29

Ayla se volvió en la cama, sin despertarse aún del todo, pero sintiendo cierta incomodidad. El bulto que tenía debajo no se quitó hasta que despertó y lo retiró; alzó el objeto y bajo el rojo resplandor de un fuego casi apagado, vio la silueta de la donii. Reconociéndolo todo de golpe, el día anterior le volvió a la mente vívidamente, y se dio cuenta de que el calor que sentía junto a ella, en su cama, era Jondalar.

«Seguro que nos quedamos dormidos después de hacer Placeres», pensó. Recordando gozosamente, se pegó a él y cerró los ojos. Pero el sueño no quiso volver. Fragmentos de escenas formaban cuadros que ella seleccionaba con su sentido interno. La cacería, el retorno de Bebé, los Primeros Ritos y, por encima de todo, Jondalar. Sus sentimientos hacia él estaban más allá de cualesquiera palabras que ella supiera, pero la llenaban de una dicha indescriptible. Pensaba en él, tendida a su lado, hasta que fue demasiado, no pudo contenerse: entonces se deslizó fuera de la cama llevándose la estatuilla de marfil.

Fue hasta la entrada de la cueva y vio a Whinney y Corredor en pie, muy juntos. La yegua lanzó un hin suave para saludarla, y la mujer se acercó a ellos.

—¿Fue lo mismo para ti, Whinney? —preguntó en voz baja—. ¿Te dio Placeres tu semental? ¡Oh, Whinney, yo no creí que fuera posible! ¿Cómo pudo ser tan terrible con Broud y tan maravilloso con Jondalar?

El caballito la tocó con el hocico, esperando que le prestaran su parte de atención: Ayla lo rascó, lo acarició y lo abrazó.

—No importa lo que diga Jondalar, Whinney, yo creo que tu semental te dio a Corredor. Es igual que él, y no hay muchos caballos oscuros. Admito que pudo ser su espíritu, pero no lo creo.

»Ojalá pudiera yo tener un hijo, el hijo de Jondalar. No puedo; ¿qué haría cuando él se marche?». Palideció con un sentimiento parecido al pánico. «¡Se marcha! ¡Oh, Whinney, Jondalar va a marcharse!».

Se precipitó fuera de la cueva y bajó el empinado sendero, más a tientas que viendo: las lágrimas la cegaban. Corrió a través de la playa pedregosa hasta que la pared salediza la detuvo; entonces se acurrucó allí, sollozando. «Jondalar va a marcharse. ¿Qué haré? ¿Cómo podré sobrellevarlo? ¿Qué puedo hacer para que se quede? ¡Nada!».

Se abrazó a sí misma y, agachada, se pegó a la muralla rocosa como para tratar de protegerse contra un golpe inminente. Se quedaría sola cuando él se fuera. Peor que sola: sin Jondalar. «¿Qué haré aquí sin él? Quizá también yo debería marcharme, encontrar Otros y quedarme con ellos. No, no lo puedo hacer. Me preguntarán que de dónde vengo, y los Otros odian al Clan. Seré una abominación para ellos a menos que les diga palabras que no sean veraces.

»No puedo. No puedo avergonzar a Iza y Creb. Me amaron, me cuidaron. Uba es mi hermana. Está cuidando de mi hijo. El Clan es mi familia. Cuando no tenía a nadie, el Clan se ocupó de mí, y ahora los Otros no me quieren.

»Y Jondalar se marcha. Tendré que vivir aquí sola toda mi vida. Sería mejor estar muerta. Broud me maldijo; a fin de cuentas, ha ganado. ¿Cómo podría vivir sin Jondalar?».

Ayla lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Se secó los ojos con el dorso de la mano y se fijó en que todavía sujetaba la donii. Le dio vueltas, maravillándose tanto ante el concepto de convertir un trozo de marfil en una pequeña mujer como ante la figurilla misma. Al claro de luna, todavía se le parecía más: el cabello trenzado, los ojos en la sombra, la nariz y la forma de las mejillas le recordaban su propio reflejo en una poza llena de agua.

¿Por qué habría puesto Jondalar su rostro en ese símbolo de la Madre Tierra que reverenciaban los Otros? Creb había dicho que su espíritu estaba ligado al León Cavernario por su amuleto y por Ursus, el Gran Oso Cavernario, el tótem del Clan. Ella había recibido parte del espíritu de cada uno de los miembros del Clan al convertirse en curandera, y no se lo habían quitado después de la maldición de muerte.

El Clan y los Otros, los totems y la Madre, todos ellos tenían algún derecho sobre esa parte invisible de ella llamada espíritu. «Creo que mi espíritu debe de estar confuso», pensó. «La realidad es que yo lo estoy».

Una ráfaga helada la hizo regresar a la cueva. Apartando el asado frío, encendió un fuego, tratando de no despertar a Jondalar, y puso agua a calentar para hacer una infusión que la ayudara a calmarse. No podía acostarse aún. Miraba las llamas mientras esperaba, y pensó en cuántas veces habría contemplado las llamas para ver una semejanza de vida. Las lenguas de luz caliente danzaban a lo largo de la leña, lamiéndola, hasta apoderarse de ella y devorarla.

—¡Doni!, ¡eres tú!, ¡eres tú! —gritó Jondalar en sueños. Ayla dio un brinco y corrió hacia él, que se agitaba y se revolvía, sin duda soñando. Se preguntó si debería despertarle. De repente abrió los ojos con expresión de sobresalto.

—¿Estás bien, Jondalar?

—Ayla, Ayla, ¿eres tú?

—Sí, soy yo.

Cerró nuevamente los ojos y murmuró algo incomprensible. Ayla se dio cuenta de que no había despertado; había sido parte del sueño, pero estaba más tranquilo. Le estuvo mirando hasta que le pareció calmado. Entonces volvió junto al fuego. Dejó que murieran las llamas mientras bebía su infusión a sorbitos. Al sentir que el sueño se apoderaba otra vez de ella, se quitó el manto y se metió entre las pieles junto a Jondalar. El calor del hombre dormido le hizo pensar cuánto frío tendría sin él… y de su amplio depósito de vacío brotaron nuevas lágrimas. Lloró hasta quedarse dormida.

Jondalar corría, tratando de alcanzar la entrada de la cueva que había allá. Alzó la mirada y vio al león cavernario. ¡No, no, Thonolan! El león cavernario iba tras él, agazapado, y dio un brinco. De repente se apareció la Madre y, con una orden imperiosa, alejó al león de él.

—¡Doni! ¡Eres tú, eres tú!

La Madre se volvió, y le vio el rostro: el rostro era la donii tallada con un parecido a Ayla. La llamó.

—¡Ayla, Ayla! ¿Eres tú?

—Sí, soy yo.

La Ayla-donii creció y cambió de forma, se convirtió en la donii antigua que había regalado, la que llevaba tantas generaciones en su familia. Era generosa y maternal, y siguió ampliándose hasta adquirir el tamaño de una montaña. Entonces comenzó a dar a luz. Todas las criaturas del mar fluían de Su profunda caverna en una cascada de aguas amnióticas, después los insectos y las aves del aire volaron en enjambre. Luego los animales de la tierra —conejos, ciervos, bisontes, mamuts y leones cavernarios— y, a lo lejos, vio a través de una niebla las formas vagas de personas.

Se fueron acercando a medida que se desvanecía la niebla, y de repente pudo verlas: ¡eran cabezas chatas! Le vieron y huyeron corriendo. Él les llamó, y una mujer se volvió: tenía el rostro de Ayla. Corrió hacia ella, pero la niebla se volvió espesa y le envolvió.

Tendiendo las manos entre una bruma roja, oyó un rugido lejano, como una catarata; aumentó el ruido, que le abrumó; se vio acorralado por una muchedumbre que emergía de la amplia matriz de la Madre Tierra, una Madre Tierra como una montaña, pero con el rostro de Ayla.

Se abrió camino entre el gentío, luchando por llegar a Ella, y finalmente llegó a la vasta caverna, a Su profunda entrada. Penetró en Ella y su virilidad tanteó entre Sus cálidos pliegues hasta que lo encerraron en sus profundidades satisfactorias. Él bombeaba furiosamente con una dicha sin restricciones; entonces vio Su rostro bañado en llanto. Su cuerpo se estremecía por efecto de los sollozos. Él quiso consolarla, decirle que no llorara, pero no podía hablar. Le apartaron.

Estaba en medio de una gran multitud que salía de Su matriz, y todos llevaban camisas bordadas con cuentas. Quiso luchar para volver, pero la presión de la gente le llevaba como un tronco sobre un río caudaloso de agua anmiótica, tronco arrastrado por el Río de la Gran Madre con una camisa ensangrentada encima.

Volvió la cabeza para mirar y vio a Ayla de pie a la entrada de la caverna; sus sollozos repercutían en sus oídos. Entonces, con un retumbar de trueno, la caverna se derrumbó en medio de un chaparrón de rocas. Y se quedó solo, llorando.

Jondalar abrió los ojos y vio oscuridad. El fuego que encendió Ayla había consumido toda la leña; en la negrura total, no estaba seguro de haber despertado. La muralla de la cueva no estaba definida, no se veía ningún punto familiar por el que poder orientarse. Por lo que tenía ante sus ojos, bien pudiera estar suspendido en un vacío misterioso. Las formas vívidas de sus sueños tenían más sustancia; le pasaban por la mente en fragmentos que recordaba, fortaleciendo sus dimensiones en sus ideas conscientes.

Cuando la noche se desvaneció lo suficiente como para delinear la roca viva y las aberturas de la caverna, Jondalar había comenzado ya a encontrarles sentido a las imágenes de sus sueños. No recordaba sus sueños con mucha frecuencia, pero éste había sido tan fuerte, tan tangible, que tenía que ser un mensaje de la Madre. ¿Qué estaba tratando de decirle? Anhelaba la presencia de un Zelandoni que le ayudara a interpretar su sueño.

Al comenzar la luz a penetrar en la cueva, vio una cascada de cabellos rubios enmarcando el rostro dormido de Ayla, y notó el calor de su cuerpo. La observó en silencio mientras las sombras se aclaraban. Tenía un deseo avasallador de besarla, pero no quería despertarla. Acercó a sus labios una larga trenza dorada. Entonces, silenciosamente, se levantó. Encontró la infusión tibia, se sirvió una taza y salió a la terraza de la cueva.

Sentía frío con sólo el taparrabos, pero no hizo caso de la temperatura aunque le asaltó un pensamiento al recordar la ropa de abrigo que le había hecho Ayla. Vio cómo se iluminaba el cielo al este mientras se destacaban los detalles del valle, y rastreó nuevamente el sueño que había tenido, tratando de seguir sus enmarañadas pistas para descubrir el misterio que entrañaba.

¿Por qué le mostraría Doni que toda vida procedía de Ella… si ya lo sabía? Era uno de los hechos aceptados de su existencia. ¿Por qué tuvo que presentársele en sueños dando nacimiento a todos los peces, las aves, los mamíferos y…?

¡Los cabezas chatas! ¡Por supuesto! Le estaba diciendo que la gente del Clan también eran Hijos Suyos. ¿Por qué no lo había aclarado nunca anteriormente? Jamás había puesto nadie en tela de juicio que toda vida proviniera de Ella; entonces, ¿por qué denostar así a esa gente? Los llamaban animales como si los animales fueran malos… ¿Qué hacía malos a los cabezas chatas?

Porque no eran animales. Eran humanos, ¡una especie diferente de humanos! Eso es lo que le estuvo diciendo Ayla todo el tiempo. ¿Sería por eso por lo que uno de ellos tenía el rostro de Ayla?

Podía comprender por qué su rostro estaba en la donii que había tallado, en la que había detenido al león en sus sueños…, nadie creería realmente lo que había hecho Ayla; era todavía más increíble que el sueño. Pero ¿por qué estaba su rostro en la antigua donii? ¿Por qué la misma gran Madre Tierra había de tener el rostro de Ayla?

Sabía que nunca llegaría a comprender su sueño entero, pero le parecía que todavía se le escapaba una parte importante. Volvió a repasarlo todo, y cuando recordó a Ayla parada delante de la entrada de la caverna que estaba a punto de derrumbarse, casi le gritó que se apartara.

Contemplaba el horizonte con los pensamientos vueltos hacia dentro, sintiendo la misma desolación y soledad que en su sueño cuando estaba solo, sin ella. El llanto le mojó el rostro. ¿Por qué sentía una desesperación tan absoluta? ¿Qué era lo que no veía?

Recordó la gente con camisas bordadas, abandonando la caverna. Ayla había recompuesto la camisa bordada. Había hecho prendas de vestir para él, y eso que nunca anteriormente aprendió a coser. Ropas de viaje que se pondría cuando se fuera.

¿Viajar? ¿Dejar a Ayla? La luz ardiente rebasó el borde de la arista. Cerró los ojos y vio un resplandor dorado y cálido.

«¡Madre Grande! ¡Qué tonto estúpido eres, Jondalar! ¿Dejar a Ayla? ¿Cómo podrías dejarla? ¡La amas! ¿Por qué has estado tan ciego? ¿Por qué ha hecho falta un sueño de la Madre para decirte algo tan evidente que un niño habría podido verlo?».

La sensación de que acababa de quitarse un gran peso de encima le hizo experimentar una libertad gozosa, una ligereza repentina. «¡La amo! ¡Por fin me ha sucedido! ¡La amo! ¡No creí que fuera posible, pero amo a Ayla!».

Se sintió lleno de exaltación, a punto de gritárselo al mundo, preparado para correr a decírselo. «Nunca le he dicho a una mujer que la amo», pensó. Entró corriendo en la cueva, pero Ayla seguía dormida.

Observó cómo respiraba, dando vueltas: le gustaba su cabello así, largo y suelto. Tenía ganas de despertarla. «No, debe de estar cansada. Ya ha amanecido y sigue durmiendo».

Bajó a la playa, encontró una ramita para limpiarse los dientes, se dio un baño y nadó en el río. Muerto de hambre, lleno de energía y fresco. Al fin, no habían cenado. Sonrió para sí, recordando el porqué; al rememorarlo, sintió que se excitaba.

Soltó una carcajada. «Lo has tenido castigado todo el verano, Jondalar. No puedes reprocharle a tu hacedor de mujeres que esté tan ansioso ahora que sabe todo lo que se perdió. Pero no hay que atosigarla. Tal vez necesite descanso; no está acostumbrada». Corrió sendero arriba y entró en la cueva silenciosamente. Los caballos habían salido a pastar; tal vez se fueron mientras él estaba nadando, y Ayla seguía sin despertarse. «¿Estará bien? Tal vez debería despertarla». Rodó Ayla en la cama al mismo tiempo que se le descubría un seno, lo que vino a avivar los pensamientos anteriores de Jondalar.

Dominó su ansia, se acercó al fuego para servirse más infusión y esperó. Observó una diferencia en los movimientos de la mujer y vio que tendía la mano hacia algo.

—¡Jondalar! ¡Jondalar!, ¿dónde estás? —gritó, incorporándose de golpe.

—Aquí estoy —dijo, corriendo hacia ella.

—¡Oh, Jondalar! —gritó, aferrándose a él—. Creí que te habías marchado.

—Estoy aquí, Ayla. Estoy contigo —y la tuvo abrazada hasta que se calmó—. ¿Estás bien ahora? Deja que te traiga algo de beber.

Sirvió la infusión y le llevó una taza. Ayla tomó un sorbo y después un trago largo.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó.

—Yo lo hice. Quise sorprenderte dándote una infusión caliente, pero ya no está tan caliente.

—¿Tú lo hiciste?, ¿para mí?

—Sí, para ti, Ayla. Nunca le he dicho algo así a ninguna mujer: te amo.

—¿Amo? —preguntó. Quería estar segura de que significaba lo que apenas se atrevía a esperar que significara—. ¿Qué significa «amo»?

—¿Que qué…? —«Jondalar: eres un tonto lleno de ínfulas», se puso de pie. «Tú, el gran Jondalar, al que todas las mujeres desean. Hasta tú te lo tenías creído. Reservándote tan cuidadosamente la única palabra que creías que todas deseaban oír. Y tan orgulloso de no habérselo dicho nunca a mujer alguna. Finalmente te enamoras… y ni siquiera eres capaz de reconocerlo ante ti mismo. ¡Te lo tuvo que decir Doni en sueños! Por fin Jondalar va a decirlo, va a admitir que ama a una mujer. Casi esperabas que se desmayara de sorpresa… ¡y ni siquiera sabe el significado de la palabra!».

Ayla le miraba, consternada: iba y venía desvariando y hablando de amor. Tenía que aprender esa palabra.

—Jondalar, ¿que significa «amo»? —hablaba seriamente y parecía algo molesta.

Se arrodilló delante de ella.

—Es una palabra que debí explicarte mucho antes. El amor es el sentimiento que tienes por alguien a quien quieres. Es lo que una madre siente por sus hijos o un hombre por su hermano. Entre un hombre y una mujer, significa que se quieren tanto que desean compartir su vida, no separarse nunca.

Ayla cerró los ojos, sintió que le temblaba la boca al oír sus palabras. ¿Habría oído bien? ¿Comprendía realmente lo que era?

—Jondalar —dijo—. No conocía esa palabra, pero sabía su significado. He sabido el significado de esa palabra desde que llegaste, y cuanto más tiempo pasabas aquí, mejor lo sabía. ¡He deseado tantas veces saber la palabra que tuviera ese significado! —Cerró los ojos, pero no podía contener las lágrimas de alivio y de dicha—. Jondalar…, yo también… amo.

El hombre se puso en pie levantándola también a ella y la besó tiernamente, sujetándola como un tesoro recién hallado que no quisiera perder ni romper. Ella le rodeó el cuerpo con los brazos y le sujetó como si fuera un sueño que podría disiparse si lo soltaba. Él le besó la boca y el rostro salado de lágrimas, y cuando ella reposó la cabeza contra él, hundió el rostro en el cabello dorado y revuelto para secarse también los ojos.

No podía hablar; sólo podía tenerla abrazada y maravillarse por la increíble suerte que tuvo al encontrarla. Había tenido que viajar hasta los confines de la Tierra para hallar una mujer a la que pudiera amar, y ahora nada le obligaría a dejarla.

—¿Y por qué no quedarnos aquí? ¡Este valle tiene tanto de todo! Y siendo dos, todo será mucho más fácil. Tenemos los lanzavenablos, y Whinney ayuda. También Corredor ayudará —dijo Ayla.

Iban caminando por el campo sin más finalidad que hablar. Habían recogido todas las semillas que ella deseaba; habían cazado y secado carne suficiente para todo el invierno; recogido y almacenado la fruta que maduraba, y las raíces y demás plantas para alimentarse y como medicina; y habían reunido gran cantidad de materiales para sus proyectos invernales. Ayla quería empezar a decorar la ropa, y Jondalar pensaba tallar algunas piezas de juego y enseñar a Ayla a jugar. Pero la dicha verdadera para Ayla era que Jondalar la amaba… y que no estaría sola.

—Es un valle precioso —dijo Jondalar. «¿Por qué no quedarme aquí con ella? Thonolan estaba dispuesto a quedarse con Jetamio», pensó. Pero no se trataba sólo de los dos. ¿Cuánto tiempo aguantaría él sin nadie más? Ayla había vivido allí tres años. Sin embargo, no tenían por fuerza que estar solos. Por ejemplo, Dalanar inició una nueva Caverna, pero al principio sólo tenía a Jerika y al compañero de la madre de ésta, Hochaman. Más adelante se les unieron otras personas, y nacieron hijos. Ya estaban proyectando una segunda Caverna de Lanzadonii. «¿Por qué no puedes fundar una nueva Caverna, como Dalanar? Tal vez puedas, Jondalar, pero hagas lo que hagas, no será sin Ayla»—. Tienes que conocer a otra gente, Ayla —añadió en voz alta—; y quiero llevarte a casa conmigo. Sé que será un largo Viaje, pero podremos realizarlo en un año. Te agradará mi madre, y sé que Marthona te querrá. Y también mi hermano Joharran y mi hermana Folara…, a estas alturas, ya será una mujer. Y Dalanar.

Ayla inclinó la cabeza y volvió a levantarla.

—¿Cuánto me querrán cuando se enteren de que mi gente fue la del Clan? ¿Me recibirán con los brazos abiertos cuando sepan que tengo un hijo que nació cuando vivía con ellos, y que para ellos es una abominación?

—No puedes esconderte de la gente durante el resto de tus días. ¿No te dijo esa mujer, Iza, que buscaras a tu gente? Tenía razón, ¿sabes? No será fácil, no quiero engañarte. Pero tú me has hecho comprender, y hay otros que se interrogan, te querrán. Y yo estaré contigo.

—No sé. ¿No podemos pensarlo?

—¡Claro que sí! —dijo. Estaba meditando: «No podremos iniciar un largo Viaje antes de la primavera. Podríamos llegar hasta donde los Sharamudoi antes de que sea pleno invierno, pero podemos pasarlo aquí también. Eso le daría tiempo para acostumbrarse a la idea».

Ayla sonrió, realmente tranquilizada, y aceleró la marcha. Había estado arrastrando los pies física y mentalmente. Sabía que él echaba de menos a su familia y a su gente, y si decidía marcharse, ella le acompañaría adonde fuera. Pero confiaba en que después de acomodarse para el invierno, quizá se decidiría a quedarse e instalar su hogar en el valle con ella.

Estaban lejos del río, casi en la pendiente de la estepa, cuando Ayla se agachó para recoger un objeto conocido.

—¡Es mi cuerno de uro! —dijo a Jondalar, quitándole el polvo y viendo lo chamuscado del interior—. Solía llevarlo con mi fuego dentro. Lo encontré mientras viajaba, después de dejar el Clan —los recuerdos acudieron en tropel—. Y llevaba un carbón dentro para prender las antorchas que me sirvieron para espantar a los caballos hacia mi primera trampa. Fue la madre de Whinney la que cayó, y cuando las hienas fueron tras su potro, las espanté y me lo traje a casa. ¡Han pasado tantas cosas desde entonces!

—Mucha gente lleva fuego cuando se va de Viaje, pero con las piedras de fuego no tenemos que preocuparnos por eso —de repente se le arrugó el entrecejo y Ayla supo que estaba reflexionando—. Estamos bien surtidos, ¿verdad? No necesitamos nada más.

—No, ya no. Tenemos de todo.

—Entonces, ¿por qué no hacer un Viaje? Un Viaje corto —agregó, al ver que ella se turbaba—. No has explorado la región al oeste. ¿Por qué no coger alimentos, tiendas y pieles para dormir, y echar un vistazo? No es preciso alejarnos mucho.

—¿Y qué hacemos con Whinney y Corredor?

—Nos los llevamos. Incluso Whinney puede llevarnos a cuestas parte del tiempo, y quizá la comida y el equipo. Sería divertido, Ayla, nosotros dos solos —agregó.

Viajar por diversión era algo nuevo para ella y difícil de aceptar, pero no se le ocurrió ninguna objeción.

—Supongo que podríamos —dijo—. Nosotros dos solos…, ¿por qué no? —«Tal vez no sea mala idea explorar el país al oeste», pensó.

—Aquí la tierra no es tan profunda —dijo Ayla—, pero es el mejor lugar para esconder reservas y podemos aprovechar algunas de las rocas caídas.

Jondalar elevó más la antorcha para que la luz parpadeante alumbrara más allá.

—Varios escondrijos, ¿no te parece?

—Entonces, si un animal descubre alguno, no se quedará con todo. Buena idea.

Jondalar cambió la luz de lugar para escudriñar dentro de algunas de las grietas, entre las rocas caídas en el rincón más profundo de la caverna.

—Miré aquí una vez. Me pareció ver señales de un león cavernario.

—Era el sitio de Bebé. También yo descubrí huellas de leones cavernarios antes de quedarme a vivir aquí. Mucho más antiguas. Pensé que era una señal de mi tótem para que dejara de viajar y me instalase para pasar el invierno. No pensé quedarme tanto tiempo. Ahora creo que se suponía que debía esperarte aquí. Creo que el espíritu del León Cavernario te condujo hasta aquí, y que entonces te escogió para que tu tótem fuera suficientemente fuerte para el mío.

—Siempre he pensado que Doni era mi espíritu-guía.

—Tal vez te guió, pero creo que fue el León Cavernario.

—Quizá tengas razón. Los espíritus de todas las criaturas pertenecen a Doni, también el león cavernario es Suyo. Los caminos de la Madre son misteriosos.

—El León Cavernario es un tótem con el que resulta difícil vivir, Jondalar. Sus pruebas han sido difíciles…, no siempre estuve segura de sobrevivir; pero sus dádivas valieron la pena de que lo sobrellevara. Y creo que su dádiva más grande has sido tú —concluyó con voz dulce.

Jondalar clavó la antorcha en una grieta y cogió en sus brazos a la mujer a la que amaba. Era tan sincera, tan honrada, y cuando la besaba respondió con tanto anhelo que casi cedió al deseo.

—Tenemos que poner fin a esto —dijo, cogiéndola por los hombros para alejarse un poco— porque si no, nunca estaremos preparados para marchar. Creo que tienes el toque de Haduma.

—¿Qué es el toque de Haduma?

—Haduma es una anciana que conocimos, la madre de seis generaciones, muy reverenciada por sus descendientes. Tenía muchos de los poderes de la Madre. Los hombres creían que si ella tocaba su virilidad, podría hacer que se alzara con tanta frecuencia como quisieran, que les permitiría satisfacer a cualquier mujer o a muchas mujeres. Casi todos los hombres tienen ese deseo; algunas mujeres saben cómo alentar a los hombres. Lo único que tienes que hacer es acercarte a mí, Ayla. Esta mañana, anoche. ¿Cuántas veces ayer? ¿Y antes de ayer? Nunca he podido ni deseado tanto. Pero si interrumpimos ahora la tarea, será imposible que dejemos las reservas escondidas esta mañana.

Apartaron basura, nivelaron algunas rocas grandes y decidieron dónde esconderían sus provisiones. A medida que avanzaba el día, Jondalar pensó que Ayla se mostraba inusitadamente silenciosa y retraída, y se preguntó si sería por algo que él hubiera dicho o hecho. Tal vez no debería mostrarse tan ansioso; era difícil creer que estuviera debidamente preparada cada vez que él la deseaba.

Sabía que había mujeres que retrocedían y obligaban al hombre a esforzarse para obtener sus Placeres, aunque les gustaran también a ellas. Para él eso no había constituido un problema casi nunca, pero había aprendido a no mostrarse demasiado ansioso; para la mujer representaba un reto mayor si el hombre se mostraba algo remiso.

Cuando comenzaron a transportar los alimentos almacenados a la parte trasera de la cueva, Ayla parecía más reservada aún, inclinando a menudo la cabeza y arrodillándose en un descanso silencioso antes de recoger un paquete de carne seca envuelta en cuero o una canasta de raíces. Para cuando comenzaron a hacer viajes hasta la playa para subir más piedras con las cuales proteger el escondrijo de sus provisiones para el invierno, Ayla estaba visiblemente perturbada. Jondalar estaba seguro de tener la culpa, pero no sabía qué era lo que había hecho. Había atardecido cuando la vio tratar de levantar con aire enojado una roca demasiado pesada para ella.

—No necesitamos esa piedra, Ayla. Creo que deberíamos descansar; hace calor y hemos estado trabajando el día entero. Vamos a nadar un poco.

Ayla dejó de luchar con la roca, se quitó el cabello de la cara, soltó el nudo de su correa y se quitó el amuleto mientras caía su manto. Jondalar experimentó una agitación conocida en sus ijares; sucedía tan pronto como veía su cuerpo desnudo. «Tiene movimientos de león», pensó, admirando su gracia vigorosa y elegante. Se quitó el taparrabos y echó a correr tras ella.

Estaba nadando río arriba con tanta fuerza que Jondalar decidió esperar a que regresara, y le permitió que desgastara algo de su irritación con el esfuerzo. La mujer flotaba fácilmente sobre la corriente cuando le dio alcance; parecía algo más calmada. Al volverse para nadar, sintió la mano de él a lo largo de la curva de su espalda, desde el hombro a la cintura y las nalgas redondas y suaves.

Ella volvió a nadar a toda prisa alejándose de él. Estaba fuera del agua y con el amuleto puesto, a punto de ponerse el manto, cuando él salió.

—Ayla, ¿qué estoy haciendo mal? —le preguntó, parado frente a ella y chorreando agua.

—No eres tú. Soy yo la que lo está haciendo mal.

—No estás haciendo nada mal.

—Sí. He estado todo el día intentando que te animes, pero no comprendes los gestos del Clan.

Cuando Ayla se hizo mujer, Iza le había explicado cómo cuidarse cuando sangrara, pero también cómo limpiarse después de haber estado con un hombre, y los gestos y las posturas que incitarían a un hombre a hacerle la señal, aunque Iza puso en duda que necesitara aquella información. No era probable que los hombres del Clan la encontraran atractiva, por muchos gestos que hiciese.

—Yo sé que cuando tú me tocas de cierta manera o pones tu boca sobre la mía, es tu señal, pero no sé cómo alentarte a ti —explicó.

—¡Ayla! Lo único que tienes que hacer es estar aquí, para alentarme.

—No es eso lo que quiero decir —prosiguió—. No sé cómo decirte cuándo quiero que hagas Placeres conmigo. No sé las formas… Tú dijiste que algunas mujeres siempre saben cómo alentar a un hombre.

—¡Oh, Ayla! ¿Eso es lo que te preocupa? ¿Quieres aprender a darme ánimos?

Ayla asintió con la cabeza y bajó la mirada, llena de confusión: las mujeres del Clan no eran tan directas. Mostraban su deseo al hombre con una modestia excesiva, como si apenas pudieran soportar la visión de un macho tan abrumadoramente masculino…, y sin embargo, con miradas tímidas y posturas inocentes parecidas a la posición conveniente que debería adoptar la mujer, le hacían saber que era irresistible.

—Mira qué ánimos me has infundido, mujer —dijo, sabiendo que se le había producido una erección mientras hablaba con ella. No podía remediarlo ni disimularlo. Al verle tan obviamente animado, Ayla sonrió; no lo pudo remediar—. Ayla —dijo Jondalar, y la cogió en sus brazos, levantándola—, ¿no sabes que me infundes alientos sólo con estar viva?

Llevándola en brazos, echó a andar por la playa, dirigiéndose al sendero.

—¿Sabes cómo me alienta sólo mirarte? La primera vez que te vi, te deseé —y siguió caminando con una Ayla muy sorprendida—. Eres tan mujer que no necesitas alentar: no tienes nada que aprender. Todo lo que haces me hace desearte más —llegaron a la entrada de la cueva—. Si me quieres, lo único que tienes que hacer es decirlo o, mejor aún, esto —y la besó.

La llevó a la cueva y la depositó sobre la cama cubierta de pieles. Entonces volvió a besarla con la boca abierta y la lengua que exploraba suavemente. Ella sintió su virilidad, dura y caliente, entre ambos. Entonces él se sentó y esbozó una sonrisa provocativa.

—Dices que lo estuviste intentando todo el día. ¿Qué te hace pensar que no me estabas alentando? —dijo. Y entonces hizo un gesto totalmente inesperado.

Ayla abrió mucho los ojos llenos de asombro.

—Jondalar, eso es…, es la señal.

—Si me vas a hacer tus señales del Clan, creo que será justo que yo te responda en la misma forma.

—Pero… Yo… —no sabía qué decir, sólo actuar. Se puso de pie, se dio vuelta y cayó de rodillas, apartándolas, y se presentó.

Él había hecho la señal en broma, no esperaba verse estimulado tan rápidamente. Pero al ver sus nalgas firmes y redondas y su orificio femenino expuesto, de un rosado oscuro y prometedor, no pudo resistir. Antes de pensarlo, ya estaba de rodillas detrás de ella, penetrando en sus profundidades calientes y palpitantes.

Desde el momento en que adoptó la postura, el recuerdo de Broud se apoderó de sus pensamientos; por vez primera estuvo a punto de negarse a Jondalar…, pero no pudo. Por fuertes que fueran las asociaciones repulsivas, su condicionamiento de obedecer a la señal fue más fuerte aún.

Jondalar montó y penetró. Ella sintió que la llenaba, y gritó con un placer indecible. La postura le hizo sentir presiones en puntos nuevos, y cuando él se retiraba, la fricción excitaba de otras maneras nuevas. Retrocedió para ir a su encuentro cuando volvió a penetrarla. Mientras se cernía sobre ella, bombeando y esforzándose, recordó a Whinney y su semental bayo. El recuerdo provocó un estremecimiento de calor delicioso y una tirantez cosquilleante, palpitante. Retrocedió y se pegó a él, ajustándose a su ritmo, gimiendo y gritando.

La presión ascendía rápidamente; las acciones de ella y la necesidad de él imprimieron mayor rapidez a sus embates.

—¡Ayla! ¡Oh, mujer! —gritó—. ¡Mujer bella, salvaje! —suspiraba al embestirla una y otra vez. La sujetaba por las caderas, la atraía hacia él, y cuando la llenó, Ayla retrocedió para pegarse a su cuerpo mientras él se hundía en ella en un escalofriante deleite.

Se quedaron así un momento, temblando. Ayla con la cabeza colgando; entonces, abrazándola, la hizo rodar consigo de costado y allí se quedaron, inmóviles. La espalda de ella estaba pegada a él, y con su virilidad aún dentro, él la envolvió y extendió la mano para ponérsela sobre un seno.

—Debo admitir —confesó al cabo de un rato— que la señal ésa no está tan mal —recorrió con su boca el cuello de Ayla y llegó a la oreja.

—Al principio no estaba muy segura, pero contigo, Jondalar, todo está bien. Todo es Placer —dijo, pegándose todavía más contra su cuerpo.

—Jondalar, ¿qué buscas? —preguntó Ayla desde la terraza.

—Más piedras de fuego.

—Si apenas he marcado la primera que utilicé. Durará mucho…, no necesitamos más.

—Ya lo sé, pero vi una y he querido comprobar si podría encontrar más. ¿Ya estamos listos?

—No se me ocurre que podamos necesitar nada más. No podremos ausentarnos por mucho tiempo…, el cambio de temperatura se produce muy rápidamente en esta época del año. Por la mañana hará calor y de noche tendremos tal vez una ventisca —dijo, bajando por el sendero.

Jondalar metió las piedras nuevas en su bolsa, echó una mirada más a su alrededor y levantó la vista hacia la mujer. Entonces volvió a mirarla.

—¡Ayla! ¿Qué llevas puesto?

—¿No te gusta?

—¡Me gusta! ¿Dónde lo has conseguido?

—Lo confeccioné mientras hacía la ropa para ti. Copié la tuya pero a mi tamaño; no estaba muy segura de si debería ponérmela. Pensaba que tal vez fuera algo que sólo los hombres pueden usar. Y no sabía bordar una camisa. ¿Está bien?

—Creo que sí. No recuerdo que la ropa de mujer sea muy distinta. La camisa era un poco más larga tal vez, y los adornos, diferentes. Es ropa Mamutoi. Perdí la mía cuando llegamos al final del Río de la Gran Madre. A ti te sienta de maravilla, y creo que te gustará más. Cuando haga frío, te darás cuenta de lo abrigada y cómoda que es.

—Me alegro de que te guste. Quería vestirme… a tu manera.

—Mi manera… Me pregunto si todavía sé cuál es mi manera. ¡Míranos! ¡Un hombre, una mujer y dos caballos! Uno de ellos cargado con nuestra tienda, nuestros alimentos y ropas de recambio. Resulta curioso salir de Viaje sin llevar nada más que las lanzas… ¡y un lanzavenablos! Y mi bolsa llena de piedras de fuego. Creo que sorprenderíamos a todo el que nos viera. Pero más me sorprendo aún a mí mismo. No soy el mismo hombre que cuando me encontraste. Me has cambiado, mujer, y te amo por ello.

—Yo también he cambiado, Jondalar. Te amo.

—Bueno, ¿qué camino tomaremos?

Ayla experimentó una inquietante sensación de pérdida al recorrer el valle en toda su longitud, seguida por la yegua y su potro. Cuando llegó al recodo en el extremo más alejado, volvió la mirada atrás.

—¡Mira, Jondalar! Los caballos han regresado al valle. No había vuelto a ver caballos desde la primera vez. Desaparecieron cuando los perseguí y maté a la madre de Whinney. Me alegro de verlos de vuelta. Siempre pensé que éste era su valle.

—¿Es la misma manada?

—No lo sé. El semental era amarillo, como Whinney. Sólo veo la yegua que va a la cabeza. Ha transcurrido mucho tiempo.

También Whinney había visto los caballos, y lanzó un fuerte relincho. Le devolvieron el saludo, y las orejas de Corredor se volvieron hacia ellos, mostrando su interés. Después la yegua siguió a la mujer y su potro fue tras ella, trotando.

Ayla siguió el río hacia el sur y lo cruzó al ver la pendiente de la estepa al otro lado. Se detuvo arriba, y entonces Jondalar y ella montaron a caballo. La mujer halló sus puntos de referencia y se dirigió al sudoeste. El terreno se hizo más escabroso y quebrado, con cañones rocosos y pendientes empinadas que conducían a altiplanos. Cuando se aproximaron a una abertura entre murallas rocosas y dentadas, Ayla desmontó y examinó el suelo. No mostraba ninguna huella reciente. Abrió la marcha hacia un cañón ciego y trepó sobre una roca que se había desprendido de la muralla. Cuando siguió hasta un deslizamiento de rocas que había detrás, Jondalar la siguió.

—Éste es el sitio, Jondalar —dijo, y sacando una bolsa de su túnica, se la entregó.

Jondalar conocía el lugar.

—¿Qué es esto? —preguntó, sosteniendo la bolsita de cuero.

—Tierra roja, Jondalar. Para su tumba.

El hombre asintió, incapaz de pronunciar palabra. Sintió que se le saltaban las lágrimas y no hizo nada para contenerlas. Vertió el ocre rojo en su mano y lo arrojó sobre rocas y grava, y luego otro puñado. Ayla esperaba mientras él contemplaba la cuesta rocosa con ojos húmedos, y cuando él se volvía para marchar, la mujer hizo un ademán sobre la tumba de Thonolan.

Cabalgaron un buen rato antes de que Jondalar tomara la palabra.

—Fue uno de los predilectos de la Madre. Quiso que volviera a Ella.

Avanzaron otro poco, y entonces él preguntó:

—¿Qué era ese gesto que has hecho?

—Estaba pidiéndole al Gran Oso Cavernario que le protegiera en su viaje, deseándole suerte. Eso significa «que vayas con Ursus».

—Ayla, no lo supe apreciar cuando me lo dijiste. Ahora sí. Te agradezco que le hayas enterrado y que hayas pedido a los totems del Clan que le ayuden. Pienso que gracias a ti encontrará su camino en el mundo de los espíritus.

—Dijiste que era valiente. No creo que los valientes necesiten ayuda para encontrar su camino. Sería una aventura excitante para los temerarios.

—Era valiente y amaba la aventura. Estaba tan lleno de vida… como si estuviera tratando de vivirla toda de golpe. Yo no habría hecho el Viaje de no ser por él —tenía rodeada a Ayla con sus brazos ya que cabalgaban juntos. La apretó más, acercándola a sí—. Y no te habría encontrado. Eso fue lo que quiso decir el Shamud cuando declaró que era mi destino. «Te lleva adonde no irías solo», fueron sus palabras… Thonolan me condujo hasta ti, y luego siguió a su amor al otro mundo. Yo no quería que fuera, pero ahora puedo comprenderlo.

Mientras seguían avanzando hacia el este, el terreno quebrado fue cediendo nuevamente el paso a estepas llanas y desnudas, atravesadas por ríos y arroyos de nieves derretidas procedentes del gran glaciar septentrional. Las corrientes de agua se abrían paso de cuando en cuando por cañones de altas murallas y formaban suaves meandros al bajar por valles poco inclinados. Los escasos árboles diseminados por las estepas estaban atrofiados porque tenían que luchar para sobrevivir, incluso a lo largo de ríos que bañaban sus raíces, y ofrecían siluetas torturadas, como si hubieran sido congeladas al inclinarse bajo los efectos de una fuerte ráfaga.

Seguían por los valles cuando podían, para protegerse del viento y para conseguir leña. Sólo allí, protegidos, crecían en abundancia abedules, sauces, pinos y alerces. No podía decirse lo mismo de los animales. La estepa era una reserva inagotable de vida silvestre. Con su nueva arma, la pareja cazaba a voluntad, siempre que deseaban carne fresca, y a menudo dejaban los restos de sus presas para otros depredadores y rapaces.

Llevaban viajando casi medio ciclo de fases lunares cuando un día amaneció caluroso e inusitadamente tranquilo. Habían avanzado durante la mayor parte de la mañana y montaron a caballo al ver una colina a lo lejos con un atisbo de verdor. Jondalar, incitado por el calor y la proximidad de Ayla, había metido la mano bajo la túnica de la mujer para acariciarla. Llegaron a lo alto de la colina y divisaron al otro lado un bonito valle regado por un ancho río. Llegaron junto al agua cuando el sol estaba en su cenit.

—¿Iremos hacia el norte o hacia el sur, Jondalar?

—Ni una cosa ni otra —contestó Jondalar—. Acampemos.

La mujer iba a discutir, sólo porque no tenía costumbre de detenerse tan temprano sin razón. Entonces, cuando Jondalar le mordisqueó el cuello y apretó suavemente su pezón, decidió que no tenía razón alguna para seguir adelante y sí en cambio para quedarse allí.

—Bueno, pues acampemos —alzó una pierna y se deslizó; él desmontó y la ayudó a liberar a Whinney de los canastos de viaje, para que la yegua pudiera descansar y pacer. Después la cogió en brazos, la besó y volvió a meter la mano debajo de su túnica.

—¿Por qué no dejas que me la quite? —preguntó Ayla.

El hombre sonrió mientras ella se quitaba la túnica por la cabeza y soltaba la atadura de la prenda inferior antes de salirse de ella. Jondalar se quitó a su vez la túnica y la oyó reír. Al levantar la vista, no la encontró; Ayla rió de nuevo y se tiró al río.

—He decidido nadar un poco —anunció.

Jondalar sonrió, se quitó los pantalones y la siguió. El río era frío y profundo, y la corriente, rápida, pero ella nadaba río arriba con tanta fuerza que le costó darle alcance. La cogió y, mientras vadeaba, la besó. Ella se escapó de entre sus brazos y corrió hacia la orilla, riendo.

Corrió tras ella, pero, cuando llegó a la orilla, la joven se deslizaba veloz por el valle. La siguió y, cuando iba a atraparla, lo esquivó nuevamente. Siguió persiguiéndola, esforzándose, y por fin logró rodearle la cintura.

—Esta vez no te escaparás, mujer —la apretó contra su cuerpo—. Me vas a cansar de perseguirte… y entonces no podré darte Placeres —dijo, encantado de verla tan juguetona.

—No quiero que me des Placeres —repuso ella.

Jondalar se quedó boquiabierto y profundas arrugas le surcaron la frente.

—No quieres que yo… —y la soltó.

—Quiero darte Placeres a ti.

El corazón de Jondalar reanudó su movimiento normal.

—Tú me das Placeres, Ayla —dijo, cogiéndola entre sus brazos.

—Yo sé que te gusta darme Placeres…, no es lo que quiero decir —había seriedad en su mirada—. Quiero aprender a darte Placer, Jondalar.

No podía resistírsele. Su virilidad estaba dura entre ambos, mientras la tenía apretada, y la besó como si no pudiera poseerla suficientemente. Ella le besó también, siguiendo su ejemplo. Hicieron durar el beso, tocándose, probando, explorándose.

—Te mostraré cómo complacerme, Ayla —dijo y, cogiéndola de la mano, encontró un lugar cubierto de hierba verde junto al agua. Cuando se sentaron volvió a besarla, después buscó su oreja y le besó el cuello, empujándola hacia atrás. Tenía la mano sobre su seno y estaba empezando a recorrerlo con la lengua cuando ella se incorporó.

—Yo quiero darte Placer a ti —insistió.

—Ayla, me entusiasma darte Placeres…, no sé cómo podría gustarme más si tú me dieras Placer.

—¿Te gustaría menos? —preguntó.

Jondalar echó la cabeza hacia atrás, rió y la cogió en sus brazos. Ella sonrió pero sin estar muy segura de qué era lo que le encantaba tanto.

—No creo que nada que puedas hacer tú me guste menos —y entonces, mirándola con sus vibrantes ojos azules—: Te amo, mujer.

—Te amo, Jondalar. Siento amor cuando sonríes así, con esos ojos, y muchísimo más cuando ríes. Nadie reía en el Clan y no les gustaba que yo riera. No quiero vivir nunca con gente que no me permita sonreír o reír.

—Deberías reír, Ayla, y sonreír. Tienes una bella sonrisa —ella no pudo evitar sonreír al oírle—. ¡Ayla, oh, Ayla! —exclamó, hundiendo el rostro en el cuello de ella y acariciándola.

—Jondalar, me gusta que me toques y que me beses en el cuello, pero quiero saber lo que te gusta a ti.

Jondalar sonrió con una sonrisa sesgada.

—No me queda más remedio…, me «alientas» demasiado. ¿Qué te gusta, Ayla? Hazme lo que a ti te guste.

—¿Te gustará?

—Prueba a ver.

Ella le empujó hasta dejarlo tendido, y entonces, inclinada sobre él, abriendo la boca y moviendo la lengua, se puso a besarle. Él respondió, pero controlándose. Entonces le besó el cuello y se lo acarició ligeramente con la lengua; sintió que el hombre se estremecía un poco y le miró, pidiendo confirmación.

—¿Te gusta?

—Sí, Ayla, me gusta.

Así era. Dominarse ante las caricias tentadoras que le daba, le excitaba más de lo que habría imaginado. Los besos ligeros le recorrían por entero. Ella se sentía insegura, tan inexperta como una muchacha púber que no ha tenido sus Primeros Ritos…, y no hay ninguna más deseable. Aquellos besos tiernos tenían un poder de excitación mayor que las caricias más ardientes y sensuales de mujeres con mucha más experiencia… porque estaban prohibidos.

La mayoría de las mujeres estaban disponibles hasta cierto punto; ella era intocable. La mujer joven e inmaculada podía llevar a los hombres, jóvenes y viejos, hasta un frenesí con caricias secretas en rincones oscuros de la caverna. El mayor temor de una madre era que su hija llegara a ser mujer después de la Reunión de Verano, con un largo invierno por delante, antes de la siguiente Reunión. La mayoría de las muchachas había adquirido cierta experiencia antes de los Primeros Ritos, con besos y caricias, y Jondalar había sabido que no era la primera vez para algunas de ellas, aun cuando no iba a desacreditarlas contándolo.

Sabía el atractivo de aquellas jóvenes —era parte de su disfrute en los Primeros Ritos— y era ese atractivo el que Ayla estaba ejerciendo sobre él. Le besó el cuello; él se estremeció y, cerrando los ojos, se abandonó al placer.

Ayla fue más abajo y le hizo círculos húmedos, cosquilleantes en el cuerpo, sintiendo que ella también se excitaba cada vez más. Era casi una tortura para él, una tortura exquisita, en parte cosquilleo y en parte estímulo ardiente. Cuando alcanzó el ombligo, no pudo detenerse; le cogió la cabeza entre las manos y la fue empujando hacia abajo hasta sentir que su virilidad caliente estaba contra la mejilla de ella. Ayla respiraba fuerte, y unas sensaciones contradictorias le llegaban muy adentro. Su lengua titilante era más de lo que él podía aguantar: le guió la cabeza hasta su órgano rígido y relajado. Ella alzó la mirada.

—Jondalar, quieres que…

—Sólo si tú quieres, Ayla.

—¿Te dará placer?

—Me dará placer.

—Sí quiero.

Él sintió que un calor húmedo envolvía el extremo de su miembro oscilante, y después, más que el extremo. Gimió. La lengua de ella exploraba la cabeza redonda y suave, tanteaba por la pequeña fisura, descubría la textura de la piel. Como sus primeras acciones provocaron breves expresiones de placer, se volvió más confiada. Estaba disfrutando de sus exploraciones y se sentía palpitar por dentro. Dio vueltas a la forma del hombre con la lengua. Él gritó su nombre, y ella movió la lengua más y más aprisa y sintió humedad entre sus propias piernas.

Él sintió la succión y un calor húmedo que subía y bajaba.

—¡Oh, Doni! ¡Oh, mujer! ¡Ayla, Ayla! ¡Cómo has aprendido a hacer esto!

Ella trató de descubrir cuánto podría abarcar y lo atrajo hasta casi asfixiarse. Los gritos y gemidos del hombre la alentaban para probar una y otra vez, hasta que él se enderezó para acercársele.

Entonces, sintiendo que necesitaba sus profundidades —también su propia necesidad— se enderezó, pasó la pierna por encima para montarle y se empaló sobre su miembro tenso e hinchado, introduciéndolo en su interior. Arqueó la espalda y sintió su Placer mientras él penetraba a fondo.

Él levantó la vista hacia ella y sintió la gloria: el sol, detrás de su cabeza, convertía su cabello en un nimbo dorado. Tenía los ojos cerrados, la boca abierta y el rostro inmerso en éxtasis. Al echarse hacia atrás, sus bien torneados senos saltaron hacia delante con los pezones, ligeramente más oscuros, enhiestos; su cuerpo sinuoso brillaba al sol. Su propia virilidad, hundida en ella, estaba a punto de reventar de éxtasis.

Ella se deslizó a lo largo del miembro y se dejó caer mientras él ascendía; Jondalar se quedó sin resuello, sintió una oleada que no podría haber dominado aunque hubiera querido. Gritó cuando ella se alzó de nuevo; Ayla descendió sobre él, sintiendo una descarga de humedad al tiempo que él se estremecía al aliviarse.

Tendió el brazo y la atrajo hacia sí; su boca buscaba el pezón. Al cabo de un rato de plena saciedad, Ayla rodó sobre sí misma. Jondalar se enderezó, se inclinó para besarla y tendió las manos hacia los senos para hundir el rostro entre ellos; chupó uno, después el otro, y volvió a besarla. Entonces se tendió junto a ella y le recostó la cabeza en su brazo doblado.

—Me gusta darte Placeres, Jondalar.

—Nadie me ha dado mayor Placer nunca, Ayla.

—Pero prefieres cuando me das Placer a mí.

—No es que lo prefiera, pero… ¿cómo me conoces tan bien?

—Es lo que aprendiste a hacer. Es tu habilidad, como cuando tallas herramientas —sonrió y luego dio rienda suelta a su buen humor—: Jondalar tiene dos oficios; es hacedor de herramientas y hacedor de mujeres —dijo, y parecía muy satisfecha de sí misma.

Jondalar rió.

—Acabas de hacer un chiste, Ayla —dijo, sonriéndole. Estaba muy próxima a la verdad, y aquel chiste se lo habían hecho ya anteriormente—. Pero tienes razón. Me gusta darte Placeres, me gusta tu cuerpo, te amo toda entera.

—También a mí me gusta cuando me das Placeres. Hace que el amor me inunde. Puedes darme todos los Placeres que quieras, pero de cuando en cuando también quiero dártelos a ti.

—De acuerdo —dijo Jondalar, riendo de nuevo—. Y puesto que tanto deseas aprender, te podré enseñar más. Podemos darnos Placer el uno al otro, como sabes. Ojalá me corresponda hacer que «el amor te inunde». Pero lo has hecho tan bien que no creo que ni siquiera el toque de Haduma podría levantármelo.

Ayla se quedó callada un instante.

—No importa, Jondalar.

—¿Qué… no importa?

—Aunque tu virilidad nunca volviera a levantarse…, tú seguirías haciendo que «el amor me inundara».

—¡No lo digas ni en broma! —dijo, sonriendo, pero tuvo un escalofrío.

—Tu virilidad volverá a levantarse —dijo Ayla solemnemente, y después volvió a sus risitas.

—¿Cómo puedes estar tan llena de picardía, mujer? Hay cosas con las que no se debe bromear —dijo fingiéndose ofendido, y rió. Le sorprendía agradablemente ver que tenía sentido del humor.

—Me gusta hacerte reír. Reír contigo es casi tan sabroso como amarte. Quiero que siempre rías conmigo. Entonces, creo que nunca dejarás de amarme.

—¿Dejar de amarte? —dijo, sentándose a medias y mirándola—. Ayla, te he estado buscando toda mi vida y no sabía qué era lo que buscaba. Eras todo lo que he deseado siempre en la mujer, y más. Eres un enigma fascinador, una paradoja. Eres absolutamente sincera, abierta, no ocultas nada y, sin embargo, eres la mujer más misteriosa que he conocido.

»Eres fuerte, segura de ti misma, perfectamente capaz de cuidarte y de cuidarme; y, sin embargo, eres también capaz de sentarte a mis pies —si te lo permitiera— sin avergonzarte, sin resentimiento, como yo honraría a Doni. Eres temeraria, valerosa; salvaste mi vida, me cuidaste hasta restablecer mi salud, cazaste para alimentarme, aseguraste mi bienestar. No me necesitas. No obstante, me inspiras el deseo de protegerte, de asegurarme que no te pase nada malo.

»Podría pasar mi vida entera contigo y no llegar a conocerte nunca; hay en ti profundidades que tardaría varias vidas en explorar. Eres sabia y antigua como la Madre, y tan fresca y joven como una mujer en sus Primeros Ritos. Y eres la mujer más bella que he visto. No logro creer en mi suerte a pesar de haber conseguido tanto. No creí que sería capaz de amar, Ayla, y te amo más que a la vida misma.

Los ojos de Ayla estaban llenos de lágrimas. Jondalar le besó los párpados, estrechándola contra su pecho como si tuviera miedo de perderla.

Cuando despertaron a la mañana siguiente, había una ligera capa de nieve sobre la tierra. Cerraron de nuevo la abertura de la tienda y se arrebujaron en las pieles, pero ambos se sentían algo tristes.

—Ya es hora de regresar, Jondalar.

—Supongo que tienes razón —dijo, viendo que su aliento producía una nubecilla de vapor—. Todavía no está muy avanzada la temporada. No creo que tropecemos con tormentas fuertes.

—Nunca se sabe; el clima podría sorprenderte.

Finalmente salieron de la tienda y comenzaron a levantar el campamento. La honda de Ayla cobró un grueso jerbo que salía de su guarida subterránea dando saltos sobre dos patas. Ella lo agarró por una cola que era casi el doble de larga que el cuerpo, y se lo echó al hombro colgado de sus zarpas traseras parecidas a pezuñas. En el campamento lo desolló rápidamente y lo puso a asar en el espetón.

—Me da pena tener que regresar —dijo Ayla mientras Jondalar encendía el fuego—. Ha sido… divertido. El simple hecho de viajar, deteniéndonos cuando queríamos. Sin preocuparnos de llevar nada a casa. Acampar a mediodía sólo porque queríamos nadar o tener Placeres. Me alegro de que se te ocurriera.

—También a mí me da pena que haya concluido, Ayla. Ha sido una hermosa excursión.

Se puso en pie para ir por más leña, caminando hacia el río. Ayla le ayudó; dieron la vuelta a un recodo y encontraron un montón de leña podrida. De repente Ayla oyó un ruido. Alzó la vista y se agarró a Jondalar.

—¡Heyooo! —gritó una voz.

Un reducido grupo de personas se dirigía hacia ellos, haciendo gestos con los brazos. Ayla se pegó a Jondalar que, con su brazo alrededor de ella, la tranquilizaba, la protegía.

—Todo está bien, Ayla. Son Mamutoi. ¿No te dije que se llaman a sí mismos cazadores de mamuts? Creen que también nosotros somos Mamutoi —dijo Jondalar.

A medida que se acercaba el grupo, Ayla se volvió hacia Jondalar, con el rostro asombrado, maravillado:

—Esa gente, Jondalar, está sonriendo —dijo—. Todos me sonríen.