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La expansión del castellano. Durante muchos años, tal vez un puñado de centurias, en un lugar del Universo sus habitantes vivían confiados en su destino. Las generaciones se sucedían con la exactitud de la vida y la muerte. Inexorablemente aquel lugar se fue poblando de seres vivos que, nadie sabe como, se irguieron para caminar sobre sus cuartos traseros, utilizando las manos para fabricar utensilios y los dedos para contar.

En este lento proceso se fueron encontrando con el fuego, la rueda y el fútbol, que en su origen parece que se trataba de un ritual que consistía en golpear con los pies la cabeza cortada de un hombre. Se supone que al principio sin un fin concreto, esto es, sin la necesidad de introducir aquel cráneo en un lugar determinado. Así fueron creciendo, acostumbrándose a guisar la carne con el fuego y transportar la pesada leña con las ruedas.

El espíritu se alimentaba con el juego, allí se encontraban el jefe de la tribu y el pobre patizambo, la lujuriosa serpiente emplumada, la iguana y las matemáticas. Como diría Johan Cruyff, en un momento dado, el azteca y el andaluz se encontraron y decidieron jugarse su idioma a tres goles. Fue arbitro un jesuíta imparcial. 0-1. Marcó primero Juan y gritó un grito imposible de entender, gutural y agudo (algo así como gol). 1-1. Empató el indio como un gato, sigiloso y rápido, lanzando al aire una docena de consonantes (algo así como tlzpotlan). Pero ese golpe no fue mortal, en dos patadas marcó dos goles la visita, 1-3 y, con el triunfo, se ganó el derecho a enterrar aquel idioma impronunciable.