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El periodista deportivo puede encontrar en su camino muchos momentos de imbecilidad minuciosamente sazonada. Es de obligado cumplimiento una serie de imponderables que la falta de rango imponen: largas esperas en las puertas de un estadio, en la antesala de un despacho, en el hall de un hotel, en los aeropuertos, en una sala de prensa sin teléfonos ni servicios, en la puta calle. Y, aquí, mi estimado lector, entra en escena el misterio del Jefe de Prensa.
El periodista deportivo conoce tres tipos de Jefes de prensa: los buenos (son mayoría y te resuelven los problemas. El maestro es Ricard Maxenchs y sus mejores discípulos, Tony Fidalgo, Femando Garrido, Antonio Bustillo, Roberto Fernández, el grupo de trabajo del Real Madrid: Marta, Patricia y Marcos, Luis Lucio y otros periodistas que saben hacer bien su trabajo), también están los malos (te crean los problemas) y, por último, al que se le cae la baba por la comisura de los labios. Este tercero tiene nombre y apellidos, pero no se trata de ofender a nadie en este libro, así que dejo su descripción y que este ciudadano se mire en el espejo de estas líneas: Eres un botarate y por eso tienes perdón. Tu imbecilidad me conmueve y comprendo que tu trabajo debe ser recompensado con un ascenso. Reconozco que interponer tu cara de pingüino entre dos partes que piensan es difícil, aún sabiendo que logras ser soez sin proponértelo. Valoro tu ingenio para eludir la menor responsabilidad y me gustan algunas de tus corbatas. Te supongo feliz por la expresión de tu rostro, satisfecho como estas de haber conseguido perjudicar a tantos con tan poco entendimiento. Sé que eres un cretino y que pese a todo podrás continuar por algún lado con tu ascenso. Tengo la esperanza que, al menos cuando alcances la cima, te tomes un descanso.