VIII
No se imputará al autor de este ensayo tendencia a intelectualizar la figura del político. Más bien he procurado exagerar lo que hace de éste una especie de hombre opuesta a la del intelectual. Pero ya se ve: si en sus cimientos orgánicos y en su mecanismo psicológico es el político la fórmula inversa del hombre destinado a la intelección, no será gran político si no posee una política de alta mar, de poderosa envergadura y larga travesía, si no ha tenido la revelación de lo que con el Estado hay que hacer en una nación. Ahora bien: esta clarividencia es obra de intelecto, y parece, por tanto, ilusorio creer que el político puede serlo sin ser, a la vez, en no escasa medida, intelectual.
Esta nota de intelectualidad que, como un fuego de San Telmo, corona la enérgica figura del hombre de acción, es, a mi juicio, el síntoma que distingue al político egregio del vulgar (animalote) gobernante. Porque esos otros ingredientes, sin duda brutales, que constituyen su soporte vital, su peana psicofisiológica, aparecen en no pocos individuos. Casi todos los hombres de acción los poseen. Pero éste es, a mi juicio, el error: creer que un político es, sin más ni más, un hombre de acción, y no advertir que es el tipo de hombre menos frecuente, más difícil de lograr, precisamente por tener que unir en sí los caracteres más antagónicos, fuerza vital e intelección, impetuosidad y agudeza. De la mente clarísima se derrama entonces sobre las potencias inferiores que sirven a la acción un extraño fluido que las unge y fertiliza, prestándoles una gracia elevada, una elasticidad y un ritmo tan certero, que alejan de ellas la tosquedad, la barbarie en que consisten.
En esto, como en todo lo que al político se refiere, es el mayor ejemplo César. Su perfil prodigioso puede valer como paradigma del género y dosis de intelectualidad que aquí se exige al gran político. Compáresele con Mario, con Pompeyo, con Marco Antonio, fila espléndida de fogosos animales humanos. A todos les falta la llamita de San Telmo que produce en las cimas la combustión del espíritu. Ninguna visión y previsión les visita. Son enormes autómatas bajo el Destino. En César, el Destino no cae desde fuera, sino que va en él, que él lo lleva y lo es. Porque en ello radica el señorío supremo que ha sido otorgado al espíritu. Como todo en el universo, avanza él también sometido al Destino. (Lo que no es Destino es sólo frivolidad). Pero el espíritu ve ese Destino, lo hiere y traspasa con su dardo de comprensión. Comprender es captar. Destino comprendido Destino capturado, domesticado. César lo lleva junto al flanco como un can dócil.
Es César un caso ejemplar de agudeza intelectual. En su tiempo nadie veía en torno más que problemas de cariz insoluble. César vio la solución, clara, radiante, fecunda. Y esta solución brotaba sencillamente de una rigurosa comprensión analítica de lo que era la sociedad romana en aquel instante, de lo que podía ser, de lo que no podía ya ser[153]. Como casi todas las grandes soluciones, tuvo ésta un aspecto paradójico. Los males de Roma —todo el mundo, y principalmente los conservadores insistían en ello— eran oriundos de la fabulosa expansión a que el poderío romano había llegado. Por eso los conservadores demandaban la cesación de todo nuevo crecimiento. La solución de César —que los siglos han comprobado en una experiencia milenaria— fue estrictamente contraria: la ilimitada ampliación, el imperio universal, la inclusión en el orbe romano del intacto Occidente —que era entonces, frente a las viejas naciones orientales, la tierra nueva, la América de los antiguos.
Pero esta solución, que se deja comprimir como un medicamento en fórmula tan simple, supone un vasto análisis de la situación histórica a que Roma había llegado, un exquisito sopesamiento de las fuerzas que integraban la sociedad, una audaz resolución visual que le permitió ver la forma del Estado romano, aún vigente, instalada, consagrada como un mísero pasado que se sobrevivía. Para mí es este poder de reconocer lo muerto en lo que parece vivir el rasgo sobresaliente de una genialidad política.
En el caso de César, repito, se encuentra, a la intemperie y paradigmáticamente, esa intuición de lo que con el Estado hay que hacer en una nación.
En Mirabeau, que tan al aire ostenta las fuerzas titánicas del político, aparece menos evidente ese elemento de inspiración. No porque le faltase. Ya hemos notado la certidumbre y seguridad con que, desde luego, penetra el Destino de Francia. Pero en 1780, lo que había que hacer con el Estado en la nación era relativamente poco. La nación había llegado a un momento de salud plenaria, de riqueza moral y material. Cinco, seis siglos de labranza habían puesto en actividad histórica la casi totalidad del pueblo francés. La civilización, rezumando de estrato en estrato, había fecundado casi hasta las últimas capas sociales. Lo que había de hacer con el Estado era muy sencillo: quitarlo, reducirlo a su mínima expresión, interponerlo lo menos posible entre los individuos, hacer que fuese como la imagen virtual de la sociedad misma al mirarse en el gran espejo de la autoridad. Esto fue la Democracia —gobierno de la sociedad por la sociedad.
César tenía que hacer más. Era preciso reorganizar, con el Estado, la misma sociedad. Su muerte prematura dejó la trayectoria de su pronóstico tan sólo iniciada, pero con unas u otras infidelidades, eso vino a ser la política del Imperio, que poco a poco plasmó una nueva sociedad[154].
Para mí, el caso de la España actual plantea un problema de pareja índole. Lo que hay que hacer no es tanto ni por sí un Estado ad hoc —como en tiempos de Mirabeau— cuanto una sociedad nueva. Para ello es, claro está, preciso un nuevo Estado; pero la misión que ha de servir y que ha de orientar la mente cuando aspira a inventarlo, no se halla en él mismo, sino en sus efectos para transformar la sociedad actual española, prácticamente paralítica, en una nueva sociedad dinámica.
Esta situación no es peculiar de España. Con factores adyacentes muy distintos, que obligarían a reconocer grandes diferencias, la situación es la misma en las demás naciones europeas. En ninguna de ellas —y al revés que en Francia hacia 1780— la sociedad se encuentra sobrada de potencias para afrontar la existencia actual. Son pueblos muy viejos, y la vejez se caracteriza por la acumulación de órganos muertos, de materias córneas; crecen uñas, cabellos, callosidades en detrimento del nervio y del músculo. Porciones enteras del organismo han caído en anquilosis. Así va Europa, nave cargada de obra muerta que un largo pretérito ha depositado en sus flancos y quilla. ¡Difícil navegación! Es preciso aligerar la nave; volver a lo claro y esencial —ser puro músculo y nervio y tendón. La reforma tiene que ser primariamente de la sociedad, a fin de obtener un cuerpo público sobremanera elástico, capaz de brincar sobre continentes —América, Asia, África.
¿Será posible tal empresa? Por lo menos es evidente que en el visible horizonte de Europa falta el tipo de hombre político capaz de inspiraciones suficientemente agudas que pongan en la pista de lo que hay que hacer. Conforme adelanta la historia de un pueblo o grupo de pueblos, va siendo más insólita la figura del verdadero político. La razón no es arcana. En las edades primeras las sociedades, sin pasado tras sí, son de estructura más sencilla y su análisis más fácil. El hombre de acción no ha menester de gran vigor intelectual para descubrir lo que hay que descubrir. Pero en el progreso de los tiempos la sociedad se complica y los políticos necesitan ser cada vez más intelectuales, quiérase o no. Ahora bien: dificultad de unir lo uno con lo otro, la inverosimilitud de que en un hombre coincidan ambas dotes opuestas va creciendo progresivamente. Tanto, que en cierta hora, la última, la más grave, cuando más falta hacían, no se encuentran. El que haya perseguido con alguna curiosidad los últimos siglos de Roma, habrá notado este trágico hecho: el gran político no parece. En vez de reconocer la forzosidad de unir la fuerza con la inteligencia, se hacen ensayos de exclusivismo, acentuando al extremo la dote de fuerza y se buscan puros hombres de acción. Así se explica que en aquella sazón de Roma moribunda, cuando más oportuno hubiera sido un César, sólo encontramos a Estilicón, soldado.
Vanos son todos los intentos que ahora en Europa, como entonces en Roma, se hacen para sacar avante naciones atascadas, eliminando de su dirección la inteligencia. En una tribu primigenia, aun en un pueblo saludable y simplemente bárbaro, fuera acaso eficaz el propósito, pero en sociedades muy viejas no es la pretendida simplificación de las cuestiones y los métodos la receta mejor.
Conviene dar nombre a esa forma de intelectualidad que es ingrediente esencial del político. Llamémosla intuición histórica. En rigor, con que poseyese ésta le bastaría. Pero es muy poco verosímil que pueda darse en una mente sin haber sido previamente aguzada por otras formas de inteligencia ajenas por completo a la política. César, mientras pasa en su litera los Alpes, compone un tratado de Analogía, como Mirabeau escribe en la prisión una Gramática, y Napoleón, en su tienda de campaña, sobre la nieve rusa, el minucioso Reglamento de la Comedia Francesa. Yo siento mucho que la veracidad me obligue a decir que no creeré jamás en las dotes de un político de quien no haya oído cosa parecida. ¿Por qué? Muy sencillo. Esas creaciones suplementarias y superfluas son síntoma inequívoco de que esos hombres sentían fruición intelectual. Cuando una mente se goza en su propio ejercicio y al audaz obligado añade el lujoso brinco —como el músculo del adolescente que complica la marcha con el salto por pura delicia de gozar su propia elasticidad—, es que posee su pleno desarrollo, que es capaz de todas las penetraciones contemplativas.
No se pretenda excluir del político la teoría; la visión puramente intelectual. A la acción, tiene en él que preceder una prodigiosa contemplación: sólo así será una fuerza dirigida y no un estúpido torrente que bate dañino los fondos del valle. Lindamente lo dijo, hace cinco siglos, el maestro Leonardo: La teoría è il capitano e la prattica sono i soldati.