16

La primavera maduró y se convirtió en verano, y los frutos de la tierra hicieron lo mismo. Mientras maduraban, la joven los cosechaba. Era más costumbre que necesidad. Podría haberse ahorrado el esfuerzo. Ya tenía suficiente de todo; quedaba comida del año anterior. Pero Ayla no podía quedarse ociosa; no sabía qué hacer con su tiempo.

Incluso con la actividad suplementaria de la cacería invernal, no había podido trabajar lo suficiente, a pesar de haber curtido la piel de todo lo que cazó, convirtiéndola unas veces en prendas de pelo largo, y otras quitándole los pelos para hacer cuero. Había seguido confeccionando canastos, esteras y tazones tallados y pulidos, y había acumulado suficientes herramientas, útiles y mobiliario doméstico para satisfacer las necesidades de todo un clan. Esperó con impaciencia las actividades veraniegas de recolección de alimentos.

También había deseado el verano para cazar, descubriendo que el método desarrollado con Bebé —adaptándolo para poder prescindir de la yegua— seguía siendo eficaz. La habilidad creciente del león compensaba toda la diferencia. De haber querido, podría haberse mantenido sin cazar; no sólo le quedaba carne seca, sino que, cuando Bebé cazaba solo y con suerte —que era casi siempre—, no vacilaba en apropiarse de parte de lo cazado. Era una relación especial la que existía entre la mujer y el león: ella era madre y, por tanto, dominante; era socio de caza y, por consiguiente, su igual, y Bebé era lo único que tenía ella para amar.

Vigilando a los leones salvajes, Ayla pudo hacer ciertas observaciones sagaces acerca de sus hábitos de caza, los cuales fueron confirmados por Bebé. Los leones cavernarios eran cazadores nocturnos durante la temporada de calor, diurnos en invierno. Aunque cambiaba de pelaje en primavera, Bebé tenía un manto muy tupido, y durante los días estivales, hacía demasiado calor para cazar; la energía desplegada durante la caza le daba demasiado calor. Bebé sólo quería dormir, de preferencia en el interior fresco y oscuro de la cueva. En invierno, cuando los vientos aullaban desde el glaciar septentrional, las temperaturas invernales bajaban hasta un punto capaz de matar, a pesar de un nuevo pelaje largo y tupido. Entonces era cuando los leones cavernarios se enroscaban gozosamente en una cueva que los protegía del viento. Eran carnívoros a la par que adaptables. El espesor y la coloración de su pelaje podía adaptarse al clima y sus hábitos de caza a las condiciones ambientales con tal de que hubiera suficientes presas en perspectiva.

Ayla tomó una decisión a la mañana siguiente del día en que Whinney se fue, al despertar y encontrarse con Bebé dormido junto a ella con el resto de un corzo moteado…, la cría de un ciervo gigante. Se marcharía, no había la menor duda al respecto, pero no aquel verano. Todavía necesitaba de ella; era demasiado joven para quedarse solo. Ninguna familia de leones salvajes lo aceptaría; el macho de la familia lo mataría. Mientras no fuera lo suficientemente adulto para aparearse e iniciar su propia familia, necesitaría la seguridad de su cueva tanto como ella.

Iza le había dicho que buscara a los suyos, que encontrara a su propio compañero, y algún día Ayla habría de reanudar su búsqueda. Pero la complacía no tener que renunciar todavía a su libertad para ir a buscar la compañía de personas con costumbres desconocidas. Aunque no quería admitirlo, existía una razón más profunda: no quería marcharse hasta tener la seguridad de que Whinney no volvería. Echaba de menos desesperadamente a la yegua. Whinney había estado con ella desde el principio, y Ayla la quería.

—Ven conmigo, holgazán —dijo Ayla—. Vamos a dar un paseo y ver si encontramos algo que cazar. No saliste la noche pasada —aguijoneó al león y salió de la caverna haciéndole señas de que la siguiera. Él alzó la cabeza, abrió el hocico en un enorme bostezo que reveló toda su dentadura afilada, y luego se puso en pie y caminó tras ella, de mala gana. Bebé no tenía más hambre que ella y habría preferido quedarse durmiendo.

Ayla había estado recogiendo plantas medicinales el día anterior, tarea con la que disfrutaba y que estaba llena de recuerdos agradables. Durante los años de su niñez, pasados con el Clan, recoger medicinas para Iza le había dado la oportunidad de alejarse de ojos siempre vigilantes que reprobaban rápidamente cualquier acción indebida. Eso le permitía un poco de respiro para obedecer a sus tendencias naturales. Más adelante recogía plantas por el placer de aprender las habilidades de la curandera, y ahora esos conocimientos formaban parte de su naturaleza.

Para ella, las propiedades medicinales estaban tan estrechamente ligadas a cada planta, que las distinguía tanto por el uso como por el aspecto. Los racimos de agrimonia, que colgaban cabeza abajo en la cueva oscura y cálida, servían para hacer una infusión con las flores y con las hojas secas, útil para lesiones y heridas de órganos internos, al igual que altas y esbeltas plantas perennes que, con sus hojas hendidas y sus diminutas flores amarillas, crecían muy altas.

Las hojas de uña de caballo, parecidas a su nombre, tendidas en secadores tejidos, aliviaban el asma cuando se respiraba el humo de las hojas secas quemadas, y eran asimismo un remedio contra la tos mezcladas con otros ingredientes, en forma de infusión, además de un agradable condimento para los alimentos. Ayla recordaba la curación de heridas y de huesos rotos cuando veía las grandes hojas peludas de la consuelda junto a las raíces, secándose al sol, y las vivas caléndulas de alegres colores servían para tratar con éxito heridas abiertas, úlceras y llagas de la piel. La manzanilla era buena para la digestión y para lavar las heridas sin irritarlas, y los pétalos de rosa silvestre flotando en un tazón de agua, al sol, eran una loción olorosa y astringente para la piel.

Las había recogido para sustituir por hierbas frescas las que no había utilizado. Aunque no necesitaba gran cosa de la amplia farmacopea que mantenía bien surtida, le gustaba hacerlo, y le permitía no perder el hábito. Pero teniendo hojas, flores, raíces y cortezas en diversas fases de preparación, extendidas por todas partes, de nada serviría recoger más…, no tenía dónde guardarlas. En ese momento no tenía nada que hacer y se aburría.

Echó a andar hacia la playa, rodeó la muralla saliente y siguió junto a los arbustos que bordeaban el río, con el enorme león cavernario a su lado. Mientras caminaba, Bebé emitía ese sonido que Ayla había llegado a reconocer como su voz para hablar: hnga, hnga. Otros leones hacían sonidos similares, pero cada uno de ellos era distinto, y podía reconocer la voz de Bebé desde muy lejos, así como también podía identificar su rugido. Se iniciaba muy dentro de su pecho con una serie de gruñidos; después se convertía en un trueno sonoro que cubría toda la escala de bajos, que retumbaba en sus oídos si se encontraba demasiado cerca.

Cuando llegó a una roca que era uno de sus lugares habituales para descansar, se detuvo…, realmente no tenía interés en cazar, pero no sabía muy bien lo que quería. Bebé se pegó a ella, tratando de atraer su atención. Ella le rascó detrás de las orejas y dentro de la melena. Tenía el pelaje un poco más oscuro que en invierno, aunque todavía beige, pero la melena le había crecido con un matiz de óxido que no difería mucho del color ocre rojo. Alzó la cabeza para que Ayla le rascara bajo la barba, produciendo un gruñido bajo y continuo de gusto. Fue a rascarle el otro lado y entonces le miró como si lo viera de repente: el nivel del lomo del león le llegaba justo bajo el hombro de ella. Tenía casi la alzada de Whinney, pero era mucho más macizo. No se había percatado de lo grande que se había hecho.

El león cavernario que recorría la estepa de aquella tierra fría al borde de los glaciares vivía en un ámbito ideal para el estilo de caza que mejor le convenía. Era un continente de praderas en el que abundaba una gran diversidad de presas. Muchos de los animales eran grandes: bisontes y ejemplares cuyo volumen era más del doble que el de sus parientes de épocas más tardías; ciervos gigantescos con más de tres metros; mamuts y rinocerontes lanudos. Las condiciones eran favorables para que una especie de carnívoros, por lo menos, pudiera desarrollarse hasta un tamaño que le permitiera cazar animales tan enormes. El león cavernario ocupó ese vacío y lo llenó admirablemente. Los leones de generaciones ulteriores eran pequeños en comparación: la mitad de su tamaño. El león cavernario fue el mayor felino que haya existido jamás.

Bebé era un ejemplar superior de ese depredador supremo: grande, potente, con un pelaje suave debido a su salud y vigor juveniles, y absolutamente complaciente bajo las manos de la mujer, que le rascaban deliciosamente. Si hubiera querido atacarla, ella no habría tenido la menor oportunidad; no le consideraba peligroso; para ella no representaba mayor amenaza que un gatito muy crecido… y ésa era su defensa.

Ella le controlaba inconscientemente, y así lo aceptaba él. Alzando o volviendo la cabeza para que Ayla viera dónde le apetecía, Bebé se sometía al éxtasis sensual de ser rascado, y a ella le gustaba porque le gustaba a él. Se subió a la roca para alcanzarle el otro lado y se estaba apoyando en el lomo del animal cuando se le ocurrió otra idea. Ni siquiera se detuvo a sopesarla: simplemente pasó su pierna por encima y se montó en el lomo como lo había hecho tantas veces con Whinney.

Fue algo inesperado, pero los brazos sobre su cuello le eran familiares y el peso de la mujer insignificante. Ambos se quedaron un rato inmóviles. Cuando cazaban juntos, Ayla había adoptado el gesto que representaba alzar el brazo para arrojar una piedra con la honda, como señal de partida, al tiempo que pronunciaba la palabra «Ve». De pronto, sin vacilar, hizo la señal y gritó la palabra.

Sintiendo los músculos que se crispaban bajo su cuerpo, Ayla se agarró a la melena cuando el león se abalanzó. Con la gracia vigorosa de su especie, Bebé echó a correr a campo traviesa con la mujer a horcajadas sobre su lomo; ella entrecerraba los ojos al recibir el viento en la cara. Mechones de cabellos que se habían soltado de las trenzas volaban tras ella. No controlaba; no dirigía a Bebé como lo había hecho con Whinney, él la llevaba y ella se dejaba llevar, experimentando una exaltación como jamás la había sentido antes.

El súbito arranque de velocidad fue de corta duración, según el estilo de Bebé incluso al atacar. Se fue deteniendo, hizo un gran círculo y tomó a paso largo el camino de la caverna. Con la mujer siempre montada, trepó por el empinado sendero y se detuvo frente al lugar de ella en la cueva. Ayla se deslizó al suelo y lo abrazó, pues no conocía otra manera de expresar las emociones profundas y sin nombre que había experimentado. Cuando lo soltó, Bebé agitó la cola y se dirigió al fondo de la cueva donde encontró su lugar predilecto, se estiró y se quedó inmediatamente dormido.

Ella le observó, sonriente. «Me has dado mi cabalgada y ahora has concluido tu jornada, ¿eh, Bebé? Bien, después de esto puedes dormir todo lo que quieras».

Hacia finales del verano, las ausencias de Bebé, cuando iba de cacería, se fueron haciendo más prolongadas. La primera vez que se ausentó por más de un día, Ayla estaba fuera de sí por la preocupación y tan angustiada que no pudo dormir la segunda noche. Estaba tan cansada y derrengada como parecía estarlo él cuando, por fin, apareció a la mañana siguiente. No traía presa ninguna, y cuando Ayla le dio carne seca de las provisiones que tenía almacenadas, se puso a comerla aunque generalmente solía juguetear con las tiras quebradizas. A pesar de lo cansada que estaba, salió con la honda y le trajo dos liebres. Entonces el león despertó de su sueño por agotamiento, corrió a la entrada de la cueva para recibirla y se llevó una de las liebres al fondo. Ella le acercó la segunda y se fue a la cama.

Cuando estuvo ausente tres días no se preocupó tanto, pero a medida que pasaba el tiempo, se le iba apesadumbrando el corazón. Regresó con rasguños y arañazos; Ayla comprendió que había tenido escaramuzas con otros leones. Sospechaba que ya era lo suficiente maduro como para interesarse por las hembras. A diferencia de las yeguas, las leonas no tenían una temporada especial; podían entrar en celo en cualquier momento del año.

Las ausencias del joven león cavernario, cada vez más prolongadas, se hicieron todavía más frecuentes a medida que avanzaba el otoño, y cuando regresaba solía ser para dormir. Ayla estaba segura de que dormía también en otra parte, pero no se sentía tan seguro allí como en la cueva. Nunca sabía cuándo esperarle ni de dónde llegaría. Simplemente se presentaba allí, subiendo por el estrecho sendero desde la playa o de forma más espectacular brincando de repente desde la estepa que se extendía en la parte superior de la caverna hasta el saliente.

Ella se alegraba siempre de verle, y los saludos que él la prodigaba siempre estaban llenos de afecto…, a veces demasiado. Después de que saltara para ponerle las patas delanteras en los hombros, derribándola, Ayla decía inmediatamente: «Ya», si parecía demasiado entusiasmado por el placer de volver a verla. Por lo general se quedaba unos cuantos días; a veces cazaban juntos, y él seguía trayendo alguna presa a la cueva de cuando en cuando. Y entonces se ponía nuevamente inquieto. Ayla estaba segura de que Bebé estaba cazando por su cuenta y defendiendo sus presas contra las hienas, los lobos o las aves rapaces que tratarían sin duda de robárselas. Se acostumbró a su ir y venir, así como a sus ausencias. La caverna parecía tan vacía cuando no estaba el león, que Ayla comenzó a tener miedo de la llegada del invierno; temía que fuera demasiado solitario.

El otoño fue insólito: caluroso y seco. Las hojas se volvieron amarillas, después oscuras, y no adoptaron los brillantes matices con que una leve helada los revestiría. Se pegaban a los árboles en racimos blanquecinos y de tonalidad mortecina, que crujían al viento mucho antes de la época en que normalmente habrían cubierto la tierra. El clima peculiar era desconcertante: el otoño debería ser húmedo y fresco, lleno de ráfagas de viento y de chubascos repentinos. Ayla no podía evitar una sensación de temor, como si el verano estuviera reteniendo el cambio de estación hasta ser vencido por el furioso ataque del invierno.

Salía todas las mañanas a la espera de presenciar algún cambio drástico y casi se sentía desilusionada al ver que un sol cálido salía en un cielo notablemente claro. Se pasaba las tardes fuera, en el saliente, observando la caída del sol detrás del confín de la tierra con apenas una niebla de polvo brillando con tonos rojizos, en vez de una gloriosa exhibición de color sobre nubes cargadas de agua. Cuando titilaban las estrellas, llenaban la oscuridad de tal manera que el cielo parecía agrietado y agujereado por su gran número.

Había pasado días enteros sin alejarse del valle, y cuando un día más amaneció caluroso y claro, le pareció una tontería haber desaprovechado tan buen tiempo cuando podía haber estado fuera, disfrutándolo. Ya llegaría muy pronto el invierno para mantenerla confinada en una caverna solitaria.

«Lástima que no esté Bebé», pensó. «Habría sido un buen día para salir de cacería. Quizá pueda arreglármelas sola». Cogió una lanza. «No; a falta de Whinney o Bebé, tendré que buscar otra forma de cazar. Me llevaré sólo la honda. Me pregunto si debería llevar una piel. Hace tanto calor que me haría sudar. Podría llevarla, quizá también la canasta de recolectar. Pero no necesito nada: tengo existencias de sobra. Lo único que necesito es una buena caminata. No necesito llevar canasta para eso, y tampoco me hará falta la piel. Un paseo a buen paso me proporcionará calor suficiente».

Ayla echó a andar sendero abajo, sintiéndose extrañamente descargada. No tenía nada que llevar, ningún animal por el cual preocuparse; su caverna estaba bien abastecida. No tenía que pensar en nadie más que en sí misma, pero ojalá tuviera que ocuparse de alguien. La carencia misma de responsabilidad le producía sentimientos contradictorios: una sensación inusitada de libertad al mismo tiempo que una frustración inexplicable.

Llegó a la pradera y subió la suave pendiente hasta la estepa oriental, y entonces se puso a andar rápidamente. No había pensado en una meta en particular; caminaba por donde se le antojaba. La sequedad de la temporada se acentuaba en la estepa: la hierba estaba tan quemada y reseca que, cuando cogió una ramita en la mano y la apretó, cayó convertida en polvo. El viento la barrió de su palma abierta.

El suelo estaba tan compacto y duro como la roca, agrietado y formando cuadros. Tenía que mirar por dónde pisaba para evitar tropezar con terrones o torcerse un tobillo en hoyos o grietas. Nunca había visto la tierra tan yerma. La atmósfera parecía aspirar la humedad de su aliento. Sólo llevaba consigo un pequeño pellejo lleno de agua, esperando poder llenarlo en algún arroyo o aguaje conocido, pero la mayoría estaban secos. Tenía el pellejo de agua medio vacío antes de media mañana.

Cuando llegó a un río, del que estaba segura tendría agua, sólo encontró lodo y decidió volver sobre sus pasos. Esperando llenar el pellejo, caminó a lo largo del lecho del río un rato y llegó a un charco lodoso, lo único que quedaba de una poza profunda. Al inclinarse para ver a qué sabía, observó huellas recientes de cascos. Era obvio que una manada de caballos había estado allí poco antes. Algo, en una de las huellas, la incitó a mirar más de cerca. Era una experta rastreadora, y aunque nunca se le ocurrió prestar atención al hecho, el caso era que había visto con demasiada frecuencia la huella de las pisadas de Whinney como para no reconocer las más mínimas diferencias del contorno y la presión, que hacían fueran únicas. Cuando miró, estuvo segura de que Whinney había estado allí hacía poco; tenía que estar allí cerca… y el corazón de Ayla palpitó más aprisa.

No fue difícil encontrar el rastro. El borde roto de una grieta donde un casco había resbalado cuando los caballos salieron del lodo, tierra suelta recién asentada, hierba aplastada…, todo ello señalaba el camino tomado por los caballos. Ayla lo seguía, aguantando la respiración por la ansiedad; parecía que hasta el aire tranquilo la aguantara, esperando. Hacía tanto tiempo…, ¿la recordaría Whinney? Saber que estaba con vida sería suficiente.

Los caballos estaban más lejos de lo que pensó al principio. Algo debió perseguirlos, haciéndoles cruzar la planicie a galope. Oyó gruñidos y revuelo antes de dar con la manada de lobos dedicados a devorar uno de los corceles. Debería haber retrocedido, pero se acercó para comprobar que el animal caído no era Whinney. Al ver un pelaje marrón oscuro sintió alivio, pero era el mismo color, poco corriente, del semental, y tuvo la seguridad de que aquel caballo pertenecía a la misma manada.

Mientras seguía rastreando, pensó en los caballos en las tierras salvajes y en lo vulnerables que eran al ataque. Whinney era joven y fuerte, pero todo podía suceder. Quería llevarse a la yegua con ella.

Era casi mediodía cuando, por fin, vio a los caballos. Seguían nerviosos por la persecución y Ayla estaba contra el viento; tan pronto como les llegó su olor, se pusieron en movimiento. La joven tuvo que dar un amplio rodeo para acercarse con el viento a favor. En cuanto se encontró a una distancia lo bastante corta como para distinguir a los caballos individualmente, identificó a Whinney; el corazón se puso a darle fuertes golpes en el pecho. Tragó saliva varias veces tratando de contener las lágrimas que insistían en brotar de sus ojos.

«Parece saludable», pensó Ayla. «Gorda; no, no está gorda. ¡Creo que está preñada! ¡Oh, Whinney, es maravilloso!». Ayla estaba tan contenta que no pudo dominarse, no aguantó más: tenía que ver si la yegua la recordaba, y silbó.

La cabeza de Whinney se alzó inmediatamente y miró en dirección a Ayla. Ésta silbó de nuevo y la yegua avanzó hacia ella. La joven no pudo esperar: echó a correr para reunirse con la yegua color de heno. Súbitamente una yegua beige llegó al galope, se interpuso y, mordiéndole los jarretes, la apartó y se la llevó hacia la manada. Entonces, rodeando a las demás, la yegua guía las alejó a todas de la mujer desconocida y posiblemente peligrosa.

Ayla se sintió destrozada. No pudo remediarlo, se fue detrás de la manada. Estaba ya mucho más lejos de la caverna de lo que había pretendido y los caballos podían correr mucho más que ella. De todos modos, para regresar antes de que oscureciera, tendría que darse prisa. Silbó una vez más, fuerte y prolongadamente, pero comprendió que era demasiado tarde. Dio media vuelta, desalentada, y subiéndose el manto de cuero sobre los hombros, inclinó la cabeza bajo el fuerte viento.

Estaba tan desanimada que no prestaba atención más que a su frustración y su pena. Un gruñido de advertencia la detuvo en seco. Había tropezado con la manada de lobos, los hocicos empapados en sangre, cebándose en el cuerpo del caballo oscuro.

«Será mejor que me fije por dónde ando», pensó, retrocediendo. «Yo tengo la culpa; de no haber sido tan impaciente, quizá esa yegua no hubiera apartado de mí la manada». Volvió a mirar al animal caído, mientras daba un rodeo. «Es un color oscuro para un caballo; se parece al garañón de la manada de Whinney». Miró más detenidamente. Ciertas características de la cabeza, el color, la forma hicieron que Ayla se estremeciera. ¡Era el garañón bayo! ¿Cómo podía haber sido presa de los lobos un garañón en la plenitud de su fuerza?

La pata delantera izquierda doblada en un ángulo imposible le dio la respuesta: incluso un magnífico semental joven podía romperse una pata al correr por terreno traicionero. Una profunda grieta en la tierra seca había proporcionado a los lobos la posibilidad de saborear un garañón de primera. Ayla meneó la cabeza, pensando: «¡Qué lástima! Aún tenía muchos buenos años por delante». Al alejarse de los lobos, percibió el peligro que ella misma corría.

El cielo, que había amanecido tan lleno de claridad, era ahora una masa cuajada de nubes amenazadoras. La alta presión que había estado conteniendo al invierno había cedido y el frente frío que se mantenía a la espera se había desatado. El viento aplastaba la hierba seca y la lanzaba por el aire. La temperatura bajaba rápidamente. Ayla podía oler la proximidad de la nieve en camino, y se encontraba muy lejos de la cueva. Lanzó una mirada a su alrededor, se orientó y echó a correr. Iba a ser una verdadera carrera para poder llegar antes de que se desatara la tormenta.

No tenía la menor posibilidad. Estaba a más de medio día de distancia del valle, caminando aprisa, y el invierno había sido contenido por demasiado tiempo. Al llegar a las inmediaciones del arroyo seco, enormes copos húmedos de nieve habían comenzado a caer; se convirtieron en agujas penetrantes de hielo cuando volvió a levantarse el viento, y después en una ventisca seca pero feroz. Se estaban formando remolinos sobre la base sólida de nieve mojada. Torbellinos que combatían aún contra corrientes transversales de aire, la azotaban primero por un lado y después por el otro.

Sabía que su única esperanza residía en seguir adelante, pero ya no tenía seguridad de estar siguiendo el camino correcto; la forma de los mojones era irreconocible. Se detuvo, tratando de hacerse una idea del lugar en que se encontraba y de dominar el pánico que estaba apoderándose de ella. Había sido una tonta al salir sin sus pieles. Podría haber metido su tienda en la canasta; por lo menos, así habría tenido abrigo. Se le estaban helando las orejas, tenía los pies entumecidos y le castañeteaban los dientes. Tenía frío. Oía el ulular del viento.

Volvió a escuchar; en realidad no parecía que fuese el viento. Otra vez. Se rodeó la boca con las manos y silbó con todas sus fuerzas; después, escuchó.

El tono agudo del relincho de un caballo parecía más cercano. Volvió a silbar, y cuando la forma de la yegua amarilla se aproximó como un fantasma que saliera de la tormenta, Ayla corrió hacia ella con las lágrimas corriéndole por las mejillas.

—¡Whinney, Whinney, oh, Whinney! —gritó el nombre de la yegua una y otra vez, abrazando el robusto cuello y hundiendo su rostro en el áspero pelaje de invierno. Entonces montó a lomos de la yegua y se inclinó sobre su cuello para recibir todo el calor posible.

La yegua obedeció a su instinto y se dirigió a la caverna; era hacia donde iba. La muerte inesperada del garañón había desbaratado la manada. La yegua guía estaba manteniéndolas juntas, pues sabía que aparecería algún otro garañón. Podría haber conservado también a la yegua amarilla… de no haber sido por el silbido familiar y los recuerdos de la mujer y la seguridad. Para la yegua que no ha sido criada con una manada, la influencia del caballo guía es menor. Cuando estalló la tormenta, Whinney recordó una caverna que era abrigo contra vientos feroces y nieves cegadoras, y el afecto de una mujer.

Ayla temblaba tanto cuando, por fin, llegaron a la caverna, que a duras penas pudo encender un fuego. Cuando lo hizo, no se acurrucó cerca, sino que cogió sus pieles de dormir, las llevó al lado de la caverna reservado para Whinney y se hizo un ovillo junto a la yegua tibia.

Pero apenas pudo disfrutar del retorno de su querida amiga durante los siguientes días. Despertó con fiebres y una tos seca y profunda. Vivió a fuerza de tisanas medicinales, cuando se acordaba de que tenía que levantarse y prepararlas. Whinney le había salvado la vida, pero la yegua nada podía hacer para ayudarla a salvarse de la pulmonía.

Estaba débil y deliró la mayor parte del tiempo, pero la escena del enfrentamiento, cuando Bebé regresó a la cueva, la sacó de su estado. Bebé había brincado desde la estepa superior, pero se detuvo al entrar ante el relincho retador que representaba Whinney: el grito de temor y defensa perforó el estupor en que estaba sumida Ayla. Vio a la yegua furiosa con las orejas echadas hacia atrás y luego, abalanzándose, asustada, corveteando nerviosa, mientras el león cavernario permanecía inmóvil y a punto de brincar enseñando los dientes y un gruñido profundo en la garganta. Ayla saltó de la cama y corrió a interponerse entre la presa y el depredador.

—¡Quieto, Bebé! Asustas a Whinney. Deberías alegrarte de que haya regresado —entonces Ayla se volvió hacia la yegua—: ¡Whinney! Sólo es Bebé. No debes tenerle miedo. Ahora los dos, tranquilos —reprendió. Creía que ya no habría peligro; los dos animales se habían criado juntos en la caverna, aquél era su hogar.

Los olores de la caverna les eran familiares a los dos animales, especialmente el de la mujer. Bebé corrió a saludar a Ayla, frotándose contra ella, y Whinney se acercó para olisquear y recibir parte de sus atenciones. Entonces la yegua emitió un hin, no de miedo ni de ira, sino el sonido que había hecho cuando el cachorro estaba a su cuidado; y el león cavernario reconoció a su niñera.

—Ya te decía yo que sólo era Bebé —dijo Ayla a la yegua, y a continuación se puso a toser desesperadamente.

Tras atizar el fuego, Ayla tendió la mano hacia el pellejo de agua y descubrió que estaba vacío. Envolviéndose en su manto de pieles, salió y recogió un tazón de nieve. Trataba de controlar los profundos espasmos que le desgarraban el pecho y la garganta, mientras esperaba que hirviera el agua. Finalmente, con un cocimiento de raíces de helenio y de cortezas de cerezo silvestre, la tos se calmó y Ayla volvió a acostarse. Bebé se había acomodado en su rincón del fondo y Whinney estaba tranquila en su sitio junto a la pared.

Poco a poco, la vitalidad natural de Ayla y su vigor se sobrepusieron a la enfermedad, pero tardó mucho en restablecerse. Se sentía indeciblemente feliz al tener de nuevo consigo a su pequeña familia, aun cuando ya no era igual del todo. Los dos animales habían cambiado. Whinney estaba preñada y había vivido con una manada salvaje que comprendía el peligro que representaban los depredadores; se mostraba más reservada respecto del león con el que había jugado en el pasado, y Bebé no era ya un gatito juguetón. Volvió a abandonar la caverna poco después de que la tormenta llegara a su fin y, a medida que transcurría el invierno, sus visitas se espaciaron.

Los esfuerzos exagerados le provocaron ataques de tos hasta después de transcurrida la mitad del invierno, y Ayla se avino a cuidarse a sí misma; también mimó a la yegua, alimentándola con granos que había recogido y descascarillado para ella, y limitándose a dar cortos paseos a caballo. Pero cuando un día amaneció claro y frío, y se sintió llena de energías al despertar, decidió que un poco de ejercicio podría ser bueno para las dos.

Ató los canastos a la yegua y se llevó lanzas y postes para la angarilla, alimentos de emergencia, más bolsas para el agua y ropa de sobra: todo lo que se le pudo ocurrir en previsión de cualquier percance. No quería ser cogida nuevamente por sorpresa. La única vez que se mostró descuidada, casi resultó fatal. Antes de montar colocó una piel suave sobre el lomo de Whinney, una innovación desde el regreso de la yegua. Hacía tanto que no había cabalgado que los muslos se le escocían y agrietaban y la cubierta mitigaba un poco sus molestias. Disfrutando de la salida y de una sensación de bienestar al no sufrir ya aquella tos terrible, Ayla dejó que la yegua caminara a su aire en cuanto llegaron a la estepa. Iba cabalgando cómodamente, soñando despierta con que pronto terminaría el invierno, cuando sintió que se le crispaban los músculos a Whinney. Algo avanzaba hacia ellas, algo que parecía ser un depredador al acecho. Whinney era más vulnerable ahora: se acercaba la hora del parto. Ayla empuñó su lanza aunque nunca anteriormente había intentado matar a un león cavernario. Mientras el animal se acercaba, Ayla vislumbró una melena rojiza y una cicatriz en el hocico del león que le resultaba conocida. Se deslizó de inmediato del caballo y corrió hacia el enorme depredador.

—¿Dónde has estado, Bebé? ¿No sabes que me preocupo cuando pasas tanto tiempo fuera?

Bebé parecía tan excitado como ella al verla; la saludó con un refrotón tan afectuoso que estuvo a punto de derribarla. La mujer le rodeó el cuello con los brazos y le rascó detrás de las orejas y bajo la barba, como a él le gustaba, mientras él ronroneaba de gusto.

Entonces Ayla oyó muy cerca la voz característica de otro león cavernario. Bebé interrumpió su ronroneo y se puso rígido, adoptando una postura desconocida hasta entonces para ella. Detrás de él, una leona avanzaba cautelosamente; se detuvo al oír un sonido que hizo Bebé.

—¡Has encontrado una compañera! Ya lo sabía…, ya sabía yo que tendrías tu propia familia algún día —Ayla miró en busca de otras leonas—. Sólo una por ahora, probablemente también ella es nómada. Tendrás que luchar para tener tu territorio, pero es un principio. Algún día tendrás una familia maravillosamente grande, Bebé.

El león cavernario aflojó algo la tensión y se volvió hacia Ayla dándole golpecitos con la cabezota. Ella le rascó la frente y le dio un último abrazo. Se dio cuenta de que Whinney estaba muy nerviosa: el olor de Bebé podía serle familiar, pero no el de la leona desconocida. Ayla montó y cuando Bebé se acercó nuevamente a ellas, le hizo la señal de «¡Ya!». El león se quedó quieto un momento y después, con un hnga, hnga, dio media vuelta y se alejó, seguido por su compañera.

«Ahora se ha ido a vivir con los suyos», pensó durante el camino de regreso. «Podrá venir de visita, pero nunca volverá a mí como Whinney». La mujer se inclinó y acarició con cariño a la yegua.

—¡Qué contenta estoy de que hayas regresado! —Al ver a Bebé con su leona, Ayla recordó su propio futuro incierto.

«Ahora Bebé tiene compañía. También tú la tuviste, Whinney. Quisiera saber si yo llegaré a tenerla algún día».