SOBRE UNAS «MEMORIAS»
QUERIDO amigo: Como estoy sin libros, a solas con el Cantábrico, le he agradecido en segunda potencia que me dejase usted anteayer estas Memorias de la marquesa de La Tour-du-Pin[145]. Aunque son dos buenos tomos, los he absorbido en veinticuatro horas. Verdad es que han cooperado a la lectura la lluvia incesante y un poco de malestar. Para leer conviene estar un tanto deprimido. La perfecta euforia nos invita demasiado a la actividad, y hace que nuestro pensamiento interrumpa a cada paso la lectura para seguir sus propias navegaciones. Mas hoy vuelvo a la indigencia como lector, sin que la lluvia y el malestar hayan cesado. He aquí por qué tomo la pluma y me entretengo en comunicarle algunas observaciones sugeridas por estas Memorias.
LA CAUSA DE LAS MEMORIAS
Francia es el país donde se han escrito siempre más «Memorias»; España, el país en que menos. ¿Por qué? Hay quien habiendo sido hombre público escribe sus Memorias con el propósito de rectificar su imagen, contestar acusaciones, aclarar actos equívocos o revelar secretos. Otros, más altruistas, rememoran el pasado visto por ellos, sin otro fin que hacer más fácil la labor a los futuros historiadores. Pero tales motivos no son frecuentes, y no bastan para explicar la abundancia magnífica de memorialismo que siempre ha gozado Francia. Además, no había razón entonces para que en España existiesen tan pocos libros de recuerdos. Las mismas razones antedichas se dan en nuestro pueblo, y debieran haber alumbrado pareja vena de literatura reminiscente.
Yo necesito buscar una causa que me explique a la vez los dos hechos superlativos. ¿Por qué en Francia más que en ninguna otra nación europea? ¿Por qué en España menos que en el resto?
La cosecha de Memorias en cada país depende de la alegría de vivir que sienta. Los franceses son la gente que se complace más en vivir. Encuentran que, buena o mala, la vida es siempre deliciosa si se acierta a degustarla. Córtese por el instante que sea la historia de Francia, y se sorprenderá a toda una nación, no sólo viviendo, sino deleitándose en su vivir. Es indiferente que la hora sea luminosa o sombría. La gente goza en Versalles; pero goza también en la Conserjería momentos antes de ser guillotinada. Gozan los nobles dentro de sus casacas; pero no menos se complace el pueblo en las barrieres o en las alquerías. Se dirá que esto no tiene gran mérito, porque la vida francesa contiene muchos placeres, muchos más, por ejemplo, que la española. No tiene duda; pero es un error suponer que este repertorio de placeres es la causa del amor a la vida, activo siempre en el francés. La verdad es lo inverso. A fuerza de deleitarse a priori en la existencia, sea ésta como quiera, han llegado a crear en ella mil delicias. Se olvida que, junto a éstas, la historia francesa presenta mayores y más continuas penalidades que ninguna otra nación europea. Francia no ha podido nunca descansar Ha estado siempre en la brecha y a máxima tensión.
Las Memorias son un síntoma de complacencia en la vida. No basta con haberla vivido, sino que gusta repasarla. Recordar es hacer pasar de nuevo el río antiguo por el cauce cordial. Es dar palmadas en el lomo a la existencia pronta a partir. Las Memorias son el resultado de un delectatio morosa en el gran pecado de vivir.
No es, pues, sorprendente que en Francia superabunden las Memorias. A la misma causa se debe atribuir su enorme producción de novelas. Note usted que las de estilo francés, ni son ideológicas, como las alemanas, ni fantásticas, como las inglesas. No se concibe su gestación si no suponemos en la masa ingente de autores y lectores, por debajo de las demás razones, una radical voluptuosidad ante la vida, que les lleva a complacerse en la descripción de todas sus formas y situaciones, dulces o amargas, penosas o gratas. Memorias y novela son dos maneras gemelas de acariciar la existencia.
El temple de la raza española, estrictamente inverso. ¡No puede extrañar la escasez de Memorias y novelas si se repara que el español siente la vida como un universal dolor de muelas!
EL PUNTO DE VISTA
La historia recompone el pasado en grandes cuadros sintéticos, recorta la figura de los grandes sucesos, de los advenimientos, de las catástrofes. Tiene, en suma, su propia perspectiva. El memorialista corre siempre el riesgo de dejarse absorber por esa perspectiva histórica. Entonces su obra pierde gracia y autenticidad porque le falta evidencia. La historia no es recuerdo, sino una reconstrucción intelectual del pasado. A fuer de reconstrucción intelectual, adopta un punto de vista irreal. El historiador asiste a la vida toda de un pueblo o de un hombre. Esto quiere decir que, en rigor, no asiste a nada. Todas las partes de la realidad, cuya historia nos hace, están en primer plano y a igual distancia de él, como miradas por la pupila ubicua de un dios. En cambio, el recuerdo impone siempre a lo real una perspectiva privada, modela el paisaje, distribuyéndolo en primeros y últimos términos; sobre todo, traza la órbita de un horizonte redondo, más allá del cual no vemos nada.
Cada género literario posee un decálogo mínimo, que es forzoso cumplir si se quiere acertar. La idea de que no existen géneros, y, por lo tanto, decálogos estéticos, fue tan sólo el aspecto que en literatura tomó la general subversión del siglo XIX. No le faltó, ciertamente, justificación. En poética como en política, los decálogos vigentes eran superficiales e injustos. Por lo menos, insuficientes. Cosas esenciales y serias andaban en ellos revueltas con trivialidades. Además, las reglas del ancien régime poético ostentaban un aire petulante de normas (se hablaba a menudo de los «modelos», como si el arte no consistiese, ante todo, en evitar los «modelos». El modelo es el escollo de la navegación literaria. Cuando se da en él, escritor al agua). No se trata de normas, sino de condiciones.
Así es condición del género «Memorias» que el autor se mantenga fiel a su punto de vista, precisamente por ser «caprichoso»; es decir, subjetivo e individual. El encanto de las Memorias radica precisamente en que veamos la historia otra vez deshecha, en su puro material de vida menuda, no suplantada por la construcción mental. En cierto sentido, tienen que ser las Memorias el reverso del tapiz histórico, con la diferencia de que en ellas el reverso presenta también un dibujo, bien que distinto del que va en el anverso. La historia es vida pública, y a ésta se llega machacando innumerables vidas privadas. En las Memorias vemos descomponerse la nebulosa histórica en los infinitos e irisados asteriscos de las vidas privadas.
La marquesa de La Tour-du-Pin suele conservar su paisaje privado delante de los ojos, y procura tapar con él el abstracto cuadro de la historia.
He aquí, por ejemplo, cómo describe la reunión de la Asamblea legislativa:
«El espectáculo era magnífico… Llevaba el rey el traje de los cordons bleus, y lo mismo los príncipes todos, con la única diferencia de que el suyo estaba más ricamente adornado que los otros y más cargado de diamantes. El pobre príncipe carecía por completo de dignidad en su talle. No se mantenía bien; andaba con andar de pavo. Sus movimientos eran bruscos y sin gracia, y sus ojos, atrozmente miopes —entonces no era uso llevar lentes—, le hacían guiñar de continuo. Su discurso, muy breve, fue pronunciado con tono bastante resuelto. La reina se hacía notar por su gran dignidad; pero se advertía en el movimiento, casi convulsivo, del abanico que estaba muy emocionada. Dirigía a menudo miradas hacia el lado de la sala donde se sentaba el Tercer Estado, y parecía buscar un rostro determinado entre aquella porción de hombres, donde tenía ya tantos enemigos». Era que poco antes «Mirabeau había entrado solo en la sala y había ido a colocarse hacia el centro de las filas de banquetas sin respaldos, situadas unas tras otras. Un murmullo muy vago —un “susurro”—, pero general, se dejó oír. Los diputados que ya estaban sentados ante él, avanzaron una fila; los de detrás retrocedieron, los de al lado se apartaron, y quedó solo en medio de un vacío muy marcado. Cruzó por su semblante una sonrisa de desprecio, y se sentó. La reina había sido informada probablemente de este incidente, que había de tener sobre su destino mayor influencia de lo que entonces sospechaba, y era lo que motivaba las miradas curiosas dirigidas por ella a la parte del Tercer Estado».
¿No agradecemos que en lugar de ese enorme objeto histórico llamado «los Estados generales», se nos ofrezca un abanico convulso en mano real, una mirada ansiosa peregrinando por la sala y el enorme cuerpo de Mirabeau que, náufrago en un vacío de rencor, deja flotando sobre su inmersión la terrible sonrisa? Este es el encanto de las Memorias. La solemne sinfonía histórica que conocemos suena al fondo y da sentido, dramatismo y realce al menudo contrapunto de lo visto por el memorialista. Es una anticipación de la delicia que en el otro mundo gozaremos, cuando nos sean revelados los secretos de cuanto acaeció en torno nuestro, y que nos hará exclamar una vez y otra: ¡Hombre, qué curioso! ¿De modo que «aquello» era, en realidad, «esto»?
Madame de La Tour-du-Pin, siguiendo la moda anglómana del tiempo, encarga de sus caballos a un palafrenero inglés. Este hombre no consigue aprender la lengua francesa, e incomunicante con el contorno, vive ensimismado, atento sólo a su menester. Cuando la Revolución comienza y ve a las gentes ir y venir enloquecidas, juntarse y separarse, gritar y estremecerse, el pobre hombre cae en estupefacción. No entiende nada de lo que acontece, y cada cinco minutos se acerca a su señora y, quitándose la gorra, pregunta: Please, milady, what are they all about? Señora, perdón, ¿qué les pasa a todos éstos?