5

Ayla salió de la caverna a la repisa de piedra que había delante, frotándose los ojos y estirándose. El sol estaba todavía muy bajo al este y ella se protegió los ojos mientras buscaba los caballos con la mirada. Mirar a los caballos al despertarse por la mañana se había convertido ya en un hábito, aunque sólo llevaba allí unos pocos días. Eso contribuía a hacer su existencia solitaria un poco más soportable, porque pensaba que estaba compartiendo el valle con otras criaturas vivientes.

Empezaba a darse cuenta del giro de sus movimientos, adónde iban a beber por la mañana, los árboles de sombra que preferían por la tarde y ya los distinguía a unos de otros. Estaba el potro del año cuyo pelaje gris era tan claro que parecía casi blanco, excepto donde se oscurecía a lo largo de la franja característica del lomo y el extremo de las patas y las tiesas crines gris oscuro. Y estaba la yegua parda con su potrillo color heno, cuyo pelaje era igual al del caballo padre. Y el orgulloso jefe cuyo lugar sería ocupado algún día por alguno de los añojos a los que apenas toleraba o quizá por uno de la siguiente camada o de la otra. El semental amarillo pálido, con la franja salvaje marrón oscuro, del mismo color que la parte inferior de las patas, estaba en la flor de la edad; su estampa así lo demostraba.

—Buenos días, clan de los caballos —expresó Ayla por medio de señas haciendo el gesto que se empleaba comúnmente para saludar, con un leve matiz que lo convertía en saludo matutino—. Me he quedado dormida hasta muy tarde esta mañana. Ya habéis tomado vuestro baño matinal…, creo que voy a imitaros.

Corrió con ligereza hacia el río, ya familiarizada con la abrupta senda para no dar un paso en falso. Lo primero que hizo fue beber; después se quitó el manto para nadar un rato. Era el mismo manto, pero lo había lavado y raspado para suavizar el cuero. Su afición natural por el aseo y el orden había sido fomentada por Iza, cuya amplia farmacopea de hierbas medicinales imponía el orden para evitar hacer mal uso de las mismas, lo que comprendía el peligro del polvo, la suciedad y las infecciones. Una cosa era tolerar cierta suciedad cuando se va de viaje y no se puede evitar; pero no cuando había un arroyo rutilante tan cerca.

Se pasó las manos por la espesa cabellera rubia que le caía en ondas mucho más abajo de los hombros. «Voy a lavarme el pelo», decidió. Había encontrado saponaria tras el recodo y fue a arrancar unas cuantas raíces. Mientras regresaba dejando correr su mirada por encima del río, observó la enorme roca que salía del agua poco profunda: tenía depresiones como platos. Cogió una piedra redonda y llegó vadeando a la roca. Enjuagó las raíces, vertió agua en una depresión y golpeó la raíz de saponaria para obtener la rica y espumosa saponina. Cuando hubo conseguido la espuma, se humedeció el cabello, lo cubrió con ella y lavó el resto de su cuerpo antes de zambullirse en el río para enjuagarse.

Una gran parte de la muralla saliente se había desmoronado en alguna época pasada. Ayla trepó por la parte que estaba bajo el agua y se encaramó a la superficie que emergía, hasta un lugar calentado por el sol. Un canal donde el agua le llegaba a la cintura del lado de la orilla convertía la roca en una isla, sombreada en parte por un sauce cuyas ramas pendían sobre el agua mientras las raíces descubiertas se aferraban al borde del agua como dedos huesudos. Rompió una ramita de un arbusto cuyas raíces habían encontrado asimiento en una grieta, la peló con los dientes y la usó como peine para desenredar sus cabellos mientras se secaban al sol.

Contemplaba el agua con expresión soñadora, tarareando para sí, cuando un ligero movimiento atrajo su atención. Súbitamente atenta, descubrió a través del agua la forma plateada de una enorme trucha que reposaba entre las raíces. «No he comido pescado desde que dejé la caverna», pensó, y al mismo tiempo recordó que tampoco había desayunado.

Deslizándose en silencio por el agua por el lado más alejado de la roca, nadó río abajo un trecho y después vadeó hacia el agua poco profunda. Metió la mano en el agua, dejó colgar los dedos, y lentamente, con una paciencia infinita, volvió río arriba. Al acercarse al árbol, vio que la trucha tenía la cabeza contra la corriente, ondulando ligeramente para mantenerse en el mismo sitio bajo la raíz.

Los ojos de Ayla brillaban de excitación; sin embargo, extremó la cautela, pisando cuidadosamente con un pie tras otro al aproximarse al pez. Adelantó la mano hasta que la tuvo justo debajo de la trucha, con el propósito de buscar a tientas las agallas. De repente asió al pez y, con un movimiento firme, lo sacó del agua, lanzándolo a la orilla. La trucha se contorsionó y luchó un momento hasta quedar inmóvil.

Contenta de sí misma, Ayla sonrió. Le había costado mucho aprender a sacar un pez del agua desde que era niña, y todavía se sentía igual de orgullosa que cuando lo consiguió por vez primera. Vigilaría el lugar, consciente de que sería utilizado por una sucesión de inquilinos. Éste era lo suficientemente grande para servir de algo más que de desayuno, pensó mientras recogía su presa…, disfrutando por anticipado el sabor de la trucha fresca asada sobre piedras calientes.

Mientras se cocinaba su desayuno, Ayla se ocupó en confeccionar una canasta con yuca que había recogido el día anterior. Era una canasta sencilla, funcional, pero con ligeras variantes en el tejido. Ayla creaba un cambio de textura por simple gusto, aplicándole un diseño sutil. Trabajaba rápidamente, pero con tanta habilidad que la canasta sería impermeable. Agregando piedras muy calientes, podría usarse como olla para cocer, mas no era esto lo que se proponía mientras le daba forma: preparaba un contenedor para almacenar, ya que pensaba en todo lo que tendría que hacer para abastecerse con vistas a la estación fría que se avecinaba.

«Las grosellas que recogí ayer estarán secas en unos cuantos días», calculó, mirando las bayas redondas y rojas extendidas sobre esteras de hierba en el pórtico. «Para entonces habrá muchas más maduras; también abundarán los arándanos, pero no le voy a sacar gran cosa a ese manzanito retorcido. El cerezo está lleno, pero las cerezas están casi demasiado maduras. Si quiero recoger unas pocas, tendrá que ser hoy mismo. Las semillas de girasol estarán buenas, con tal de que los pájaros no acaben primero con ellas. Creo que cerca del manzano había avellanos, pero son mucho más pequeños que los de la caverna pequeña; estoy segura. Me parece que esos pinos son de los que tienen piñas grandes repletas de piñones; ya veré después. ¡Ojalá esté pronto ese pescado!

»Tengo que poner a secar verduras y liquen, y setas y raíces. No tendré que secar todas las raíces, algunas se conservarán bastante bien en el fondo de la caverna. ¿Me harán falta más semillas de quenopodio? Son tan pequeñas que nunca parece que haya suficientes. Pero el grano merece la pena, y en la pradera hay algunas espigas que están maduras. Hoy recogeré cerezas y grano, pero necesitaré más canastos para guardar cosas. Quizá pueda hacer algunos recipientes con corteza de abedul. Ojalá tuviera unos cuantos pellejos para hacer cajas grandes.

»Siempre parecía que sobraban pieles para hacer pellejos cuando vivía con el Clan. Ahora me conformaría con tener más pieles de abrigo para el invierno. Los conejos y los hamsters no son lo suficientemente grandes para hacer un manto, están flacos. Si pudiera cazar un mamut me sobraría grasa incluso para las lámparas. Y no hay nada tan bueno y nutritivo como la carne de mamut. ¿Ya estará hecha la trucha?». Retiró una hoja húmeda y pinchó el pescado con un palito. «Le falta un poco».

«Sería bueno tener algo de sal, pero no hay mar por aquí. La fárfara tiene sabor salado y otras hierbas pueden contribuir a dar ese sabor. Iza conseguía que cualquier cosa estuviera sabrosa. Tal vez pueda ir a la estepa y ver si encuentro perdiz blanca, para prepararla como le gustaba a Creb».

Sintió que se le hacía un nudo en la garganta al pensar en Iza y Creb, y meneó la cabeza como si tratara de poner fin a tales pensamientos o, por lo menos, a las lágrimas que estaban a punto de saltársele.

«Necesito un soporte para colocar hierbas, plantas para infusiones y medicinas. Podría caer enferma. Puedo tronchar algunos árboles para hacer los postes, pero me harán falta correas nuevas para atarlos. Así, cuando se sequen y se encojan, aguantarán. Con toda la madera seca y la del río, tal vez no necesite cortar árboles para hacer leña, y hay estiércol de caballo; arde bien cuando está seco. Hoy comenzaré a llevar leña a la caverna, y pronto tendré que hacer algunas herramientas. He tenido suerte al hallar pedernal. Ese pescado tiene que estar ya hecho».

Ayla comió la trucha cogiéndola directamente de la base de piedras calientes donde se había cocido, y pensó en buscar entre el montón de huesos y madera del río algunos trozos planos…, los omoplatos o los huesos de la pelvis eran cómodos para servir de vajilla. Vació su pequeña bolsa de agua en su tazón de cocer y pensó que sería conveniente disponer del estómago impermeable de algún animal grande para hacer una bolsa de agua con mayor capacidad, la cual guardaría en la caverna. Agregó piedras calientes del fuego para calentar el agua de su tazón de cocinar y le echó pétalos de rosa secos de su bolsa de medicinas; los usaba como remedio contra catarros benignos, pero también servían para hacer una agradable bebida caliente.

La dura tarea de recoger, tratar y almacenar la abundancia del valle no era una perspectiva desagradable; por el contrario, estaba deseosa de emprenderla; así se mantendría ocupada y no pensaría tanto en su soledad. Tenía que desecar sólo lo necesario para ella, pero la verdad es que tampoco había otras manos que la ayudaran a realizar el trabajo más aprisa, y estaba preocupada por si le quedaría tiempo suficiente para conseguir un avituallamiento satisfactorio. También había otras cosas que la inquietaban.

Bebiendo su tisana a sorbitos mientras terminaba el canasto, Ayla pasaba revista mentalmente a las exigencias que debería satisfacer para sobrevivir al prolongado y frío invierno.

«Necesito otra piel para mi cama este invierno», pensaba. «Y además carne, por supuesto. ¿Y grasa? Será preciso tener un poco para el invierno. Podría hacer recipientes de corteza de abedul mucho más aprisa que los canastos, si tuviera algunos cascos, huesos y desechos de pieles para hervir y hacer cola. ¿Y dónde voy a encontrar una bolsa grande para el agua y cuero para hacer correas y unir los postes de un tendedero para secar? Podría utilizar tendones, tal vez intestinos para almacenar la grasa y…».

Los dedos que tan rápidamente estaban trabajando se detuvieron; Ayla se quedó mirando al vacío como si hubiera tenido una revelación.

«¡Podría conseguir todo eso de un animal grande! Sólo tengo que matar uno. Pero ¿cómo?».

Terminó el cestillo, lo introdujo en su canasto de recolectar y se ató éste a la espalda. Metió sus herramientas en los pliegues de su manto, cogió su palo de cavar y su honda y se dirigió al prado. Encontró el cerezo silvestre, recogió todas las cerezas que pudo alcanzar y trepó al árbol para coger más. Y también comió una buena cantidad; estaban agridulces.

Al bajarse del árbol decidió arrancar corteza de cerezo, buena contra el catarro. Con el hacha de mano arrancó una sección de la dura corteza exterior y entonces raspó con el cuchillo la capa interior de cambium. Recordó cuando era niña: había ido a buscar corteza de cerezo silvestre para Iza y casi tropezó con los hombres que practicaban con sus armas en el campo. Sabía que estaba mal espiar, pero temía que la vieran alejarse y además se sintió intrigada cuando el viejo Zoug comenzó a enseñar al niño a utilizar la honda.

Sabía que las mujeres no debían tocar armas, pero cuando los hombres se alejaron y dejaron tiradas las hondas, no pudo resistirse. También ella quería intentarlo.

«¿Seguiría hoy con vida de no haberme apropiado de una de aquellas hondas? ¿Me habría odiado tanto Broud si yo no hubiera aprendido a usarla? Quizá no me hubiera expulsado de no haberme odiado tanto. Pero si no me hubiera odiado, no habría gozado forzándome y tal vez no existiría Durc.

»¡Quizá! ¡Quizá! ¡Tal vez!», pensó con enojo. «¿Qué sentido tiene estar pensando en lo que podría haber sido? Ahora estoy aquí, y esa honda no me ayudará a cazar un animal grande. ¡Para eso necesitaría una lanza!».

Prosiguió su camino, entre un bosquecillo de álamos temblones, para ir a beber y lavarse el jugo de las cerezas que le cubría las manos. Había algo en los altos y erectos árboles jóvenes que la hizo detenerse. Agarró el tronco de uno de ellos; entonces entendió. «¡Esto servirá!», se dijo. «Con esto podré hacerme una lanza».

Sintió un momento de desaliento. «Brun se enfadaría», pensó. «Cuando me permitió cazar me dijo que nunca debería hacerlo más que con una honda. Él…

»¿Qué me haría? ¿Qué más podría hacerme ninguno de ellos, aunque lo supieran? Estoy muerta. Ya estoy muerta. Aquí no hay nadie más que yo».

Entonces, lo mismo que si se tensa demasiado una cuerda acaba rompiéndose, algo dentro de ella se quebró; cayó de rodillas.

«¡Oh, cuánto me gustaría que hubiese aquí alguien conmigo! Alguien. Quien fuera. Hasta me alegraría ver a Broud. No volvería a tocar una honda si me permitiese regresar, si me dejara ver de nuevo a Durc». Arrodillada al pie de un pequeño álamo, Ayla se cubrió el rostro con las manos, entre sollozos; se ahogaba.

Sus sollozos caían en oídos indiferentes. Las criaturas pequeñas de la pradera y el bosque se limitaban a evitar a la extraña que vivía entre ellos y emitía sonidos incomprensibles. No había nadie más que pudiera oírla. Mientras realizaba su viaje había abrigado la esperanza de encontrar a gente, gente como ella. Ahora había decidido detenerse, tenía que hacer a un lado la esperanza, aceptar su soledad y aprender a vivir con ella. La angustiosa preocupación por sobrevivir sola en un lugar desconocido y a lo largo de un invierno cuyo rigor ignoraba, suponía una tensión adicional. Llorar la aliviaba.

Cuando se puso de pie estaba temblando, pero, aun así, cogió su hacha de mano y se puso a golpear con furia la base del joven álamo, y después atacó otro tronco. «He visto cómo hacían lanzas los hombres», se dijo, mientras arrancaba las ramas. «No parecía tan difícil». Arrastró los postes hasta el campo y los dejó mientras recogía espigas de trigo mocho y centeno el resto de la tarde; entonces los llevó a rastras hasta la caverna.

Pasó las horas del atardecer arrancando corteza y alisando las lanzas; sólo hizo una pausa para cocer algo de grano, que comería con el pescado que le sobró, y para poner las cerezas a secar. Al cerrar la noche, Ayla estaba preparada para la siguiente fase. Se llevó las lanzas a la caverna y, recordando cómo lo habían hecho los hombres, midió una longitud poco mayor que su estatura, e hizo una marca. A continuación colocó la sección señalada en el fuego, dándole vueltas a la lanza para quemarla toda alrededor. Con un raspador de muesca raspó la parte carbonizada y siguió quemando y raspando hasta que la pieza superior se quebró. La reiterada aplicación de esta técnica la convirtió en una punta aguda, endurecida al fuego. Entonces se dedicó a la segunda lanza.

Era bastante tarde cuando terminó su tarea. Estaba cansada y contenta de estarlo: así se dormiría más fácilmente. Las noches eran lo peor. Ayla cubrió el fuego, fue hasta la abertura, contempló el cielo tachonado de estrellas y trató de encontrar algún pretexto para no acostarse enseguida. Había cavado una trinchera poco profunda, la había llenado de hierba seca y cubierto con pieles; se dirigió a la cama así preparada a paso lento. Se sentó en el borde y fijó la mirada en el tenue resplandor del fuego, escuchando el silencio.

No había agitación de gente preparándose para dormir, ni ruidos de acoplamiento en hogares vecinos, ni gruñidos, ni ronquidos: ninguno de los pequeños ruidos que hace la gente, ni tan siquiera un hálito de vida… aparte del suyo. Extendió la mano hacia la piel que había usado para llevar a su hijo sobre la cadera, hizo una bola con ella y la apretó contra su pecho, meciéndola y canturreando muy bajito mientras le corría el llanto por la cara. Por fin se acostó del todo, se acurrucó sobre el manto y lloró hasta quedarse dormida.

Cuando salió a la mañana siguiente para hacer sus necesidades, tenía sangre en la pierna. Revolvió su escaso montón de pertenencias en busca de su cinturón especial y de las tiras absorbentes. Estaban tiesas y brillantes a pesar de que las había lavado; debería haberlas enterrado la última vez que las usó. Entonces vio la piel de conejo. «Ojalá tuviera algo de lana de muflón para poder guardar esa piel de conejo para el invierno, aunque espero conseguir más conejos», pensó.

Cortó la reducida piel en tiras antes de ir a darse el baño matutino. «Debería haber recordado que iba a llegar, podría haber tomado precauciones. Ahora no podré hacer nada más que…».

Y de repente soltó la carcajada. «La maldición femenina no tiene la menor importancia aquí. No hay hombres a quienes no deba mirar ni a quienes deba prepararles la comida. Sólo tengo que preocuparme por mí misma.

»De todos modos, debería habérmelo esperado, pero los días han pasado tan aprisa. No creí que fuera ya el momento. ¿Cuánto tiempo llevo en este valle?». Trató de recordar, pero los días parecían fundirse unos con otros. Arrugó el entrecejo. «Lo lógico sería saber cuántos días llevo aquí…, puede estar más adelantada la estación de lo que yo creía». Sintió un momento de pánico, pero se reconvino a sí misma: «No es tan grave. La nieve no comenzará a caer antes de que maduren las frutas y se sequen las hojas, pero tengo que saberlo. Sería conveniente llevar nota de los días».

Recordó cuando Creb, hacía mucho tiempo ya, le había mostrado cómo hacer una muesca en un palo para marcar el paso del tiempo. Se había mostrado sorprendido al ver que ella lo captaba tan rápidamente; sólo se lo había explicado para detener el flujo incontenible de sus preguntas. No debería haberle enseñado a una niña conocimientos sacrosantos reservados al hombre santo y sus acólitos, y le había recomendado que no se lo dijera a nadie. Recordaba también cómo se enojó el Mog-ur al ver que ella hacía un palo para marcar los días entre dos lunas llenas.

—Creb, si me estás observando desde el mundo de los espíritus, no te enfades —dijo expresándose por medio del lenguaje silencioso de las señas—. Sin duda sabes por qué necesito hacerlo.

Encontró un palo largo y liso y marcó una muesca en él con su cuchillo de pedernal. Entonces reflexionó y añadió dos más. Metió tres dedos en las muescas y los alzó. «Creo que han sido más días, pero no estoy segura de cuántos. Volveré a marcar esta noche y todas las demás». Estudió de nuevo el palo. «Pondré otra encima de ésta para señalar el día en que empecé a sangrar».

La luna pasó por la mitad de sus fases una vez terminadas las lanzas, pero Ayla seguía sin saber cómo se las arreglaría para cazar el animal grande que le hacía falta. Estaba a la entrada de su caverna mirando la muralla que tenía enfrente y el cielo nocturno. Los últimos días del verano eran muy calurosos y la joven disfrutaba de la fresca brisa vespertina. Acababa de terminar un nuevo atuendo veraniego. Su manto entero era demasiado pesado para soportarlo, y aunque andaba desnuda cerca de la caverna, necesitaba los repliegues y bolsas de un manto para llevar cosas dentro en cuanto se alejaba. Después de convertirse en mujer, solía llevar siempre una banda de cuero suave alrededor del pecho cuando iba de cacería; era más cómodo para correr y brincar. Y en el valle no tenía que soportar las miradas subrepticias de la gente que la consideraba extraña por el hecho de llevar aquello puesto.

No tenía una piel grande que poder cortar, pero acabó ingeniándoselas para ceñirse pieles de conejo como un manto de verano que la dejara desnuda de la cintura para arriba y utilizó otras pieles como banda pectoral. Se le había ocurrido hacer una excursión hasta la estepa aquella mañana, con sus nuevas lanzas, y albergaba esperanzas de encontrar animales que pudiera cazar.

La inclinación del lado norte del valle permitía un fácil acceso a la estepa al este del río; la muralla rocosa dificultaba el paso hacia las llanuras del oeste. Vio varias manadas de venados, caballos, incluso una más reducida de antílopes saiga, pero volvió a casa con tan sólo una brazada de perdices blancas y un gran jerbo. Le resultaba imposible acercarse lo suficiente para dar con su lanza en el blanco.

A medida que pasaban los días, cazar un animal grande se había convertido en una preocupación constante. A menudo había observado a los hombres del clan mientras hablaban de cacerías —casi era el único tema de conversación—, pero siempre cazaban en grupo. Su técnica predilecta, similar a la de una manada de lobos, consistía en apartar a un animal de su rebaño y acosarlo por turnos, hasta dejarlo tan agotado que pudieran aproximarse lo suficiente para clavar la lanza mortal. Pero Ayla estaba sola.

En ocasiones les había oído hablar de la manera en que los felinos permanecían al acecho antes de saltar o se abalanzaban furiosamente para derribar a la presa con garras y colmillos. Pero Ayla no tenía garras ni colmillos, ni tan siquiera la velocidad de un felino. A decir verdad, tampoco se sentía cómoda al manejar sus lanzas; eran gruesas y bastante largas. No obstante, tendría que encontrar la manera de acostumbrarse.

Fue la noche de la luna nueva cuando finalmente tuvo una idea que le pareció práctica. Había pensado con frecuencia en la Reunión del Clan, cuando la luna daba la espalda a la Tierra y bañaba el espacio lejano con el reflejo de su luz. El Festival del Oso Cavernario siempre se celebraba cuando había luna nueva.

Le vino a la memoria la representación de cacerías que habían realizado los diferentes clanes. Broud había dirigido la excitante danza de la caza para su clan y la vívida recreación de la persecución de un mamut hacia un cañón sin salida había sido el momento culminante de la jornada. Pero la forma en que el clan anfitrión había mimetizado el arbitrio de cavar una trampa en el camino que seguía un rinoceronte lanudo para ir a beber, y rodearlo después hasta hacerle caer en ella, les situó en un segundo puesto muy honroso en aquella competición. Los rinocerontes lanudos tenían fama de ser impredecibles y peligrosos.

A la mañana siguiente Ayla echó una mirada para comprobar que los caballos seguían allí, pero no los saludó. Podía identificar individualmente a cada uno de los miembros de la manada. Eran su compañía, casi amigos, pero no le quedaba otro remedio si quería sobrevivir.

Se pasó la mayor parte de los siguientes días observando la manada, estudiando sus movimientos: dónde bebían normalmente, dónde les gustaba pacer, dónde pasaban la noche. Mientras observaba, un plan comenzaba a formarse en su mente. Estudiaba los detalles, trataba de pensar en todas las probabilidades, y por fin puso manos a la obra.

Tardó todo un día en derribar árboles pequeños, limpiarlos y arrastrarlos a medio camino a través del campo, amontonándolos cerca de un claro entre los árboles que bordeaban el río. Recogió cortezas resinosas y ramas de pino y abeto, cavó alrededor de viejos tocones podridos en busca de nudos duros que prendían rápidamente al echarlos al fuego, y arrancó manojos de hierba seca. Por la noche, ató con hierba los nudos y trozos resinosos a las ramas para formar antorchas que prenderían rápidamente y arderían produciendo mucho humo.

La mañana del día en que había pensado iniciar su empresa sacó su tienda de cuero y el cuerno de bisonte. Luego revolvió entre el montón que había al pie de la muralla en busca de un hueso plano y fuerte; lo encontró y lo pulió hasta que quedó afilado. Entonces, con la esperanza de que le harían falta, sacó todas las cuerdas y correas que pudo hallar, arrancó lianas de los árboles y lo amontonó todo en la playa pedregosa. Arrastró cargas de madera del río y también de leña seca hasta la playa, con el fin de tener lo suficiente para hacer fuego.

Al anochecer, todo estaba preparado; Ayla iba de un lado a otro de la playa, hasta la muralla saliente, vigilando los movimientos de la manada. Le preocupó ver cómo unas cuantas nubes se acumulaban en el horizonte y deseó que no avanzaran y tapasen el claro de luna con que contaba. Puso a cocer un poco de grano y recogió unas cuantas bayas, pero no pudo comer mucho. Siguió ejercitándose con las lanzas y dejándolas de cuando en cuando.

A última hora, rebuscó entre el montón de madera y huesos hasta encontrar un largo húmero de la pata delantera de un venado, con su nudosa extremidad. Lo golpeó contra un trozo grande de marfil de mamut y resintió el contragolpe en su brazo. El largo hueso estaba intacto; era un buen garrote sólido.

La luna salió antes de que se pusiera el sol. En aquellos momentos Ayla hubiera querido saber algo más acerca de ceremonias de caza, pero las mujeres siempre habían sido excluidas de ellas. Las mujeres traían mala suerte.

«Nunca le he traído mala suerte a nadie más que a mí misma —pensó—, pero antes no se me ocurrió nunca tratar de cazar un animal grande. Ojalá supiera de algo que me diera buena suerte». Tocó su amuleto y pensó en su tótem. Era su León Cavernario, al fin y al cabo, el que la dejó cazar. «Eso es lo que dijo Creb. ¿Qué otra razón podría haber para que una mujer se volviera más habilidosa con el arma que había escogido que todos los hombres del Clan?». Su tótem era demasiado fuerte para que una mujer… Brun había pensado que eso le daba características masculinas. Ayla esperaba que su tótem volviera a traerle suerte.

El crepúsculo estaba fundiéndose con la oscuridad cuando Ayla se dirigió hacia el recodo del río y vio que los caballos se recogían para dormir. Cogió el hueso plano y el cuero de la tienda y corrió entre las altas hierbas hasta llegar al claro de los árboles por donde solían ir a beber los caballos por la mañana. El follaje verde parecía gris bajo la luz menguante y los árboles más alejados eran siluetas negras recortándose contra un cielo rojizo. A la espera de que la luna arrojara luz suficiente para ver con claridad, Ayla tendió la tienda en el suelo y se puso a cavar.

La superficie estaba apelmazada y dura, pero una vez rota, era más fácil cavar con la azada de hueso afilado. Cuando tuvo un montón de tierra sobre el cuero, lo arrastró hasta el bosque para tirarla. A medida que iba creciendo el hoyo, Ayla ponía el cuero en el fondo de la zanja y lo subía cargado de tierra. Palpaba más que veía lo que estaba haciendo; era un trabajo pesado. Nunca había abierto una zanja ella sola; las grandes zanjas para cocinar, forradas de piedras y empleadas para asar lomos enteros, siempre habían constituido una tarea de la comunidad, realizada por todas las mujeres; pero esta zanja tendría que ser más profunda y más larga.

El hoyo tenía ya la altura de su cintura cuando notó agua entre sus pies; entonces comprendió que no debería haber cavado tan cerca del río. El fondo se llenó rápidamente y Ayla estaba hundida en el barro hasta los tobillos cuando, por fin, renunció a continuar y salió del hoyo, arruinando un borde al alzar el cuero.

«Ojalá sea lo suficientemente profundo, pensó; tendrá que servir; cuanto más cave, más agua entrará». Echó una mirada a la luna, asombrada al ver lo tarde que era. Tendría que trabajar aprisa para terminar y no podría tomarse el breve descanso que había pensado.

Corrió hacia el lugar en que los árboles y los matorrales se amontonaban y, al tropezar con una raíz que no se veía, cayó pesadamente. «No es el momento de descuidarse», pensó, frotándose la espinilla. Le ardían las rodillas y las palmas de las manos; estaba segura de que lo que le corría por la pierna era sangre, pero no la distinguía.

Se dio cuenta de golpe de lo vulnerable que era y sintió pánico.

«¿Y si me rompo una pierna? No hay nadie que pueda ayudarme… si algo me ocurre. ¿Qué estoy haciendo aquí fuera en plena noche? Y encima sin ninguna hoguera… ¿Y si me atacara un animal?». Recordó con toda claridad el lince que se lanzó aquella vez contra ella y tendió la mano hacia la honda porque le pareció ver unos ojos que relucían en la noche.

Comprobó que su arma estaba asegurada en la correa de la cintura; eso la tranquilizó.

«De todos modos, estoy muerta, o se supone que lo estoy. Si algo ha de suceder, sucederá. Ahora no tiene por qué preocuparme eso. Si no me doy prisa, llegará la mañana y no estaré preparada».

Encontró su montón de maleza y empezó a arrastrar los árboles pequeños hacia la zanja. Había comprendido que no podría rodear a los caballos ella sola y el valle carecía de cañones cerrados; dejándose llevar por la intuición, se le ocurrió algo: era el toque genial para el cual su cerebro —el cerebro que la diferenciaba del Clan mucho más que su aspecto físico— estaba especialmente predispuesto. Si no había cañones en el valle, pensó, tal vez ella podría construir uno.

No importaba que esta idea se hubiera puesto en práctica antes: para ella era totalmente nueva. No le pareció que fuera un gran invento; tan sólo se trataba de una simple adaptación a la manera en que cazaban los hombres del Clan; una adaptación que podría, tal vez, permitir a la mujer matar un animal que ningún hombre del Clan habría soñado cazar por sí solo. Era un gran invento inspirado por su necesidad.

Ayla observaba el cielo con ansiedad a medida que entretejía ramas, formando una barrera en ángulo desde ambos lados de la zanja. Llenaba los huecos y la hacía más alta con maleza, mientras las estrellas centelleaban antes de desaparecer en el cielo oriental. Las primeras avecillas habían comenzado sus gorjeos matinales y el cielo empezaba a palidecer cuando Ayla retrocedió y contempló su obra.

La zanja era más o menos rectangular, algo más larga que ancha y estaba embarrada en los ángulos por donde había sacado las últimas cargas de lodo. Montones aislados de tierra, caída del cuero, estaban regados por la hierba pisoteada en el área triangular definida por las dos paredes de maleza que venían a confluir en el hoyo lodoso. A través de una brecha en la que la zanja separaba las dos vallas, se podía ver el río que reflejaba el brillante cielo oriental. Al otro lado del agua rielante se cernía la abrupta y oscura pared meridional del valle; sólo se distinguían sus contornos cerca de la cima.

Ayla dio una vuelta para comprobar la posición de los caballos. El lado opuesto del valle tenía una inclinación más suave, mientras que se hacía más abrupto hacia el oeste a medida que ascendía para formar la muralla saliente frente a su caverna, para terminar nivelándose en colinas herbosas y ondulantes muy al este, valle abajo. Allí todavía reinaba la oscuridad, pero la joven podía ver ya que los caballos empezaban a ponerse en movimiento.

Cogió el cuero de la tienda y el hueso plano y echó a correr hacia la playa. El fuego estaba casi apagado; echó más leña y, por medio de un palo, consiguió hacerse con una brasa que metió en el cuerno de uro, cogió las antorchas, las lanzas y el garrote y regresó corriendo a la zanja. Puso una lanza en el suelo a cada lado del hoyo, el garrote al lado de una de ellas, y a continuación dio un gran rodeo para situarse detrás de los caballos antes de que éstos se pusieran en marcha.

Y entonces aguardó.

La espera fue más pesada que la larga noche de trabajo. Ayla estaba tensa, nerviosa, preguntándose si su plan saldría bien. Comprobó que su brasa seguía prendida, y esperó; examinó las antorchas, y esperó. Pensó en infinidad de cosas en las que nunca antes había pensado y en lo que debería haber hecho o hecho de forma distinta, y esperó. Se preguntó cuándo iniciarían los caballos su caprichoso movimiento hacia el río, pensó en hostigarlos, pero renunció a hacerlo, y esperó.

Los caballos empezaron a arremolinarse. Ayla pensó que estaban más nerviosos que de costumbre, pero nunca había estado tan cerca de ellos y, por tanto, no podía estar segura. Por fin, la yegua guía echó a andar hacia el río y los demás la siguieron, deteniéndose para pacer mientras avanzaban. Decididamente, se pusieron nerviosos al acercarse al río y oler a Ayla y la tierra revuelta. Cuando la yegua guía pareció querer dar media vuelta, Ayla decidió que había llegado el momento.

Prendió una antorcha con la brasa, luego otra con la primera. Tan pronto como estuvieron ardiendo, echó a correr detrás de la manada, dejando atrás el asta de uro. Corrió, gritando y lanzando aullidos mientras enarbolaba las antorchas, pero estaba demasiado lejos de la manada. El olor a humo despertó su instintivo temor a los incendios de la pradera; los caballos galoparon y la dejaron rápidamente atrás; se dirigían hacia el lugar donde solían beber, pero, al intuir peligro, algunos se desviaron hacia el este. Ayla se desvió en la misma dirección, corriendo lo más aprisa que podía y confiando alejarlos de allí. Mientras se acercaba, vio que otros miembros de la manada se apartaban para evitar la trampa y se precipitó entre ellos con gritos estentóreos. Se apartaron de ella; con las orejas aplastadas y los ollares ensanchados, la dejaron atrás pasándole por ambos lados, chillando de miedo y confusión. Ayla empezaba a sentir pánico también, espantada ante la idea de que todos desaparecieran.

Estaba cerca del extremo este de la barrera de maleza cuando vio que la yegua parda corría hacia ella. Le gritó, sostuvo las antorchas con los brazos abiertos y se lanzó hacia lo que parecía iba a ser una colisión inevitable. En el último segundo la yegua se hizo a un lado, el lado equivocado para ella. Encontró su huida cerrada y se fue al galope hacia el interior de la valla tratando de encontrar una salida. Ayla corría tras ella, sin aliento, sintiendo que le iban a estallar los pulmones.

La yegua vio la brecha, divisó el río y allá se abalanzó. Cuando descubrió la zanja abierta, era demasiado tarde. Juntó las patas para brincar por encima, pero sus cascos resbalaron sobre el borde lodoso: cayó en la zanja con una pata rota.

Ayla corrió, jadeante; recogió la lanza y se quedó mirando a la yegua que tenía los ojos desorbitados de pavor y chillaba, meneando la cabeza y pisoteando el barro. Ayla cogió la lanza con ambas manos, afianzó las piernas y asestó un golpe con la punta hacia el interior del foso. Entonces se dio cuenta de que había hundido la lanza en un flanco y herido al caballo, aunque no mortalmente. Se volvió en busca de la otra lanza y estuvo a punto de caer en el hoyo.

Ayla cogió la otra lanza y esta vez apuntó con más cuidado. La yegua relinchaba de dolor y confusión, y cuando la punta de la otra lanza penetró en su cuello, se lanzó hacia delante en un último y valeroso esfuerzo. Después cayó hacia atrás con un gemido que más parecía un sollozo, con dos heridas y una pata rota. Un fuerte golpe con el garrote puso fin a su agonía.

Ayla fue dándose cuenta poco a poco de lo que acababa de pasar: todavía estaba demasiado aturdida para comprender su hazaña. En el borde de la zanja, pesadamente apoyada en el garrote que todavía tenía sujeto y tratando de recobrar el resuello, contemplaba a la yegua caída en el fondo del hoyo. Con su pelaje grisáceo y enmarañado cubierto de sangre y tierra, el animal había quedado inmóvil.

Entonces, lentamente, comprendió. Un impulso diferente de cuantos había experimentado anteriormente brotó de sus adentros, se hinchó en su garganta y salió por su boca en un alarido primitivo de victoria. ¡Lo había logrado!

En ese momento, en un valle solitario en medio de un vasto continente, en alguna parte cerca de los límites indefinidos entre las desoladas estepas septentrionales del loess y las estepas continentales más húmedas del sur, una joven estaba de pie, con un garrote de hueso en la mano… y se sentía poderosa. Podía sobrevivir. Sobreviviría.

Pero su exaltación duró poco. Al mirar al caballo que yacía en la zanja, se le ocurrió de pronto que no podría sacar al animal entero del hoyo; tendría que descuartizarlo allí mismo, en medio del barro, y luego transportar los trozos a la playa rápidamente, con el pellejo entero en un estado razonablemente bueno, antes de que demasiados depredadores percibieran el olor de la sangre. Tendría que cortar la carne en tiras delgadas, guardar las otras partes que necesitaba, mantener encendidas las hogueras y montar guardia mientras la carne se secaba.

¡Estaba agotada por la horrible noche de trabajo y la enervante cacería! Pero ella no era uno de los hombres del Clan, que, una vez concluida la parte excitante, podían dejar la tarea de despedazar y disponer la carne a las mujeres. El trabajo de Ayla acababa de empezar. Dio un profundo suspiro y saltó al hoyo para rajar el cuello de la yegua.

Volvió a la carrera a la playa en busca de la tienda de cuero y de las herramientas de pedernal; al regresar vio que la manada seguía avanzando por el extremo más apartado del valle. Se olvidó de los caballos mientras se esforzaba, en el escaso espacio de que disponía, cubierto de sangre y lodo, por cortar trozos de carne tratando de no lastimar la piel del animal más de lo que estaba.

Aves carroñeras estaban ya arrancando trozos de carne de los huesos que había arrojado la joven. Cuando tuvo en la tienda toda la carne que era capaz de acarrear, la arrastró hasta la playa, agregó combustible al fuego y amontonó su carga lo más cerca que pudo de la hoguera. Regresó a todo correr arrastrando el cuero vacío, pero ya tenía la honda en la mano y arrojaba piedras a medida que avanzaba y antes de alcanzar la zanja. Oyó el chillido de un zorro y vio que éste se alejaba cojeando. Había podido matar uno de no haberse quedado sin piedras; recogió más piedras del lecho del río y bebió un poco antes de reanudar su tarea.

La piedra fue segura y mortal para el lobo que había desafiado el calor del fuego y trataba de llevarse un buen trozo de carne cuando Ayla regresaba con su segunda carga. Llevó su carne hasta el fuego y regresó para recoger al glotón, esperando tener tiempo para desollarlo: la piel de lobo era particularmente útil para el invierno. Echó más leña al fuego y revisó el montón de madera del río.

No tuvo tanta suerte con la hiena al regresar a la zanja: el animal se las arregló para llevarse una pata. No había visto reunidos tantos carnívoros desde su llegada al valle: zorros, hienas y lobos. Todos habían probado el sabor de su caza. Los lobos y sus parientes más feroces, los perros salvajes, iban y venían justo fuera del alcance de su honda. Los halcones y los milanos eran más osados: se limitaban a batir sus alas y retrocedían ligeramente cuando Ayla se acercaba. En cualquier momento esperaba vérselas con un lince, un leopardo o incluso algún león cavernario.

Para cuando consiguió sacar el cuero inmundo de la zanja, el sol había pasado del cenit y comenzaba su carrera descendente, pero ella no cejó hasta sacar su última carga y depositarla en la playa; entonces sucumbió a su fatiga y se dejó caer en el suelo. No había pegado ojo en toda la noche; no había probado bocado en todo el día; no quería hacer un solo movimiento más. Pero las criaturas más diminutas que atacaban para conseguir su parte del botín la obligaron a levantarse; el zumbido de las moscas le hizo tomar conciencia de lo sucia que estaba. Con esfuerzo se puso en pie y se metió en el río sin quitarse siquiera la ropa, agradecida al agua que la cubría.

El río era refrescante. Después se fue hasta su cueva, puso sus prendas de verano a secar y lamentó haberse olvidado de sacar la honda del cinto antes de meterse en el agua. Tenía miedo de que se pusiera tiesa al secarse; no tenía tiempo para trabajarla de modo que siguiera estando suave y flexible. Se puso el manto de invierno y sacó de la cueva su piel de dormir. Antes de regresar a la playa, echó una mirada desde el mirador de su saliente rocoso; percibió resoplidos y movimientos cerca de la zanja, pero los caballos habían desaparecido del valle.

De repente recordó sus lanzas. Seguían en el suelo, donde las había abandonado después de desprenderlas de la yegua. Pesó y sopesó si iría a buscarlas, casi se convenció a sí misma de no hacerlo, pero acabó por admitir que era mejor conservar dos lanzas en perfectas condiciones antes que tomarse el trabajo de hacer otras nuevas. Recogió su honda húmeda y dejó caer la piel en la playa, para dedicarse a recoger una bolsa de piedras.

Al acercarse a la trampa de la zanja vio la carnicería como si fuera la primera vez; la valla de maleza había cedido en algunos puntos; la zanja era una herida en carne viva en plena tierra y la hierba estaba pisoteada. Sangre, trozos de carne y huesos estaban esparcidos en derredor; unas raposillas peleaban por una pata delantera despellejada, y una hiena fijaba una mirada torva en la joven; una parvada de milanos se elevó al verla acercarse, pero un glotón se mantuvo firme donde estaba, al lado de la zanja. Los únicos que no habían hecho acto de presencia eran los felinos.

«Será mejor que me apresure», pensó al arrojar una piedra para alejar al glotón. «Tengo que mantener los fuegos encendidos alrededor de mi carne». La hiena soltó una carcajada aulladora al retroceder para mantenerse fuera de alcance. Ayla odiaba a las hienas.

—¡Fuera de aquí, cosa horrible! —Cada vez que veía una recordaba a la hiena que se llevó al hijo de Oga; no se había parado a pensar en las consecuencias, la había matado. No podía permitir que el bebé muriera de aquella manera.

Al inclinarse para recoger sus lanzas, un movimiento percibido a través de la barrera de maleza le llamó la atención: varias hienas acosaban a un potrillo de patas largas y flacas, color de heno.

«Lo siento por ti», pensó Ayla. «No quería matar a tu madre, pero la casualidad estuvo en su contra». No sentía remordimientos; había cazadores y había presas, y a veces los cazadores se convertían en presa. Ella misma podía verse cazada, a pesar de sus armas y su fuego; cazar era un modo de vida.

Pero sabía que el caballito estaba condenado sin su madre y sintió pena por un animalito indefenso. Desde el primer conejito que le había llevado a Iza para que lo curara, siguió presentándose en la caverna con infinidad de pequeños animales heridos, con gran desazón de Brun; éste había dispuesto que no se le permitiría llevar carnívoros.

Observó cómo las hienas rodeaban al potrillo que trataba tímidamente de mantenerse alejado, con los ojos desorbitados llenos de espanto. «Sin nadie para cuidarte, quizá sea mejor que termines así», razonó Ayla. Pero cuando una hiena se abalanzó hacia el potro y le hirió en un flanco, ya no vaciló: atravesó la maleza lanzando piedras. Una hiena cayó, las demás huyeron. Ayla no intentaba matar hienas, no le interesaba su pelaje moteado y áspero; sólo quería que dejaran en paz al caballito. Éste también echó a correr, pero no fue muy lejos; tenía miedo de Ayla, pero temía aún más a las hienas.

La joven se acercó lentamente al animal, con la mano tendida y hablándole suavemente en la misma forma que había calmado en otras ocasiones a animales asustados. Tenía un modo especial de tratar a los animales, una sensibilidad que se extendía a todas las criaturas vivientes y que se había desarrollado al mismo tiempo que sus habilidades curativas. Iza lo había fomentado considerándolo como una prolongación de su propia compasión, que le había hecho recoger a una niña de aspecto extraño porque estaba lastimada y hambrienta.

La pequeña potranca estiró el cuello para olisquear los dedos tendidos de Ayla; la joven se acercó más, después acarició, frotó y rascó a la yegüita. Cuando ésta observó algo familiar en los dedos de Ayla, empezó a chuparlos ruidosamente, y en Ayla despertó de nuevo una nostalgia dolorosa.

«Pobrecita —pensó—, tan hambrienta y sin madre para darte leche. No tengo leche para ti; ni siquiera tuve suficiente para Durc». Sintió que las lágrimas estaban a punto de saltársele y meneó la cabeza. «De todos modos, creció sano y fuerte. Tal vez se me ocurra algo para alimentarte. También tú tendrás que ser destetada muy pequeña. Ven». Y con los dedos atrajo a la yegüita hasta la playa.

Justo cuando se aproximaban, vio un lince a punto de escapar con un trozo de la carne que con tanta dificultad había logrado reunir; por fin un felino había hecho acto de presencia. Cogió dos piedras y su honda mientras la tímida potranca retrocedía; en cuanto el lince alzó la cabeza, le arrojó las dos piedras con fuerza.

«Puedes matar un lince con una honda», había afirmado Zoug mucho tiempo atrás. «No lo intentes con otro de mayor tamaño, pero puedes matar un lince».

No era la primera vez que Ayla demostraba cuánta razón tenía. Recuperó su pedazo de carne y arrastró también al gato de orejas peludas. Entonces echó una mirada al montón de carne, al cuero de caballo cubierto de lodo, al glotón y al lince muertos. De repente soltó la carcajada. «Necesitaba carne. Necesitaba pieles. Ahora lo único que necesito es tener muchas más manos», pensó.

La pequeña potranca había retrocedido ante el estrépito de la carcajada y el olor de la leña quemada. Ayla cogió una correa, se acercó de nuevo al caballito con gran cuidado y se la colocó alrededor del cuello antes de llevárselo hasta la playa. «¿Y cómo voy a alimentarte?», pensó, mientras la potranca trataba de volver a chuparle dos dedos. «Y no es que me falte trabajo ahora».

Trató de darle algo de hierba, pero la yegüita no parecía saber qué hacer con ella. Entonces se fijó en su tazón de cocinar con el grano cocido y frío en el fondo. Recordó que los bebés pueden comer los mismos alimentos que sus madres, pero tienen que ser más suaves. Agregó agua al tazón, aplastó el grano hasta lograr un fino puré y se lo llevó a la potranca, que se limitó a resoplar y retrocedió cuando la mujer se lo acercó al hocico; pero le lamió la cara y pareció agradarle el sabor; tenía hambre y volvió a buscar los dedos de Ayla.

La joven reflexionó un momento; entonces, mientras la potranca seguía lamiendo, metió la mano en el tazón; el animalito chupó algo de las gachas y retiró la cabeza, pero al cabo de unos cuantos intentos más, pareció comprender. Cuando terminó de comer, Ayla subió a la cueva, bajó más grano y lo puso a cocer para después.

«Creo que tendré que recoger más grano del que pensaba. Pero tal vez disponga de tiempo suficiente… si consigo secar todo esto». Se detuvo un instante y pensó en lo raro que le parecería al Clan que después de matar un caballo para comer, se pusiera a buscar alimentos para su cría. «Aquí puedo ser todo lo rara que quiera», se dijo, mientras cortaba un trozo de carne y lo ponía a cocer. Después se fijó en la tarea que aún le quedaba por hacer.

Todavía estaba cortando tiras delgadas de carne cuando se elevó la luna llena y las estrellas volvieron a centellear. Un cerco de fuego rodeaba la playa, y Ayla se sintió agradecida por el alto montón de madera del río que tenía cerca. Dentro del círculo había tendido unas hileras de carne para que se secaran. Una piel parda de lince estaba enrollada junto a otro rollo más pequeño de áspera piel oscura de glotón, en espera ambas de que las raspara y curtiera. La piel gris recién lavada de la yegua estaba tendida sobre unas piedras, secándose junto al estómago del animal, limpio y lleno de agua para mantenerlo suave. También había tiras de tendones secándose para hacer fibras; intestinos lavados; un montón de cascos y huesos, otros trozos de grasa que derretiría y vertería en los intestinos para su conservación. Incluso había conseguido recoger algo de grasa del lince y del glotón —para las lámparas y para impermeabilizar—, pero desechando la carne; no le gustaba el sabor de los carnívoros.

Ayla miró los dos últimos trozos de carne, lavados en el río para quitarles el lodo, pero lo pensó mejor: podía esperar. No recordaba haberse sentido nunca tan cansada. Comprobó que sus hogueras ardían bien, amontonó más leña en cada una de ellas y acto seguido extendió su piel de oso y se enroscó en ella.

La potranca no estaba ya atada al arbusto; después de haber recibido alimento por segunda vez, no parecía desear alejarse. Ayla estaba casi dormida cuando la pequeña potranca la olisqueó y se tumbó a su lado. En aquel momento no se le ocurrió a Ayla que las reacciones de la yegüita la despertarían si algún depredador se acercaba demasiado a los fuegos mortecinos, aunque así era. Medio dormida, la joven rodeó con el brazo al cálido animalito, notó cómo le latía el corazón, oyó su respiración y se apretó más contra su cuerpo.