23

Ayla se detuvo, se bajó de Whinney y entregó la vejiga chorreando agua a Jondalar, quien la cogió y bebió largos tragos para aplacar su sed. Se encontraban valle adentro, casi en la estepa, y bastante alejados del río.

La hierba dorada ondulaba al viento en torno de ellos. Habían estado recogiendo granos de mijo, sorgo y centeno silvestre en un grupo mixto que también abarcaba las semillas agitadas de cebada verde, carraón y trigo escandia. La tarea tediosa consistente en pasar la mano a lo largo del tallo para arrancar las duras semillas, era un trabajo duro; el mijo, pequeño y redondo, que se metía en uno de los dos compartimentos del canasto que colgaba de una cuerda pasada alrededor del cuello, para dejar libres las manos, se soltaba fácilmente, pero tendría que pasar nuevamente por el proceso de aventamiento. El centeno que se ponía en el otro compartimento se trillaba solo.

Ayla se pasó la cuerda del canasto por el cuello y se puso a trabajar. Jondalar no tardó en alcanzarla. Fueron recogiendo granos uno al lado del otro un buen rato, hasta que, de pronto, Jondalar se volvió hacia ella.

—¿Qué se siente al montar a caballo, Ayla, me lo podrías explicar? —preguntó.

—Es difícil de expresar —contestó ella, deteniéndose a pensar—. Cuando avanzas a todo galope es excitante. Pero también lo es si cabalgas despacio. Es una sensación agradable montar a Whinney —volvió a su tarea, pero se paró de repente—. ¿Te gustaría probar?

—¿Probar qué?

—Montar a Whinney.

La miró, tratando de adivinar lo que realmente pensaba al respecto. Había deseado montar a caballo desde hacía algún tiempo, pero la joven parecía tener una relación tan personal con el animal que no había sabido cómo pedírselo con delicadeza.

—Sí, me encantaría. ¿Pero me dejará Whinney?

—No lo sé —Ayla lanzó una ojeada al sol para comprobar si era tarde, y se echó la canasta a la espalda—. Vamos a ver.

—¿Ahora? —preguntó Jondalar, y Ayla asintió con la cabeza, mientras tomaba el camino de regreso—. Creí que ibas a buscar agua para que pudiéramos recoger más grano.

—Así era. Se me olvidaba que la recolección va más aprisa con dos manos. Sólo miraba mi canasto…, no estoy acostumbrada a que me ayuden.

La serie de habilidades que poseía aquel hombre era una fuente constante de asombro para Ayla. No sólo estaba deseoso de hacer lo que pudiera, sino que sabía lo mismo que ella o podía aprenderlo. Era curioso y se interesaba por todo, y le gustaba en particular probar todo lo que fuera nuevo. Ella podía verse en él. Eso le permitió apreciar mejor lo insólita que debió parecerles a los del Clan. Y, sin embargo, la habían adoptado y tratado de insertarla en su forma de vida.

Jondalar se echó a la espalda su canasta y se puso a caminar junto a ella.

—Estoy más que dispuesto a renunciar a esto por hoy. Ya tienes mucho grano. Ayla, el trigo y la cebada ni siquiera están maduros. No comprendo para qué quieres más.

—Es por Whinney y su potrillo. También necesitarán hierba. Whinney come fuera en invierno, pero cuando la nieve es profunda, muchos caballos mueren.

La explicación bastaba para eliminar cualquier objeción por parte del hombre. Caminaron de regreso entre las hierbas altas, gozando del sol sobre la piel desnuda… ahora que ya no estaban trabajando. Jondalar sólo llevaba el taparrabos, y tenía la piel tan tostada como la de ella. Ayla se había puesto su manto corto de verano, que la cubría desde la cintura hasta el muslo, pero, lo que era más importante, tenía bolsas y pliegues para llevar herramientas, honda y demás objetos. Aparte de esta prenda, sólo llevaba la bolsita de cuero colgada del cuello. Jondalar había admirado su cuerpo firme y flexible más de una vez, pero sin hacer ademanes visibles, y ella no provocaba ninguno.

Estaba pensando en cabalgar, preguntándose lo que haría Whinney. Podría apartarse rápidamente, en caso de necesidad. Fuera de una leve cojera, su pierna marchaba muy bien, y estaba convencido de que la cojera desaparecería con el tiempo. Ayla había hecho un trabajo milagroso al curarle la herida; tenía mucho que agradecerle. Había empezado a pensar en marcharse —ya no había razón para que permaneciera allí—, pero ella no parecía tener prisa en que se fuera, y él lo aplazaba constantemente. Deseaba ayudarla a prepararse para el próximo invierno; era lo menos que podía hacer.

Y ella tenía que ocuparse, además, de los caballos. A él no se le había ocurrido.

—Hace falta trabajar mucho para reunir las provisiones con que alimentar a los caballos, ¿verdad?

—No tanto.

—Se me ocurre una cosa; has dicho que también necesitan hierba. ¿No podrías cortar los tallos y llevártelos a la cueva? Entonces, en vez de recolectar el grano de éstos —y señaló los canastos— podrías sacar las semillas sacudiéndolas en una canasta. Y así tendrías hierba para ellos.

Ayla se detuvo, con la frente arrugada, sopesando la idea.

—Tal vez… si se dejan secar los tallos después de cortarlos, las semillas se soltarán sacudiéndolas. Algunas mejor que otras. Todavía hay trigo y cebada…, vale la pena probar —una amplia sonrisa apareció en su rostro—. Jondalar, creo que puede resultar.

Estaba tan sinceramente entusiasmada que también él tuvo que sonreír. Se sentía atraído por ella, estaba encantado con ella, resultaba evidente en sus ojos maravillosamente seductores. La respuesta de ella fue abierta y espontánea:

—Jondalar, me gusta tanto cuando sonríes… a mí, con tu boca, y con tus ojos.

Jondalar rió…, era una carcajada espontánea, inesperada, exuberantemente jovial. «Es tan honrada», pensó, «no creo que haya dejado nunca de ser absolutamente sincera. ¡Qué mujer tan excepcional!».

Ayla se sintió contagiada por la carcajada: su sonrisa cedió al contagio de su contento, se convirtió en risa ahogada y creció hasta una expresión de deleite sin inhibiciones.

Ambos se habían quedado sin aliento cuando terminaron de reír, recayendo en nuevos espasmos, respirando a fondo y enjugándose los ojos. Ninguno de los dos podía decir qué les había resultado tan tremendamente divertido; su risa se había alimentado sola. Pero era tanto un relajamiento de las tensiones que se habían estado acumulando, como una consecuencia de lo divertido de la situación.

Cuando comenzaron a andar nuevamente, Jondalar le pasó el brazo por la cintura; era un reflejo afectuoso de la risa compartida. Notó entonces que se ponía rígida y apartó inmediatamente el brazo. Se había prometido, y a ella también, aunque Ayla no lo entendiera entonces, que no la obligaría a aceptarle contra su voluntad. Si ella había pronunciado votos para apartarse de los Placeres, él no se iba a colocar en una situación en que se viera obligada a rechazarle. Había tenido buen cuidado de respetarla.

Sin embargo, había aspirado la esencia femenina de su piel caliente, sentido la plenitud turgente de su seno en su costado. Recordó súbitamente cuánto tiempo hacía que no había estado con una mujer, y el taparrabos no hizo nada para disimular la evidencia de sus pensamientos. Se dio la vuelta para tratar de ocultar su tan evidente hinchazón, pero era lo único que podía hacer para evitar arrebatarle el manto. Alargó el paso hasta casi correr delante de ella.

—¡Doni! ¡Cuánto deseo a esta mujer! —murmuró mientras corría.

Las lágrimas se le saltaron a Ayla al ver que se alejaba a todo correr. «¿En qué me he equivocado? ¿Por qué se aparta de mí? ¿Por qué no me hace su señal? Puedo ver su necesidad, ¿por qué no quiere aliviarla conmigo? ¿Tan fea soy?». Se estremeció al recordar la sensación de su brazo alrededor de ella; tenía los poros de la nariz llenos de su olor masculino. Arrastró los pies, reacia a la idea de enfrentársele de nuevo, y se sentía como cuando era pequeña y sabía que había hecho algo que estaba mal…, sólo que esta vez no sabía lo que era.

Jondalar había llegado a la franja arbórea cerca del río. Su urgencia era tan grande que no pudo dominarse. Tan pronto como se encontró oculto por una cortina de denso follaje, espasmos de un blanco viscoso chorrearon sobre la tierra y, sosteniéndoselo aún, apoyó la cabeza en el tronco, temblando. Era un alivio y nada más, pero, por lo menos, podía enfrentarse a la mujer sin tratar de derribarla y poseerla.

Encontró una vara para remover la tierra y cubrir la esencia de sus placeres con la tierra de la Madre. Zelandoni le había dicho que derramarlo era un derroche de la Dádiva de la Madre, pero si no quedaba más remedio, había que devolvérselo a Ella, regarlo por el suelo y cubrirlo. «Zelandoni tenía razón», pensó. Era un derroche y no le había producido placer.

Caminó a lo largo del río, molesto por la idea de que podía haber sido descubierto. La vio que esperaba junto al bloque de roca con el brazo rodeando al potro y la frente apoyada en el cuello de Whinney. ¡Parecía tan vulnerable, aferrándose a los animales en busca de apoyo y consuelo! Pensó que debería recostarse en él en busca de apoyo, debería ser él quien la reconfortara. Estaba seguro de haberle causado angustia y se avergonzó como si hubiera cometido un acto reprensible. Salió remiso del bosquecillo.

—A veces, un hombre no puede esperar para hacer aguas —mintió, con débil sonrisa.

Eso sorprendió a Ayla. ¿Por qué pronunciar palabras que no respondían a la verdad? Ella sabía lo que había hecho él: se había aliviado solo.

Un hombre del Clan habría sido capaz de solicitar a la compañera del jefe antes que aliviarse solo. Si no podía controlar su necesidad, incluso ella, con lo fea que era, podía haber recibido la señal, ya que no había otra mujer. Ningún varón adulto se aliviaría solo; si acaso los adolescentes, que habían alcanzado la madurez física, pero aún no habían matado el primer animal. Pero Jondalar había preferido aliviarse solo en vez de hacerle la señal; Ayla estaba más allá de la ofensa, se sentía humillada.

Ignoró sus palabras y evitó la mirada directa.

—Si quieres montar a Whinney, la sujetaré mientras te subes a la roca y le pones la pierna encima. Le diré a Whinney que quieres cabalgar. Tal vez te lo permita.

Recordó que aquélla era la razón por la que habían dejado de recoger grano. ¿Qué había pasado con su entusiasmo? ¿Cómo podía cambiar tanto en su recorrido de un extremo al otro del campo? Tratando de crear la impresión de que todo era normal, trepó a la hendidura que parecía un asiento en la roca, mientras Ayla le acercaba la yegua, pero también él rehuyó la mirada.

—¿Cómo consigues que vaya adonde quieres? —preguntó.

Ayla lo pensó un poco antes de responder.

—Yo no consigo: ella quiere ir donde quiero ir yo.

—Pero ¿cómo sabe ella adónde quiere ir?

—No lo sé… —era cierto; no había reflexionado nunca acerca de ello.

Jondalar decidió que no importaba. Estaba dispuesto a ir adonde quisiera la yegua, si estaba dispuesta a llevarle. Le puso una mano encima para afirmarse y montó prudentemente a horcajadas.

Whinney echó las orejas hacia atrás: sabía que no era Ayla, y la carga era más pesada y carecía de la sensación inmediata de dirección, de la tensión muscular de las piernas y los muslos de Ayla. Pero ésta estaba cerca, sujetándole la cabeza, y el hombre no era un desconocido para ella. La yegua corveteó, indecisa, pero se calmó poco después.

—Y ahora, ¿qué hago? —preguntó Jondalar sentado en la yegua con sus largas piernas colgando a ambos lados… sin saber exactamente lo que debía hacer con las manos.

Ayla acarició a la yegua, tranquilizándola, y se dirigió entonces a ella, en parte con palabras gestuadas del Clan y en parte en zelandonii.

—Jondalar quiere que le des un paseo, Whinney.

Su voz tenía el tono que incitaba a avanzar, y su mano ejercía una suave presión; era una indicación suficiente para el animal, tan habituado a las directrices de la mujer. Whinney se puso en marcha.

—Si tienes que agarrarte, rodéale el cuello con los brazos —aconsejó Ayla.

Whinney estaba acostumbrada a llevar a cuestas a una persona. No brincó ni se encabritó, pero sin dirección, avanzaba vacilante. Jondalar se inclinó para acariciarle el cuello, tanto para tranquilizarse a sí mismo como al caballo, pero el movimiento era semejante a la indicación de Ayla para avanzar más aprisa. El brinco inesperado de la yegua obligó a Jondalar a seguir el consejo de Ayla: se abrazó al cuello de la yegua, inclinándose hacia delante. Para Whinney, aquélla era la señal para aumentar la velocidad.

La yegua se lanzó a galope tendido, a campo traviesa, con Jondalar agarrado a su cuello con todas sus fuerzas y su larga cabellera flotando tras él. El viento le azotaba el rostro, y cuando por fin se atrevió a entreabrir los ojos, que instintivamente había cerrado, vio que la tierra corría a velocidad alarmante en sentido contrario. Era espantoso… ¡y magnífico! Comprendía que Ayla no hubiera podido describir la sensación. Era como deslizarse por una colina helada en invierno, o cuando le arrastró por el río el gran esturión, pero todavía más excitante. Un movimiento borroso a la izquierda le llamó la atención: el potro bayo corría junto a su madre, al mismo paso.

Oyó un silbido lejano, agudo y penetrante, y de repente la yegua dio media vuelta cerrada y regresó a galope.

—¡Siéntate! —le gritó Ayla a Jondalar mientras se acercaban. Cuando la yegua fue reduciendo el paso al acercarse a la mujer, Jondalar obedeció, irguiéndose: Whinney se detuvo junto a la roca.

Temblaba un poco al bajar del caballo, pero los ojos le relucían de excitación. Ayla acarició los flancos sudorosos de la yegua y la siguió más despacio cuando Whinney se fue al trote hacia la playa al pie de la cueva.

—¿Sabes que el potro se ha mantenido a su lado todo el tiempo? ¡Qué caballo de carreras!

Por la manera de decirlo, Ayla intuyó que la palabra encerraba algo más de lo que significaba.

—¿Cómo?, ¿«caballo de carreras»?

—En las Reuniones de Verano hay concursos de todo tipo, pero los más excitantes son las carreras, en las que compiten los que corren —explicó—. A éstos se les llama corredores, y la palabra sirve para designar a cualquiera que se esfuerza por ganar o intenta alcanzar alguna meta. Es una palabra de aprobación y de ánimo…, de halago.

—El potro es un corredor; le gusta correr.

Siguieron avanzando en silencio, un silencio cada vez más pesado.

—¿Por qué gritaste que me sentara? —preguntó finalmente Jondalar, tratando de romperlo—. Creí que me habías dicho que no sabías cómo le indicabas a Whinney lo que querías. Se detuvo en cuanto me enderecé.

—Nunca lo había pensado anteriormente, pero al verte llegar, pensé de repente: «Siéntate». No supe decírtelo al principio, pero cuando tenías que detenerte, me di cuenta.

—Entonces le das señales al caballo. Cierto tipo de señales. Me pregunto si el potro podría aprender señales —dijo en tono meditativo.

Llegaron a la muralla que se extendía hacia el agua y la rodearon para encontrarse con el espectáculo de Whinney revolcándose en el lodo del río para refrescarse, gruñendo de placer. Y junto a ella estaba el potro con las patas al aire. Jondalar, sonriendo, se detuvo para mirarlos, pero Ayla siguió adelante, cabizbaja. La alcanzó cuando empezaba a subir el sendero.

—Ayla… —la joven se volvió, y entonces no supo qué decirle—. Yo…, yo, bueno…, quiero darte las gracias.

Seguía siendo una palabra que le costaba entender. No había nada similar en el Clan. Los miembros de cada pequeño clan dependían tanto unos de otros para la supervivencia, que la asistencia mutua era un modo de vida. No se daban las gracias como tampoco un bebé agradecería los cuidados de su madre ni una madre lo esperaría. Los favores o dádivas especiales imponían la obligación de devolverlos de la misma manera, y no siempre se recibían con agrado.

Lo que más se aproximaba en el Clan a dar las gracias era una forma de agradecimiento de alguien de posición inferior hacia alguien de rango más elevado, generalmente de la mujer hacia el hombre, por una concesión. Le pareció que Jondalar estaba tratando de decirle que le agradecía haberle permitido cabalgar a Whinney.

—Jondalar, Whinney te permitió montar sobre su lomo. ¿Por qué me das las gracias a mí?

—Me ayudaste a montarla, Ayla. Y, además, tengo muchas otras cosas que agradecerte. ¡Has hecho tanto por mí, me has cuidado!

—¿Dará el potro las gracias a Whinney porque lo cuida? Tú estabas herido, yo te cuidé. ¿Por qué… «gracias»?

—Pero me salvaste la vida.

—Soy una mujer que cura, Jondalar —trató de pensar cómo podría explicar que cuando alguien le salvaba la vida a otra persona, una parte del espíritu de vida le correspondía y, por lo tanto, la obligación de proteger a esa persona a cambio; el resultado era que ambos se volvían más parientes que si fueran hermanos. Pero ella era curandera, y parte del espíritu de cada uno del Clan le había sido entregado con el trozo de bióxido de manganeso negro que llevaba en su amuleto. Nadie estaba obligado a darle más—. No es necesario decir gracias —afirmó.

—Ya sé que no es necesario. Sé que eres una Mujer que Cura, pero para mí es importante que sepas cómo me siento. La gente se da las gracias por haber recibido ayuda. Es cortesía, una costumbre.

Subían por el sendero en fila india. Ella no le contestó, pero ese comentario le hizo recordar cuando Creb le explicaba que es descortés mirar, más allá de las piedras que limitaban los hogares, al hogar de otro hombre. Le costó más aprender las costumbres del Clan que su lenguaje. Jondalar estaba diciendo que entre su gente era normal expresar gratitud, era una cortesía, pero eso la confundió más aún.

¿Por qué iba a querer expresar agradecimiento cuando acababa de avergonzarla? Si un hombre del Clan le hubiese demostrado tanto desprecio, ella dejaría de existir para él. También sus costumbres iban a ser difíciles de aprender, pero eso no reducía la humillación que experimentaba.

Él trató de superar la barrera que se había levantado entre ambos, y la detuvo antes de que entrara en la cueva.

—Ayla, lamento haberte ofendido sin pretenderlo.

—¿Ofendido? No entiendo esa palabra.

—Creo que te he hecho enojar, que te sientes mal.

—No enojar, pero sí me has hecho sentirme mal.

Que lo admitiera le sobresaltó.

—Lo siento —dijo.

—Lo siento. Eso es cortesía, ¿verdad?, ¿costumbre? Jondalar, ¿de qué sirven palabras como lo siento? Eso no cambia nada, no me hace sentir mejor.

Él se pasó la mano por el cabello. Tenía razón. Lo que hubiera hecho —y creía saber qué era— no se arreglaba con sentirlo. Tampoco servía de nada que hubiera rehuido la cuestión, sin enfrentarla directamente, por miedo a que eso le causara mayor embarazo.

Ayla entró en la cueva, se quitó el canasto y atizó el fuego para preparar la cena. Él la siguió, puso su canasto al lado del de ella y llevó una estera junto al fuego para sentarse y observarla.

Ella estaba empleando algunas de las herramientas que él le había dado después de cortar la carne del ciervo; le agradaban, pero para ciertas tareas todavía prefería utilizar el cuchillo de mano al que estaba acostumbrada. Él consideraba que Ayla manejaba el tosco cuchillo, hecho con un trozo de pedernal y mucho más pesado que los que él hacía, con tanta habilidad como cualquiera de las personas que él conocía manejaba los cuchillos más pequeños, finos y con mango. Su mente de elaborador de herramientas de pedernal estaba juzgando, calibrando, comparando los méritos de cada tipo. «No es tanto que uno sea más fácil de usar que el otro», pensó. «Cualquier cuchillo afilado cortará, pero qué cantidad de pedernal habría que gastar para hacer herramientas para todos. Sólo transportar la piedra sería un problema».

Ayla se ponía nerviosa al tenerle allí sentado, observándola tan de cerca. Finalmente se levantó en busca de algo de manzanilla para hacer una infusión, con la esperanza de que él dejara de contemplarla y calmarse. Su actitud sirvió para que Jondalar comprendiera lo absurdo de empeñarse en eludir el problema. Hizo acopio de fortaleza y decidió afrontar la cuestión sin ambages.

—Tienes razón, Ayla. Decir que lo siento no significa gran cosa, pero no sé qué otra cosa decir. No sé lo que he podido hacer para ofenderte. Por favor, dímelo: ¿por qué te sientes mal?

«Debe de estar diciendo otra vez palabras que no son verdad», pensó Ayla. «¿Cómo no va a saberlo?». Pero parecía confuso. Bajó la mirada, deseando que no hubiera preguntado. Ya era bastante malo tener que sufrir semejante humillación para, encima, tener que comentarla. Pero él había preguntado.

—Me siento mal porque…, porque no soy aceptable —lo dijo con las manos en el regazo, sosteniendo su taza.

—¿Qué quieres decir con eso de que no eres aceptable? No comprendo.

¿Por qué hacía aquellas preguntas? ¿Acaso trataba de que se sintiera peor? Ayla levantó la mirada hacia él: estaba inclinada hacia delante, y en su postura y sus ojos se leía sinceridad y ansiedad.

—Ningún hombre del Clan aliviaría su necesidad si hubiera una mujer aceptable cerca —y se ruborizó al citar el fallo cometido y se miró las manos—. Estabas lleno de necesidad, pero te apartaste de mí corriendo. ¿No debo sentirme mal si no soy aceptable para ti?

—¿Estás diciendo que te sientes ofendida porque yo no…? —Se echó hacia atrás y elevó los ojos al cielo—. «¡Oh, Doni! ¿Cómo puedes ser tan estúpido, Jondalar?» —preguntó a la cueva en general.

Ella alzó de nuevo la mirada, sobresaltada.

—Yo creí que no querías que te molestara, Ayla. Me esforzaba por respetar tus deseos. Te deseaba tanto que no podía aguantarlo, pero en cuanto te tocaba te ponías muy rígida. ¿Cómo puedes pensar siquiera que un hombre podría no considerarte aceptable?

Una oleada de comprensión la inundó, eliminando la punzante angustia de su corazón. ¡La deseaba! ¡Él creía que ella no le deseaba! Otra vez las costumbres, costumbres diferentes.

—Jondalar, sólo tenías que hacer la señal. ¿Qué importa si yo quería o no?

—Claro que importa lo que tú quieres. ¿No…? —Y de repente se ruborizó—. ¿No me deseas? —Había indecisión en sus ojos, y el temor a verse rechazado. Ella conocía ese sentimiento. La sorprendió verlo en un hombre, pero eso acabó con cualquier resto de duda que pudiera haber albergado, y le produjo calor y ternura.

—Yo te deseo, Jondalar, te deseé la primera vez que te vi. Cuando estabas tan herido que no sabía si sobrevivirías, te miraba y sentía… Dentro de mí crecía ese sentimiento. Pero nunca me hiciste la señal… —volvió a bajar la mirada. Había dicho más de lo que hubiera querido. Las mujeres del Clan eran más sutiles en sus gestos incitantes.

—Y todo el tiempo yo estaba pensando… ¿Qué es esa señal de la que hablas?

—En el Clan, cuando un hombre desea una mujer, hace la señal.

—¿Cuál es?

Ayla hizo el gesto y se ruborizó; las mujeres no solían hacer ese gesto.

—¿Eso es todo? ¿Hago solamente eso? Y entonces, ¿tú qué haces? —Estaba algo asombrado al ver que ella se levantaba, se arrodillaba y se le ofrecía.

—¿Quieres decir que un hombre hace eso y la mujer lo otro, y ya está? ¿Están dispuestos?

—Un hombre no hace la señal si no está dispuesto. ¿No estabas tú dispuesto esta tarde?

Ahora le tocó ruborizarse a él. Se le había olvidado lo dispuesto que estaba, lo que hizo para no arrojarse sobre ella y poseerla. Habría dado cualquier cosa entonces por saber hacer la señal.

—¿Y si una mujer no lo desea? ¿O si no está dispuesta?

—Si un hombre hace la señal, la mujer debe ponerse en posición —pensó en Broud y su rostro se nubló al recordar el dolor y la degradación.

—¿En cualquier momento, Ayla? —Vio el sufrimiento y se preguntó cuál sería el motivo—. ¿Incluso la primera vez? —Ayla asintió con la cabeza—. ¿Así te ocurrió a ti? ¿Algún hombre te hizo la señal sin más ni más? —Ayla cerró los ojos, tragó saliva y asintió.

Jondalar estaba horrorizado, indignado.

—¿Quieres decir que no hubo Primeros Ritos? ¿Nadie que observara para asegurarse de que no te hiciesen demasiado daño? ¿Qué clase de gente es ésa? ¿No les importa la primera vez de una joven? ¿Simplemente dejan que un hombre en celo la tome, un hombre cualquiera? ¿Que la obligue, ya esté dispuesta o no? ¿Ya le duela o no? —Se había puesto en pie y caminaba de un lado para otro, furioso—. ¡Es cruel! ¡Es inhumano! ¿Cómo es posible que permitan semejante cosa? ¿No tienen compasión? ¿Es que no les importa?

Su estallido fue tan inesperado que Ayla se quedó mirándole con los ojos muy abiertos, mientras él se abandonaba a un desahogo de ira justiciera. Pero a medida que sus palabras se iban volviendo más ofensivas, comenzó a menear la cabeza, negando sus afirmaciones.

—No —dijo finalmente, expresando su desacuerdo con él—. No es cierto, Jondalar. ¡Les importa! Iza me encontró…, me cuidó. Me adoptaron y me hicieron formar parte del Clan, aunque había nacido de los Otros. No tenían por qué recogerme.

»Creb no comprendía que Broud me lastimaba, porque nunca tuvo compañera. No conocía ese aspecto de las mujeres, y Broud estaba en su derecho. Y cuando quedé embarazada, Iza me cuidó; cayó enferma buscándome medicinas para que no perdiera a mi hijo. Sin ella, me habría muerto al nacer Durc. Y Brun le aceptó, aun cuando todos creían que era deforme. Pero no lo era. Es fuerte y saludable…». —Ayla se interrumpió al ver que Jondalar la miraba fijamente.

—¿Tienes un hijo? ¿Dónde está?

Ayla no había hablado de su hijo. Incluso al cabo de tanto tiempo era doloroso hablar de él. Sabía que al mencionarlo, provocaría preguntas, aunque de todos modos habría tenido que decirlo algún día.

—Sí, tengo un hijo. Sigue en el Clan. Se lo di a Uba cuando Broud me obligó a marcharme.

—¿Te obligó a marcharte? —volvió a sentarse. De modo que tenía un hijo. No se había equivocado al sospechar que había estado embarazada—. ¿Cómo es posible obligar a una mujer a abandonar a su hijo? ¿Quién es ese… Broud?

¿Cómo explicárselo? Cerró los ojos un instante.

—Es el jefe. El jefe era Brun cuando me encontraron. Él permitió que Creb me hiciera del Clan, pero estaba envejeciendo, de manera que hizo jefe a Broud. Broud me ha odiado siempre, hasta cuando era una niña pequeña.

—Es el que te lastimó, ¿verdad?

—Iza me habló de la señal cuando me hice mujer, pero decía que los hombres aliviaban su necesidad con mujeres que les gustaban. Broud lo hizo porque le encantaba saber que podía hacerme algo que yo odiara. Pero creo que fue mi tótem quien le incitó a hacerlo. El espíritu del León Cavernario sabía cuánto deseaba yo un hijo.

—¿Qué tiene que ver ese Broud con tu bebé? La Gran Madre Tierra bendice cuando escoge. ¿Era tu hijo de su espíritu?

—Creb decía que los espíritus hacen niños. Decía que una mujer tragaba el espíritu del tótem de un hombre. Si era lo suficientemente fuerte, dominaría al espíritu del tótem de ella, le quitaría su fuerza vital, iniciando una nueva vida que crecería dentro de ella.

—Curiosa manera de ver las cosas. Es la Madre quien escoge el espíritu del hombre para mezclarlo con el de la mujer cuando bendice a esa mujer.

—Yo no creo que los espíritus hagan hijos. No espíritus de totems ni espíritus mezclados por tu Gran Madre. Creo que la vida comienza cuando el órgano de un hombre está lleno y lo introduce en una mujer. Creo que por eso tienen los hombres necesidades tan fuertes, y por eso las mujeres desean tanto a los hombres.

—Eso no puede ser, Ayla. ¿No sabes cuántas veces puede meter el hombre su virilidad en una mujer? Una mujer no podría tener tantos hijos. Un hombre hace a la mujer con la Dádiva del Placer que otorga la Madre; la abre para que los espíritus puedan entrar. Pero la Dádiva más sagrada de la Madre, la Dádiva de Vida, sólo se otorga a las mujeres. Ellas reciben los espíritus y crean vida y se convierten en madres como Ella. Si un hombre La honra, aprecia Sus Dádivas y se compromete a cuidar de una mujer y sus hijos. Doni puede escoger su espíritu para los hijos de su hogar.

—¿Qué es la Dádiva del Placer?

—¡Es cierto! No has sabido nunca lo que son los Placeres, ¿verdad? —preguntó, más pasmado cuanto más consideraba la idea—. No me extraña que no supieras cuando yo… Eres una mujer que ha tenido la bendición de un hijo sin haber tenido siquiera los Primeros Ritos. Tu Clan debe de ser muy insólito. Toda la gente que conocí durante mi viaje sabía de la Madre y Sus Dádivas. La Dádiva del Placer es cuando un hombre y una mujer sienten que se desean y se entregan el uno al otro.

—Es cuando un hombre está lleno y tiene que aliviar sus necesidades con una mujer, ¿verdad? —dijo Ayla—. Es cuando pone su órgano en el lugar por donde salen los bebés. ¿Eso es la Dádiva del Placer?

—Es eso, pero es muchísimo más.

—Tal vez, pero a mí me dijeron todos que nunca tendría un hijo porque mi tótem era demasiado fuerte. Todos se sorprendieron. Y no era deforme. Sólo se parecía un poco a mí y un poco a ellos. Pero sólo quedé embarazada después de que Broud me hiciera la señal una y otra vez. Nadie más me quiso…, soy demasiado alta y fea. Incluso en la Reunión del Clan, no hubo un solo hombre que quisiera tomarme, aunque yo adquirí la categoría de Iza cuando me aceptaron como hija suya.

Algo en aquella historia comenzó a molestar a Jondalar, algo que no conseguía captar plenamente pero que sentía.

—Has dicho que la curandera te encontró. ¿Cómo se llamaba? ¿Iza? ¿Dónde te encontró? ¿De dónde venías?

—No lo sé. Iza dijo que yo había nacido de los Otros, otras personas como yo. Como tú, Jondalar. No recuerdo nada antes de vivir con el Clan…, ni siquiera recordaba el rostro de mi madre. Tú eres el único hombre que he visto parecido a mí.

Jondalar comenzaba a sentir algo raro en la boca del estómago mientras escuchaba.

—Supe de un hombre de los Otros; me lo contó una mujer en la Reunión del Clan. Me hizo temerlos hasta que te encontré a ti. Ella tenía un bebé, una niña que se parecía tanto a Durc que podría haber sido hija mía. Oda quería arreglar un apareamiento entre su hija y mi hijo. Decían que también su bebé era deforme, pero creo que aquel hombre de los Otros inició su bebé al forzarla a aliviar sus necesidades.

—¿El hombre la forzó?

—Y también mató a su primogénita. Oda estaba con otras dos mujeres, y llegaron muchos de los Otros, pero no hicieron la señal. Cuando uno de ellos la agarró, la hijita de Oda cayó de cabeza sobre una roca.

De repente Jondalar recordó la pandilla de jóvenes de una Caverna muy al oeste. Quiso rechazar las conclusiones que comenzaba a sacar. Sin embargo, si lo hacía una pandilla de jóvenes, ¿por qué no habrían de actuar igual otros jóvenes?

—Ayla, sigues diciendo que no eres como los del Clan. ¿En qué son ellos diferentes?

—Son más bajos…, por eso me sorprendí tanto al verte de pie. Yo he sido siempre más alta que todos, incluso que los hombres. Por eso no me querían, soy demasiado alta y demasiado fea.

—¿Y qué más? —No quería preguntar, pero su ansiedad por saber era más fuerte que él.

—El color de sus ojos es oscuro. Iza creía a veces que mis ojos tenían algo malo porque eran del color del cielo. Durc tiene los ojos como ellos y el…, no sé cómo decirlo: fuertes cejas, pero su frente es como la mía. Ellos tienen la cabeza más plana…

—¡Cabezas chatas! —retorció los labios de asco—. ¡Buena Madre! ¡Ayla! ¡Has estado viviendo con esos animales! Has dejado que uno de sus machos… —se estremeció—. Has dado a luz… una abominación de espíritus mezclados, medio humana y medio animal —y como si hubiera tocado algo sucio, Jondalar retrocedió y se incorporó de un salto. Era una reacción causada por rígidos prejuicios irracionales, suposiciones que nunca habían sido puestas en tela de juicio por nadie que él conociera.

Ayla no comprendió al principio y se quedó mirándole intrigada. Pero la expresión de él estaba cargada de repugnancia, tanto como la de ella cuando pensaba en las hienas. Entonces las palabras de él adquirieron significado.

¡Animales! ¡Estaba llamando animales a las personas que ella amaba! ¿El dulce y afectuoso Creb, que, a pesar de todo, era el hombre santo más temido y poderoso del Clan…, Creb era un animal? Iza, que la había atendido y criado como una madre, que le enseñó medicina…, ¿Iza era una apestosa hiena? ¡Y Durc! ¡Su hijo!

—¿Qué quieres decir con eso de animales? —gritó Ayla, en pie y haciéndole frente. Nunca había alzado la voz con ira hasta entonces, y su volumen la sorprendió—. ¿Mi hijo, medio humano? Las gentes del Clan no son ninguna especie de horribles y apestosas hienas.

»¿Recogerían los animales a una niña herida? ¿La aceptarían entre ellos? ¿La cuidarían? ¿La criarían? ¿Dónde crees tú que he aprendido a buscar alimentos?, ¿o a guisarlos? ¿Dónde crees que he aprendido el arte de curar? De no ser por esos animales no estaría yo con vida en este momento, ¡y tampoco tú, Jondalar!

»¿Dices que los del Clan son animales y los Otros son humanos? Pues bien, recuerda esto: el Clan salvó a una hija de los Otros, y los Otros mataron a una de los suyos. Si tuviera que escoger entre humano y animal, ¡yo escogería las apestosas hienas!».

Y salió de la caverna, bajó el sendero como una exhalación y llamó a Whinney con un silbido.