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—Whinney, no seas tan voraz —la reconvino Ayla, viendo cómo la yegua del color del heno lamía las últimas gotas de agua del fondo de un tazón de madera—. Si te lo bebes todo, tendré que derretir más hielo —la potrilla resopló, meneó la cabeza y volvió a meter el hocico en el tazón. Ayla rió—. Si es tanta tu sed, saldré por más hielo. ¿Me acompañas?

El pensamiento constante de Ayla dedicado a la yegua se había convertido en hábito. A veces sólo se trataba de imágenes mentales y a menudo del expresivo lenguaje de gestos, posturas o expresiones faciales con que más familiarizada estaba, pero como el animalito tendía a responder mejor al sonido de su voz, Ayla se sentía incitada a vocalizar más. A diferencia del Clan, a ella, desde siempre, le había resultado fácil articular una gran diversidad de sonidos e inflexiones tonales; sólo su hijo había sido capaz de igualar esa facilidad. Se había convertido en un juego para ambos imitar mutuamente las sílabas sin sentido, pero algunas de ellas habían comenzado a adquirir significado. En sus conversaciones con la yegua, la tendencia se extendió a vocalizaciones más complejas. Ayla imitaba el sonido de los animales, inventaba palabras nuevas combinando sonidos que conocía, incluso incorporaba algunas de las sílabas sin sentido que habían sido un juego entre su hijo y ella. Sin nadie que le lanzara miradas de reproche cuando hacía sonidos innecesarios, su vocabulario oral se amplió, pero era un lenguaje que sólo ella entendía… y, en cierto sentido, también su yegua.

Ayla se puso unas polainas de piel, se cubrió con un manto de piel de caballo peludo y se colocó una capucha de piel de glotón antes de atarse las manoplas. Pasó un dedo por la raja de la palma para fijar la honda en la correa que le servía de cinturón y sujetar su canasto. Entonces cogió un picahielo —el hueso largo de una pata delantera de caballo, partido para sacarle la médula y afilado después a fuerza de golpearlo y pulirlo con una piedra— y salió.

—Anda, vamos, Whinney —dijo, apartando la pesada piel de bisonte que había sido su tienda, ahora sujeta a postes hundidos en el piso de tierra de la cueva como rompevientos en la entrada. La yegua trotó tras ella al bajar el sendero abrupto.

El viento que venía del recodo la recibió violentamente mientras andaba por el río congelado. Encontró un sitio que parecía fácil de romper en la corriente paralizada por los hielos, y se puso a partir aristas y bloques.

—Es mucho más fácil recoger nieve que romper hielo para conseguir agua, Whinney —dijo, metiendo el hielo en su canasto. Se detuvo para recoger algo de leña del montón que había al pie de la muralla, pensando lo agradecida que se sentía por la abundancia de leña, tanto para derretir hielo como para calentarse—. Los inviernos son secos aquí, y también más fríos. Echo de menos la nieve, Whinney. La poca que cae por aquí no parece nieve, tan sólo es fría.

Amontonó la leña junto al hogar y echó el hielo en un tazón que colocó junto al fuego para que el calor comenzara a derretirlo, antes de meterlo en su olla de cuero que necesitaba algo de líquido para que no se quemase cuando la colocara sobre el fuego. Entonces echó una mirada a su cómoda cueva, donde había varios proyectos en distintas etapas de ejecución, tratando de elegir en cuál trabajaría ese día. No obstante, estaba inquieta. Nada la atraía, hasta que observó varias lanzas nuevas que había terminado poco antes.

«Tal vez debería salir de caza —pensó—. No he ido a la estepa desde hace tiempo. Pero no puedo llevármelas». Arrugó el entrecejo. «No me servirían de nada; no podría acercarme lo suficiente para utilizarlas. Me llevaré solamente la honda y daré un paseo».

Llenó uno de los pliegues de su manto con piedras redondas que había llevado a la cueva y que formaban un montón por si a las hienas se les ocurría regresar. Echó más leña al fuego y salió al aire libre.

Whinney trató de seguirla cuando Ayla empezó a trepar por la abrupta pendiente que conducía a la estepa situada a mayor altitud, y se puso a relinchar con inquietud.

—No te preocupes, Whinney. No voy a tardar. No te pasará nada.

Cuando llegó arriba, el viento le arrebató la capucha y trató de llevársela. Ayla la sujetó, la ató más fuerte, se alejó de la orilla y se detuvo para echar una mirada. El paisaje seco y chamuscado del verano había sido una explosión de vida, comparado con la vacuidad helada y marchita de la estepa invernal. El aullido del viento entonaba un canto fúnebre, un alular agudo y penetrante, que se hinchaba hasta convertirse en un grito gemebundo y luego disminuía en un gruñido hueco y profundo. Azotaba la tierra parda dejándola desnuda, formando remolinos con la nieve granulosa que sacaba de las depresiones blancas y, envolviéndola en el lamento del viento, lanzaba los copos helados nuevamente por los aires.

La nieve así transportada parecía arena áspera que le quemaba el rostro, se lo dejaba en carne viva con su frío total. Ayla se encasquetó más la capucha, agachó la cabeza y caminó entre el rudo viento del nordeste sobre una hierba seca, quebradiza, aplastada contra la tierra. La nariz le hormigueaba, y le dolía la garganta al quedársele seca a causa del aire gélido. Una ráfaga inesperada la pilló por sorpresa; se quedó sin resuello, abrió la boca para respirar, tosiendo y jadeando, y escupió flema, viendo cómo se congelaba antes de llegar a la tierra dura como la roca, y cómo rebotaba.

«¿Qué estoy haciendo aquí arriba? —se dijo—. No sabía que pudiera hacer tanto frío. Me voy a casa».

Se dio la vuelta y quedó inmóvil, olvidándose por un instante del frío intenso. Al otro lado del barranco, una pequeña manada de mamuts lanudos caminaba despacio; enormes jorobas en movimiento, con una piel de un marrón rojizo oscuro, con largos colmillos curvos. Aquella tierra ruda y aparentemente estéril era su hogar; la áspera hierba que el frío había vuelto quebradiza era el alimento que les daba vida. Pero al adaptarse a semejante entorno, habían renunciado a la capacidad de vivir en cualquier otro. Los días de aquellos animales estaban contados; sólo durarían lo que durase el glaciar.

Ayla los observó fascinada, hasta que las formas indistintas desaparecieron entre remolinos de nieve, y después echó a correr; sólo se sintió tranquila cuando pasó por encima del borde, lejos del viento. Recordaba haber experimentado una sensación semejante cuando descubrió su refugio. «¿Qué habría sido de mí si no hubiera hallado este valle?». Abrazó a la potranca que estaba esperándola delante de la cueva y fue hasta el borde del saliente para mirar el valle. La nieve era un poco más espesa allí, especialmente donde había sido arremolinada en montones, pero igual de seca, igual de fría.

De todos modos, el valle brindaba protección contra el viento, y una cueva también. Sin ésta y sin fuego no habría podido sobrevivir, ella no era una criatura lanuda. Mientras estaba de pie en el borde del risco, el viento llevó a sus oídos el aullido de un lobo y el gañido de un perro salvaje. Abajo, una zorra ártica recorría el hielo del río congelado; su pelaje blanco casi la hizo pasar desapercibida cuando se detuvo de pronto y se puso rígida. Ayla vio que había movimiento en el valle, y reconoció la forma de un león cavernario; su pelaje leonado, descolorido hasta resultar casi blanco, era grueso y abundante. Los depredadores de cuatro patas se adaptaban al entorno de su presa. Ayla y sus semejantes adaptaban el entorno a su conveniencia.

Ayla se sobresaltó al oír una carcajada estridente cerca y alzó la vista: una hiena estaba en un plano más elevado que el suyo, en el borde del desfiladero. Se estremeció y fue a echar mano de la honda, pero el animal se apartó y, con su característica forma de andar deslizante, siguió por la orilla y se dirigió finalmente hacia las planicies abiertas. Whinney se acercó a la joven, frotó suavemente el hocico contra ella y la empujó un poco; Ayla apretó contra su cuerpo el manto pardo de piel de caballo, rodeó el cuello de Whinney con el brazo y regresó a la cueva.

Ayla estaba tendida en su lecho de pieles, mirando una formación de rocas familiar justo encima de su cabeza, preguntándose por qué se habría despertado tan de repente. Volvió el rostro para ver lo que hacía Whinney; también los ojos de ésta estaban abiertos, pero no mostraba temor. Sin embargo, Ayla estaba segura de que algo había cambiado.

Se arrebujó de nuevo entre sus pieles, sin el menor deseo de abandonar su calor, y miró hacia el hogar que había formado, a la luz del orificio que había encima de la entrada de la cueva. Tenía labores empezadas por todas partes, pero había un rimero de utensilios y herramientas terminados a lo largo del muro, del otro lado del tendedero. Como tenía hambre, su mirada se dirigió al tendedero; había vertido la grasa de la yegua, una vez derretida, en los intestinos limpios, retorciéndolos a intervalos, y las tripas colgadas junto a diversas hierbas secas y aromáticas que pendían de sus raíces.

Eso le hizo pensar en el desayuno. Carne seca convertida en caldo, un poco de grasa para mejorarlo, condimentos, tal vez algo de grano y grosellas secas. Como estaba demasiado despabilada para seguir acostada, apartó sus mantas. Se puso rápidamente el manto y las abarcas, quitó de la cama la piel de lince, todavía caliente por el contacto con su cuerpo, y corrió afuera para orinar desde lo alto del extremo del saliente. Apartó el rompevientos de la entrada y se quedó sin resuello.

Los contornos angulares y afilados del saliente de roca habían sido suavizados durante la noche por una espesa sábana de nieve que relucía con un brillo uniforme reflejando un cielo azul y transparente del que colgaban montones de pelusa. Tardó unos instantes en reconocer otro cambio aún más asombroso: el aire estaba quieto, no había viento.

El valle, cobijado en la región en que la estepa continental más húmeda dejaba el paso a la estepa del loess seco, participaba de ambos climas, y el sur era el que dominaba por el momento. La pesada nieve recordaba las condiciones invernales que imperaban generalmente alrededor de la Caverna del Clan, y para Ayla era algo así como volver al hogar.

—¡Whinney! —gritó—. ¡Ven aquí! ¡Ha nevado! ¡De veras que ha nevado!

De repente recordó la razón que la había impulsado a salir de la cueva y dejó huellas vírgenes en la explanada de un blanco impoluto al correr hacia el extremo más alejado. Al volver, vio cómo la yegua daba un paso cauteloso tras otro en la materia incorpórea, agachaba la cabeza para oler y resoplaba después sobre la extraña superficie fría. Miró a Ayla y relinchó.

—Anda, Whinney, ven. No te hará ningún daño.

La yegua nunca había conocido la nieve profunda en una abundancia tan grande y tranquila; estaba acostumbrada a verla impulsada por el viento o amontonada. Los cascos se le hundieron al dar otro pasito y volvió a relinchar mirando a la joven, como si quisiera que la tranquilizase. Ayla condujo fuera a la potrilla para que se sintiera más cómoda; entonces rió al ver sus juegos cuando la curiosidad natural del animal y su carácter travieso se apoderaron de ella. No tardó Ayla en comprobar que no estaba vestida para pasar mucho rato fuera de la cueva; hacía frío.

—Voy a hacerme una infusión caliente y algo de comer. Pero tengo poca agua, tendré que buscar hielo… —y rió—. No necesito partir hielo del río. ¡Me bastará con llenar de nieve un tazón! ¿Qué te parecería comer unas gachas calientes esta mañana, Whinney?

Una vez que terminaron de comer, Ayla se abrigó bien y volvió a salir. Sin viento, la temperatura era casi benigna, pero lo que más le encantó fue lo familiar que le resultaba la nieve común y corriente en el suelo. Llenó tazones y canastos, los llevó a la cueva y los dejó cerca del hogar para que se derritiera su contenido. Era muchísimo más fácil que picar el hielo del río, de manera que decidió aprovechar la ocasión para lavar. Estaba acostumbrada a lavarse con nieve derretida en invierno, con regularidad, pero le había costado bastante picar hielo en cantidad suficiente para beber y cocinar. Lavar era un lujo del que podía prescindir.

Alimentó el fuego con leña del montón que había en la parte de atrás de la cueva, después quitó la nieve que cubría la leña adicional amontonada fuera, y repuso sus reservas en el interior.

«Ojalá pudiera almacenar el agua como la leña —pensó mirando los recipientes llenos de nieve que se derretía—. No sé cuánto durará esto cuando el viento vuelva a soplar». Salió de nuevo por otra carga de leña, llevando consigo un tazón para quitar la nieve. Al recoger un tazón de nieve y volcarlo sobre el suelo, comprobó que la nieve conservaba su forma al retirar el tazón. «Me pregunto… ¿Por qué no puedo amontonarla de esa manera, como si fuese un montón de leña?».

La idea despertó su entusiasmo, y muy pronto la mayor parte de la nieve que no había sido pisoteada en el saliente quedó amontonada contra la pared junto a la entrada de la cueva. Entonces se dedicó al sendero que conducía al río. Whinney aprovechó la pista abierta para bajar al campo. Los ojos de Ayla brillaban y sus mejillas estaban sonrosadas cuando se detuvo y sonrió, satisfecha, frente al montón de nieve que tenía al lado de la cueva. Descubrió una pequeña sección en el extremo del saliente que aún no había limpiado, y se dirigió hacia allí con decisión. Miró hacia el valle y rió al ver a Whinney, que, con pasos prudentes, se abría camino a través de los montones de nieve que habían surgido.

Al mirar de nuevo el montón de nieve, se detuvo y una sonrisa divertida levantó una de las comisuras de sus labios al ocurrírsele una travesura: el enorme montón de nieve estaba compuesto de muchos bultos con forma de tazón invertido, y desde donde ella lo veía le sugerían los contornos de una cara. Recogió un poco más de nieve, la puso de golpe donde consideró oportuno y retrocedió para comprobar el efecto.

«Si la nariz fuera un poco más grande, se parecería a Brun», pensó, y recogió más nieve. Hizo una bola con ella, la colocó con cuidado, raspó un hueco, aplastó un bulto y retrocedió para observar de nuevo su creación.

Sus ojos lanzaron un destello de traviesa complacencia.

«Te saludo, Brun», dijo en el lenguaje de signos; luego se sintió algo apenada. El verdadero Brun no aprobaría que se dirigiera a un montón de nieve dándole su nombre. Las palabras-nombre eran demasiado importantes para ponérselas a cualquier cosa indiscriminadamente. «Bueno, pero se parece a él». Y la idea le hizo gracia. «Pero quizá debería mostrarme más cortés. No es propio que una mujer salude al jefe como si fuera su hermano. Debería pedirle permiso», pensó, y prolongando su juego, se sentó frente al montón de nieve y bajó la mirada al suelo, en la posición correcta para solicitar audiencia a un hombre.

Sonriendo para sí por su actuación, Ayla se quedó sentada, en silencio y con la cabeza agachada, como si realmente esperara que le tocaran el hombro, indicándole que tenía permiso para hablar. El silencio se prolongó y el saliente rocoso era duro y frío. Ayla pensó lo ridículo que resultaba estar allí sentada. La réplica de Brun hecha en nieve no le tocaría el hombro, como tampoco lo había hecho Brun la última vez que se sentó a sus pies. Había sido maldita, aun cuando injustamente, y había pretendido rogar al viejo jefe que protegiera a su hijo de las iras de Broud. Pero Brun se había apartado de ella; era demasiado tarde…, ya estaba muerta. De repente, el humor juguetón se evaporó; se levantó y contempló la escultura de nieve que había hecho.

—¡Tú no eres Brun! —gritó con enojo, golpeando la parte a la que había dado una forma tan esmerada. La ira se apoderó de ella—. ¡No eres Brun! ¡No eres Brun! —Y se puso a golpear el montón de nieve con manos y pies, destruyendo cualquier parecido con la forma de un rostro—. Nunca más volveré a ver a Brun. Nunca veré a Durc. ¡Nunca más volveré a ver a nadie! ¡Estoy sola! —Un gemido angustioso escapó de sus labios, seguido de un sollozo desesperado—: ¡Oh!, ¿por qué estoy tan sola?

Cayó de rodillas, se tendió en la nieve y sintió cómo se enfriaban en su rostro unas lágrimas antes ardientes. Abrazó la humedad helada contra su pecho, se envolvió en nieve y agradeció su contacto entumecedor. Cuando comenzó a temblar, cerró los ojos y trató de ignorar el frío que empezaba a llegarle hasta la médula.

Entonces sintió algo tibio y húmedo en su cara, y oyó el suave relincho de un caballo. También trató de ignorar a Whinney, pero la potrilla volvió a tocarla con el hocico. Ayla abrió los ojos para ver los ojos grandes y oscuros del caballito estepario. Tendió los brazos, rodeó con ellos el cuello de la potrilla y hundió el rostro en su pelaje lanudo. Al notar que la soltaban, la yegua relinchó suavemente.

—Quieres que me levante, ¿verdad, Whinney? —La yegua agitó la cabeza arriba y abajo, como si comprendiera, y Ayla quiso creer que era así. Su instinto de supervivencia había sido siempre fuerte; haría falta algo más que soledad para hacerla renunciar. Crecer en el clan de Brun, aunque allí la amaron, había sido en cierto modo estar siempre sola. Siempre había sido diferente. Su amor hacia los demás había sido la fuerza dominante. La necesitaban: Iza cuando estuvo enferma, Creb al envejecer, su hijito, que había dado razón y propósito a su vida—. Tienes razón, es mejor que me levante. No puedo dejarte sola, Whinney, y aquí fuera me estoy quedando mojada y fría. Me pondré algo seco. Y después te haré unas gachas calientes. Eso te gusta, ¿verdad?

Ayla observaba los dos zorros árticos que gruñían y se lanzaban mordiscos, peleando por la zorra; percibía el fuerte olor que exhalaban los machos en celo incluso desde lo alto de su saliente. «Son más bonitos en invierno; en verano tienen un color pardo apagado. Si quiero pieles blancas tendré que conseguirlas ahora», pensó, pero sin moverse para coger la honda. Un macho había salido victorioso y reclamaba su premio. La zorra anunció su acción con un alarido estridente cuando aquél la montó.

«Sólo gritan así cuando se acoplan de esa manera. Me pregunto si le agradará o no. A mí nunca me gustó, incluso cuando ya no me dolía. Pero a las otras mujeres, sí. ¿Por qué era yo tan distinta? ¿Sólo porque no me gustaba Broud? ¿Sería ésa la diferencia? ¿Esa zorra simpatizará con ese macho? ¿Le gustará lo que le está haciendo? No trata de escapar».

No era la primera vez que Ayla se había privado de cazar con el fin de observar zorros y otros carnívoros. A menudo había pasado días enteros examinando la presa que su tótem le permitía cazar, para tomar nota de cuáles eran sus costumbres y su hábitat, y acabó por descubrir que eran criaturas interesantes. Los hombres del Clan aprendían a cazar practicando con los herbívoros, que les proveían de alimentos, y si bien podían seguirles la pista y cazarlos cuando necesitaban pieles que les proporcionaran calor, nunca fueron los carnívoros su presa predilecta. No desarrollaron con ellos el nexo especial que Ayla sí tenía.

Seguían fascinándola, a pesar de que los conocía bien, pero el zorro que entraba y salía rápidamente y la zorra que aullaba le hicieron interrogarse sobre ciertos extremos que nada tenían que ver con la caza. Todos los años, hacia el fin del invierno, se ayuntaban. En primavera, cuando el pelaje de la zorra se volviera oscuro, tendría una camada. «Me pregunto si se quedará ahí, bajo los huesos y la madera de río, o si abrirá una guarida en alguna otra parte. Ojalá se quede. Los amamantará, les dará después comida medio masticada por ella; después les traerá presas muertas, ratones, topos y aves. A veces, un conejo. Cuando sus crías sean más grandes, les llevará animales todavía vivos, y les enseñará a cazar. Para el próximo otoño ya serán casi adultos, y el invierno siguiente las zorras aullarán así cuando los machos las monten.

»¿Por qué lo harán? ¿Por qué se unirán de ese modo? Creo que él está haciéndole crías. Si lo único que ella tiene que hacer consiste en tragarse un espíritu, como siempre me dijo Creb, ¿por qué se acoplan así? Nadie creía que yo pudiera tener un hijo; dijeron que el espíritu de mi tótem era demasiado fuerte; pero lo tuve. Si Durc fue iniciado cuando Broud me hizo eso a mí, poco importó que mi tótem fuera fuerte.

»Pero la gente no es como los zorros. No tienen hijos únicamente en primavera, las mujeres pueden tenerlos en cualquier momento. Y hombres y mujeres no se acoplan solamente en invierno, lo hacen todo el tiempo. Pero tampoco tiene una mujer un hijo cada vez. Quizá tuviera razón Creb; tal vez el espíritu del tótem de un hombre tenga que penetrar en una mujer…, pero no se lo traga. Creo que lo introduce en ella cuando se juntan, con su órgano. Unas veces, el tótem de ella lo combate, y otras se inicia una nueva vida.

»Creo que no quiero una piel de zorro blanca. Si mato alguno, los demás se irán, y quiero ver cuántas crías va a tener. Conseguiré ese armiño que vi río abajo antes de que se ponga oscuro. Tiene el pelaje blanco y más suave, y me gusta la puntita de su cola.

»Pero ese bichito es tan pequeño que su piel apenas alcanza para una manopla, y también tendrá crías en primavera. El próximo invierno es probable que haya más armiños. Quizá no vaya hoy de caza. Creo que será mejor que termine ese tazón».

No se le ocurrió a Ayla preguntarse el motivo por el que pensaba en las criaturas que podrían encontrarse en su valle el siguiente invierno, puesto que había decidido marcharse en primavera. Estaba acostumbrándose a su soledad excepto de noche, cuando agregaba una muesca más en una vara lisa y la colocaba en el montón de varas que seguía creciendo.

Con el dorso de la mano, Ayla trató de apartar de su cara un mechón aceitoso de cabello tieso. Estaba partiendo una raíz secundaria de árbol para hacer un gran canasto de malla y no podía soltarla. Había estado experimentando con nuevas técnicas de tejido, empleando diversos materiales y diversas combinaciones para confeccionar mallas y estructuras diferentes. El proceso de tejer, anudar, sujetar, retorcer y hacer cordel había acaparado su interés hasta el punto de excluir casi todo lo demás. Aunque en ocasiones el producto final resultara inútil, y a veces absurdo, había logrado ciertas innovaciones llamativas, lo cual la incitó a seguir probando. En resumen, se ponía a retorcer o trenzar todo lo que le caía en las manos.

Había estado trabajando desde por la mañana muy temprano en un proceso de tejido particularmente intrincado, y sólo cuando entró Whinney, empujando con la nariz el cuero rompevientos, se percató Ayla de que ya era de noche.

—¿Cómo se ha hecho tan tarde, Whinney? Ni siquiera tienes agua en tu tazón —dijo, poniéndose de pie y estirándose, entumecida tras haber pasado tantas horas sentada sin variar de postura—. Tengo que conseguir algo de comer para las dos, y había pensado cambiar el heno de mi cama.

La joven se afanó yendo de un lado para otro, buscando heno fresco para la potrilla y más para la zanja poco profunda que le servía de cama. Tiró por el borde del saliente la hierba seca y aplastada. Partió el recubrimiento de hielo para conseguir la nieve que había en el montón junto a la entrada de la cueva, contenta de tenerla tan cerca. Vio que ya no quedaba mucha y se preguntó cuánto duraría aún, antes de tener que bajar de nuevo al río. Discutió consigo misma si llevaría suficiente para lavarse, y entonces, pensando que tal vez no se le presentara de nuevo la oportunidad antes de la primavera, cogió la que necesitaba para lavarse también el cabello.

El hielo se derretía en tazones junto al fuego mientras ella se preparaba y cocía la comida. Mientras trabajaba, su mente seguía ocupándose de los procesos de trabajar con fibras que tanto le absorbían. Después de comer y lavarse, se estaba desenredando el cabello húmedo con una ramita y los dedos cuando vio el cardo seco que utilizaba para peinar y desenmarañar cortezas secas al objeto de retorcer las fibras; peinar a Whinney con regularidad le había inspirado la idea de emplear el cardo con las fibras, y la consecuencia natural era que lo utilizase también en su propia cabellera.

Los resultados la entusiasmaron. Su espesa cabellera dorada estaba suave y lisa. No había prestado una atención especial a su cabello anteriormente, aparte de lavarlo de cuando en cuando, y por lo general lo llevaba apartado de la cara, detrás de las orejas, con una especie de raya en medio. Iza le había dicho con frecuencia que era lo mejor que tenía, recordó mientras lo cepillaba hacia delante para verlo a la luz de la lumbre. El color era bastante bonito, pensó, pero más atractiva aún era la textura, los largos mechones suaves. Casi sin darse cuenta empezó a trabajar una sección formando una larga trenza.

Ató el extremo con un trozo de tendón y pasó a otra sección. Se le ocurrió imaginar la extrañeza que sentiría cualquiera que la viese haciendo cuerdas con su propio cabello, pero eso no le impidió continuar su tarea, y al poco tiempo tenía toda la cabeza cubierta de numerosas trenzas largas. Sacudió la cabeza de un lado a otro y sonrió ante la novedad que representaban. Le gustaban las trenzas, pero no podía ponérselas detrás de las orejas para apartarlas de su rostro. Después de hacer varias pruebas, descubrió la manera de retorcerlas y atarlas en lo alto de la cabeza, pero le gustaba agitarlas y dejó que colgaran a los lados y por la espalda.

Desde el principio, lo que la atrajo fue la novedad, pero fue la comodidad lo que la persuadió de la conveniencia de trenzar el cabello: así se mantendría en su lugar, y ella no tendría que estar siempre apartando los mechones sueltos. ¿Qué le importaba que hubiera quien la considerase rara? Podía hacer cuerdas con sus cabellos si se le antojaba…, no tenía que dar gusto a nadie más que a sí misma.

Acabó con la nieve de su saliente poco después, pero no era ya necesario romper el hielo para obtener agua; se había acumulado nieve suficiente en montones y hoyos. Sin embargo, la primera vez que fue a buscarla, comprobó que la nieve al pie de su cueva tenía polvo de hollín y ceniza procedentes de su fuego. Caminó el río helado arriba para hallar un lugar más limpio de donde sacar hielo, pero, al penetrar en el estrecho desfiladero, la curiosidad la impulsó a seguir avanzando.

Nunca había nadado río arriba tan lejos como sin duda podía hacerlo. La corriente era fuerte y no lo consideró necesario; pero caminar no requería más esfuerzo que el de cuidar en dónde ponía los pies. A lo largo del desfiladero, donde las temperaturas a la baja atrapaban surtidores o presionaban hasta formar crestas, las fantasías de hielo habían creado una tierra mágica de ensueño. Sonrió de placer al contemplar las formaciones maravillosas, pero no estaba preparada para lo que vería más adelante.

Llevaba un rato caminando y empezaba a pensar en volver. Hacía frío en el fondo del desfiladero oscuro, y el hielo participaba en el origen de ese frío. Ayla decidió que sólo llegaría hasta el siguiente recodo del río; pero una vez allí, se detuvo maravillada por el paisaje que tenía ante sus ojos: más allá del recodo, las paredes se reunían para formar una muralla de piedra que subía hasta la estepa y caía como una cascada de hielo donde se había congelado en brillantes estalactitas el agua que solía caer libremente. Duro como la piedra pero frío y blanco, parecía un trastocamiento espectacular, como una caverna vuelta al revés.

La maciza escultura de hielo quitaba el resuello por su grandeza. Toda la fuerza del agua sujeta en el puño del invierno parecía dispuesta a desplomarse sobre ella. Producía un efecto vertiginoso; sin embargo, la joven estaba como paralizada, arrebatada por su magnificencia. Tembló frente a aquel poderío inmovilizado; antes de emprender el regreso, le pareció ver una gota de agua brillando en la punta de un alto carámbano, y se estremeció, más helada aún.

Ayla despertó al sentir el embate de unas ráfagas frías y alzó la cabeza para mirar la pared opuesta a la entrada de la cueva y el rompevientos que azotaba el poste. Después de repararlo, permaneció un rato de cara al viento.

—Hace más calor, Whinney, estoy segura de que el viento no es ya tan frío.

La yegua agitó las orejas y la miró expectante. Pero sólo se trataba de una conversación. No había señales ni sonidos que exigieran respuesta por parte de la yegua, ni señal alguna de que se acercara o se apartase, ni indicios de que hubiera alimentos, caricias ni otras formas de afecto. Ayla no había adiestrado conscientemente a la yegua; consideraba a Whinney como su compañera y amiga. Pero el inteligente animal había comenzado a percibir que ciertas señales y sonidos estaban asociados a algunas determinadas actividades, y había aprendido a responder adecuadamente a muchos de ellos.

También Ayla empezaba a comprender el lenguaje de Whinney. La yegua no necesitaba emplear palabras para expresarse; la mujer estaba acostumbrada a distinguir finos matices de significado en imperceptibles signos de la expresión o el gesto. Los sonidos habían representado siempre una forma secundaria de comunicación en el Clan. Durante el prolongado invierno que había impuesto una asociación muy íntima, la mujer y el equino habían establecido un cálido nexo de afecto y logrado un alto nivel de comunicación y comprensión. Por lo general, Ayla sabía cuándo Whinney se sentía feliz, contenta, nerviosa o molesta, y respondía a las señales de la yegua siempre que ésta necesitaba ser atendida: alimento, agua, afecto. De todos modos, fue la mujer quien adoptó el papel dominante de manera intuitiva; había comenzado a trasmitir señales y directrices a la yegua con un propósito concreto y el animal respondía.

Ayla estaba de pie justo a la entrada de la cueva, examinando su trabajo de reparaciones y el estado del cuero del rompevientos. Había tenido que hacer nuevos orificios a lo largo del borde superior, debajo de los que se habían rasgado, y pasar por ellos una nueva correa para colocar nuevamente la pieza de cuero en el travesaño superior. De repente sintió algo húmedo en la nuca.

—Whinney, no… —se dio media vuelta, pero la yegua no se había movido; otra gota la salpicó. Miró a su alrededor y alzó la vista hacia un largo carámbano colgado del orificio para el humo. La humedad de sus guisos y de la respiración, elevada por el calor de la lumbre, al encontrarse con el aire frío que penetraba por el agujero, formaba hielo. Pero el viento seco absorbía justo la humedad suficiente para impedir que ese hielo aumentara demasiado. Durante la mayor parte del invierno, sólo unos flecos de hielo habían decorado la parte superior del agujero. A Ayla la sorprendió ver el carámbano largo y sucio, lleno de hollín y ceniza.

Una gota de agua se desprendió de la punta y le cayó en la frente antes de que hubiera tenido tiempo de rehacerse de su sorpresa para apartarse; se secó la frente y entonces lanzó un grito triunfal.

—¡Whinney! ¡Whinney! ¡Ya llega la primavera! El hielo empieza a fundirse —corrió hacia la yegua y rodeó con sus brazos el cuello peludo, calmando la súbita intranquilidad que ésta manifestaba—. ¡Oh, Whinney!, pronto empezarán a tener yemas los árboles, las primeras plantas comenzarán a brotar. ¡No hay nada tan bueno como los primeros vegetales de la primavera! Espera a probar la hierba de primavera. ¡Te encantará!

Ayla dejó la cueva y se precipitó al amplio saliente como si esperara contemplar un mundo verde en vez de blanco. El viento frío la hizo regresar a toda prisa, y su excitación ante las primeras gotas de agua de fusión se convirtió en desaliento al presenciar la peor tormenta de nieve de la temporada, la cual se desató días después por el desfiladero del río. Pero a pesar de la capa de hielo glacial, la primavera siguió inexorablemente pisándole los talones al invierno, y el hálito tibio del sol derritió la costra helada que aprisionaba la tierra. Las gotas de agua habían anunciado realmente la transición del hielo al agua en el valle… y más de lo que Ayla hubiera imaginado.

Las primeras gotas tibias de fusión fueron seguidas muy pronto por lluvias primaverales que ayudaron a suavizar y barrer la nieve y el hielo acumulados, trayendo la humedad de la estación a la seca estepa. Sin embargo, hubo algo más que una acumulación local. El manantial del río del valle consistía en agua de fusión del glaciar mismo, la cual, en primavera, recibía afluentes a lo largo de su recorrido, incluidos muchos que no existían cuando Ayla llegó al valle.

Súbitas crecidas de lechos anteriormente secos cogían por sorpresa a animales desprevenidos y los transportaban brutalmente río abajo. En aquella turbulencia alocada, cadáveres enteros eran desgarrados, golpeados, aplastados y convertidos en osamentas limpias. En ocasiones, los ríos existentes eran ignorados por la corriente. El agua de fusión abría nuevos canales, arrancaba de raíz arbustos y árboles que habían luchado por crecer durante años en un entorno hostil, y los arrasaba. Piedras y rocas, incluso enormes bloques, que el agua volvía brillantes, eran arrastrados, empujados entre los desechos a toda velocidad.

Las angostas paredes del desfiladero, río arriba de la cueva de Ayla, encerraban el agua violenta que caía desde la alta cascada. La resistencia fortalecía la corriente y, según iba aumentando el volumen, subía el nivel del río. Las zorras habían abandonado su guarida bajo el montón de desechos del año anterior, mucho antes de que la playa pedregosa al pie de la cueva quedara anegada.

Ayla no soportaba quedarse dentro de la cueva. Desde el saliente observaba los remolinos y torbellinos espumosos del río, que crecía día a día. Abalanzándose desde el angosto desfiladero —Ayla podía ver cómo se precipitaba el agua al verse libre—, golpeaba contra el muro saliente y depositaba parte de los desechos que transportaba al pie de éste. Fue entonces cuando Ayla comprendió cómo se había alojado allí aquel montón de huesos, madera de flotación y bloques erráticos que tan útiles le habían resultado, y se dio cuenta de la suerte que había tenido al encontrar una cueva tan arriba.

Podía notar cómo se estremecía el saliente cuando un bloque rocoso grande o un árbol chocaba contra su base. Eso la asustaba, pero ya había llegado a considerar la vida de manera fatalista: si había de morir, moriría; de todos modos, había sido maldita y se suponía que ya estaba muerta. Sin duda existían fuerzas más poderosas que ella misma para controlar su destino, y si la muralla había de ceder mientras ella se encontraba arriba, nada podía hacer para impedirlo. La violencia desenfrenada de la naturaleza la tenía fascinada.

Todos los días presentaban un aspecto nuevo. Uno de los altos árboles que crecían junto a la muralla opuesta cedió al empuje de la riada. Cayó contra el saliente, pero no tardó en ser barrido por el crecido río. Ayla vio cómo desaparecía en el recodo, arrastrado por la corriente, que se extendía por la pradera más baja, en forma de un largo y estrecho lago, e inundaba la vegetación que otrora había bordeado la ribera de aguas tranquilas. Ramas de árboles y maleza enmarañada que se aferraban a la tierra por debajo del río turbulento, retuvieron y trataron de sujetar al gigante derribado, pero el árbol fue arrancado de sus garras o ellas fueron arrancadas de la tierra.

Ayla tuvo constancia del día en que el invierno perdió su dominio sobre las cascadas de hielo: un fragor cuyo eco retumbó a lo largo del cañón anunció la aparición de témpanos de hielo flotando en el río, oscilando y vacilando a capricho de la corriente. Se precipitaron todos juntos contra la muralla, después la rodearon y perdieron su forma y su definición al ser arrastrados.

La familiar playa había cambiado de aspecto cuando las aguas retrocedieron por fin lo suficiente para que Ayla pudiera bajar por el abrupto sendero hasta la orilla del río. El montón enfangado de desechos que se acumulaba al pie de la muralla había adquirido dimensiones nuevas, y entre los huesos y la madera de río se veían cadáveres y árboles. La forma del pequeño terreno pedregoso había cambiado y habían desaparecido árboles familiares; pero no todos. Las raíces se hundían en las profundidades de un terreno esencialmente seco, sobre todo la vegetación que crecía lejos de la orilla; árboles y arbustos estaban acostumbrados a la inundación anual, y la mayoría de los que habían sobrevivido a varias estaciones estaban firmemente arraigados. Cuando comenzaron a aparecer las primeras yemas verdes de las matas de frambuesas, Ayla empezó a pensar en el próximo año. No tenía ningún sentido recoger bayas que no madurarían antes del verano. Ella no estaría ya en el valle, por supuesto que no, si había de reanudar la búsqueda de los Otros. Los primeros estremecimientos de la primavera le habían impuesto la necesidad de tomar una decisión: cuándo abandonar el valle. Era más difícil de lo que parecía.

Estaba sentada en el extremo más alejado del saliente, en un lugar de su predilección. En el lado que daba al prado había un sitio llano donde podía sentarse, y justo a la distancia precisa enfrente, otro punto donde apoyar los pies. No podía ver el agua procedente del recodo ni la playa pedregosa, pero divisaba perfectamente todo el valle, y si volvía la cabeza podía ver el desfiladero río arriba. Había estado observando a Whinney en el prado y la había visto emprender el camino de regreso. La yegua se había ocultado a su vista mientras rodeaba la punta saliente de la muralla, pero Ayla podía oír que subía por el sendero y esperaba que apareciera de un momento a otro.

La mujer sonrió al ver la ancha cabeza de caballo estepario con sus orejas oscuras y sus crines tiesas. Mientras se acercaba, Ayla se dio cuenta de que el pelaje amarillo y despeinado de la yegua amarilla estaba desapareciendo para ser sustituido por la raya salvaje, de un pardo oscuro, que se extendía por su lomo hasta terminar en una larga cola de crines también oscuras. Había un leve indicio de rayas del mismo color en las patas delanteras, más arriba de la articulación inferior. La yegua miró a la mujer y relinchó suavemente para ver si quería algo de ella; entró en la cueva. Aunque no había terminado de engordar, la yegua de un año había alcanzado ya su tamaño de adulta.

Ayla volvió al paisaje y los pensamientos que habían estado anidando en su mente días enteros, quitándole el sueño por las noches. «No puedo marcharme ahora…, primero tengo que cazar un poco y tal vez esperar que maduren algunas frutas. ¿Y qué voy a hacer con Whinney?». Ahí estaba el meollo del problema. No quería seguir viviendo sola, pero no sabía nada de la gente a la que el Clan llamaba «los Otros», salvo que era una de ellos. «¿Y si me encuentro con gente que no me deje tenerla? Jamás me habría permitido Brun tener un caballo adulto, especialmente tan joven y afectuoso. ¿Y si quieren matarla? Ni siquiera se le ocurriría huir, se quedaría quieta y les dejaría hacer. Y si les dijera que no, ¿me prestarían atención? Broud la mataría sin importarle lo que dijera yo. ¿Y si los hombres de los Otros son como Broud?, ¿o peores? Al fin y al cabo, mataron al hijo de Oga, aunque no lo hicieran a propósito.

»Tengo que encontrar a alguien un día u otro, pero puedo pasar aquí un poco más de tiempo. Por lo menos hasta que cace algo y pueda recoger algunas raíces. Eso es lo que haré. Me quedaré hasta que las raíces estén a punto para arrancarlas.

Se sintió mejor una vez tomada la decisión de aplazar la partida y sintió ganas de hacer algo. Se levantó y fue hasta el otro lado del saliente. El olor de la carne en putrefacción subía desde el nuevo montón al pie de la muralla; advirtió movimiento más abajo y observó una hiena que partía con poderosas mandíbulas la pata delantera de lo que probablemente era un venado. Ningún otro animal, depredador o aficionado a la carroña, tenía semejante fuerza concentrada en mandíbulas y cuartos delanteros, lo que proporcionaba a la hiena una estructura desproporcionada, completamente desgarbada.

La primera vez que vio una de espaldas, con sus cuartos traseros bajos y sus patas ligeramente zambas, rebuscando en el montón, se tuvo que dominar; pero al ver que sacaba un trozo de osamenta a medio pudrir, la dejó tranquila, agradeciendo por una vez el servicio que prestaban. Las había estudiado y había observado también otros animales carnívoros. A diferencia de lobos o felinos, no necesitaban fuertes patas traseras para lanzarse al ataque. Cuando cazaban, buscaban las vísceras, el bajo vientre, blando, y las glándulas mamarias. Pero su dieta habitual era la carroña… en cualquier estado.

La corrupción las deleitaba. Ayla las había visto hurgar en montones de basura humana, desenterrando cadáveres que no estaban bien sepultados; incluso comían excrementos, y olían tan mal como su dieta. Su mordedura, si no era inmediatamente mortal, solía causar la muerte por infección, y cazaban crías.

Ayla hizo una mueca y se estremeció de asco. Las odiaba y tenía que dominar el impulso de perseguir con la honda a las que estaban abajo. Era una actitud irracional, pero no podía remediar la repulsión que le inspiraban los animales moteados. Para ella no tenían una sola característica aceptable. Otros buscadores de carroña no la molestaban tanto, aunque con frecuencia olían igual de mal.

Desde la posición ventajosa que le proporcionaba el saliente, vio un glotón que perseguía abiertamente a una liebre. El glotón parecía un osezno de rabo largo, pero ella sabía que se asemejaban más a las comadrejas, y que sus glándulas de almizcle eran tan atosigantes como las de las mofetas. Los glotones eran comedores de carroña con malos instintos, capaces de asolar cavernas o parajes abiertos sin la menor necesidad. Pero eran animales inteligentes, belicosos, depredadores absolutamente ajenos al miedo, que atacaban lo que fuera, hasta un reno gigantesco, aunque también podían conformarse con ratones, pájaros, ranas, pescado o bayas. Merecían respeto, y su pelaje tenía una calidad única —no dejaba que se congelara el aliento— que lo hacía valioso.

Observó una pareja de milanos rojos que salía volando de su nido, muy alto en un árbol que se alzaba al otro lado del río, y se elevaba rápidamente en el cielo; las aves extendieron sus amplias alas rojizas y colas partidas, y se dejaron caer en dirección a la playa pedregosa. También los milanos se alimentaban de carroña, pero, al igual que otras rapaces, cazaban igualmente pequeños mamíferos y reptiles. La joven no estaba tan familiarizada con las aves de presa, pero sabía que las hembras solían ser más grandes que los machos, y que daba gusto mirarlas.

Ayla podía tolerar a los buitres, a pesar de su horrorosa cabeza calva y de su olor tan desagradable como su aspecto. Su pico en forma de gancho era afilado y fuerte, apropiado para desgarrar y desmembrar animales muertos, pero en sus movimientos había majestuosidad. Ver a uno de ellos deslizándose y cerniéndose sin esfuerzo, cabalgando las corrientes del aire con las alas muy abiertas y, de repente, al vislumbrar alimento, dejarse caer a tierra y correr hacia el cadáver con el cuello tendido y las alas semirrecogidas, resultaba un espectáculo fantástico.

Los animales de presa que había allá abajo se estaban dando un auténtico banquete; también había cuervos que participaban en el festín, y Ayla estaba encantada. Con el olor de los cadáveres en putrefacción tan cerca de su cueva, podía tolerar hasta a las odiadas hienas. Cuanto antes limpiaran todo aquello, más contenta estaría. De repente se sintió abrumada por el hedor inaguantable; necesitaba una bocanada de aire no contaminado por emanaciones pestilentes.

—¡Whinney! —llamó. La yegua sacó la cabeza de la cueva al oír su nombre—. Voy a dar un paseo. ¿Quieres venir conmigo? —La yegua percibió la señal de acercamiento y caminó hacia la joven, agitando la cabeza.

Bajaron por el angosto sendero, dieron un rodeo para mantenerse alejadas de la playa pedregosa y sus ruidosos habitantes, y se pegaron a la muralla rocosa. La yegua pareció relajarse a medida que seguían el borde de maleza que delineaba la orilla del río, nuevamente encerrado en sus riberas normales. El olor de la muerte ponía nerviosa a la yegua, y su temor irracional hacia las hienas provenía de una experiencia lejana. Ambas disfrutaban de la libertad que les brindaba el día primaveral lleno de sol, después de un prolongado invierno que las había tenido encerradas, aunque en el aire aún se percibía cierta humedad fría. También olía más fresco en la pradera abierta, y las aves de presa no eran las únicas que se banqueteaban, aunque, al parecer, otras actividades resultaban más importantes.

Ayla fue deteniendo la marcha para observar a una pareja de grandes picamaderos moteados, el macho con corona carmesí, la hembra, blanca, entregados a exhibiciones aéreas como tamborilear en un tocón muerto y volar persiguiéndose alrededor de los árboles. Ayla conocía a esos pájaros carpinteros: vaciaban el corazón de un árbol viejo y forraban el nido con viruta. Pero una vez que los huevos morenos y moteados, habitualmente seis, eran incubados y adiestrados los polluelos cubiertos de plumas, los dos miembros de la pareja se separarían y tomarían cada cual su propio camino para buscar insectos en los troncos de árboles de su territorio y llenar los bosques con su fuerte carcajada.

Las alondras no eran así. Sólo se aislaban por parejas en época de reproducción; eran aves sociables que vivían en bandadas y los machos se portaban entonces como agresivos gallos de pelea con sus viejos amigos. Ayla oyó su glorioso canto cuando una pareja se elevó en línea recta; lo cantaban a un volumen tal que aún podía oírlo cuando, alzando la vista, sólo los divisaba como dos puntos en el cielo. De repente se dejaron caer como un par de piedras, y volvieron a elevarse cantando de nuevo.

Ayla llegó al lugar donde había abierto una zanja para cazar una yegua parda; al menos creía que había sido allí, porque no quedaba la menor huella. La inundación primaveral había arrasado la maleza cortada para ocultar la depresión. Un poco más lejos se detuvo para beber y sonrió al ver un aguzanieves que corría a lo largo de la orilla; parecía una alondra pero era más delgado, con la pechuga amarilla, y mantenía su cuerpo horizontal para evitar que se le mojara la cola, por lo que la meneaba de arriba abajo.

Una cascada de notas líquidas atrajo su atención hacia otro par de aves que no se preocupaban por el agua. Los mirlos acuáticos estaban saludándose, exhibiendo su cortejo, pero Ayla se maravillaba siempre al verlos caminar bajo el agua sin que se les mojara el plumaje. Cuando regresó a campo abierto, Whinney estaba paciendo los retoños verdes. Sonrió otra vez al ver una pareja de reyezuelos marrones que la regañaban gritándole chic-chic porque pasó demasiado cerca de su matorral. En cuanto se alejó, cambiaron a un canto alto, claro, fluido, que entonaron primero uno y después el otro en réplicas alternas.

Ayla se detuvo y se sentó en un tronco, escuchando los dulces trinos de varias aves distintas, y entonces se sorprendió al oír que, en un solo silbido, el zorzal imitó el coro completo en un surtido de melodías. Aspiró, pasmada ante el virtuosismo de la avecilla, y el ruido que ella misma hizo la sorprendió. Un pinzón verde la siguió con su nota característica, una especie de aspiración, y repitió otra vez el silbido imitador.

Ayla estaba encantada. Le parecía haberse convertido en parte del coro alado y volvió a intentarlo. Juntó los labios y aspiró, pero sólo consiguió emitir un silbido muy tenue; su siguiente intento logró un mayor volumen, pero se le llenaron tanto de aire los pulmones que tuvo que expelerlo, produciendo un silbido fuerte; esto se parecía mucho más a lo que hacían las aves. El siguiente esfuerzo sólo dejó pasar aire entre sus labios, y no tuvo mejor suerte en algunas tentativas más. Volvió a silbar para dentro y tuvo más éxito en el silbido, pero le faltó volumen.

Siguió intentándolo, silbando para dentro y para fuera, y de cuando en cuando producía un sonido agudo. Se centró tanto en sus ensayos, que no se dio cuenta de que Whinney erguía las orejas cuando el silbido era más agudo. La yegua no sabía cómo responder, pero era curiosa y dio varios pasos para acercarse a la joven.

Ayla vio que la yegua se aproximaba enderezando las orejas con expresión intrigada.

—Whinney, ¿te sorprende que yo pueda producir sonidos? También a mí. No sabía que podía cantar como un pajarillo. Bueno, tal vez no exactamente, pero si sigo practicando, creo que podría hacerlo de modo muy parecido. Déjame ver si puedo lograrlo de nuevo.

Aspiró, juntó los labios y, concentrándose, dejó escapar un silbido prolongado y fuerte. Whinney meneó la cabeza, relinchó y se acercó corveteando. Ayla se puso de pie y abrazó el cuello de la yegua, dándose cuenta súbitamente de lo que ésta había crecido.

—Estás muy alta, Whinney. Los caballos crecéis tan rápidamente que casi eres una yegua adulta. ¿A qué velocidad puedes correr ahora? —Ayla le dio un azote en el anca—. Vamos, Whinney, corre conmigo —señaló, echando a correr por el campo lo más rápidamente que podía.

La yegua la dejó atrás en unas cuantas zancadas y siguió corriendo, estirándose mientras iba a galope. Ayla la seguía, corriendo porque le gustaba correr. Siguió hasta que no pudo más y se detuvo sin aliento. Vio cómo galopaba la yegua por el largo valle, girando y regresando al trote. «Ojalá pudiera correr como tú —pensó—, así podríamos ir las dos adonde quisiéramos. Me pregunto si no me iría mejor siendo un caballo en vez de un ser humano. Entonces no estaría sola.

»No estoy sola: Whinney es una buena compañía, aunque no es humana. Es lo único que tengo y yo soy lo único que ella tiene. Pero ¿no sería maravilloso que pudiera correr como ella?».

La yegua estaba cubierta de espuma cuando volvió, y Ayla rió de buena gana al verla revolcarse en el prado con las patas al aire y hacer ruiditos de gusto. Cuando volvió a ponerse de pie, se sacudió y se puso a pacer de nuevo. Ayla siguió observándola, pensando en lo excitante que sería correr como un caballo; después volvió a sus prácticas con el canto de las aves. Cuando logró emitir un silbido agudo y penetrante, Whinney alzó la cabeza, la miró y se le acercó al trote; Ayla abrazó a la yegua, contenta de verla aparecer cuando silbaba; pero no podía apartar de su mente la idea de correr con la yegua.

Entonces se le ocurrió una idea.

Aquella idea no habría cruzado por su mente de no haber vivido todo el invierno con el animal, pensando en ella como amiga y compañera, y desde luego no la habría llevado a la práctica si hubiera seguido viviendo con el Clan. Pero Ayla se había acostumbrado a dejarse llevar cada vez más por sus impulsos. «¿La molestaría?», se preguntaba Ayla. «¿Me dejaría?». Llevó a la yegua hacia el tronco y se subió a éste, después puso los brazos alrededor del cuello de la yegua y alzó una pierna. «Corre conmigo, Whinney. Corre y llévame contigo», pensó, y al momento se encontró encima del animal.

La yegua no estaba acostumbrada a llevar carga sobre su lomo: aplastó las orejas hacia atrás y se puso a corvetear, nerviosa. Pero aunque no estaba acostumbrada al peso, sí lo estaba a la mujer y, además, los brazos de Ayla alrededor de su cuello ejercían una influencia tranquilizadora. Whinney estuvo a punto de encabritarse para deshacerse del peso, pero, en cambio, echó a correr para lograrlo. Lanzada al galope, recorrió el campo con Ayla aferrada a su lomo.

Sin embargo, la yegua había corrido ya mucho, y la vida que llevó en la cueva había sido más sedentaria de lo normal. Aunque había comido el heno joven del valle, no había tenido manada cuyo paso se viera forzada a seguir, ni depredadores de los que debiera cuidarse. Y todavía era joven. No tardó mucho en perder velocidad; se detuvo finalmente con la cabeza colgando y los flancos subiendo y bajando con esfuerzo. La mujer se dejó deslizar por el flanco de la yegua.

—¡Whinney, ha sido maravilloso! —exclamó, con los ojos brillantes de excitación. Alzó con ambas manos el hocico caído y lo oprimió contra su mejilla a continuación; metió la cabeza de la yegua bajo su axila en un gesto afectuoso que no había repetido desde que era pequeña. Era un abrazo especial, reservado para ocasiones excepcionales.

La cabalgada le produjo una excitación que apenas podía dominar. La sola idea de montar en un caballo al galope llenaba a Ayla de una sensación maravillosa. Nunca había soñado que fuera posible; nadie lo había soñado. Ella era la primera.