CHARLA, NADA MÁS

«JOSÉ Ortega y Gasset. —Hotel Ritz. —Barcelona. —Esperamos su artículo para el domingo. Le prometo que será corregido cuidadosamente.— Félix Lorenzo».

Es usted, querido director, muy tierno con las posibles erratas de mi futuro artículo; pero conmigo es usted un cómitre cruel. ¡No me deja usted ni una semana de vacación, de ocio divino! Busco en un viaje superfluo la evasión, intento por intermisión de distancia ponerme fuera del alcance de su férula inexorable. Todo en vano. Dócil al cómitre, el telégrafo transmite el latigazo, y el forzado tendrá que bogar también esta semana, poner la mano en el remo lírico, encorvar el dorso sobre el banco.

Sin embargo, un artículo es esta vez imposible. Cuando se viaja no se pueden escribir artículos. Sobre todo, cuando se viaja como yo viajo, a la manera de Solón, theories héineken, ¡para ver, para ver! Hay dos formas de concentración espiritual —alguna vez he hablado de ello—: la concentración hacia dentro y la concentración hacia afuera. Para escribir, para meditar, es preciso recogerse hacia el interior, reconcentrarse, volver la atención de espaldas al mundo y operar sobre el botín que dentro se tenga. Mas cuando se viaja, nuestro organismo adopta la actitud inversa: anula toda actividad interior y envía su atención a la periferia. Somos puros ojos, puros oídos, piel, pituitaria. Vivimos sólo en la línea de nuestras fronteras con el mundo del cual aspiramos a recibir la mayor cantidad posible de datos. Solicitado, atraído por el contorno, el que viaja se siente íntimamente vacío, sin peso, con una inesperada capacidad de flotación, dulcemente entregado a delicias aerostáticas. Se comprende muy bien que suela recomendarse el viaje para curarse de preocupaciones. Mecánicamente, el trashumar va desplazando la atención de dentro afuera, mengua la reconcentración, se dilatan los poros del dintorno, y por ellos, a un tiempo, escapa la atmósfera confinada de lo íntimo, y entran como pájaros de estío, las imágenes volantes de las cosas[95]. Como desde nuestro centro íntimo no oponemos a éstas la menor resistencia, se adueñan de nosotros y nos arrastran a una existencia vaga, entre ensueño y vigilia. Un ejemplo de esta vida en la periferia, en las puras imágenes de los sentidos, es el poder que al llegar a una gran ciudad cobran sobre el viajero los carteles de anuncios. Yo recuerdo, hace años, haber vivido unos días en París sin hacer otra cosa que galopar por los aires sobre el potro bermejo del vermut Cinzano. El viajero, al ser libertado de su paisaje habitual y exonerado de la preocupación, vuelve siempre un poco a la niñez. ¿Por qué se obstina usted, querido director, llamándome a la seriedad del folletón, en arrebatarme este don de puericia que el viaje me proporciona?

Estoy aquí, surto en el hotel, puerto de humanidades. Estos hoteles Ritz —una de las creaciones más perfectas de nuestro tiempo— existen en todas las partes del mundo; pero, estén donde estén, su clima es el mismo, como lo demuestran las palmas idénticas que producen sus idénticos halls y el florecimiento de su decoración Luis XVI sobre los techos y los vanos de las puertas. La seguridad que ofrecen al viajero de encontrar en los lugares más diversos del planeta este rincón de identidad, donde todo le es familiar, donde nada es nuevo problema, contribuye sobremanera a la delicia de los viajes. Porque un exceso de diferencia es penoso, y conviene poder alojarse en lo habitual para desde allí gozar de lo divergente. Los hoteles Ritz han creado tina vulgaridad nueva, una vulgaridad lujosa, pulida, brillante, pero, sin duda alguna, vulgar. Es el tópico repujado, el lugar común de oro en que nos instalamos como en una butaca cómoda… Al fondo del comedor, los mismos «tziganos» tocan el mismo vals de arrastres románticos, cuyas volutas melódicas caen inevitables sobre las mesas, junto al plato con los rizos de mantequilla.

Para los que pasan ante las puertas giratorias de estos hoteles sale de ellos una bocanada de promesas deleitables, de fiestas refinadas, de orgías luminosas, de frenesíes y perversiones… El que vive dentro sabe muy bien —y es el encanto mayor de estos lugares— que el ambiente de un hotel Ritz se parece sobremanera al de un balneario de reumáticos. En medio de las urbes populosas, hirvientes, inquietas, son un remanso de paz imperturbada y de sólidas virtudes.

Hay además una fauna Ritz, que acaso más que otra alguna caracteriza la época actual… Desde la mesa donde vaco a la nutrición, ¿qué veo? Por lo pronto, a los tres indios. Son tres hindúes auténticos, de la India verdadera, de la India con los ingleses. Son tres jóvenes de piel oscura, de esclerótica amarilla y pupilas negras; vienen del Ganges o del Bramaputra a disputar la copa en un concurso universal de tennis que se celebra ahora en Barcelona. Esta ubicuidad del deporte contemporáneo da mucho que pensar, y yo meditaría sobre ello si no estuviese tan de viaje y en temple de transeúnte. Que un hombre venga desde Calcuta para tirar una pelotita blanca a la raqueta de un hombre de Barcelona es un hecho en su nimiedad tan formidable, que dispara todas las fuerzas de la mente hacia perspectivas planetarias. Esa unidad deportiva del globo terráqueo es la expresión primogénita de una futura unidad total. Siempre ha acontecido así: no fue la política ni fue la economía quien produjo las primeras unificaciones de los grupos humanos distantes o dispares, sino la fiesta deportiva. El caso de los juegos olímpicos y délficos es el más conocido, pero tal vez el menos ejemplar, porque Grecia no podía ser unificada de ninguna manera. Pero aun en él se advierte que el máximum de unidad posible se logró sólo en forma de juego y que de ésta nació la idea de la Hélade, de la cultura imitaría, que Alejandro se encargó de derramar sobre Oriente, y que luego, en magnífico reflujo, educó el Occidente mediterráneo… Estos indios atezados beben sólo agua. ¿Por ascetismo de deportistas? ¿Por prescripción religiosa?

Un poco más allá emerge la enorme cabeza de Diaguilev, el creador de los Bailes Rusos. Para quien se dé cuenta de la importancia fabulosa que tienen en cada época sus espectáculos, es este hombre una de las figuras de más alto rango en la Europa de este cuarto de siglo[96]. La influencia de su creación sobre la sensibilidad universal es superior a cuanto se ha dicho. Toda una generación le debe las únicas horas de pleno goce estético que le han sido concedidas. Come con dos de sus bailarines, de cuerpos largos y testa menuda, que le tratan respetuosos, como los jóvenes de Atenas al misterioso Sócrates. Y es grato presenciar la escena de este viejo tapir, nuevo Sócrates que descubre el logos de la danza —que es la dialéctica del músculo— manteniendo en enérgica disciplina a sus jóvenes galgos danzarines.

Al fondo del comedor procede solitario a su yantar un hombre con aire de pequeño burgués catalán. Me dicen que es un inventor; vive de vender patentes. Esto nos produce gran satisfacción. El hombre de pequeños inventos da autenticidad al ambiente de una población fabril. Admite uno que en Madrid, un buen día, se descubra la cuadratura del círculo o se invente el movimiento continuo; pero es menos verosímil que se le ocurra a ningún carpetovetónico la idea que se le ha ocurrido a este burgués catalán de metalizar los huevos para conservarlos, obturando con una finísima capa de metal los poros de la cáscara. Esta patente le ha valido treinta mil duros, y yo contemplo admirado y sobrecogido —como intelectual, soy inepto para todas las metalizaciones— a este menudo catalán que come al fondo y que tiene en la cabeza la verdadera gallina con los huevos de oro.

Cada día, detrás del hall, se celebra un banquete de bodas. La jovial burguesía de Barcelona viene aquí a festejar sus fecundos himeneos, y el piano, cotidianamente, da a la atmósfera la misma «Marcha nupcial» de Mendelssohn. Aquí se asegura el porvenir de esta raza ilustre —entre paréntesis sea dicho, la raza española que produce un tipo medio más hermoso y saludable. Probablemente, se trata siempre de bodas entre filisteos— industriales, comerciantes, agentes; pero como no se ve bien el personal, y la mente del viajero propende a la fantasmagoría, puede uno hacerse la idea de que asiste a las bodas mismas de Titania y Oberón. La poesía y su contrario viven siempre próximos, cuando no enlazados, y a lo mejor la novia cándida procede de la razón social

PUIG HERMANOS

BADALONA

FABRICANTES DE NUBES

Ayer ha llegado un barco cargado de solteronas inglesas. Las hay de toda edad; pero dominan esas viejas inglesas inimitables, con moños blancos de una blancura irreal. Van dirigidas por un solo varón, que tiene los dientes fuera y un peinado en cresta; del monóculo, que da al ojo aspecto de vitrina, pende una ancha cinta negra. Cuando se presenta en el comedor, al frente de su grey femenina, nos parece asistir a una escena de gallinero. Es sorprendente la fertilidad de las Islas Británicas en solteronas, y más sorprendente todavía que la existencia inglesa parezca ordenada de suerte que sea posible una vida tan grata a estas gallináceas. Sí; ya sé que todo ser tiene derecho a la existencia, etc… Pero el hecho es que un pueblo fuerte, colocado en todas las brechas del drama histórico, necesita dar a su vida una disciplina enérgica, áspera y hasta un poco brutal, que excluye la sensiblería y, sobre todo, lo ficticio e inoperante. Ahora bien: estas criaturas, en quienes la vida sólo puede pulsar a fuerza de negar todos sus instintos radicales, a fuerza de falsificaciones, representan un lastre formidable para una nación que tiene urgente oficio histórico. El pensamiento será un poco duro, pero es ineludible; para que estas solteronas inglesas vivan tan a gusto y se entreguen con tanta tranquilidad a sus ficticios goces —novelas tontas, asociaciones de esto y lo otro, visitas a museos, viajes alrededor del mundo— es preciso que tengan la cabeza llena de ideas falsas, las cuales les permitan flotar en la existencia. Una sola visión clara de lo real —que es siempre en su raíz terrible e impúdico— aniquilaría todo este manso averío. Pero es imposible que la falsedad de estas cabezas no impregne un poco el aire público de toda su nación. Basta verlas tan seguras de sí mismas, ver cómo a la noche, para cenar, escotan sus carnes, tan impenitentemente virginales, para comprender que en su contorno habitual es aceptada la ficción de que viven. Y, en efecto, Inglaterra, magnífica y fuerte, sigue, impertérrita, cultivando sus solteronas, como un gran señor que en sus vastas posesiones tuviese un parque de ñandúes Es siempre maravilloso este pueblo inglés, hecho a fuerza de Biblia y de snobismo.

Desde el cuarto, en la mañana poblada de celajes que el puerto envía, se otea la gran ciudad… Pero hablar de Barcelona sería más que charla, y hemos quedado en que esto es charla, nada más.

El Sol, 22 de mayo de 1927.