UN DIÁLOGO
EL señor Henri Massis, autor de estas deflexiones sobre la novela[133], ejerce la crítica literaria católica. Porque vivimos un tiempo tan extraño, que existe en él una crítica literaria católica. Una voz: «¿Y no le parece a usted que ese síntoma honra a una época?» Contestación: «No, señor». La voz: «¡Es usted un sectario!» Contestación: «¡Y usted, un majadero!» Escena vil de boxeo. Párpados amoratados; en las frentes, inusitadas protuberancias. Intervención de la Policía. Recalada en la Delegación.
—Amigo mío, ahora que hemos pagado ya nuestro humilde tributo a la época, que hemos canjeado unos cuantos golpes, que hemos complacido a las fuerzas prepuestas al orden público dándoles una ocasión más de intervenir y nos encontramos en la cárcel, podemos libertar nuestras almas y permitirles una conversación decorosa, temperada y leal, sobre el asunto que muscularmente hemos debatido antes. Al higiénico atletismo de los cuerpos suceda el de las mente. Lo que me parece mal de la crítica literaria católica no es lo que tiene de católica ni lo que tiene de crítica literaria.
—Entonces, ¿dónde está el defecto?
—En lo que tiene de crítica literaria católica.
—No entiendo. ¿Qué inconveniente encuentra usted en ella?
—Un inconveniente parecido al que encuentro en el cuadro redondo, en la justicia verde y en la hipotenusa sulfhídrica.
—Pero esas cosas no existen; son absurdas.
—Pues ése es el mal que encuentro a la crítica literaria católica que no existe.
—Sin embargo, la crítica literaria católica existe; por ejemplo: la del señor Henri Massis.
—He ahí, amigo mío, por qué me parece un síntoma fatal. Vivimos un tiempo en que existe una crítica literaria católica; es decir: asistimos a una época en que existen algunas cosas que no existen.
—¿En qué se funda usted para negarle la existencia?
—¡Ah! Muy sencillo: en lo mismo que el propio señor Massis nos dice. Dice este señor que los demás críticos literarios católicos no son tales porque se contentan con hacer, por lo pronto, crítica literaria, sin más calificación, y a esa crítica literaria no católica agregan un suplemento de juicio moral católico. Esta mera yuxtaposición de una estética laica y una moral católica no puede llamarse, con verdad, crítica literaria católica. Está discreta observación del señor Massis demuestra que, fuera de él, no hay tal casta de crítica. Mas cuando le preguntamos si hay, no obstante, críticos literarios católicos, nos responde como Martín cuando, en el cuento de Voltaire, le preguntan si hay aún anabaptistas: Oui, il y a moi. Ahora bien: si el señor Massis no logra convencernos, si sus razones nos parecen inoperantes, tendremos algún derecho para sostener que la crítica literaria católica no existe.
—Pero es el caso que la razón dada por Massis es muy aguda y de gran vigor. El catolicismo no es una cosa que pueda añadirse a otras: él nos introduce en la realidad, en la verdad misma, y nos proporciona, por tanto, un punto de vista desde el cual se determinan las condiciones de toda realidad, de toda verdad; entre ellas, de la verdad artística. De aquí que la inspiración y la crítica del arte tengan que ser católicas, no por consideraciones suplementarias, sino por esencia. En vez de adjuntar homilías a la crítica de un autor, es preferible invitar a éste a que reflexione sobre la esencia misma de su arte y del ser: la meditación estética pura lleva al catolicismo.
—Sí, sí; ya he leído todo esto en el librito del señor Massis y me ha maravillado. En general, los libros que producen ahora los católicos militantes de Francia —me refiero a los de tema filosófico o próximos a la filosofía— nos dan con frecuencia motivo para maravillamos. Sus frases pueden repartirse en dos especies: unas, en que se insulta a todo lo que no es el catolicismo tradicional, y otras, en que se afirma vehementemente la superioridad del catolicismo tradicional. Afirmaciones y negaciones. Golpes. Boxeo. Nunca se plantea serenamente un problema y se intenta su solución. Nunca se repiensa con noble y efectivo esfuerzo la magnífica tesis católica, a fin de aproximarla a nuestra mente actual, o bien con ánimo de mostrar concretamente su fertilidad en tal o cual cuestión. Semejante catolicismo es un comodín que justifica la ignavia. Contrasta superlativamente con la egregia labor que durante estos mismos años están haciendo los católicos alemanes. Hombres como Scheler, Guardini, Przywara, se han tomado el trabajo de recrear una sensibilidad católica partiendo del alma actual. No se trata de renovar el catolicismo en su cuerpo dogmático («modernismo»), sino de renovar el camino entre la mente y los dogmas. De este modo han conseguido, sin pérdida alguna del tesoro tradicional, alumbrar en nuestro propio fondo una predisposición católica, cuya latente vena desconocíamos. Una obra así es propia de auténticos pensadores. Los escritores franceses del catolicismo parecen más bien gente política. Atacan y defienden; no meditan. Insultan y enconan; no investigan. Usan del catolicismo como de una maza. Se ve demasiado pronto que su afán no es el triunfo de la verdad, sino apetito de mando. La actitud que han tomado la han aprendido de los sindicalistas, comunistas, etc. Porque hubo un tiempo en que, como ahora a ciertos católicos les basta con declararse católicos para asumir todas las sabidurías, los socialistas extremos creían poseer en cifras todas las verdades y desdeñaban la ciencia burguesa. También entonces había una crítica literaria socialista donde volcaban toda su miseria mental y todo su rencor las almas menos bellas del tiempo.
—Pero con todo eso no responde usted al razonamiento del señor Massis.
—¡Ah! Pero ¿es un razonamiento? Me había parecido más bien un juego de palabras. Cuando dice que el catolicismo nos introduce en el centro de lo real, se ampara en un equívoco. Esa realidad, ese centro y esa introducción entiéndanse religiosamente, y entonces su afirmación es congruente. Pero entonces no se añada que el católico, como tal, sabe lo que es la realidad y posee un ejemplar doctrinal de estética. De la religión no se deriva una filosofía ni, en general, una ciencia, menos aún una estética y todavía menos una crítica literaria. No basta ser católico para hallarse en posesión de tan espléndido patrimonio. Ni hay idea que los verdaderos católicos debieran perseguir con mayor denuedo que ésta. Precisamente, la suma originalidad del catolicismo frente a todas las demás religiones es que separa de manera radical la fe de la ciencia y la vez postula la una para la otra sin allanar violentamente su fecunda diferencia. La fides quaerens intellectum de San Anselmo es acaso el lema más fértil que se ha inventado y el que más agudamente define la mente del hombre. La fe que siente su propia plenitud en forma de enorme sed de intelecto —no de petulante satisfacción propia, no suponiéndose, ya y sin más, intelecto; he ahí la audacia admirable del catolicismo. La fe no se contenta consigo misma: exige pruebas de la existencia de Dios, pruebas racionales, por a + b. No es una fe holgazana, no exonera de la fatiga intelectual, no nos da la ciencia, sino que, al revés, la exige. El señor Massis juega del vocablo. Habla equívocamente del catolicismo como religión y como una determinada filosofía que se ha dado en llamar católica: el tomismo. Su crítica literaria, en verdad no es católica, sino tomista; como son tomistas todos los escritores de Francia que hacen ahora una ofensiva bastante ofensiva, bajo una bandera de catolicidad.
—¿Y no le parece a usted obra benéfica? La mente contemporánea vive perdida en la mayor confusión. Esto es patente, sobre todo en el orden artístico. Los escritores a que usted se refiere proponen la salud en el tomismo, que es una doctrina integral y taxativa.
—Es cierto: vivimos en una espléndida confusión. Pero ¡qué le vamos a hacer! Dios impone a la historia épocas que parecen claras y épocas que parecen confusas. Nuestro deber es aceptar lealmente la hora a que hemos sido citados sobre el planeta, y si es de confusión, confundirnos denodadamente, sin ahorrar esfuerzo, la pupila alerta y el corazón lo más poroso posible. Lo otro es ilusorio —en ciencia como en arte. Pregonar el tomismo como un específico no nos adelanta nada, como nada adelanta al artista que bracea angustiosamente náufrago en la tormenta actual del arte invitarle al clasicismo. La vida del hombre y el curso de la historia son cosas más graves y más trágicas que todo eso. ¡Bueno fuera que estuviese en nuestra mano ser en cada momento lo que nos viniese en gana: tomistas y clásicos, por ejemplo!
—De modo que para usted tomismo y clasicismo…
—Sí; con todo respeto sea dicho, y reservándome un amplio margen para juicio más detallado y formal, tomismo, clasicismo y demás específicos me parecen cosas que inventan los hombres para no trabajar. Apartémonos cortésmente, pero un poco aburridos, de las personas que nos las proponen con gesto farmacéutico. El deber del hombre no es poseer, sea como sea, soluciones, sino aceptar, sea como sea, los problemas. Y éstos son siempre los actuales, son el destino de cada generación.
—Pero reconoce usted que el pensamiento europeo vive hoy en plena confusión…
—Si quita usted el «plena», lo reconozco resueltamente, y, además, resueltamente lo aplaudo. Algún otro día que hayamos de nuevo ejercitado nuestra musculatura y encontremos otro guardia benéfico que nos recluya en la prisión, le confesaré a usted por qué me parecen convenientes para Europa unos años de ésa llamada confusión.