformidad vital. Así, el oficio destiñe sobre el individuo que lo ejerce y le imprime con gran frecuencia algunos rasgos comunes. O bien los avaros coincidirán muy probablemente en determinadas reacciones. De este modo se forma en el intelecto lo genérico, el tipo «militar», «jesuita», «avaro», «ambicioso», etcétera. Pero nótese que estos tipos o entidades genéricas no pretenden representar adecuadamente ninguna realidad; quiero decir: los ingredientes que integran el tipo «jesuita» no bastan para hacer un jesuita efectivo. Aquél contiene sólo las notas comunes a muchos jesuitas, pero deja fuera ex profeso todo lo que les diferencia.

¿Qué debe hacer el novelista con esos tipos que la experiencia vulgar ha decantado en las mentes medias? Para mí, no hay duda: debe evitarlos, precisamente porque todo el mundo los posee en su haber mental. Tan los posee, tan seguro está de ellos, tan sabidos le son, que el hombre mediocre se acostumbra a suplantar con ellos la visión directa de cada realidad, y entonces se convierten en simplistas falsificaciones y violaciones de la plenitud maravillosa, inagotable, en que lo real consiste. Producto de una experiencia burda y superficial, todo espíritu alerta, aun sintiéndolos dentro de sí, menosprecia esos tipos y percibe su sordidez, su falsedad, su convencionalismo.

Pero se me dirá que, al fin y al cabo, un cura deberá tener algo del tipo cura, y una señorita provinciana participará en alguna manera de la especie «señorita provinciana», so pena de que, siguiendo un método contrario, no recibamos en la novela más que personajes heteróclitos, entes que se complacen en contradecir su clase, lo cual daría a la obra un aspecto caprichoso y delirante. De una u otra manera, con todas las salvedades a que la noción trivial de verosimilitud obliga, la novela tiene que representarnos realidades. Es la ley primordial del género (en el sentido moderno del vocablo «novela»). Ahora bien: si es cierto que en la realidad el individuo no es el tipo, no se puede negar que realmente todo individuo pertenece a uno o varios tipos. De donde resulta que el novelista no tiene más remedio que contar con lo típico.

Esta imaginaria objeción es sumamente eficaz. Por ella venimos a precisar cuál es el esfuerzo genuino del novelista. Si el novelista quiere presentarnos un hombre que es militar, es preciso que cree sus rasgos individuales, pero, a la vez, tiene que crear un tipo, una idea genérica del ser militar distinta y más aguda que la vulgar. Contra lo que al principio pudo parecer, no es tanto la creación de lo individual —cosa muy problemática— como la creación de tipos genéricos más profundos lo que constituye el verdadero talento de novelista. Es preciso que nos descubra un modo de ser «señorita provinciana» más exacto, más recóndito, más evidente que el que nosotros ya conocíamos. Sólo así nos parecerá encontrar una criatura individual y no un fantoche abstracto. Porque, como en la realidad, vendremos a averiguar la nueva especie (el tipo), no por definición abstracta, como en la zoología, sino con ocasión de ver moverse a un personaje singular[123]. En suma: el novelista, si se quiere, tiene que copiar la realidad; pero en ésta hay estratos superficiales y estratos hondos a que aún no había llegado nuestra mirada. Es buen novelista quien posee perspicacia bastante para sorprender estos estratos profundos y gracia suficiente para copiarlos. La novela es casi ciencia: quien no sepa de la vida más que lo vulgar, lo tópico, fracasará irremisiblemente. Una monja de novela tiene, claro está, que ser monja; pero de una monjedad inaudita hasta entonces y mucho más verídica.

No basta, pues, con amontonar sobre un personaje atributos vulgares de determinada profesión o carácter, y luego añadirle como folie alguna rareza, manía o curiosidad «pintoresca», un tic o prurito. En Dickens, por razones un poco largas de decir, tenía este uso sentido. Pero en esta novela de Miró no nos seduce saber que un deán se dedica a ejecutar primores caligráficos, ni que un preste dice «¡Leñe!» siempre que habla. Tales aditamentos son extrínsecos a la persona, fortuitos y sin trabazón con su perfil psicológico.

Se trata de construir caracteres: pues bien, es preciso huir de caracterizar, o con síntomas vulgares y de cajón, o, viceversa, con síntomas gratuitos y de azar. De otro modo, escribir una novela sería lo más fácil del mundo. Siempre recuerdo que en Luciano Leuwen, de Stendhal, se nos habla mucho de un comandante muy comandante, y cuando, en efecto, llega a presentarse ante el lector, se le describe diciendo: «Tenía aspecto de notario». Con lo cual no pretendo sugerir que las buenas novelas se diferencian de las malas en que en aquéllas los comandantes parecen notarios y los notarios comandantes, sino sólo hacer constar que Stendhal rehúye caracterizar su personaje con atributos banales. Siempre será preferible topar en la novela con un comandante de formato notarial que con una monja a quien un comandante le parece un arcángel. Lo primero, por lo menos, nos intriga; lo segundo, nos sabe irremediablemente a falso[124].

Toda esta tirada mía es pesada y abstrusa; pero debía decirse alguna vez, y yo me he sacrificado a tal deber. Por lo demás, podíamos seguir hablando indefinidamente sobre el libro de Miró, haciendo su anatomía, descomponiéndolo en sus elementos, y esta labor rendiría no escaso aprendizaje de técnica literaria. Que esto sea posible indica ya el rango de la obra.

Porque fuera un error excesivo de estas notas dejar al lector con una impresión desdeñosa para el arte de Miró. Miró es un gran escritor. Por ejemplo: «De Andalucía y de Orán venían mozas galanas, como la “Argelina”, de tan curiosos afeites, olores y ringorrangos, que las pobres mujeres pecadoras del país se paraban y se volvían mirándola con ojos de mujeres honradas». O bien este dibujo de dos solteronas: «No se las podía imaginar sino en su presente: altas, flacas y esquinadas; los ojos, gruesos, de un mirar compasivo; el rostro, muy largo; los labios, eclesiásticos; la espalda, de quilla, y sobre todas las cosas, vírgenes».

Cada página tiene aciertos parecidos, y todo el libro rebosa un magnífico lirismo descriptivo —que es probablemente la auténtica inspiración de Miró y no la de novelista. Pero decir «lirismo descriptivo» no es decir nada, mientras no se precise un poco y desenvuelva lo que va plegado en esas dos palabras. Como no hay tiempo, ni espacio, ni paciencia, más vale concluir reconociendo que no he dicho nada sobre Miró.

Es una lástima que nuestros escritores se queden siempre sin definir. No sabemos nada de Galdós —a pesar de tener tantos «amigos»—, ni de Valera. No sabemos de Valle Inclán, ni de Baroja, ni de Azorín. Desconocemos la ecuación del arte admirable que ejercitaron o ejercitan aún.