I
YO había leído este librito de Herbert Van Leisen, titulado Mirabeau y la política real, con prólogo de Jacques Bainville, esperando alguna nueva claridad sobre el magnífico provenzal[147]. Siempre he creído ver en Mirabeau una cima del tipo humano más opuesto al que yo pertenezco, y pocas cosas nos convienen más que informarnos sobre nuestro contrario. Es la única manera de complementarnos un poco. Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo del político. Arquetipo, no ideal. No debiéramos confundir lo uno con lo otro. Tal vez el grande y morboso desvarío que Europa está ahora pagando proviene de haberse obstinado en no distinguir los arquetipos y los ideales. Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad. Si nos habituásemos a buscar de cada cosa su arquetipo, la estructura esencial que la Naturaleza, por lo visto, ha querido darles, evitaríamos formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo que contradice sus condiciones más elementales. Así, suele pensarse que el político ideal sería un hombre que, además de ser un gran estadista, fuese una buena persona. Pero ¿es que esto es posible? Los ideales son las cosas recreadas por nuestro deseo —son desiderata. Pero ¿qué derecho tenemos a considerar lo imposible, a considerar como ideal él cuadrado redondo?
Hace mucho tiempo he postulado una higiene de los ideales, una lógica del deseo. Tal vez lo que más diferencia la mente infantil del espíritu maduro es que aquélla no reconoce la jurisdicción de la realidad y suplanta las cosas por sus imágenes deseadas. Siente lo real como una materia blanda y mágica, dócil a las combinaciones de nuestra ambición. La madurez comienza cuando descubrimos que el mundo es sólido, que el margen de holgura concedido a la intervención de nuestro deseo es muy escaso y que más allá de él se levanta una materia resistente, de constitución rígida e inexorable. Entonces empieza uno a desdeñar los ideales del puro deseo y a estimar los arquetipos, es decir, a considerar como ideal la realidad misma en lo que tiene de profunda y esencial. Estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza y no de nuestra cabeza: son mucho más ricos de contenido que los píos deseos y tienen mucha más gracia. En definitiva: el «idealismo» vive de falta de imaginación. Todo el que sea capaz de imaginarse con exactitud realizado su abstracto ideal sufre una desilusión, porque ve entonces cuán sórdido y mísero era si se compara con la fabulosa cuantía de cosas deseables que la realidad, sin nuestra colaboración, ha inventado. Sería admirable que, para confusión de los «idealistas», aun de los mayores, de Platón o de Kant, un irónico taumaturgo dejase por unas horas reducido el universo a lo que éste sería según su esquemático programa.
El «ideal» al uso es menos, y no más, que la realidad. Así, el atributo de buena persona que imponemos al político ideal es muy fácil de imaginar y definir; en cambio, todo lo demás que constituye al gran político no podríamos jamás extraerlo de nuestra minerva, sino que necesitamos humildemente esperar a que la Naturaleza tenga a bien inventarlo ella, magníficamente, y se resuelva a parir un titán como Mirabeau. Una vez que está ahí, por obra y gracia de las potencias cósmicas, nosotros, ingratos y petulantes, nos apresuramos a censurar el engendro, porque no tiene las virtudes de un honrado y corriente burgués. La humanidad es como la mujer que se casa con un artista porque es artista y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado.
El librito del señor Van Leisen está muy lejos de aclararnos punto alguno de importancia sobre Mirabeau. Pertenece a una clase de emanaciones impresas que cada día son más frecuentes, por mala ventura, en las letras de Francia. Son obras maniáticas, de angosto horizonte, que ni siquiera aspiran a la agudeza intelectual. Así, el señor Van Leisen, discípulo de Maurras, se propone, con el beneplácito de Bainvillé, no más que demostrar la identidad radical entre la política de Mirabeau y la de Luis XIV y Luis XV. Este es el propósito; pero claro es que no hay ni la apariencia del logro.
La política de Mirabeau no tiene oscuridad alguna. Como los hechos de todo un siglo se encargaron de comprobar, fue la obra más clara que se intentó en la Revolución Francesa. Si algo en el mundo tiene derecho a causar sorpresa y maravilla, es que este hombre, ajeno a las Cancillerías y a la Administración, ocupado en un tráfago perpetuo de amores turbulentos, de pleitos, de canalladas, que rueda de prisión en prisión, de deuda en deuda, de fuga en fuga, súbitamente, con ocasión de los Estados Generales, se convierta en un hombre público, improvise, cabe decir que en pocas horas, toda una política nueva, que va a ser la política del siglo XIX (la Monarquía constitucional); y esto, no vagamente y como germen, sino íntegramente y en su detalle; crea no sólo los principios, sino los gestos, la terminología, el estilo y la emoción del liberalismo democrático según el rito del Continente. En un instante, Mirabeau ve en todo su futuro desarrollo la nueva política, y ve más allá aún: ve sus límites, sus vicios, sus degeneraciones y hasta los medios de desacreditarla, que han sido, en efecto, lo que siglo y medio más tarde la han traído al desprestigio. Quien quiera convencerse de que este hecho portentoso ha acaecido y no es una fantasía ni un inexacto encarecimiento, lea cualquier libró sobre Mirabeau[148] —menos el del señor Van Leisen, que, a decir verdad, no pretende tampoco estudiar su fisonomía histórica.
Pero el pensamiento político es sólo una dimensión de la política. La otra es la actuación. Sin preverlo él mismo, Mirabeau encuentra en sí, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de vida pública: la oratoria romántica, la magnífica musa vociferante de los Parlamentos continentales, que sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres, haciendo tormentas e imponiendo calmas. El efecto de su primer discurso fue electrizante. Un testigo de la sesión —el reflexivo Dumont, nos lo dice: «En el tumultuoso preludio de las Comunas no se había oído aún nada comparable en fuerza y dignidad: fue como una delicia nueva, porque la elocuencia es el encanto de los hombres reunidos». Su estatura enorme, su cabeza de gigante y la cabellera ampulosa, que la aumentaba, le daban un aire de león.
Se dirá que todo eso —oratoria y pelambre y leonismo— es retórica. Ya es bastante que fuera retórica. Pero demos que sólo sea eso. No es retórica, en cambio, su valor personal y de la especie propia al político, que es el valor ante los encrespamientos multitudinarios. Si entera la Asamblea Nacional se levanta contra él, Mirabeau no se inmuta, no pierde un quilate de serenidad; al contrario: su mente se aguza, penetra mejor la situación, la hace transparente, la disocia de sus elementos y pasa gentil al otro lado, llevando a la rastra, domesticada, aquella misma Asamblea unos minutos antes tan arisca y tan fiera. (A esto llamaba él déterminer le troupeau). Del león, pues, tendría la retórica y la melena; pero también el coraje, la serenidad y la garra. (Este león decía en un discurso al chacal Robespierre: «Joven, la exaltación de los principios no es lo sublime de los principios»).
Más clarividente que los historiadores de un siglo después, no se dejó engañar por las quejas de hambre y carestía, tópico de la época que aquéllos han tomado en serio, enalteciendo ambas plagas hasta el rango de causas de la revolución. Francia estaba mejor que nunca, y, por lo mismo, necesitaba un Estado más ancho. Mirabeau lo percibe con toda evidencia y quisiera convencer de ello al rey mediante el ministro Montmorin. Por eso escribe a éste: «Francia no se ha sentido nunca más fuerte ni más saludable, intrínsecamente hablando; jamás ha estado tan cerca de desarrollar toda su estatura. El único mal que hay es el muy pasajero inconveniente de una Administración poco sistemática y el miedo ridículo de recurrir a la nación para constituir la nación».
Mirabeau no se apea de esto. Había inexorablemente llegado el tiempo de constituir la nación por medio de la nación misma, y todo lo demás eran zarandajas. Los expedientes y arbitrismos que se proponían a Luis XVI en forma de despotismos ilustrados o sin ilustrar, tiranías, dictaduras, le parecían puras superfluidades; peor: le parecían caminos funestos. Con la visión profética que abunda en sus locuciones, dijo a los palaciegos: «Así se conduce un rey al patíbulo».
No se comprende que mente tan sagaz confiase en que el rey habría de reconocer la situación. La clave está acaso en que Mirabeau, de espíritu liberal y democrático, era de alma y de raza un noble. Ahora bien; el noble, por muy inteligente que sea, por muy libre de prejuicios que se imagine, suele padecer un fatal misticismo palatino.
Sin embargo, en aquel estadio histórico no había más que una posibilidad seria: la Monarquía constitucional. Mirabeau fue el único que vio esto sin vacilaciones. Los demás, o eran demasiado monárquicos, o demasiado constitucionales. Descartados aquéllos por la violencia popular, fueron éstos —los archirrevolucionarios, los radicales— quienes hicieron fracasar la revolución. Pues no debe olvidarse que la Revolución Francesa —uno de los trozos más animados de la historia universal— fue un completo fracaso. Los principios por ella defendidos tardaron casi un siglo en lograr una aproximada y tranquila instauración. Fracasó porque en la Asamblea Nacional no había más que un político auténtico que, además, desapareció en 1791. Mirabeau sentía sumo desdén por aquellos colegas definidores, geómetras del Estado, que tenían la cabeza llena de fórmulas luminosas, tan luminosas, que los ofuscaban en el trato con las cosas. De ellos decía: «Yo no he adoptado jamás ni su novela ni su metafísica ni sus crímenes inútiles».
Dotado de una capacidad de trabajo fabulosa, Mirabeau era un organizador nato. Donde llegaba ponía orden, síntoma supremo del gran político. Ponía orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas. Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.
Como siempre es delicioso contemplar la perfección, conmueve leer la historia de estos primeros tiempos revolucionarios, de esta primera etapa en la vida de la Asamblea, porque se ve a un hombre que posee el genio de su oficio henchir sobradamente el perfil de éste, moverse elástico y triunfante, rebosar toda circunstancia. La Asamblea se veía forzada a tomar medidas que la defendieran del poder sugestivo que sobre ella misma ejercía este único varón. Su muerte fue declarada desdicha nacional, y su enorme cadáver inauguró el Panteón de Grandes Hombres.
Pero he aquí que después fueron descubiertas las pruebas de su venalidad. Mirabeau, que era cuanto acabo de decir, era además un hombre inverecundo. En seguida el pedante que siempre está a punto, a la sazón Joseph Chénier, pidió la palabra en la Asamblea y propuso que los restos de Mirabeau fuesen extraídos del Panteón «considerando que no hay grande hombre sin virtud». ¡La gran frase!
Ella nos plantea la cuestión. Porque la historia de Mirabeau recuerda gravemente la de César y, en varia medida, la de casi todos los grandes políticos. Con rara coincidencia, el gran político ha repetido siempre el mismo tipo de hombre, hasta en los detalles de su fisiología.