II
«Considerando que no hay grande hombre sin virtud», dijo Joseph Chénier para denigrar la memoria de Mirabeau. Se comprende que todo el mundo le hiciese caso, porque había dicho una «frase», y durante mucho tiempo, el europeo ha necesitado para vivir respirar frases como balones de oxígeno[149].
Yo propongo ahora al lector que cargue un rato su atención sobre esta «frase» y procure analizar con cautela su sentido. Chénier se refiere especialmente al grande hombre político; de suerte que al oír o leer la primera parte del juicio por él formulado, si queremos llenar de significación las palabras «grande hombre», nuestra mente se orienta hacia realidades como César o Mirabeau. Avanzan entonces hacia nosotros, como heroicos fantasmas, las ciclópeas calidades de estos hombres o sus congéneres. Vemos su inagotable energía, la tensión constante de su esfuerzo, la fertilidad y monumentalidad de sus proyectos, la rapidez, la eficacia con que los ejecutan, la previsión genial de los acontecimientos, la entereza y serenidad con que acogen los peligros, el garbo triunfal de su actitud en todas las circunstancias. Si en algún momento, por descuido trivial, se nos ocurre calificar sus acciones de egoístas, nos corregimos al pimío avergonzados, porque caemos en la cuenta de que en estos hombres el ego está ocupado casi totalmente por obras impersonales, mejor dicho, transpersonales. ¿Tiene sentido decir de César que era egoísta, que vivía para sí mismo? Pero ¿en qué consistía el «sí mismo», el «yo» de César? En un afán indomable de crear cosas, de organizar la historia. Por eso toma sobre sí, con la misma naturalidad, los grandes honores y las grandes angustias. Y es inaceptable que el hombre mediocre, incapaz de buscar voluntariamente y soportar estas últimas, discuta al grande hombre el derecho al grande honor y al gran placer.
Nuestro tiempo no hubiera nunca inventado estas dos palabras: magnanimidad y pusilanimidad. Más bien lo que ha hecho es olvidarlas, ciego para la distinción fundamental que designan. Desde hace siglo y medio todo se confabula para ocultarnos el hecho de que las almas tienen diferente formato, que hay almas grandes y almas chicas, donde grande y chico no significan nuestra valoración de esas almas, sino la diferencia real de dos estructuras psicológicas distintas, de dos modos antagónicos de funcionar la psique. El magnánimo y el pusilánime pertenecen a especies diversas: vivir es para uno y para otro una operación de sentido divergente y, en consecuencia, llevan dentro de sí dos perspectivas morales contradictorias. Cuando Nietzsche distingue entre «moral de los señores» y «moral de los esclavos», da una fórmula antipática, estrecha y, a la postre, falsa de algo que es una realidad innegable.
La perspectiva moral del pusilánime, certera cuando trata de juzgar a sus congéneres, es injusta cuando se aplica a los magnánimos. Y es injusta sencillamente porque es falsa, porque parte de datos erróneos, porque al pusilánime le suele faltar la intuición inmediata de lo que pasa dentro del alma grande. Así en la cuestión que ahora tangenteamos. El magnánimo es un hombre que tiene misión creadora: vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras de gran calibre. El pusilánime, en cambio, carece de misión; vivir es para él simplemente existir él, conservarse, andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros —sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público. Sus actos no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible —ineludible como el parto. El pusilánime, por sí, no tiene nada que hacer: carece de proyectos y de afán rigoroso de ejecución. De suerte que, no habiendo en su interior «destino», forzosidad congénita de crear, de derramarse en obras, sólo actúa movido por intereses subjetivos —el placer y el dolor. Busca el placer y evita el dolor. Este modo de funcionar vitalmente que en sí encuentra le lleva a suponer, por ejemplo, que si un pintor se afana en su oficio es movido por el deseo de ser famoso, rico, etc. ¡Como si entre el deseo de fama, riqueza, delicias, y la posibilidad de pintar este o aquel gran cuadro, de inventar un estilo determinado, existiese la menor conexión! El pusilánime debía advertir que el primer pintor famoso no se pudo proponer ser un pintor famoso, sino exclusivamente pintar, por pura necesidad de crear belleza plástica. Sólo a posteriori de su vida y obra se formó en la mente de los otros, especialmente de los pusilánimes, la idear o ideal de ser «famoso pintor». Y entonces, sólo entonces, atraídos en efecto por las ventajas egoístas de ese papel —«ser famoso pintor»—, empezaron a pintar los pusilánimes, es decir, los malos pintores.
¿No es cómico que se califique a César de ambicioso? ¡Hay que ver! ¡César pretendía nada menos que ser un César, y Napoleón tuvo la avilantez de aspirar durante toda su vida al puesto ilustre de Napoleón! Este gracioso contrasentido resulta siempre que se considere la vida del grande hombre, u hombre de obras, bajo la perspectiva moral y según los datos psicológicos del hombre menor, sin destino de creación.
Pero la verdad es muy diferente: la previsión de placeres y honores tuvo sobre el alma de César tan poca influencia como, viceversa, la evitación de dolores. Así como el deseo de eludir sufrimientos no le apartó de su obra, tampoco le movió a ella la esperanza de delicias. Esto es lo que no comprenderá nunca bien el pusilánime: que para ciertos hombres la delicia suprema es el esfuerzo frenético de crear cosas —para el pintor, pintar; para el escritor, escribir; para el político, organizar el Estado.
La oposición entre egoísmo y altruismo pierde sentido referida al grande hombre, porque su «yo» está lleno hasta los bordes con «lo otro»: su ego es un alter —la obra. Preocuparse de sí mismo es preocuparse del Universo.
La «frase» de Chénier, en su segunda parte, habla de virtudes. Pero éstas no son esas cualidades que hemos descubierto en César o Mirabeau —no son las virtudes o virtualidades del grande hombre. Son, por el contrario, las maneras normales de comportarse los pequeños hombres, las almas chicas. Chénier exige a Mirabeau que sea Mirabeau y además que sea el señor Duval, uno de los varios millones de señores Duval que componían la mediocridad de Francia o de cualquier otro pueblo en cualquiera otra época. Porque, en efecto, estos millones de hombres son virtuosos: no estafan, no mienten, no estupran. Todo su valer se reduce a no hacer ninguna de esas cosas, en efecto, inmorales.
Conste, pues, que no me ocurre disputar el título de virtudes a la honradez, a la veracidad, a la templanza sexual. Son, sin duda, virtudes; pero pequeñas: son las virtudes de la pusilanimidad. Frente a ellas encuentro las virtudes creadoras, de grandes dimensiones, las virtudes magnánimas. Chénier no quiere reconocer el valor substantivo de éstas cuando faltan aquéllas, y esto es lo que me parece una inmoral parcialidad en favor de lo pequeño. Pues no es sólo inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior. Hay perversión dondequiera que haya subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. Y es, sin disputa, más fácil y obvio no mentir que ser César o Mirabeau. Ni fuera exagerado afirmar que la inmoralidad máxima es esa preferencia invertida en que se exalta lo mediocre sobre lo óptimo, porque la adopción del mal suele decidirse sin pretensiones de moralidad, y, en cambio, aquella subversión se encarece casi siempre en nombre de una moral, falsa, claro está, y repugnante.
En vez de censurar al grande hombre porque le faltan las virtudes menores y padece menudos vicios, en vez de decir que «no hay grande hombre sin virtud», en vez de coincidir con su ayuda de cámara, fuera oportuno meditar sobre el hecho, casi universal, de que «no hay grande hombre con virtud»; se entiende con pequeña virtud. Esto es lo que, en una u otra proporción, pero con escandalosa insistencia, nos muestra la historia. Y en lugar de evadimos por la dimensión vana de una «frase», debemos hincar ahí el bisturí del análisis. El pensamiento no nos ha sido dado para eludir los problemas, los agudos problemas bicornes, sino al contrario: para citarlos a cuerpo limpio y mancornarlos.
Es posible que el régimen de magnanimidad —sobre todo en el hombre público— incapacite para el servicio a las virtudes menores y arrastre consigo automáticamente la propensión para ciertos vicios. Esto es lo que puede verse con alguna claridad en el caso de Mirabeau.
Es preciso ir educando a España para la óptica de la magnanimidad, ya que es un pueblo ahogado por el exceso de virtudes pusilánimes. Cada día adquiere mayor predominio la moral canija de las almas mediocres, que es excelente cuando está compensada por los fieros y rudos aletazos de las almas mayores, pero que es mortal cuando pretende dirigir una raza, y apostada en todos los lugares estratégicos, se dedica a aplastar todo germen de superioridad.
Veamos, veamos un poco más de cerca a Mirabeau, por lo mismo que es de nuestro problema un caso extremo: el más inmoral de los grandes hombres.