EL DEBER DE LA NUEVA GENERACIÓN ARGENTINA

TENGO una nueva deuda de gratitud con la juventud argentina que voy a pagar ahora mismo. Recibo dos revistas nuevas, una de Buenos Aires, otra de La Plata. Una se llama Valoraciones, otra Inicial. Ambas están llenas de cosas que son sólo una: anhelo, afán, trepidación de aparato con alas, que, aun en tierra, quiere partir no se sabe hacia qué estrella. En Valoraciones veo una nota sobre mi libro «España invertebrada». En esta nota de Carlos Américo Amaya no hay enormes palabras de elogio hacia el autor, pero hay algo mejor que eso, más sabroso, más halagüeño: comprensión. Es la nota más exacta que se ha hecho sobre aquel libro mío. (Aquel libro mío, como en su prólogo se dice, no tiene la pretensión de ser un libro sino más bien el apunte de un sistema). En España se han consumido en poco tiempo sobre dos ediciones de la obra. ¿Diré yo esto a modo de reclamo y para dar importancia al libro? Me parece que no, porque lo digo con el fin de añadir lo siguiente: en España no se han escrito más de dos o tres artículos sobre él y éstos vanos u oblicuos. Ahora bien; un hombre cuya producción consista en un deleitoso flujo literario, un poeta, un novelador, un estilista puede contentarse con ser leído. Pero yo no soy nada de eso.

En cambio, mis libros, mejores o peores, tienen siempre un tema, un asunto objetivo sobre el cual he pensado, del cual he tomado una vista ideológica. Me es, por consiguiente, necesario que otros miren el hecho de que yo pretendo hacer la anatomía y confronten mi imagen con la suya. De otro modo no llegaré nunca a sospechar la medida de mi error o mi acierto. El pensamiento no es, como la literatura, monólogo, sino esencialmente diálogo. Esto está ya muy claro en Platón. Sócrates acusa a los sofistas de monologadores. Vosotros —dice poco más o menos— cuando se os pregunta algo respondéis con un largo discurso —macrología— y no paráis hasta que se os obliga a callar, como los vasos de bronce que, apenas rozados, se dilatan en largos sonidos hasta que alguien les pone un dedo encima. Sócrates practicaba, a diferencia de los sofistas, una exquisita plenitud intelectual. No quería ofuscar ni arrebatar al auditorio, sino convencer, es decir, llegar a profundo acuerdo con el prójimo, coincidir con él en la verdad. Por esta razón Sócrates hace del mero auditorio un interlocutor, a cada frase se detiene y pregunta si el otro está de acuerdo. Este contesta y así sucesivamente. El monólogo largo y de una pieza, la macrología, se ha fragmentado en mínimos trozos, se hace micrología y se reparte entre dos. Así nace el diálogo y con él la dialéctica. El pensamiento honesto es siempre en tal sentido dialéctica. Y la dialéctica es colaboración.

La vida intelectual española cruza ahora por una etapa de audaz monologuismo. Cuando se interrumpe este uso no es para dialogar, sino, al contrario, para ejecutar alguna estúpida agresión al prójimo escritor. Nadie se otorga el lujo de comprender a otro y, partiendo de esta comprensión, tal vez rebatirle. Me temo que, en general, acontezca lo mismo en la Argentina, y por eso quiero aprovechar la gentil excepción que estas dos revistas me presentan para denunciar el grave peligro que corre el intelecto hispano-americano. Si el temperamento al uso prosiguiera, dentro de pocos años caeríamos en la más incorregible idiocia. El intelecto no tiene más excitante ni más gimnasia ni más nutrimento que una peculiar y lujosa voluptuosidad por la verdad. Quien no sienta ese placer casi erótico de alargar la mano y palpar estremecido las formas deliciosas de una idea en que la realidad ha dejado impresas su seno y su mejilla, puede estar seguro de que a los treinta años se le parará la inteligencia.

No hace mucho existía en París una «Unión pour la verité». Esta sociedad publicaba unos cuadernos donde los hombres de ciencia y de letras discutían entre sí, de espaldas al público, sin tolerarse vanos aspavientos, felonías ni otras ruindades inspiradas por el afán de quedar encima. Un rigoroso imperativo de veracidad presidía a la polémica. Yo pienso fundar en Madrid una sociedad parecida que se llamará «Diálogo». Sus miembros se reunirán un día a la semana para discutir sobre algún asunto. La controversia se recogerá taquigráficamente y se publicará a fin de que puedan participar en este canje espiritual personas lejanas. Una insolencia, una pedantería, una deslealtad serán automáticamente castigadas con la exclusión. La verdad no es, en verdad, más que un deporte y, por lo mismo, conviene cultivarla con la moral y la disciplina más rigorosas, que son las usadas en los juegos. Acaece el deshonor de que los intelectuales tienen ahora que reaprender la ética de los futbolistas. Suponiendo que sea esto un deshonor. Porque el hecho es que todas las normas rígidas han nacido históricamente en el deporte de los nobles. El propio Platón no sabe encomiar más altamente la filosofía que llamándola «la ciencia de los hombres libres, de los nobles, de los caballeros» —he episteme tôn eleutherôn— y es como si la llamase el Gran Deporte.

La desmoralización de las juventudes intelectuales en Europa es superlativa. Probablemente se trata de un síntoma entre tantos de la vitalidad menguante en el viejo continente. ¿Por qué no había de sentir la actual generación argentina el orgullo de querer ser una generación ejemplar, de iniciar una línea de ascendente clasicismo? Por clasicismo entiendo ahora una sola cosa: férrea disciplina interior. Todas las labores valiosas que se han cumplido en la historia nacieron de esa disciplina dura, vibrante, que no consiente el menor abandono o flojera, la disciplina que reina en las plazas sitiadas. Una juventud que aspire a ser no consecuencia, repercusión, eco del pretérito en decadencia, sino, al contrario, iniciación de un proceso ascensional y constructor —el proceso en que se crea esa enorme cosa que es un gran pueblo— tiene que sentirse sitiada por el vulgo inerte. Esta sensación de aislamiento ha sido siempre el máximo estímulo, la genial incitación que mantiene tenso el ánimo de las minorías selectas, las cuales son selectas —entiéndase bien—, ante todo y sobre todo porque se exigen mucho a sí mismas. El hombre que se impone a sí propio una disciplina más dura y unas exigencias mayores que las habituales en el contorno, se selecciona a sí mismo, se sitúa aparte y fuera de la gran masa indisciplinada donde los individuos viven sin tensión ni rigor, cómodamente apoyados los unos en los otros y todos a la deriva, vil botín de las resacas. Por eso el lema decisivo de las antiguas aristocracias, forjadoras de nuestras naciones occidentales, fue el sublime Noblesse oblige. Nada se puede esperar de hombres que no sientan el orgullo de poseer más duras obligaciones que los demás. La nobleza en el hombre, como en su hermano mayor el animal es, ante todo, un privilegio de obligaciones. El caballo de raza lo es, ante todo, porque tiene obligación de correr más que el vulgar o resistir más largamente.

En esta disciplina de la juventud hay un punto que es el más delicado de todos y, a la par, el decisivo. La juventud necesita dejarse influir. Una mocedad hermética que no se deja penetrar por formas ejemplares de vida renuncia a formarse el tesoro interior de ideas y emociones que han de operar luego como magníficos resortes orgánicos. Biológicamente, parece haber sido prevista la juventud como una etapa de enérgica absorción. El mozo tiene que dejarse transir hasta el eje mismo de su persona por toda ejemplaridad. El resto de la vida será, por desgracia, una incesante esgrima con que impedimos ser divinamente vulnerados por la aguda perfección. Quiera o no, en virtud de una ley inexorable, el organismo se va obliterando, formando un caparazón defensivo que ampara lo que haya dentro, pero impide todo nuevo ingreso del exterior. Conviene, pues, llegar a la madurez con los sótanos del alma bien pertrechados.

Pero esta necesidad biológica de dejarse influir que siente toda sana juventud le obliga a cultivar en sí un fino instinto de elección. Sobre todo cuando se trata de influencias intelectuales. El joven exento de una vigorosa disciplina tenderá a preferir como ejemplares aquellas actitudes que es más fácil imitar. De aquí que en las generaciones decadentes los jóvenes rindan culto fervoroso al aspaviento. Por el contrario, en las generaciones ascendentes es la mocedad un juez terrible, insobornable, que exige a quien pretenda influir sobre él la más impecable honestidad. ¿Honestidad? No sé bien por qué he empleado este vocablo habitado por resonancias éticas y, consiguientemente, patéticas. Fuera más simple y cabal decir «talento». El mozo debe exigir a quien pretenda influir en él simplemente eso. Si se trata de influencia ideológica, el talento consiste en pensar pensamientos que ajusten sutilmente con la realidad. Nada más, nada menos. ¿A qué gestos? Quien carece de ese talento buscará un sustitutivo en grandes ademanes de heroísmo político. En vez de averiguarnos una nueva verdad gritará que la libertad está amenazada, cuando lo que esperamos es que descubra alguna ley psicológica o estética, algún secreto nexo histórico, alguna intacta visión metafísica. Otras veces, en lugar de la gran gesticulación tribunicia, el escritor exhausto prefiere segregar «elegancia». Hará el desdeñoso, pondrá los ojos en coulisse, cuando de lo que se trata es simplemente de disparar la flecha de la idea y alcanzar bajo el ala una verdad que trasvuela. ¡Cuánta diferencia entre todo esto y esas lecturas de que salimos más densos, con un extraño aumento de peso espiritual, porque hemos recibido visiones ponderables!

No se puede esperar nada de una juventud que no sienta la urgencia de adquirir un repertorio de ideas claras y firmes. Una impetuosa aspiración hacia la luz hermana de la que reside en el vegetal, me parecería el mejor síntoma de una nueva generación. ¿Es esto lo que sienten los jóvenes redactores de Valoraciones y de Inicial? Yo creo que sí, pero debo lealmente agregar una reserva: en ambas revistas predomina con exceso el ataque a lo que no se estima sobre la definición de lo que se piensa. Esto no significa una invitación al pacifismo. Juventud es beligerancia. (En un ensayo próximo a publicarse —«El Estado, la juventud y el Carnaval[68]»— se verá todo el grave contenido que encierra para mí esta aseveración). Pero es un error creer que el guerrero esencial se complace en el ataque. Todo lo contrario. Para el buen aficionado a los secretos psicológicos nada más curioso que sorprender en la manía de atacar un síntoma de debilidad, una preocupación defensiva. El hombre fuerte no piensa nunca en atacar: su actitud primaria es simplemente afirmarse. La serena y despreocupada afirmación de una doctrina, de una voluntad, de un deseo, es la verdadera ofensiva del temperamento guerrero. El ataque es para él cosa secundaria y siempre respuesta a un prójimo que se sintió ofendido por la enérgica paz de su afirmación. En la vida intelectual es esto de una evidencia superlativa. El escritor que propende demasiado a la polémica es que no tiene nada que decir por su cuenta. Para mí ha llegado a ser esto una señal infalible. Me parecía un heroísmo inverosímil que un hombre repleto de nuevas ideas sobre las cosas en vez de exponer éstas se ocupase en combatir las ideas de otros. La auténtica ofensiva intelectual es la expresión de nuevas doctrinas positivas.

La Nación, de Buenos Aires, 6 de abril de 1924.