24

Jondalar se había quedado atónito. Salió detrás de ella y la miró desde el saliente. Ayla montó a caballo de un brinco bien calculado y se fue al galope valle abajo. Se había mostrado siempre tan complaciente, sin manifestar nunca enojo, que el contraste destacaba con mayor violencia aún en aquel arranque de ira.

El hombre siempre se había considerado justo y de ideas amplias respecto a los cabezas chatas. Consideraba que había que dejarles en paz, no molestarles ni provocarles, y no habría matado intencionadamente a ninguno de ellos. Pero su sensibilidad se había sentido profundamente ofendida ante la idea de que un hombre usara a una hembra cabeza chata para los Placeres. Que uno de sus machos hubiese utilizado una humana con los mismos fines le hirió en lo más vivo; la mujer había sido profanada.

Y por si fuera poco, él la había deseado con todas sus fuerzas. Pensó en las historias vulgares que relataban muchachos y jóvenes de mente sucia, y sintió que los ijares se le retorcían como si estuviera ya contaminado y su miembro se encogiera y pudriese. Gracias a la Gran Madre Tierra, se había salvado.

Lo peor de todo era que la mujer había traído al mundo una abominación, un cachorro de espíritus malignos de los que ni siquiera se podía hablar entre personas decentes. La existencia misma de semejante progenie era acaloradamente negada por algunos; sin embargo, se había seguido hablando de ella.

Desde luego, Ayla no lo había negado. Lo admitió abiertamente, allí de pie, defendiendo a la criatura… con la misma vehemencia que cualquier otra madre cuyo hijo hubiera sido calumniado. Se sintió ofendida de que hubiese hablado de ellos en términos despectivos. ¿Habría sido realmente criada por una manada de cabezas chatas?

Había visto algunos cabezas chatas en su Viaje. Hasta se había preguntado si serían verdaderamente animales. Recordaba el incidente con el macho joven y la hembra mayor. Pensándolo bien, ¿no había utilizado el joven un cuchillo hecho con una gruesa laja para cortar el pescado en dos, exactamente como el que utilizaba Ayla? Y su madre se envolvía en un manto igual que el de Ayla. Y ésta había practicado los mismos amaneramientos, especialmente al principio; esa tendencia a mirar al suelo, a pasar inadvertida.

Revisó las pieles de su cama; tenían la misma textura suave que la piel de lobo que le habían prestado. ¡Y la lanza! Esa lanza primitiva, pesada…, ¿no era como las lanzas que llevaba aquella manada de cabezas chatas que Thonolan y él habían encontrado al bajar del glaciar?

La había tenido allí delante todo el tiempo, pero no se había fijado. ¿Por qué habría imaginado aquella historia de que era Una que Sirve a la Madre sometiéndose a una prueba para perfeccionar sus habilidades? Era tan diestra como cualquier curandera, tal vez más. ¿Habría aprendido realmente Ayla el arte de curar de una cabeza chata?

La observaba, cabalgando a lo lejos. Se había mostrado magnífica en su ira; conocía mujeres que alzaban la voz a la menor provocación. Marona podía ser una bruja gritona, discutidora y de mal genio, recordó, pensando en la mujer con la que estuvo prometido. Pero había cierta fuerza, en alguien tan exigente, que le había atraído; le agradaban las mujeres fuertes. Representaban un desafío, y no cedían terreno ni eran tan fácilmente dominadas por la pasión de él, las pocas veces que ésta se expresaba. Había sospechado que existía una faceta dura en Ayla, a pesar de su compostura. «Mírala montada a caballo», pensó. «Es una mujer bella, notable».

De repente, como si le hubiese caído encima un chorro de agua helada, se dio cuenta de lo que acababa de hacer, palideció. Ella le había salvado la vida, ¡y él se había apartado de ella como si fuera basura! Le había colmado de cuidados y atenciones, y él la había recompensado con una vil repugnancia. Había dicho que su hijo era una abominación, un hijo al que obviamente amaba. Se sintió mortificado por su propia insensibilidad.

Regresó corriendo a la caverna y se arrojó sobre la cama; la cama de ella. Había estado durmiendo en la cama de la mujer de quien acababa de alejarse despreciativamente.

—¡Oh, Doni! —gritó—. ¿Cómo me has permitido hacerlo? ¿Por qué no me ayudaste? ¿Por qué no me hiciste callar?

Hundió la cabeza entre las pieles. No se había sentido tan miserable desde que era pequeño. Pensaba estar ya por encima de todo aquello. Y también entonces había actuado sin pensar. ¿Nunca aprendería? ¿Por qué no se había mostrado más discreto? Pronto se marcharía; tenía curada la pierna. ¿Por qué no pudo controlarse hasta su partida?

Y de hecho, ¿por qué estaba todavía allí? ¿Por qué no había dado las gracias y tomado el camino de regreso? Nada le retenía. ¿Por qué se había quedado, haciéndole responder a preguntas que no eran de su incumbencia? Entonces podría haberla recordado como una mujer bella y misteriosa que vivía sola en un valle y que hechizaba a los animales y le había salvado la vida.

«Porque no podías apartarte de una mujer bella y misteriosa, Jondalar, ¡y tú lo sabes!», se dijo.

«¿Por qué te preocupa tanto? ¿Qué diferencia supone… que haya vivido con animales?

»Porque la deseabas. Y entonces has pensado que no era lo suficientemente buena para ti porque había…, había dejado…

»¡Idiota! No escuchaste. Ella no le dejó, ¡él la forzó! Sin Primeros Ritos. ¡Y tú le echas la culpa! Te lo estaba diciendo, sincerándose y aliviando su dolor, ¿y qué hiciste?

»Eres todavía peor que él, Jondalar. Por lo menos, ella sabía lo que él sentía. La odiaba, deseaba lastimarla. ¡Pero tú! Confiaba en ti. Te declaró sus sentimientos hacia ti. Tú la deseabas tanto, Jondalar, y podías haberla poseído en cualquier momento. Pero tenías miedo de lastimar tu orgullo.

»Si le hubieras prestado atención en vez de preocuparte tanto por ti mismo, podrías haber comprobado que no se estaba portando como una mujer con experiencia. Estaba actuando como una muchachita asustada. ¿No has conocido las suficientes mujeres como para reconocer la diferencia?

»Pero no parece una muchachita asustada. No, sólo es la mujer más bella que has visto en tu vida. Tan bella, tan inteligente y tan segura de sí misma que te asustó. Te asustó la idea de que pudiera rechazarte. ¡Tú, el gran Jondalar! El hombre al que todas las mujeres desean. ¡Puedes estar seguro de que ya no te desea más!

»Tú sólo creías que estaba segura de sí misma… y ni siquiera sabe lo bella que es. En realidad cree que es alta y fea. ¿Cómo podría nadie creer que es fea?

»Recuerda que creció entre cabezas chatas. ¿Cómo era posible que ellos entendieran la diferencia? Aunque, por otra parte, ¿quién habría imaginado que fueran capaces de recoger a una niñita? ¿Recogeríamos nosotros a una de las suyas? Me pregunto qué edad tendría. No puede haber tenido muchos años: esas cicatrices de garras son viejas. Debió de ser horroroso, perdida y sola, arañada por un león cavernario.

»¡Y curada por una cabeza chata! ¿Cómo es posible que una cabeza chata supiera curar? Pero aprendió de ellos, y lo hace bien. Lo suficientemente bien para hacerte creer que era Una de las que Sirven a la Madre. ¡Deberías abandonar la confección de herramientas y convertirte en narrador de cuentos! No querías ver la verdad. Y ahora que la conoces, ¿dónde está la diferencia? ¿Estás menos vivo porque haya aprendido a curar con los cabezas chatas? ¿Es menos bella porque…, porque haya dado a luz una abominación? ¿Y por qué su hijo es una abominación?

»Sigues deseándola, Jondalar.

»Es demasiado tarde. Nunca volverá a creer en ti, a confiar en ti». Una nueva oleada de vergüenza le acometió. Cerró los puños y golpeó las pieles. «¡Tú, idiota! ¡Tú, estúpido, estúpido idiota! ¡Lo has echado todo a perder! ¿Por qué no te marchas?

»No puedes. Tienes que dar la cara, Jondalar. No tienes ropa, no tienes armas, no tienes alimentos; no puedes viajar sin nada.

»¿Dónde vas a encontrar provisiones? ¿En qué otra parte? Éste es el lugar de Ayla…, tienes que obtenerlas de ella. Tienes que pedírselas, por lo menos algo de pedernal. Con herramientas puedes hacer lanzas. Entonces puedes cazar para obtener alimentos, y pieles para hacer ropa, y un saco para dormir y una mochila. Necesitarás mucho tiempo para prepararte, y un año o más para el regreso. Te sentirás solo sin Thonolan».

Jondalar se hundió más aún entre las pieles.

«¿Por qué tuvo que morir Thonolan? ¿Por qué no me mató a mí el león?». Las lágrimas le corrieron por las mejillas. «Thonolan no habría hecho nada tan estúpido. Ojalá supiera yo dónde está ese cañón, hermanito. Ojalá un Zelandoni te hubiera ayudado a hallar tu camino en el otro mundo. Odio la idea de que algún animal depredador haya esparcido tus huesos».

Oyó ruidos de cascos por el sendero rocoso que subía desde la playa y pensó que Ayla estaba de vuelta; pero era el potro. Se levantó, fue hasta el saliente y escudriñó el valle con la mirada: no se veía a Ayla por ninguna parte.

—¿Qué pasa, compañerito? ¿Te dejaron atrás? Es culpa mía, pero ya volverán…, aunque sólo sea por ti. Además, Ayla vive aquí… sola. Me pregunto cuánto tiempo lleva aquí. Sola. Me pregunto si yo habría sido capaz…

«Aquí estás, llorando tu torpeza, y mira por todo lo que ella ha tenido que pasar. Y no está llorando. ¡Es una mujer tan notable! Bella. Magnífica. Y tú has perdido todo eso, Jondalar, ¡idiota! ¡Oh, Doni! Ojalá pudiera reparar todo esto».

Jondalar se equivocaba; Ayla estaba llorando, llorando como nunca había llorado en su vida. Eso no la hacía menos fuerte, sólo la ayudaba a soportar su pena. Espoleó a Whinney hasta que dejaron el valle muy atrás, y entonces se detuvo en un meandro que formaba un recodo; era un afluente del río que corría junto a la cueva. El terreno comprendido en el recodo se inundaba con frecuencia, enriquecido con limo de acarreo que proporcionaba una base fértil a una vegetación exuberante. Era un lugar donde había cazado urogallos de los sauces y perdices blancas, así como toda una variedad de animales, desde la marmota hasta el ciervo gigante que encontraban en aquel paraje seductor un verdor al que no podían resirtirse.

Levantando la pierna, se deslizó del lomo de Whinney, bebió un poco de agua y se lavó la cara sucia y con chorretes de lágrimas. Le parecía haber tenido una pesadilla. Todo el día había sido una serie vertiginosa de exaltaciones emocionales y depresiones abrumadoras, y cada cambio producía altibajos más acentuados. No creía poder soportar un solo cambio más, ni hacia arriba ni hacia abajo.

La mañana prometía; Jondalar había insistido en ayudarla a recoger grano, y la había asombrado ver la rapidez con que aprendía. Ella estaba segura de que cosechar grano no era algo que él supiera antes, pero en cuanto le enseñó, lo captó rápidamente. Era algo más que un par de manos adicional para ayudar; era la compañía. Hablaran o no, tener otra persona cerca le hizo comprender cuánto había echado de menos la compañía.

Luego surgió un leve desacuerdo; nada grave. Ella quería seguir recogiendo y él deseaba terminar en cuanto se acabó el agua. Pero, cuando regresó con la vejiga de agua y comprendió que él querría probar a montar a caballo, pensó que podía ser un medio para retenerle. Le gustaba el potro, y si también le gustaba cabalgar, podría quedarse hasta que el animal creciera. Tan pronto como ella se lo ofreció, aprovechó la oportunidad.

Eso les había puesto a ambos de buen humor. Así fue como comenzaron a reírse. Ella no había vuelto a reír a gusto desde que Bebé se fue. Le agradaba la risa de Jondalar…, sólo con oírla se animaba.

«Entonces fue cuando me tocó», pensó. «Ninguno del Clan toca de esa manera, por lo menos no fuera de las piedras-límite. Quién sabe lo que un hombre y su compañera harán por la noche, bajo las pieles. Tal vez se toquen como ellos se tocan. ¿Se tocarán todos los Otros de esa manera, fuera del hogar? Me gustó cuando me tocó. ¿Por qué echó a correr?».

Ayla hubiera querido morirse de vergüenza, segura de que era la mujer más fea del mundo, cuando él fue a aliviarse. Entonces, en la caverna, cuando le dijo que la deseaba, que no creía que ella le aceptara, estuvo a punto de llorar de gozo. Por la manera que tenía de mirarla, casi podía sentir el calor por dentro, el deseo, la sensación de atracción. Se puso tan furioso cuando le habló de Broud, que ella quedó convencida de que la quería. Tal vez la próxima vez que estuviera dispuesto…

Pero nunca olvidaría cómo la miró, igual que si se tratara de un trozo asqueroso de carne podrida. Incluso se estremeció.

«¡Iza y Creb no son animales! Son personas. Personas que me recogieron y me amaron. ¿Por qué los odia? Esto fue primero tierra de ellos. La especie de Jondalar vino después…, mi especie. ¿Así son los de mi especie?

»Me alegro de haber dejado a Durc con el Clan. Ellos podrán pensar que es deforme, Broud podrá odiarle porque es hijo mío, pero mi bebé no será un animal…, una abominación. Es la palabra que dijo; no necesita explicarla». Otra vez se echó a llorar. «Mi bebé, mi hijito… No es deforme…, es saludable y fuerte. Y no es un animal, no es… una abominación.

»¿Cómo pudo cambiar tan deprisa? Me estaba mirando con sus ojos azules, me estaba mirando… Y de repente se apartó como si fuera a quemarle, como si fuera yo un espíritu maligno cuyo nombre sólo conocen los mog-ur. Fue peor que una maldición de muerte. Ellos sólo me volvieron la espalda y dejaron de verme; yo estaba muerta y pertenecía al otro mundo. No me miraron como si fuera una… abominación».

El sol poniente dejó paso al fresco de la tarde. Incluso durante la época más calurosa del verano, la estepa era fría de noche. Ayla se estremeció dentro de su manto de verano. «Si se me hubiera ocurrido traer una piel y la tienda… No, Whinney se preocuparía por el potro, y él necesita mamar».

Cuando Ayla se puso en pie a la orilla del río, Whinney alzó la cabeza entre las abundantes hierbas, fue hacia ella trotando y espantó un par de perdices blancas. La reacción de Ayla fue casi instintiva: sacó la honda de la cintura y se agachó para recoger guijarros en un solo movimiento. Las aves habían alzado apenas el vuelo cuando una, y después la otra, cayeron a plomo. Ayla las fue a recoger, buscó el nido y se detuvo.

«¿Para qué voy a buscar los huevos? ¿Voy a cocinar el plato favorito de Creb para Jondalar? ¿Y por qué tengo que prepararle nada, y menos aún el plato predilecto de Creb?». Pero, al ver el nido, poco más que una ligera depresión arañada en el suelo duro, el cual contenía una nidada de siete huevos, se encogió de hombros y los cogió con cuidado.

Dejó los huevos cerca del río, al lado de las aves, y entonces arrancó largos carrizos que crecían junto a la ribera. Sólo tardó unos instantes en trenzar una canasta medio improvisada; la utilizaría únicamente para transportar los huevos, y la desecharía después. Utilizó más carrizos para atar juntas las patas emplumadas del par de perdices; ya les estaban creciendo las abundantes plumas de invierno para andar por la nieve.

Invierno. Ayla se estremeció. No quería pensar en el invierno, frío y yermo. Pero el invierno nunca estaba totalmente alejado de su mente; el verano sólo era el momento de prepararse para el invierno.

Jondalar se marcharía; estaba segura. Era una tontería creer que iba a quedarse con ella allí, en el valle. ¿Por qué habría de quedarse? Y ella, ¿se quedaría si tuviera a su gente? Iba a ser peor cuando él se marchara…, aun cuando la hubiese mirado como lo hizo.

—¿Por qué tenía que venir?

El sonido de su propia voz la sobresaltó. No era su costumbre hablar en voz alta cuando estaba sola. «Pero puedo hablar. Eso se lo debo a Jondalar. Por lo menos, si llego a ver gente, ahora puedo hablar. Y sé que hay gente que vive al oeste. Iza tenía razón: tiene que haber mucha gente, muchos Otros».

Colocó las perdices sobre el lomo de la yegua, colgando a ambos lados, y sostuvo el canastillo de huevos entre las piernas. «Yo nací de los Otros. Busca un compañero, me dijo Iza. Creí que mi tótem me había enviado a Jondalar, pero si me lo hubiera enviado mi tótem, ¿me miraría de esa manera?».

—¿Cómo pudo mirarme de esa manera? —gritó, en un sollozo convulsivo—. ¡Oh, León Cavernario, no quiero volver a estar sola! —Ayla se dejó caer de nuevo, abandonándose al llanto. Whinney observó la falta de dirección, pero no importaba: sabía el camino. Al cabo de un rato, Ayla se enderezó—. Nadie me obliga a quedarme aquí. Hace tiempo que debí haberme puesto a buscar. Ahora puedo hablar…

»…y puedo decirles que Whinney no es un caballo que se pueda cazar —prosiguió en voz alta después de recordárselo—. Lo tendré todo preparado y me marcharé la primavera que viene. Ya sabía que no lo volvería a aplazar.

»Jondalar no se marchará en seguida. Necesitará ropa y armas. Tal vez mi León Cavernario le haya enviado para que me enseñe. Entonces tendré que aprender lo más posible antes de que se marche. Le observaré y le haré preguntas, no importa cómo me mire. Broud me odió durante todos los años que pasé con el Clan. Puedo aguantar si Jondalar…, si él… me odia». Y cerró los ojos para rechazar las lágrimas.

Tocó su amuleto, recordando lo que le había dicho Creb mucho tiempo atrás: «Cuando encuentres una señal que tu tótem haya dejado para ti, guárdala en tu amuleto. Eso te traerá suerte». Ayla lo había puesto en su amuleto. «León Cavernario, llevo mucho tiempo sola; pon suerte en mi amuleto».

El sol se había puesto detrás de la muralla del cañón río arriba cuando Ayla cabalgó en dirección a la corriente. La oscuridad siempre caía rápidamente. Jondalar la vio llegar y bajó corriendo a la playa. Ayla había puesto a Whinney al galope, y cuando daba vuelta a la muralla saliente, casi tropezó con el hombre. El caballo se encabritó, y poco faltó para que derribara a la mujer. Jondalar tendió la mano para retenerla, pero al sentir carne desnuda, apartó la mano, seguro de que le despreciaría.

«Me odia», pensó Ayla. «¡No soporta siquiera tocarme!». Ahogó un sollozo y mandó a Whinney camino arriba. La yegua atravesó la playa pedregosa y subió ruidosamente por el camino con Ayla a cuestas. Ésta echó pie a tierra a la entrada de la caverna y entró rápidamente, deseando tener otro lugar donde ir; quería esconderse. Dejó caer la canasta de los huevos junto al hogar, cogió una brazada de pieles y se las llevó al área de almacenamiento. Las tiró al suelo al otro lado del tendedero, en medio de canastas nuevas, esteras y tazones, se arrojó encima y se cubrió la cabeza con ellas.

Ayla oyó los cascos de Whinney momentos después, y enseguida los del potro. Estaba temblando, luchando contra las lágrimas, claramente consciente de los movimientos del hombre en la cueva. Deseaba que saliera para poder llorar.

No oyó los pies descalzos sobre el piso de tierra cuando él se acercó, pero supo que estaba allí y trató de dominar su temblor.

—¿Ayla? —Ella no respondió—. Ayla, no tienes que quedarte ahí atrás. Yo me mudaré. Iré al otro lado del fuego.

«¡Me odia! No puede soportar estar cerca de mí», pensó, ahogando un sollozo. «Ojalá se vaya, ojalá se vaya sin más».

—Ya sé que no sirve de nada, pero tengo que decirlo. Lo siento, Ayla. Lo siento más de lo que puedo expresar. No merecías lo que hice. No tienes por qué contestar, pero yo tengo que hablarte. Siempre has sido sincera conmigo…, es hora de que yo lo sea contigo.

»He estado pensando desde que te marchaste a caballo. No sé por qué hice… lo que hice, pero quiero tratar de explicarme. Después de que el león me atacara desperté aquí, no sabía dónde estaba, y no podía comprender por qué no hablabas. Eras un misterio. ¿Por qué estabas aquí tú sola? Empecé a inventarme una historia respecto a ti, que eras una Zelandoni poniéndote a prueba, una mujer santa respondiendo a una vocación para Servir a la Madre. Al ver que no correspondías a mis intentos de compartir contigo los Placeres, pensé que estabas evitándolos como parte de tu prueba. Imaginé que el Clan sería un extraño grupo de Zelandonii con quienes vivías.

Ayla había dejado de temblar y escuchaba, pero sin moverse.

—Sólo estaba pensando en mí, Ayla —se agachó—. No estoy muy seguro de que me creas, pero yo, bueno…, me han considerado como un… hombre atractivo. La mayoría de las mujeres me han… asediado; sólo he tenido que escoger. Pensé que me estabas rechazando. No estoy acostumbrado a eso, no quise admitirlo. Creo que por eso inventé esa historia con respecto a ti, para poderme explicar que no parecieras desearme.

»Si hubiera prestado atención, me habría dado cuenta de que no eras una mujer experimentada que me rechazaba, sino más bien una joven antes de sus Primeros Ritos: insegura y un poco asustada, deseosa de complacer. Si alguien hubiera tenido que comprenderlo, yo debería…, bueno…, no importa. Eso no importa».

Ayla había dejado que cayeran las mantas, escuchando con tanta intensidad que podía oír cómo su corazón le palpitaba en los oídos.

—Lo único que podía ver era a Ayla, la mujer. Y créeme, no pareces una muchacha. Creí que estabas bromeando cuando decías que eras alta y fea. No bromeabas, ¿verdad? De veras es así como te ves. Quizá para los cab…, la gente que te crió fueras demasiado alta y diferente, pero Ayla, tienes que saberlo: no eres alta y fea. Eres bella. Eres la mujer más bella que he visto en mi vida.

Ella se había vuelto y se estaba sentando.

—¿Bella? ¿Yo? —Se asombró. Y con una punzada de incredulidad, volvió a escurrirse entre las pieles por miedo a ser lastimada de nuevo—. Te estás burlando de mí.

Jondalar tendió la mano hacia ella, vaciló y la retiró.

—No puedo reprocharte que no me creas, después de lo de hoy. Quizá debería enfrentarme a eso y tratar de explicarme.

»Es difícil imaginar todo por lo que has pasado, huérfana y criada por… gente tan diferente. Tener un hijo y que te lo quiten. Obligarte a abandonar el único hogar que conocías para enfrentarte a un mundo extraño, y vivir aquí, sola. Eres más dura de lo que cualquier mujer santa pensaría poder ser. Muy pocas habrían sobrevivido. Tú no eres solamente bella, Ayla, eres fuerte. Eres fuerte por dentro. Pero es probable que tengas que ser más fuerte aún.

»Tienes que saber los sentimientos de la gente respecto a los que tú llamas Clan. Yo pensaba igual…, la gente cree que son animales…».

—¡No son animales!

—Pero yo no lo sabía, Ayla. Hay personas que odian a tu Clan. Yo no sé por qué. Cuando pienso en ello, me doy cuenta de que los animales, los verdaderos animales a los que se da caza, no son odiados. Es posible que resulten temibles o tal vez amenazadores, las personas saben que los cabezas chatas, así los llaman también, Ayla, son humanos, pero son tan diferentes que resultan temibles o al menos están considerados como una amenaza. Sin embargo, algunos hombres obligan a mujeres cabeza chata a…, no puedo decir compartir Placeres, no es ni mucho menos la frase que corresponde; tal vez sea más acertada la expresión que tú utilizas, «aliviar sus necesidades». No puedo comprender por qué, ya que hablan de ellas como si fueran animales. No sé si son animales, si los espíritus pueden mezclarse y nacer hijos…

—¿Estás seguro de que son espíritus? —preguntó Ayla. Lo decía con tanta seguridad que se preguntó si no tendría razón.

—Sea como sea, tú no eres la única, Ayla, que tiene una mezcla de humano y cabeza chata por hijo, aunque la gente no habla…

—Son Clan y son humanos —interrumpió.

—Ayla, vas a oír mucho esa palabra. Es justo decírtelo. También debes saber que cuando un hombre toma por la fuerza a una mujer del Clan no es aprobado, pero se pasa por alto. Pero que una mujer «comparta Placeres» con un macho cabeza chata es… imperdonable ante los ojos de muchas personas.

—¿Una abominación?

Jondalar palideció, pero siguió adelante.

—Sí, Ayla, abominación.

—Yo no soy abominación —gritó Ayla—. ¡Y Durc no es abominación! No me gustaba lo que me hacía Broud, pero no era una abominación. De haber sido cualquier otro hombre que lo hiciera sólo por aliviar su necesidad y no con odio, yo le habría aceptado como cualquier otra mujer del Clan. No es vergonzoso ser mujer del Clan. Yo me habría quedado con ellos, incluso como segunda esposa de Broud, de haber podido. Sólo por estar cerca de mi hijo. ¡No me importa que haya gente que no lo apruebe!

No podía por menos que admirarla; no iba a ser fácil para ella.

—Ayla, no te digo que debas avergonzarte. Sólo te estoy diciendo lo que debes esperar. Quizá podrías decir que vienes de otra gente.

—Jondalar, ¿por qué quieres que diga palabras que no son ciertas? No sabría cómo. En el Clan, nadie dice falsedades…, se sabría, se vería. Aun cuando se abstenga de decir algo, se sabe. A veces se tolera por…, por cortesía, pero se sabe. Yo puedo ver cuándo tú dices palabras que no son verdad. Tu rostro me lo dice, y tus hombros y tus manos.

Jondalar se ruborizó. ¿Eran tan visibles sus mentiras? Se alegraba de haber decidido mostrarse tan escrupulosamente sincero con ella. Quizá pudiera aprender algo de la joven. Su honradez y su sinceridad eran parte de su fortaleza interior.

—Ayla, no tienes que aprender a mentir, pero pensé que debería decirte estas cosas antes de marcharme.

Ayla sintió que se le hacía un nudo en el estómago y se le obstruyó la garganta. «Va a marcharse». Habría querido hundirse de nuevo entre las pieles y taparse la cabeza.

—Pensé que te irías —dijo—. Pero no tienes nada para el viaje. ¿Qué necesitas?

—Si pudieras darme algo de pedernal, haría herramientas y algunas lanzas. Y si me dices dónde está la ropa que llevaba puesta, quisiera remendarla. La mochila debería estar también más o menos entera, si la trajiste del cañón.

—¿Qué es una mochila?

—Es algo como una bolsa grande que se lleva a la espalda. No hay palabra exacta en Zelandonii; la usan los Mamutoi. La ropa que vestía es Mamutoi…

—¿Por qué es una palabra diferente? —preguntó Ayla, sacudiendo la cabeza.

—El Mamutoi es una lengua diferente.

—¿Una lengua diferente? ¿Qué lengua me has enseñado?

Jondalar tuvo la sensación de que todo se le venía abajo.

—Te enseñé mi lengua…, zelandonii. No se me ocurrió…

—Zelandonii…, ¿viven al oeste? —Ayla se sentía molesta.

—Bueno, sí, muy lejos al oeste. Los Mamutoi viven cerca.

—Jondalar, me has enseñado una lengua que hablan personas que viven muy lejos, no una que hable gente de aquí cerca. ¿Por qué?

—Yo… no lo pensé. Sólo te enseñé mi lengua —dijo, sintiéndose de pronto muy mal: no había hecho nada correctamente.

—¿Y eres el único que sabe hablarla?

Jondalar asintió con la cabeza; tenía el estómago revuelto. Ella creía que él le había sido enviado para enseñarle a hablar, pero sólo podía hablar con él.

—Jondalar, ¿por qué no me has enseñado la lengua que todos hablan?

—No hay una lengua que todos hablen.

—Quiero decir la que usas para hablarles a tus espíritus o tal vez a tu Gran Madre.

—No tenemos una lengua exclusiva para hablarle.

—¿Y cómo hablas con la gente que no conoce tu lengua?

—Aprendemos unos la de los otros. Yo sé tres lenguas y algunas palabras de otras pocas.

Ayla estaba temblando otra vez. Pensaba que habría podido irse del valle y hablar con la gente que encontrase. Y ahora, ¿qué iba a hacer? Se puso en pie, y él la imitó.

—Yo quería saber todas tus palabras, Jondalar. Tengo que saber hablar. Tienes que enseñarme. Tienes que…

—Ayla, no puedo enseñarte dos lenguas más ahora. Lleva tiempo. Ni siquiera las conozco a la perfección…, es algo más que palabras…

—Podemos empezar con las palabras. Tendremos que empezar desde el principio. ¿Cuál es la palabra para fuego en mamutoi?

Se la dijo y no parecía dispuesto a continuar, pero ella siguió, palabra tras palabra, en el orden en que las había aprendido en la lengua zelandonii. Después de recorrer una larga lista, Jondalar la detuvo nuevamente.

—Ayla, ¿de qué sirve decir un montón de palabras? No las puedes recordar así sin más.

—Ya sé que mi memoria podría ser mejor. Dime qué palabras están equivocadas.

A partir de «fuego» repitió todas las palabras, una por una, en ambas lenguas. Cuando terminó, él la contemplaba dominado por una admiración reverente. Recordaba que no fueron las palabras las que le resultaron difíciles al aprender Zelandonii, sino la estructura y el concepto del lenguaje.

—¿Cómo lo has hecho?

—¿Falta alguna?

—No, ¡ni una sola!

Ayla sonrió, tranquilizada.

—Cuando era niña resultaba mucho más difícil. Tenía que repetirlo todo muchas veces. No sé cómo Iza y Creb tuvieron tanta paciencia conmigo. Ya sé que algunas personas pensaban que no era muy inteligente. He mejorado, pero he tenido que practicar mucho, y sin embargo, todos los del Clan recuerdan todo mejor que yo.

—¿Todos los del Clan pueden recordar mejor que la demostración que acabas de hacerme?

—No olvidan nada, aunque han nacido sabiendo casi todo lo que les hace falta saber, de modo que no tienen que aprender mucho. Sólo necesitan recordar. Tienen… memorias…, no sé de qué otra manera se podría expresar. Cuando un niño está creciendo, sólo hay que recordarle…, decírselo una vez. Los adultos no tienen necesidad de que se les recuerde, saben cómo recordar. Yo no tenía memorias del Clan. Por eso tenía que repetirlo todo Iza hasta que yo pudiera recordar sin equivocarme.

Jondalar estaba asombrado por su habilidad mnemónica, y le costaba trabajo captar el concepto de «memorias» del Clan.

—Algunas personas pensaban que no podría ser una curandera sin las memorias de Iza, pero ella decía que podría ser buena a pesar de que no pudiera recordar tan bien. Decía que yo tenía otras cualidades que ella no comprendía del todo, por ejemplo la manera de saber lo que estaba mal y de encontrar el tratamiento más adecuado. Me enseñó a probar las medicinas nuevas, para que descubriera el medio de aprovecharlas sin la memoria de las plantas.

»También tienen un lenguaje antiguo. No comprende sonidos, sólo gestos. Todo el mundo conoce el Lenguaje Antiguo, lo emplean en ceremonias y para dirigirse a los espíritus y asimismo cuando no entienden el lenguaje cotidiano de otra gente. También lo aprendí.

»Como tenía que aprenderlo todo, me obligué a prestar atención y concentrarme, para recordar después con sólo un «recordatorio», para no impacientar a la gente.

—¿Te he entendido bien? Esa… gente del Clan, conocen todos su propio lenguaje y alguna especie de lenguaje antiguo que se comprende de un modo general. ¿Todo el mundo puede hablar…, comunicarse con los demás?

—En la Reunión del Clan, todos podían hacerlo.

—¿Estamos hablando de la misma gente? ¿Cabezas chatas?

—Si es así como llamas al Clan. Ya te describí su aspecto —dijo Ayla y agachó la cabeza—. Fue cuando dijiste que yo era una abominación.

Ayla recordaba la mirada helada que había borrado todo calor de sus ojos, el estremecimiento cuando se apartó…, el desprecio. Eso había ocurrido precisamente cuando le hablaba del Clan, cuando creyó que se estaban comprendiendo los dos. Parecía costarle trabajo aceptar lo que ella decía. De repente se sintió incómoda; había hablado demasiado. Se acercó rápida al fuego, vio las perdices donde las había dejado Jondalar junto a los huevos, y se puso a desplumarlas para hacer algo.

Jondalar se dio cuenta en el acto de que la suspicacia había vuelto a apoderarse de Ayla; la había lastimado demasiado y nunca recuperaría su confianza, aunque por un instante había creído que sería posible. El desprecio que ahora sentía iba dirigido contra sí mismo. Levantó las pieles de Ayla y las llevó a la cama; recogió las que había estado usando él y las trasladó a un lugar al otro lado del fuego.

Ayla dejó las aves: no tenía ganas de desplumar; corrió a su cama. No quería que le viera los ojos llenos de agua.

Jondalar trató de acomodar las pieles a su alrededor lo mejor que pudo. Memorias, había dicho. Los cabezas chatas tienen cierta clase de memorias. Y un lenguaje por señas que todos comprenden. ¿Sería posible? Era difícil de creer si no fuese por un detalle: la joven nunca decía cosas falsas.

Ayla se había acostumbrado al silencio y la soledad durante los últimos años. La mera presencia de otra persona, aun cuando la disfrutara, exigía ciertos ajustes, pero los trastornos emocionales de la jornada la habían dejado vacía y agotada. No quería sentir, ni pensar ni reaccionar con respecto al hombre que compartía su caverna. Sólo quería descansar.

Pero no podía dormir. Su capacidad de hablar le había proporcionado confianza hasta el punto de dedicar todos sus esfuerzos y su concentración al estudio del lenguaje, y se sentía frustrada. ¿Por qué le enseñó el idioma de su infancia? Se iba a marchar. Ella no volvería a verle nunca más. Tendría que abandonar el valle en primavera y encontrar gente que viviera más cerca, y quizá algún otro hombre.

Lo cierto es que no quería a ningún otro hombre; quería a Jondalar, con sus ojos y su contacto. Recordaba cómo se había sentido al principio. Él fue el primer hombre de su especie al que había visto y los representaba a todos en general. No era sólo un individuo. No sabía cuándo había dejado de ser un ejemplo para convertirse en Jondalar, el único. Lo único que sabía era que echaba de menos el sonido de su respiración y su calor junto a ella. El vacío del lugar que él ocupó era casi tan grande como el vacío doloroso que sentía en su interior.

Jondalar tampoco podía dormir. No encontraba la posición adecuada. El sitio que había ocupado al lado de ella se había quedado frío, y un sentimiento de culpabilidad le embargaba. No podía recordar haber vivido un día peor, y ni siquiera le había enseñado el lenguaje correcto. ¿Cuándo iba a tener la oportunidad de hablar zelandonii? Su gente vivía a un año de viaje del valle, y eso a condición de no detenerse mucho tiempo en ninguna parte.

Pensó en el Viaje que había realizado con su hermano. Todo parecía tan inútil. ¿Cuánto tiempo hacía que se fue? ¿Tres años? Eso significaba por lo menos cuatro años antes de que estuviera de vuelta. Y todo para nada. Su hermano muerto. Jetamio muerta y también el hijo del espíritu de Thonolan. ¿Qué le quedaba?

Jondalar había luchado por dominar sus emociones desde muy joven, pero también él tuvo que secarse el rostro con las pieles. Sus lágrimas no eran sólo por su hermano, también por sí mismo: por su pérdida y su pena, y por aquella oportunidad desaprovechada que podría haber sido maravillosa.