V
EL DOBLE IMPERATIVO
Lo que ocurre es que el fenómeno vital humano tiene dos caras —la biológica y la espiritual— y está sometido, por tanto, a dos poderes distintos que actúan sobre él, como dos polos de atracción antagónica. Así, la actividad intelectual gravita, de una parte, hacia el centro de la necesidad biológica; de otra, es requerida, imperada por el principio ultravital de las leyes lógicas. Parejamente, lo estético es, de un lado, deleite subjetivo; de otro, belleza. La belleza del cuadro no consiste en el hecho —indiferente para el cuadro— de que nos cause placer, sino que, al revés, nos parece un cuadro bello cuando sentimos que de él desciende suavemente sobre nosotros la exigencia de que nos complazcamos.
La nota esencial de la nueva sensibilidad es precisamente la decisión de no olvidar nunca, y en ningún orden, que las funciones espirituales o de cultura son también, y a la vez que eso, funciones biológicas. Por tanto, que la cultura no puede ser regida exclusivamente por sus leyes objetivas o transvitales, sino que, a la vez, está sometida a las leyes de la vida. Nos gobiernan dos imperativos contrapuestos. El hombre, ser viviente, debe ser bueno —ordena uno de ellos, el imperativo cultural. Lo bueno tiene que ser humano, vivido; por tanto, compatible con la vida y necesario a ella —dice el otro imperativo, el vital. Dando a ambos una expresión más genérica, llegaremos a este doble mandamiento: la vida debe ser culta, pero la cultura tiene que ser vital.
Se trata, pues, de dos instancias que mutuamente se regulan y corrigen. Cualquier desequilibrio en favor de una o de otra trae consigo irremediablemente una degeneración. La vida inculta es barbarie; la cultura desvitalizada es bizantinismo.
Hay un pensar esquemático, formalista, sin anuencia vital ni directa intuición: un utopismo cultural. Se cae en él siempre que se reciben sin previa revisión ciertos principios intelectuales, morales, políticos, estéticos o religiosos, y dándolos desde luego por buenos se insiste en aceptar sus consecuencias. Nuestro tiempo padece gravemente de esta morbosa conducta. Las generaciones inventoras del positivismo y del racionalismo se plantearon con toda amplitud, como cosa de importancia vital para ellas, las cuestiones que esos sistemas agitan, y de esta enérgica colaboración íntima extrajeron sus principios de cultura. Del mismo modo, las ideas liberales y democráticas nacieron al vivo contacto con los problemas radicales de la sociedad. Hoy casi nadie obra así. La fauna característica del presente es el naturalismo que jura por el positivismo, sin haberse tomado jamás el trabajo de replantearse el tema que aquél formula; es el demócrata que no se ha puesto nunca en cuestión la verdad del dogma democrático. De donde resulta la burlesca contradicción de que la cultura europea actual, al tiempo que pretende ser la única racional, la única fundada en razones, no es ya vivida, sentida por su racionalidad, sino que se la adopta místicamente. El personaje de Pío Baroja, que cree en la democracia como se cree en la Virgen del Pilar, es, junto con su precursor, el farmacéutico Homais, representante titular de la actualidad. El aparente predominio que han adquirido en el continente las fuerzas retrógradas no procede de que aporten principios superiores a los de sus contrarios, sino de que, al menos, se hallan libres de esa esencial contradicción y constitutiva hipocresía. El tradicionalista está de acuerdo consigo mismo. Cree en esas cosas místicas por motivos místicos. En todo momento puede aceptar el combate sin hallar dentro de sí vacilaciones ni reservas. En cambio, si alguien cree en el racionalismo como se cree en la Virgen del Pilar, quiere decirse que ha dejado, en su fondo orgánico, de creer en el racionalismo. Por inercia mental, por hábito, por superstición —en definitiva, por tradicionalismo—, sigue adhiriendo a las viejas tesis racionales, que exentas ya de la razón creadora se han anquilosado, hieratizado, bizantinizado. Los racionalistas de la hora presente perciben de una manera más o menos confusa que ya no tienen razón. Y no tanto porque les falte frente a sus adversarios como porque la han perdido dentro de sí mismos. Las doctrinas de libertad y democracia que defienden les parecen a ellos mismos insuficientes, y no encajan con la debida exactitud en su sensibilidad. Este dualismo interno les quita la elasticidad necesaria para el combate, y entran desde luego en la refriega medio derrotados por sí mismos.
En estas situaciones de extrema anomalía se hace patente la necesidad de completar los imperativos objetivos con los subjetivos. No basta, por ejemplo, que una idea científica o política parezca por razones geométricas verdadera para que debamos sustentarla. Es preciso que, además, suscite en nosotros una fe plenaria y sin reserva alguna. Cuando esto no ocurre, nuestro deber es distanciarnos de aquélla y modificarla cuanto sea necesario para que ajuste rigorosamente con nuestra orgánica exigencia. Una moral geométricamente perfecta, pero que nos deja fríos, que no nos incita a la acción, es subjetivamente inmoral. El ideal ético no puede contentarse con ser él correctísimo: es preciso que acierte a excitar nuestra impetuosidad. Del mismo modo, es funesto que nos acostumbremos a reconocer como ejemplos de suma belleza obras de arte —por ejemplo, las clásicas— que acaso son objetivamente muy valiosas, pero que no nos causan deleite.
Nuestras actividades necesitan, en consecuencia, ser regidas por una doble serie de imperativos, que podrían recibir los títulos siguientes:
Durante la Edad, con mal acuerdo llamada «moderna», que se inicia en el Renacimiento y prosigue hasta nuestros días, ha dominado con creciente exclusivismo la tendencia unilateralmente culturalista. Pero esta unilateralidad trae consigo una grave consecuencia. Si nos preocupamos tan sólo de ajustar nuestras convicciones a lo que la razón declara como verdad, corremos el riesgo de creer que creemos, de que nuestra convicción sea fingida por nuestro buen deseo. Con lo cual acontecerá que la cultura no se realiza en nosotros y queda como una superficie de ficción sobre la vida efectiva. En varia medida, pero con morbosa exacerbación durante el último siglo, éste ha sido el fenómeno característico de la historia europea moderna. Se creía en la cultura; pero, en rigor, se trataba de una gigantesca ficción colectiva de que el individuo no se daba cuenta porque era fraguada en las bases mismas de su conciencia. Por un lado iban los principios, las frases y los gestos —a veces heroicos; por otro, la realidad de la existencia, la vida de cada día y cada hora[45]. El cant inglés, esa escandalosa dualidad entre lo que se cree hacer y lo que se hace en efecto, no es, como se ha sostenido, específicamente inglés, sino general a toda Europa. El oriental, habituado a no separar la cultura de la vida por haber exigido siempre a aquélla que sea vital, ve en la conducta de Occidente una radical, omnímoda hipocresía, y no puede reprimir al contacto con lo europeo un sentimiento de desprecio.
No se habría llegado a tal disociación entre las normas y su permanente cumplimiento, si junto al imperativo de objetividad se nos hubiese predicado el de lealtad con nosotros mismos, que resume la serie de los imperativos vitales. Es menester que en todo momento estemos en claro sobre si, en efecto, creemos lo que presumimos creer; si, en efecto, el ideal ético que «oficialmente» aceptamos interesa e incita las energías profundas de nuestra personalidad. Con esta continua mise au point de nuestra situación íntima, habríamos ejecutado automáticamente una selección en la cultura, y hubiéranse eliminado todas aquellas formas de ella que son incompatibles con la vida, que son utópicas y conducen a la hipocresía. Por otra parte, la cultura no habría ido quedando cada vez más distante de la vitalidad que la engendra y, en su espectral lejanía, condenada al anquilosamiento. Así, en una de esas fases del drama histórico, en que el hombre necesita para salvarse de circunstancias catastróficas todos sus arrestos vitales, y muy especialmente los que son nutridos y excitados por la fe en los valores trascendentales —esto es, en la cultura— en una hora como la que está atravesando Europa, todo ha fallado. Y, sin embargo, coyunturas como la presente son la prueba experimental de las culturas. Ya que no la propia discreción, los hechos brutalmente han impuesto a los europeos de pronto la obligación de ser leales consigo mismos, de decidir si creían de manera auténtica en lo que creían. Y han descubierto que no. A este descubrimiento han llamado «fracaso de la cultura». Claro es que no hay tal: lo que había fracasado mucho antes era la lealtad de los europeos consigo mismos; lo que había fracasado es su vitalidad.
La cultura nace del fondo viviente del sujeto y es, como he dicho con deliberada reiteración, vida sensu stricto, espontaneidad, «subjetividad». Poco a poco la ciencia, la ética, el arte, la fe religiosa, la norma jurídica se van desprendiendo del sujeto y adquiriendo consistencia propia, valor independiente, prestigio, autoridad. Llega un momento en que la vida misma que crea todo eso se inclina ante ello, se rinde ante su obra y se pone a su servicio. La cultura se ha objetivizado, se ha contrapuesto a la subjetividad que la engendró. Ob-jeto, ob-jectum, Gegenstand significan eso: lo contra-puesto, lo que por sí mismo se afirma y opone al sujeto como su ley, su regla, su gobierno. En este punto celebra la cultura su sazón mejor. Pero esa contraposición a la vida, esa su distancia al sujeto tiene que mantenerse dentro de ciertos límites. La cultura sólo pervive mientras sigue recibiendo constante flujo vital de los sujetos. Cuando esta transfusión se interrumpe, y la cultura se aleja, no tarda en secarse y hieratizarse. Tiene, pues, la cultura una hora de nacimiento —su hora lírica— y tiene una hora de anquilosamiento —su hora hierática. Hay una cultura germinal y una cultura ya hecha[46]. En las épocas de reforma como la nuestra, es preciso desconfiar de la cultura ya hecha y fomentar la cultura emergente —o, lo que es lo mismo, quedan en suspenso los imperativos culturales y cobran inminencia los vitales. Contra cultura, lealtad, espontaneidad, vitalidad.