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—Bueno, dime entonces: ¿por qué has decidido venir conmigo, Jondalar? —preguntó el joven de cabello moreno, mientras desataba una tienda formada por varios cueros enjaretados unos con otros—. Le dijiste a Marona que sólo irías a visitar a Dalanar y mostrarme el camino. Nada más que para hacer un corto Viaje antes de establecerte. Se suponía que irías a la Reunión de Verano con los Lanzadonii, y que estarías allí a tiempo para la Matrimonial. Se va a poner furiosa, y no es una mujer a quien yo desearía ver enojada conmigo. ¿Seguro que no vienes sólo para librarte de ella? —El tono de voz de Thonolan era ligero, pero la seriedad de su mirada delataba su inquietud.

—Hermano pequeño, ¿qué te hace pensar que eres el único de esta familia que siente el deseo de viajar? ¿No pensarías que iba a dejarte librado a tus propios medios, verdad? ¿Para que luego regresaras a casa fanfarroneando sobre tu largo Viaje? Alguien tiene que ir contigo para asegurarse de que tus historias sean veraces y para sacarte de apuros —replicó el hombre alto y rubio, antes de agacharse para entrar en la tienda. En el interior había altura suficiente para estar cómodamente sentado o arrodillado, pero no de pie, y la anchura bastaba para extender los sacos de dormir y la impedimenta de ambos. La tienda estaba sostenida por tres postes en hilera partiendo del centro, y junto al más alto, el de en medio, había un orificio en el cuero con una solapa que se podía cerrar para que no entrara la lluvia, o abrir para dejar salir el humo si se encendía fuego dentro. Jondalar arrancó los tres postes y salió gateando con ellos por la abertura de la tienda.

—¡Para sacarme de apuros! —exclamó Thonolan—. ¡Si tendré que ponerme ojos en la nuca para cuidar tu retaguardia! ¡Espera a que Marona se entere de que no estás con Dalanar y los Lanzadonii, cuando lleguen a la Reunión! Podría decidir convertirse en donii y venir volando por encima de ese glaciar que acabamos de cruzar, sólo por alcanzarte, Jondalar —juntos, se pusieron a doblar la tienda—. Ésa te tiene echado el ojo desde hace tiempo y, justo cuando creía tenerte cogido, decides que ha llegado el momento de emprender un Viaje. Me parece que lo que no quieres es meter la mano en esa cuerda y dejar que Zelandoni apriete el nudo. Creo que mi hermano mayor le tiene miedo al casorio —colocaron la tienda junto a las armaduras posteriores—. La mayoría de los hombres de tu edad tienen ya un pequeño o dos junto a su fuego —agregó Thonolan, esquivando un amago de puñetazo en broma de su hermano mayor; ahora la risa bailaba en sus ojos grises.

—¡La mayoría de los hombres de mi edad! ¡Si sólo tengo tres años más que tú! —replicó Jondalar fingiendo enojo. Entonces soltó una carcajada sonora y sincera cuya exuberancia sin inhibiciones resultaba más sorprendente por inesperada…

Los dos hermanos eran tan distintos como el día y la noche, pero el más bajo, el moreno, era quien tenía el corazón más ligero. La naturaleza amigable de Thonolan, su sonrisa contagiosa y su risa fácil hacían que fuera bienvenido dondequiera que fuese. Jondalar era más serio, a menudo arrugaba el entrecejo al concentrarse o sentir inquietud, y aunque sonreía fácilmente, sobre todo a su hermano, pocas veces reía fuerte. Cuando lo hacía, el abandono mismo de su carcajada resultaba una sorpresa.

—¿Y cómo sabes que Marona no tendrá ya un pequeño que acercar a mi fuego para cuando estemos de vuelta? —dijo Jondalar mientras se ponían a enrollar el cuero del suelo, que podía utilizarse también como un pequeño refugio con un solo poste.

—¿Y cómo sabes tú que no llegará a pensar que mi huidizo hermano no es el único hombre merecedor de sus conocidos encantos? Marona sabe realmente cómo agradar a un hombre… cuando quiere. Pero ese genio suyo… Eres el único hombre capaz de manejarla, Jondalar, aunque Doni sabe que son muchos los que la tomarían, con su genio y todo —estaban el uno frente al otro con el cuero entre ambos—. ¿Por qué no la has tomado por mujer? Todo el mundo lo ha estado esperando durante años.

La pregunta de Thonolan era en serio. Los vivos ojos azules de Jondalar revelaron turbación y el entrecejo se le arrugó.

—Tal vez sea precisamente porque todo el mundo lo espera —contestó—. Sinceramente no lo sé, Thonolan; también yo espero tomarla por compañera. ¿A quién, si no?

—¿Que a quién? Oh, simplemente a la que se te antoje, Jondalar. No hay en todas las cavernas una mujer soltera, y alguna que no lo es, que no se precipitaría a aprovechar la ocasión de atar el nudo con Jondalar de los Zelandonii, hermano de Joharran, el líder de la Novena Caverna, por no mencionar que también es hermano de Thonolan, elegante y valeroso aventurero.

—Y hay algo que se te olvida: hijo de Marthona, exjefa de la Novena Caverna de los Zelandonii, hermano de Folara, bella hija de Marthona, o que al menos lo será cuando crezca —agregó Jondalar, sonriendo—. Si vas a citar mis parentescos, no olvides a las que gozan de la bendición de Doni.

—¿Quién podría olvidarlas? —preguntó Thonolan, enrollando los sacos de dormir, hecho cada uno de ellos con dos pieles cortadas de manera que se ajustaran al cuerpo de cada hombre y enjaretadas a los lados y los pies con un cordel alrededor de la abertura—. ¿De qué estábamos hablando? Yo diría que incluso Joplaya se uniría a ti, Jondalar.

Ambos se pusieron a recoger las rígidas armaduras en forma de caja que se abrían hacia fuera en la parte superior. Estaban hechas de cuero rígido ligado a tablillas de madera sujetas con tiras de cuero para colocarlas a la espalda y que podían ajustarse por medio de una fila de botones de marfil. Los botones estaban fijos por una correa que pasaba por un único orificio central y se anudaba por delante a una segunda correa que pasaba por detrás por el mismo orificio y, de ahí, al siguiente.

—Sabes que no podemos vivir juntos. Joplaya es mi prima. Y no deberías tomarla en serio; es una bromista increíble. Nos hicimos buenos amigos cuando fui a vivir con Dalanar para aprender mi oficio. Nos enseñó a ambos a la vez. Ella es uno de los mejores talladores de pedernal que conozco. Pero no vayas a decirle que yo te lo conté. Sólo me faltaba eso. Siempre andábamos discutiendo sobre quién era el mejor.

Jondalar alzó una pesada bolsa que contenía los utensilios para la confección de herramientas y unos cuantos trozos de pedernal, en tanto recordaba a Dalanar y la Caverna que éste había fundado. Los Lanzadonii estaban multiplicándose. Desde que él se fue se habían unido a ellos más personas y las familias aumentaban. «Pronto habrá una Segunda Caverna de los Lanzadonii», pensó. Metió la bolsa en su saco, y a continuación los utensilios para cocinar, así como alimentos y demás equipo. Su saco de dormir y la tienda iban encima de todo, y dos de los postes, en un soporte al lado izquierdo del saco. Thonolan cargaba el cuero del piso y el tercer poste. En un soporte especial, a la derecha de sus sacos, ambos transportaban varias lanzas.

Thonolan empezó a llenar de nieve una bolsa de agua, hecha con el estómago de algún animal y forrada de pieles. Cuando hacía mucho frío, como en las tierras altas del glaciar del altiplano que acababan de cruzar, llevaban las bolsas de agua dentro de su parka, de manera que el calor del cuerpo pudiera derretir la nieve. En un glaciar no había combustible para encender fuego. Ya lo habían pasado, pero no se encontraban todavía en una cota suficientemente baja para hallar agua corriente.

—Te diré una cosa, Jondalar —dijo Thonolan, alzando la vista—, me alegro de que Joplaya no sea prima mía. Creo que renunciaría a mi Viaje para aparearme con esa mujer. No me habías dicho que fuera tan bella. No conozco a nadie igual, no hay hombre que le pueda quitar los ojos de encima. Agradezco haber nacido de Marthona después de que se apareara con Willomar y no cuando era aún la compañera de Dalanar. Por lo menos, así me queda una oportunidad.

—¡Ya lo creo que es bella! Hacía tres años que no la veía y pensaba que a estas alturas ya estaría casada. Me alegro de que Dalanar haya decidido llevar a los Lanzadonii a la Reunión de los Zelandonii este verano. Con una sola Caverna, no hay mucho donde escoger. Eso dará ocasión a Joplaya de conocer algunos hombres más.

—Sí, y de hacer algo de competencia a Marona. Casi lamento no poder presenciar el encuentro entre esas dos. Marona está acostumbrada a ser la belleza del grupo; va a odiar a Joplaya. Y con eso de que tú no vas a aparecer por ninguna parte, me da la impresión de que Marona no disfrutará mucho este año de la Reunión de Verano.

—Tienes razón, Thonolan. Se sentirá herida y furiosa, y no se lo puedo reprochar. Tiene genio, pero es una buena mujer. Lo único que necesita es un hombre que sea lo suficientemente bueno para ella. Y sabe cómo complacer a un hombre. Cuando estoy junto a ella me dan ganas de atar el nudo, pero cuando no está cerca…, yo no sé, Thonolan —y Jondalar frunció el ceño mientras se ajustaba el cinturón de su parka después de haber guardado dentro la bolsa del agua.

—Dime una cosa —preguntó Thonolan, de nuevo en serio—. ¿Cómo te sentirías si decidiera casarse con otro durante tu ausencia? Es probable que lo haga, ¿sabes?

Jondalar terminó de atarse el cinturón con aire de reflexionar.

—Lo sentiría, mejor dicho: mi orgullo lo sentiría…, no lo sé exactamente. Pero no se lo reprocharía. Creo que se merece alguien mejor que yo, alguien que no la deje para echar a correr a última hora y emprender un Viaje. Y si ella es feliz, me sentiré feliz por ella.

—Eso era lo que yo pensaba —comentó el hermano menor. Y luego, con sonrisa pícara, dijo—: Bueno, hermano mayor, si vamos a llevarle la delantera a esa donii que viene tras de ti, será mejor que nos pongamos en marcha.

Thonolan terminó de llenar su mochila, después levantó su parka de pieles y sacó un brazo para colgarse del hombro la bolsa llena de nieve.

Las parkas estaban cortadas según un patrón muy sencillo. La delantera y la espalda eran piezas más o menos rectangulares unidas por una jareta a los lados y en los hombros, con dos rectángulos más pequeños doblados y cosidos formando tubos y unidos para hacer las mangas. Las capuchas, cosidas también, tenían una orla de piel de lobo alrededor del rostro, para que el hielo que se formaba con la humedad del aliento no se quedara pegado. Las parkas estaban suntuosamente decoradas con cuentas de hueso, marfil, dientes de animales, además de con las puntas negras de colas de armiño. Se pasaban por la cabeza y colgaban, flojas como túnicas, más o menos hasta medio muslo, y se ceñían alrededor del talle con un cinturón.

Debajo de las parkas, los jóvenes vestían camisas de suave piel de ante, confeccionadas según un patrón similar, y calzones de piel, con una aletilla por delante y sujetos por una jareta alrededor de la cintura. Los mitones enteramente forrados de piel, iban atados a un largo cordón que pasaba por una presilla en la espalda de la parka, de manera que pudieran retirarse rápidamente sin caerse ni perderse. Sus abarcas tenían suelas gruesas que, como mocasines, rodeaban el pie y estaban unidas a un cuero más suave que se ajustaba al contorno de la pierna y se replegaba y ataba con correas. En el interior el forro era de fieltro suelto, hecho con lana de muflones, que se humedecía y machacaba hasta quedar aglomerada. Cuando el tiempo era demasiado lluvioso, se ponían encima de la abarca intestinos de animales, impermeables, preparados para que quedaran bien ajustados, pero como eran delgados, se desgastaban muy pronto, así que sólo se utilizaban cuando era necesario.

—Thonolan, ¿hasta dónde tienes pensado llegar realmente? No intentarás, como dijiste, llegar hasta el final del Río de la Gran Madre, ¿verdad? —preguntó Jondalar, cogiendo un hacha de pedernal sujeta a un mango corto y robusto, bien moldeado, y metiéndola por un anillo de su cinturón junto al cuchillo de pedernal con mango de hueso.

Thonolan, interrumpido en el momento de ajustarse una raqueta al pie, se enderezó.

—Jondalar, lo dije en serio —afirmó, esta vez sin el menor asomo de broma.

—Entonces, quizá ni siquiera podremos regresar para la Reunión de Verano del año próximo.

—¿Acaso ya te lo estás pensando mejor? Hermano, no tienes que venir conmigo. Lo digo de verdad. No me enojaré si te vuelves…, de todos modos, fue una decisión que tomaste a última hora. Sabes tan bien como yo que tal vez no regresemos nunca al hogar. Pero si quieres marcharte, será mejor que lo hagas ahora, pues, de lo contrario, te sería imposible cruzar de nuevo este glaciar antes del próximo invierno.

—No, no fue decisión de última hora, Thonolan. Hacía mucho tiempo que pensaba en hacer un Viaje. Y ahora es la mejor oportunidad para realizarlo —dijo Jondalar en tono tajante y, pensó Thonolan, con un dejo de amargura inexplicable en la voz. Luego, como si estuviera tratando de sacudirse todo aquello, Jondalar adoptó un tono más ligero—. Nunca he hecho un Viaje largo, y si no lo hago ahora, no lo haré nunca. He tomado mi decisión, hermano pequeño, tendrás que aguantarme.

El cielo estaba claro y el sol, que se reflejaba en la nieve impoluta que se extendía ante ellos, cegaba. Aun cuando era ya primavera, a aquella altitud el paisaje no ofrecía las características propias de tal estación. Jondalar metió la mano en una bolsa que le colgaba del cinturón y sacó un par de gafas para la nieve: estaban hechas de madera; su forma permitía que cubrieran por completo los ojos excepto una estrecha hendidura horizontal, y se ataban detrás de la cabeza. Entonces, con un movimiento ágil para encajar el bucle de la correa en un saliente de la raqueta, entre el tobillo y los dedos del pie, se calzó sus raquetas y cogió su mochila.

Thonolan había hecho las raquetas. Su oficio era hacer lanzas, y llevaba consigo su enderezador de varas predilecto, instrumento hecho con una cuerna de venado desprovista de sus ramas secundarias y con un orificio en un extremo. Estaba minuciosamente labrado con animales y plantas primaverales, en parte para honrar a la Gran Madre Tierra y persuadirla de que permitiera que los espíritus de los animales fueran atraídos por las lanzas hechas con la herramienta, pero también porque a Thonolan le encantaba tallar. Era inevitable que perdieran lanzas mientras cazaban y habría que hacer otras nuevas por el camino. El enderezador se utilizaba particularmente en el extremo de la vara, donde no era posible cogerla con la mano, de manera que, al insertarla en el orificio, se obtenía un apalancamiento adicional. Thonolan sabía cómo aplicar presión a la madera, calentada con vapor o piedras calientes, para enderezar una vara o para doblarla en redondo y hacer una raqueta para la nieve. Eran aspectos distintos de una misma habilidad.

Jondalar se volvió para comprobar si su hermano estaba listo. Asintiendo con la cabeza, ambos echaron a andar y recorrieron pesadamente la cuesta en dirección a la línea boscosa que se extendía más abajo. A su derecha, a través de tierras bajas donde proliferaban los bosques, vieron los contrafuertes alpinos cubiertos de nieve y, a lo lejos, los helados picos de las sierras más septentrionales de la maciza cordillera. Hacia el sudeste, un altísimo pico brillaba por encima de sus compañeros.

En comparación, las montañas que habían atravesado eran poco más que colinas: un macizo de montes erosionados, mucho más antiguos que los picos que se alzaban al sur, lo suficientemente altos y lo bastante próximos a la áspera cordillera con sus glaciares macizos —que no sólo coronaban, sino que cubrían con su manto las montañas hasta altitudes moderadas— para mantener durante todo el año una capa de nieve sobre su cima relativamente achatada. Algún día, cuando el glaciar continental retrocediera hacia su hogar en el polo, esas tierras altas se cubrirían de bosques. Ahora eran una meseta cubierta por un glaciar, una versión reducida de las inmensas capas de hielo que cubrían el globo por el norte.

Cuando los dos hermanos llegaron a la línea arbolada, se quitaron las gafas que, si bien les protegían la vista, también les quitaban visibilidad. Un poco más cuesta abajo encontraron una pequeña corriente de agua que había comenzado como fusión helada que se filtraba por las grietas de la roca, había discurrido bajo el suelo y surgía finalmente filtrada y libre de limo en un manantial resplandeciente; sus hilillos corrían entre orillas cubiertas de nieve como otros tantos desagües gélidos más.

—¿Qué te parece? —preguntó Thonolan, señalando con un ademán el riachuelo—. Está más o menos donde dijo Dalanar que lo encontraríamos.

—Si es el Donau, muy pronto lo sabremos. Tendremos la seguridad de estar siguiendo el curso del Río de la Gran Madre en cuanto lleguemos a tres ríos pequeños que se unen y fluyen hacia el este: eso fue lo que dijo. Yo creo que cualquiera de estas corrientes acabará por llevarnos finalmente a él.

—Bien, de momento sigamos por la izquierda. No será tan fácil cruzarlo después.

—Es cierto, pero los Losadunai viven en el margen derecho, y podríamos detenernos en una de sus Cavernas. Se considera que la ribera izquierda es la región de los cabezas chatas.

—Jondalar, no nos detengamos con los Losadunai —dijo Thonolan con sonrisa contenida—. Sabes que tratarán de que nos quedemos con ellos, y ya hemos permanecido demasiado tiempo con los Lanzadonii. De haber esperado un poco, no habríamos podido cruzar el glaciar; tendríamos que haberlo rodeado, y el norte es realmente territorio de los cabezas chatas. Quiero que avancemos, y no creo que haya muchos cabezas chatas tan al sur. Bueno, ¿y si los hubiera, qué? No tendrás miedo a unos cuantos cabezas chatas, ¿verdad? Ya sabes lo que dicen, que matar a un cabeza chata es igual que matar a un oso.

—No sé —dijo el hombre alto, arrugando el rostro con preocupación—. No estoy muy seguro de que me gustara vérmelas con un oso. He oído decir que los cabezas chatas son listos. Hay quienes dicen que son casi humanos.

—Listos, tal vez, pero no saben hablar. Sólo son animales.

—No son los cabezas chatas los que me preocupan, Thonolan. Los Losadunai conocen esta región. Pueden ponernos en el buen camino. No tendremos que permanecer mucho tiempo, sólo lo necesario para saber dónde nos encontramos. Nos pueden dar alguna orientación, alguna idea de lo que nos espera. Y podemos hablarles. Dalanar dijo que hay algunos que hablan zelandonii. Te diré una cosa: si estás de acuerdo en que nos detengamos ahora, aceptaré no visitar las siguientes Cavernas hasta el viaje de regreso.

—Está bien. Si es realmente lo que quieres.

Los dos hombres buscaron un punto donde cruzar el río cuyas riberas estaban todavía cubiertas de nieve y que era demasiado ancho para poder cruzarlo de un salto. Vieron un árbol que había caído atravesado, formando un puente natural, y hacia allí se dirigieron. Jondalar iba delante y, tratando de agarrarse con la mano, puso el pie en una de las raíces al descubierto. Thonolan echó una mirada en derredor, esperando su turno.

—¡Jondalar! ¡Cuidado! —gritó de repente.

Una piedra silbó junto a la cabeza del hombre alto. Mientras se tiraba al suelo al oír el aviso, tendió la mano para sacar una lanza. Thonolan ya tenía una en la mano y se agazapaba, mirando hacia el lugar de donde procedía la piedra. Notó movimiento detrás de las ramas enmarañadas de un arbusto sin hojas y arrojó el arma. Iba a coger otra lanza cuando seis personajes salieron de entre la maleza próxima. Estaban rodeados.

—¡Cabezas chatas! —gritó Thonolan, echándose hacia atrás, lanza en ristre.

—Espera, Thonolan —le gritó Jondalar—. Son más que nosotros.

—El grandote parece el jefe de la manada. Si le atino, quizá los demás echen a correr —y volvió a prepararse para lanzar.

—¡No! Pueden atacarnos antes de que tengamos tiempo de coger otra lanza. Por el momento creo que los estamos dominando…, no se mueven —Jondalar se puso de pie despacio, con el arma preparada—. No te muevas, Thonolan. Deja que hagan el próximo movimiento. Pero no pierdas de vista al grandote. Se da cuenta de que le estás apuntando con tu lanza.

Jondalar estudió al cabeza chata más alto y experimentó una sensación desconcertante: los grandes ojos oscuros que le miraban le estaban estudiando a él. Nunca había estado tan cerca de uno de ellos, y se sorprendió. Aquellos cabezas chatas no se ajustaban a las ideas preconcebidas que tenía. Los ojos del grandote estaban dominados por unos arcos ciliares sobresalientes acentuados por unas cejas hirsutas. Tenía la nariz grande, estrecha, más bien parecida a un pico, lo cual contribuía a que los ojos parecieran más hundidos aún. La barba, espesa y algo rizada, le ocultaba la cara. Al mirar a un joven que no tenía barba, pudo percatarse de que carecían de barbilla: sólo sobresalía su quijada. El cabello era moreno y revuelto, como la barba, y en todos se advertía una tendencia a tener el cuerpo muy cubierto de vello, sobre todo en la parte superior de la espalda.

Podía darse cuenta de que eran extraordinariamente velludos, pues sus mantos de pieles les cubrían en especial el torso, dejando brazos y hombros desnudos a pesar de la gélida temperatura. Pero sus vestiduras no le sorprendieron tanto como el hecho de que llevaran ropa. Nunca había visto un animal cubierto de ropa y ninguno llevaba armas. Sin embargo, cada uno de aquellos seres llevaba una larga lanza de madera —evidentemente para hundirla de golpe, no para lanzarla, aunque las puntas tenían un aspecto suficientemente ofensivo— y algunos sujetaban pesados garrotes de hueso, que en realidad eran patas delanteras de grandes rumiantes.

«La verdad es que sus quijadas no son exactamente de animal», pensó Jondalar. «Sólo que sobresalen más, y sus narices son tan sólo unas narices grandes. Es en su cabeza donde está la verdadera diferencia».

En vez de frentes altas, como la de Thonolan y la suya, tenían la frente baja e inclinada hacia atrás a partir de sus pesados arcos ciliares, adquiriendo su pleno desarrollo en la parte posterior. Parecía como si la parte superior, que se veía fácilmente, hubiera sido aplastada y empujada hacia atrás. Cuando Jondalar se irguió con sus más de ciento noventa centímetros de estatura, dominó al más alto de ellos desde más de treinta centímetros. Incluso el metro ochenta de Thonolan le hacía parecer gigantesco al lado del que, por lo visto, era el jefe, aunque no fuera más que por la estatura.

Tanto Jondalar como su hermano eran hombres bien constituidos, pero parecían flacos al lado de los fornidos cabezas chatas. Éstos tenían el torso potente, con brazos y piernas gruesos, musculosos, y aunque sus miembros pareciesen algo curvados hacia fuera, caminaban tan erectos como cualquier hombre. Cuanto más los miraba, más humanos le parecían, aunque distintos de los demás hombres que hasta entonces había conocido.

Durante un buen rato nadie hizo el menor movimiento. Thonolan permanecía agazapado con la lanza lista para arrojarla; Jondalar estaba de pie, pero con la lanza firmemente cogida, de modo que podría secundar a su hermano en una fracción de segundo. Los seis cabezas chatas que les rodeaban estaban tan inmóviles como piedras, pero Jondalar no abrigaba la menor duda respecto a la rapidez con que podrían entrar en acción. Era un callejón sin salida, un empate, y el cerebro de Jondalar bullía mientras buscaba una manera de salir del paso.

De repente, el cabeza chata más alto emitió una especie de gruñido y movió el brazo. Thonolan estuvo a punto de lanzar su arma, pero captó justo a tiempo el ademán de Jondalar para que se contuviera. Sólo el cabeza chata más joven se había movido: regresó corriendo hacia la maleza de la que había salido; volvió al instante, con la lanza que había arrojado Thonolan, y con gran asombro de éste, se la entregó. Acto seguido, el joven fue hacia el río junto al puente que formaba el árbol y se agachó para sacar una piedra del agua. Luego se dirigió hacia el grandote con la piedra en la mano y pareció inclinarse ante él con expresión contrita. Un momento después los seis se habían desvanecido en el mismo matorral de donde habían surgido.

Thonolan dejó escapar un suspiro de alivio cuando se dio cuenta de que ya no estaban allí.

—¡No pensé que íbamos a salir bien de ésta! Pero desde luego estaba decidido a llevarme a uno por delante. ¿Qué es lo que habría pasado?

—No estoy seguro —respondió Jondalar—, pero es posible que el joven iniciara algo que el grandote no deseaba llevar adelante, y no creo que se deba a que tuviera miedo. Había que tener valor para enfrentarse a tu lanza y hacer el movimiento que hizo.

—Quizá no se le ocurrió otra cosa mejor.

—Creo que sí. Te vio lanzar la primera vez. De lo contrario, ¿por qué habría dicho al joven que fuera a buscarla y te la devolviese?

—¿Crees de veras que se lo dijo? ¿Cómo? Si no saben hablar.

—No lo sé, pero de alguna forma el grandote ordenó al joven que te devolviera tu lanza y recogiera su piedra. Era una forma de que las cosas se quedaran así, sobre todo porque nadie había sido herido. Verás, no estoy tan seguro de que los cabezas chatas sean simples animales. Lo que hicieron fue muy inteligente. Y yo no sabía que vistieran pieles y llevaran armas, ni que caminaran como nosotros.

—Bueno, yo ahora sí sé por qué los llaman cabezas chatas. Y eran una pandilla de muy mala catadura. No quisiera vérmelas con alguno de ellos mano a mano.

—Ya sé…, da la impresión de que podrían quebrarte un brazo como si fuese una rama seca. Siempre había imaginado que eran pequeños.

—Bajos tal vez, pero pequeños no. Pequeños no, en absoluto. Hermano mayor, tengo que admitirlo, tenías razón. Vamos a visitar a los Losadunai. Viven tan cerca que deben de saber algo más de los cabezas chatas. Además, el Río de la Gran Madre parece constituir una frontera, y diríase que los cabezas chatas no quieren que penetremos en su territorio.

Los dos hombres anduvieron varios días sin dejar de buscar los hitos que Dalanar les había señalado, siguiendo el río que en aquella parte no era muy diferente de los demás ríos, arroyos y riachuelos que fluían cuesta abajo. El que se considerara a éste precisamente como la fuente del Río de la Gran Madre era algo puramente convencional. Casi todos se unían para formar el comienzo del gran río que habría de correr colinas abajo y serpentear por las planicies a lo largo de unos 1800 kilómetros, antes de verter su caudal en el mar interior, al sudeste.

Las rocas cristalinas del macizo donde nacía el poderoso río eran de las más antiguas de la Tierra, y su amplia depresión estaba formada por caprichosas presiones que habían alzado y plegado las ásperas montañas que brillaban en su pródigo esplendor. Más de trescientos afluentes, muchos de ellos anchos ríos que arrastraban el agua de las sierras a lo largo de su curso, habrían de unirse a sus voluminosas oleadas. Y algún día su fama alcanzaría los confines del globo, y sus aguas lodosas y cargadas de sedimentos serían calificadas de azules.

Modificada por montañas y macizos, se apreciaba la influencia tanto del occidente oceánico como del oriente continental. La vida vegetal y la vida animal constituían una mezcla de las estepas del este y de la tundra-taiga occidental. En las altas pendientes había íbices, gamuzas y muflones; en las tierras boscosas era más común el venado. El tarpán, un caballo salvaje que llegaría a ser domesticado algún día, pastaba en las tierras bajas bien abrigadas y en las terrazas del río. Lobos, linces y leopardos de las nieves se deslizaban silenciosamente entre las sombras. Saliendo de su período de hibernación y algo adormilados, había osos pardos omnívoros; los enormes osos cavernarios vegetarianos llegarían más tarde. Y muchos mamíferos pequeños empezaban a sacar el hocico de refugios invernales.

Las pendientes estaban cubiertas sobre todo de pinos, aunque también se veían abetos rojos, abetos blancos y alerces. Los alisos predominaban más cerca del río, a menudo mezclados con sauces y álamos, y raras veces con robles y hayas jóvenes que apenas pasaban de ser algo más que arbustos.

La ribera izquierda subía progresivamente desde el río. Jondalar y Thonolan treparon por la cuesta hasta llegar a la cima de una alta colina. Al contemplar el paisaje desde allí arriba, los dos hombres divisaron una región salvaje, áspera y bella, suavizada por la capa blanca que llenaba las hondonadas y redondeaba los salientes. Pero la desilusión hacía que el camino se les antojara difícil.

No habían encontrado ninguno de los varios grupos de personas —se designaba a tales grupos como Cavernas, vivieran o no en una de ellas—, que se consideraban Losadunai. Jondalar comenzaba a creer que habían pasado sin verlos.

—¡Mira! —gritó Thonolan señalando con la mano. Siguiendo la dirección del brazo tendido de su hermano, Jondolar vio que un jirón de humo salía de un bosquecillo. Apretaron el paso en esa dirección y no tardaron en llegar junto a un grupo de personas que se apiñaban alrededor de una hoguera. Los hermanos se aproximaron con las manos en alto, mostrando las palmas: un saludo tácito de sinceridad y amistad.

—Soy Thonolan de los Zelandonii. Éste es mi hermano Jondalar. Estamos realizando nuestro Viaje. ¿Hay aquí alguien que hable nuestro idioma?

Un hombre de edad madura dio un paso al frente y levantó las manos del mismo modo.

—Yo soy Laduni de los Losadunai. En el nombre de Duna, la Gran Madre Tierra, sed bienvenidos —cogió las dos manos de Thonolan entre las suyas y después saludó de igual modo a Jondalar—. Venid y sentaos junto al fuego. No tardaremos en comer. ¿Os uniréis a nosotros?

—Eres muy generoso —respondió ceremoniosamente Jondalar.

—Caminé hacia el oeste en mi Viaje, permanecí con una Caverna de Zelandonii. Hace bastantes años ya, pero los Zelandonii siempre son bienvenidos —les llevó hacia un tronco grande al lado de la hoguera, protegida del viento y el mal tiempo por un cobertizo—. Descansad aquí; dejad vuestra carga. Sin duda acabáis de llegar del glaciar.

—Hace pocos días —confesó Thonolan quitándose la parka.

—Es tarde ya para cruzar. Ahora el foehn llegará en cualquier momento.

—¿El foehn? —preguntó Thonolan.

—El viento de primavera. Cálido y seco, viene del sudoeste. Sopla con tanta fuerza que arranca árboles, rompe ramas. Pero derrite muy rápidamente la nieve. En unos cuantos días todo esto puede haber desaparecido y empezarán a salir los brotes —explicó Laduni, trazando un gran arco con el brazo para indicar la nieve—. Si le coge a uno en el glaciar, puede resultar mortal. El hielo se derrite tan deprisa que se abren grietas. Los puentes y las cornisas de nieve ceden bajo los pies. Las corrientes, incluso los ríos, empiezan a fluir entre el hielo.

—Y siempre trae consigo la Desazón —agregó una joven, tomando el hilo de lo que contaba Laduni.

—¿Desazón? —se sorprendió Thonolan.

—Malos espíritus que vuelan con el viento. Vuelven irritables a todos. Personas que nunca pelean empiezan de repente a discutir. La gente feliz llora sin cesar. Los espíritus pueden provocar enfermedades, y si uno ya está enfermo, hacer que desee estar muerto. Ayuda algo saber lo que se avecina, pero, aun así, todo el mundo está de mal humor.

—¿Dónde aprendiste a hablar tan bien el zelandonii? —preguntó Thonolan, sonriendo con admiración a la atrayente joven.

Ella devolvió la mirada de Thonolan con la misma sinceridad, pero, en vez de responder, se volvió hacia Laduni.

—Thonolan de los Zelandonii, ella es Filonia de los Losadunai, hija de mi hogar —dijo Laduni, pues comprendió enseguida su muda solicitud de una presentación formal. Eso permitió que Thonolan se diera cuenta de que tenía buena opinión de sí misma y no conversaba con extraños antes de haber sido presentada, ni siquiera tratándose de guapos e interesantes extraños que iban de Viaje.

Thonolan tendió las manos en el gesto formal de saludo; su mirada apreciativa revelaba sus sentimientos. Ella vaciló un instante, como si lo pensara, pero después puso sus manos sobre las de él, y éste la atrajo más hacia sí.

—Filonia de los Losadunai, Thonolan de los Zelandonii se siente honrado de que la Gran Madre Tierra le haya favorecido con el don de tu presencia —dijo con una sonrisa insinuante.

Filonia se ruborizó ligeramente ante la osada insinuación que él había hecho con su referencia al Don de la Madre, aun cuando las palabras hubieran sido tan formales como parecía serlo su gesto. La joven sintió cierta excitación al contacto con él y en sus ojos se traslucía una chispa de invitación.

—Ahora, dime —prosiguió Thonolan—: ¿dónde aprendiste zelandonii?

—Mi primo y yo cruzamos el glaciar en nuestro Viaje y vivimos una temporada con una Caverna zelandonii. Ya nos había enseñado Laduni un poco… Habla frecuentemente con nosotros en vuestro idioma, para no olvidarlo. Cada tantos años hace la travesía para comerciar. Él quería que yo aprendiera más.

Thonolan seguía sujetándole las manos y sonriéndole.

—Las mujeres no suelen hacer Viajes prolongados y peligrosos. ¿Qué habría pasado si Doni te hubiera bendecido?

—La verdad es que no fue tan prolongado —contestó ella, complacida por la admiración evidente que había despertado en él—. Lo habría sabido a tiempo para regresar.

—Fue un Viaje tan largo como el que hacen muchos hombres —insistió Thonolan.

Jondalar, que observaba atento a los dos jóvenes, se volvió hacia Laduni.

—Ya está haciéndolo una vez más —dijo, sonriendo con picardía—. Mi hermano nunca deja de escoger a la mujer más atractiva que hay en los alrededores y consigue ganársela en un abrir y cerrar de ojos.

Laduni ahogó una risita.

—Filonia es casi una niña. Apenas si conoció sus Ritos de los Primeros Placeres el verano pasado, pero desde entonces ha tenido suficientes admiradores como para que su éxito se le haya subido a la cabeza. ¡Ah, ser joven otra vez e iniciarse de nuevo en el Don del Placer de la Gran Madre Tierra! No es que no siga disfrutándolo, pero estoy a gusto con mi compañera y no siento con frecuencia el ansia de buscar nuevas excitaciones —se volvió hacia el joven alto y rubio—. Sólo somos una partida de caza y no tenemos muchas mujeres que nos acompañen, pero no creo que tengas dificultad en encontrar alguna de nuestras bendecidas por Duna que esté dispuesta a compartir el Don. Si ninguna te conviene, tenemos una gran Caverna, y los visitantes siempre constituyen una oportunidad para realizar un festival en honor de la Madre.

—Mucho me temo que no os acompañemos hasta la Caverna. Acabamos de ponernos en marcha. Thonolan desea realizar un gran Viaje y está ansioso por seguir adelante. Quizá cuando regresemos, si nos das indicaciones para poder encontraros.

—Lamento que no vengáis a visitarnos…, no hemos tenido muchos visitantes últimamente. ¿Hasta dónde pensáis llegar en este Viaje?

—Thonolan habla de seguir el Donau hasta el final. Pero todo el mundo habla de un largo Viaje cuando lo empieza. ¿Quién sabe?

—Pensé que los Zelandonii vivían cerca del Agua Grande; al menos así era cuando efectué mi Viaje. Llegué muy al oeste y después al sur. ¿Dices que es sólo el comienzo?

—Me explicaré mejor. Tienes razón, el Agua Grande está sólo a pocos días de nuestra Caverna, pero Dalanar de los Lanzadonii era compañero de mi madre cuando yo nací y también su Caverna es como mi hogar. Pasé tres años allí mientras él me enseñaba el oficio. Mi hermano y yo permanecimos con él. La única distancia que hemos recorrido desde el principio ha sido a través del glaciar y un par de días más hasta llegar aquí.

—¡Dalanar! ¡Por supuesto! Me parecías familiar. Debes de ser un hijo de su espíritu; te pareces muchísimo a él. Y también tallador de pedernal. Si eres tan parecido a él en el oficio como en el aspecto, tienes que ser muy bueno. Es el mejor que conozco. Iba a visitarle el año que viene para conseguir material de la mina de pedernal de los Lanzadonii; no hay piedra mejor.

La gente empezaba a acercarse al fuego con tazones de madera, y los deliciosos aromas que venían de aquella dirección hicieron a Jondalar tomar conciencia del hambre que tenía. Recogió su mochila para quitarla del camino y, de repente, se le ocurrió una idea.

—Laduni, traigo aquí un poco de pedernal lanzadonii. Iba a utilizarlo para reparar alguna herramienta rota durante el viaje, pero pesa mucho y no me vendría mal deshacerme de una o dos piedras. Me gustaría regalártelas si te gustan.

La mirada de Laduni se iluminó.

—Me alegraría aceptarlas pero querría darte algo a cambio. No tengo nada en contra de hacer un buen negocio, pero no me gustaría aprovecharme del hijo del hogar de Dalanar.

—Pero si ya te brindas a aliviar mi carga y me invitas a una comida caliente.

—Eso no basta para agradecer la buena piedra de los Lanzadonii. Me lo facilitas demasiado, Jondalar. Lastimas mi orgullo.

Una muchedumbre animada les rodeaba en aquellos momentos, y cuando Jondalar soltó la carcajada, le hicieron coro.

—Está bien, Laduni. No te lo voy a facilitar. Ahora mismo no me hace falta nada…, estoy tratando de aligerar mi carga. Sólo te pido que me hagas algún favor más adelante. ¿De acuerdo?

—Ahora es él quien quiere aprovecharse de mí —dijo el hombre a los espectadores—. Por lo menos, di lo que es.

—¿Cómo podría decirlo? Pero conste que pienso cobrarme cuando regrese. ¿Entendido?

—¿Y cómo sabré si te lo puedo dar?

—No pediría nada que no pudieras darme.

—Tus condiciones son duras, Jondalar, pero si puedo, te daré lo que me pidas. Quedamos en eso.

Jondalar abrió su mochila, sacó lo que había encima de todo y luego cogió la bolsa de herramientas y le dio a Laduni dos nódulos de pedernal que ya estaban preparados.

—Dalanar los escogió y realizó el trabajo preliminar —explicó.

La expresión de Laduni daba a entender bien a las claras que no le parecía mal recibir dos trozos de pedernal seleccionados y preparados por Dalanar para el hijo de su hogar, pero rezongó en voz lo suficientemente alta como para que todos le oyeran:

—Probablemente esté dando mi vida a cambio de dos trozos de piedra.

Nadie hizo el menor comentario acerca de la probabilidad de que Jondalar regresara algún día para cobrarse.

—Jondalar, ¿te vas a quedar ahí de charla toda la vida? —dijo Thonolan—. Nos han invitado a compartir una comida y esa carne de venado huele que alimenta —sonreía ampliamente y Filonia estaba a su lado.

—Sí, ya está la comida —dijo Filonia—, y la caza ha sido tan buena que no hemos consumido mucha carne seca de la que traíamos. Ahora que has aligerado tu carga te quedará espacio para llevarte un poco, ¿no es cierto? —preguntó, mirando de soslayo a Laduni con pícara expresión.

—Será muy de agradecer. Laduni, todavía no me has presentado a la preciosa hija de tu hogar —dijo Jondalar.

—Es un día terrible cuando la hija del propio hogar socava los negocios que hace uno —murmuró el hombre, pero su sonrisa estaba llena de orgullo—. Jondalar de los Zelandonii, Filonia de los Losadunai.

Ella se volvió para mirar al hermano mayor, y de repente se encontró perdida en unos ojos abrumadoramente vivos y azules que le sonreían. Se ruborizó con una mezcla de emociones al sentirse súbitamente atraída hacia el otro hermano, y agachó la cabeza para disimular su confusión.

—¡Jondalar! No creas que no veo ese brillo de tus ojos. Recuerda que yo la vi primero —bromeó Thonolan—. Vamos, Filonia, voy a apartarte de aquí. Déjame que te prevenga: mantente lejos de este hermano mío. Créeme, bien sé yo que no querrás tener nada que ver con él —se volvió hacia Laduni y, con enojo fingido, exclamó—: ¡Siempre lo hace! Una mirada le basta. ¡Ojalá hubiera nacido yo con las prendas de mi hermano!

—Tienes más prendas de las que le hacen falta a ningún hombre, hermanito —dijo Jondalar, y soltó su alegre, cálida y vigorosa carcajada.

Filonia se volvió hacia Thonolan y pareció aliviada al comprobar que le encontraba tan atractivo como cuando le vio al principio. Él le rodeó los hombros con el brazo y la llevó hacia el lado opuesto del fuego, pero ella volvió la cabeza para mirar de nuevo al otro. Sonriendo más confiada, dijo:

—Siempre celebramos un festival en honor de Duna cuando vienen visitantes a la Caverna.

—No van a ir a la Caverna, Filonia —dijo Laduni. La joven pareció desilusionada por un instante; después se volvió hacia Thonolan y sonrió.

—¡Ah, ser de nuevo joven! —exclamó Laduni con una risa ahogada—. Pero las mujeres que más honran a Duna parecen tener más frecuentemente la bendición de los hijos. La Gran Madre Tierra sonríe a quienes aprecian sus dones.

Jondalar colocó su petate detrás del tronco y se dirigió al fuego. Un caldo de venado cocía en una olla constituida por un pellejo de cuero sostenido por un armazón de huesos atados entre sí. Colgaba directamente encima del fuego. El líquido hirviente, aunque suficientemente caliente para cocer el guisado, mantenía la temperatura de la olla al nivel necesario para que no se quemara. La temperatura de combustión del cuero era mucho más elevada que el caldo hirviendo.

Una mujer le tendió un tazón de madera lleno del sabroso caldo y se sentó junto a él sobre el tronco. Él utilizó su cuchillo de pedernal para pinchar los trozos de carne y verduras —trozos de raíces secas que habían traído consigo— y bebió el líquido del tazón. Cuando hubo terminado, la mujer le llevó una taza más pequeña llena de té de hierbas; él se lo agradeció con una sonrisa. Ella contaba unos cuantos años más que Jondalar, los suficientes para haber cambiado la gracia de la juventud por la verdadera belleza que es fruto de la madurez. Le sonrió a su vez y volvió a sentarse a su lado.

—¿Hablas zelandonii? —preguntó Jondalar.

—Hablo poco, entiendo más —fue la respuesta.

—¿Tendré que pedirle a Laduni que nos presente o puedo preguntar cuál es tu nombre?

La mujer sonrió de nuevo con ese matiz de condescendencia que caracteriza a la mujer mayor.

—Sólo las muchachas jóvenes necesitan que alguien diga nombre. Yo, Lanalia. ¿Tú, Jondalar?

—Sí —respondió el joven. Podía sentir el calor de la pierna de ella y la excitación que experimentó se reflejó en su mirada. Ella le devolvió una mirada ardiente. Él acercó su mano al muslo de ella, que se aproximó con un movimiento que le alentó y era promesa de experiencia. Asintió con la cabeza a la mirada invitadora aunque no hacía falta: los ojos de él correspondían a la invitación. Lanalia echó una mirada por encima del hombro; Jondalar siguió la dirección de aquella mirada y vio que Laduni se acercaba a ellos. La mujer se quedó tranquilamente sentada a su lado; esperarían a que fuera más tarde para cumplir la promesa.

Laduni se acercó a ellos y poco después Thonolan acudió al lado de su hermano, junto al fuego, con Filonia. Muy pronto todo el mundo estuvo apiñado alrededor de los dos visitantes. Hubo chistes y bromas, traducidos para los que no comprendían. Finalmente, Jondalar decidió abordar un tema más serio.

—Laduni, ¿conoces bien a la gente que hay río abajo?

—Solíamos recibir algún visitante eventual de los Sarmunai. Viven río abajo, en la orilla norte, pero ya hace años. Sucede en ocasiones. Los jóvenes siguen todos el mismo camino en sus Viajes. Después se convierte en algo conocido y menos excitante, de modo que toman otro rumbo. Después de aproximadamente una generación, sólo los viejos recuerdan, y se convierte en una aventura volver al primer camino. Todos los jóvenes creen que sus descubrimientos son nuevos. No importa que sus antepasados hayan hecho lo mismo.

—Es una novedad para ellos —dijo Jondalar, pero no continuó por el terreno filosófico. Quería información consistente antes que dejarse arrastrar a una discusión que podría ser agradable pero sin resultados prácticos inmediatos—. ¿Puedes decirme algo de sus costumbres? ¿Conoces algunas palabras de su lengua? ¿Saludos? ¿Qué deberemos evitar? ¿Qué podría resultar ofensivo?

—No sé mucho, y lo que sé no es reciente. Había un hombre que se fue hacia el este hace años, pero no ha regresado. Quién sabe, tal vez decidiera establecerse en otra parte —dijo Laduni—. Dicen que hacen sus donai con barro, pero sólo son habladurías. No sé por qué va nadie a querer hacer imágenes de la Madre con barro. Al secarse, se desharían.

—Quizá porque está cerca de la tierra. Hay gente que prefiere la piedra por esa razón.

Al hablar, Jondalar metió involuntariamente la mano en la bolsa que llevaba colgada del cinturón y tocó la figurilla de piedra que representaba una mujer obesa. Sintió los enormes senos, el prominente vientre y sus muslos y nalgas inmensas. Los brazos y las piernas eran insignificantes, los atributos de la Madre eran lo que importaba, y los miembros de la figurilla de piedra sólo estaban apenas esbozados. La cabeza era una bola con un esbozo de cabellos que caían sobre un rostro sin facciones.

Nadie podía mirar la espantosa cara de Doni, la Gran Madre Tierra, la Antepasada Antigua, la Primera Madre, Creadora y Sustentadora de toda vida. La que bendecía a las mujeres con Su poder de crear y traer vida al mundo. Y ninguna de las pequeñas imágenes de Ella que portaban Su Espíritu, el donii, se atrevió jamás a esbozar Su rostro. Incluso cuando se revelaba en sueños, Su rostro solía ser borroso, pero los hombres la veían frecuentemente con un cuerpo joven y núbil. Algunas mujeres afirmaban que podían tomar la forma de Su espíritu y volar como el viento para llevar la suerte o infligir venganza, y Su venganza podía ser grande.

Si Ella se sentía enojada o deshonrada, era capaz de muchos hechos temibles, el mayor de los cuales consistía en retirar Su maravilloso Don del Placer que llegaba cuando una mujer decidía abrirse a un hombre. La Gran Madre y, se decía, algunas de Las Que La Servían podían proporcionar a un hombre el poder de compartir Su Don con tantas mujeres y con toda la frecuencia que quisiera, pero también podían hacer que se secara y no le fuera posible proporcionar Placer a ninguna ni encontrarlo él.

Jondalar acarició distraídamente los enormes senos pétreos de la donii que llevaba en la bolsa, deseando tener suerte mientras pensaba en su Viaje. Era cierto que algunos nunca regresaban, pero eso formaba parte de la aventura. Entonces Thonolan hizo una pregunta a Laduni y la atención de Jondalar volvió a despertarse.

—¿Qué sabes de los cabezas chatas que hay por aquí? Tropezamos con una manada hace un par de días. Creí que nuestro Viaje había terminado. —De repente, todos se dispusieron a escuchar a Thonolan.

—¿Qué pasó? —preguntó Laduni, y había tensión en su voz. Thonolan relató el incidente con los cabezas chatas.

—¡Charoli! —exclamó Laduni, como escupiendo.

—¿Quién es Charoli? —preguntó Jondolar.

—Un joven de la Caverna Tomasi; el instigador de una pandilla de rufianes que se han empeñado en divertirse a costa de los cabezas chatas. Antes nunca habíamos tenido problemas con ellos. Ellos permanecían en su lado del río y nosotros en el nuestro. Si cruzábamos, se mantenían fuera de la vista a menos que nos quedáramos demasiado tiempo. Entonces lo único que hacían era demostrar que nos estaban observando. Con eso bastaba. Se pone uno nervioso cuando una partida de cabezas chatas se le planta delante.

—¡No cabe la menor duda! —dijo Thonolan—. Pero ¿qué quiere decir eso de «divertirse con los cabezas chatas»? A mí no se me ocurriría meterme en líos con ellos.

—Todo empezó como una broma. Charoli y sus camaradas se retaban a ver cuál de ellos se atrevía a correr y tocar a un cabeza chata. Pueden volverse bastante feroces si les fastidias. Un día los jóvenes se agruparon en torno de un cabeza chata que encontraron aislado…, hostigándole para que los persiguiera. Por lo general, cualquier hombre puede ganarles a la carrera, pero tendrá que seguir corriendo: los cabezas chatas tienen las piernas cortas pero mucho aliento. No sé exactamente cómo empezó todo, pero al cabo de poco tiempo la pandilla de Charoli se dedicaba a propinarles palizas. Sospecho que uno de esos cabezas chatas a quienes fastidiaban atrapó a alguno de los muchachos y los demás intervinieron para defender a su amigo. Sea como fuere, lo tomaron por costumbre, pero incluso siendo varios contra un solo cabeza chata, no se iban sin unas cuantas magulladuras.

—Me lo creo —dijo Thonolan.

—Pero lo que hicieron después fue peor aún —agregó Filonia.

—¡Filonia! ¡Es repugnante! No quiero que hables de eso —dijo Laduni, realmente enfadado.

—¿Qué hicieron? —preguntó Jondalar—. Si vamos a cruzar por territorio de los cabezas chatas, será mejor que lo sepamos.

—Supongo que tienes razón, Jondalar. Lo que pasa es que me desagrada hablar de ello delante de Filonia.

—Soy una mujer adulta —afirmó ella, pero su voz no sonó muy convincente.

El hombre la miró, reflexionando, después pareció tomar una decisión:

—Los machos comenzaron a salir sólo por parejas o grupos, y eso fue demasiado para la pandilla de Charoli. De manera que empezaron a tratar de fastidiar a las hembras. Pero las hembras de los cabezas chatas no pelean. No es divertido meterse con ellas, sólo se asustan y echan a correr. De modo que la pandilla decidió utilizarlas para otro tipo de juego. No sé quién se atrevería primero…, probablemente fue Charoli quien los incitó. Es la clase de cosas que es capaz de hacer.

—¿Los incitó a qué? —preguntó Jondalar.

—Empezaron a forzar a hembras de los cabezas chatas… —Laduni no pudo terminar. Se puso de pie más que iracundo. Estaba realmente rabioso—. ¡Es algo abominable! Deshonra a la Madre, abusa de Su Don. ¡Animales! ¡Pero qué animales! ¡Peor que cabezas chatas!

—¿Quieres decir que buscaban el Placer con hembras de cabezas chatas? ¿Las forzaban? ¿A las hembras de los cabezas chatas? —se asombró Thonolan.

—¡Y se jactaban de ello! —dijo Filonia—. Yo no dejaría que se me acercara un hombre que hubiera tenido Placer con una cabeza chata.

—¡Filonia! ¡No debes comentar esas cosas! No quiero que un lenguaje tan sucio y repugnante salga de tu boca —dijo Laduni. Había agotado la fase de la ira: ahora sus ojos eran duros como la piedra.

—¡Sí, Laduni! —dijo la joven, avergonzada y agachando la cabeza.

—Me gustaría saber cómo se sienten ellos —comentó Jondalar—. Tal vez por eso el joven me atacó. Creo que debían de estar furiosos. He oído decir que podían ser humanos… y si lo fueran…

—¡He oído ese tipo de cosas! —dijo Laduni, tratando de dominarse—. ¡No lo creo!

—El jefe de la manada con la que nos tropezamos era listo, y caminan sobre sus piernas igual que nosotros.

—También los osos caminan a veces sobre sus patas traseras. ¡Los cabezas chatas son animales! ¡Animales inteligentes, pero animales! —Laduni luchaba por recobrar la calma, consciente de que el grupo entero se sentía incómodo—. Por lo general son inofensivos si no se les molesta —prosiguió—. No creo que sea por las hembras…, dudo mucho que comprendan cómo deshonra eso a la Madre. Pero si les provocan y los golpean… Si a los animales se les enfurece, devuelven los golpes.

—Creo que la pandilla de Charoli nos ha causado problemas —dijo Thonolan—. Queríamos pasar al margen derecho para no tener que preocuparnos de atravesar el río cuando se convierte en el Río de la Gran Madre.

Laduni sonrió. Ahora que habían cambiado de tema, su ira se desvaneció tan súbitamente como había aparecido.

—El Río de la Gran Madre tiene afluentes que son grandes ríos, Thonolan. Si lo vas a seguir todo el camino hasta el final, tendrás que acostumbrarte a cruzar ríos. Permite que te haga una sugerencia. Sigue por esta orilla hasta el gran torbellino. Allí se separa en canales a medida que discurre sobre tierras llanas, y es más fácil cruzar brazos más pequeños que un río grande. Para entonces también hará más calor. Si deseáis visitar a los Sarmunai, tenéis que ir hacia el norte después de cruzar.

—¿A qué distancia estará ese torbellino? —preguntó Jondalar.

—Te haré un mapa —dijo Laduni, sacando su cuchillo de pedernal—. Lanalia, dame ese pedazo de corteza. Quizá alguien más agregue otros hitos más adelante. Si contamos con las travesías de los ríos y la necesidad de cazar por el camino, calculo que para el verano se podría llegar al lugar en que el río se vuelve hacia el sur.

—El verano —reflexionó Jondalar—. Estoy tan harto de hielos y nieve que apenas tengo paciencia para esperar la llegada del verano. Algo de calor no me vendría mal —vio que la pierna de Lanalia estaba de nuevo junto a la suya y le puso la mano sobre el muslo.