10

Ayla no podía mantenerse lejos del lomo de la yegua. Cabalgar mientras la yegua iba a galope tendido era un gozo indecible. La hacía palpitar más que cualquier otra sensación experimentada hasta entonces. Y parecía que también Whinney disfrutaba; se había acostumbrado muy pronto a llevar a la joven a cuestas. El valle no tardó en volverse demasiado pequeño para encerrar a la mujer y a su corcel galopante. A menudo corrían a través de la estepa, al este del río, que era de fácil acceso.

Ayla sabía que pronto tendría que recolectar y cazar, elaborar y almacenar los alimentos silvestres que la naturaleza le brindaba para que se preparara con vistas al siguiente ciclo de las estaciones. Pero a principios de la primavera, cuando la tierra todavía estaba despertando del prolongado invierno, sus dádivas eran escasas. Unas pocas verduras frescas prestaban diversidad a la dieta seca del invierno, a pesar de que raíces, yemas y tallos no estaban aún en sazón. Ayla aprovechaba su ocio forzoso para cabalgar con tanta frecuencia como podía, casi siempre desde la mañana a la noche.

Al principio sólo cabalgaba, sentada pasivamente, yendo adonde iba la yegua. No pensaba en dirigir a la potranca; las señales que había aprendido Whinney eran visuales —Ayla no trataba de comunicarse sólo mediante palabras—, y, por tanto, no podía verlas cuando la mujer estaba sentada sobre su lomo. Pero para la mujer, el lenguaje corporal siempre había formado parte del habla al igual que los gestos específicos, y cabalgar permitía un contacto íntimo.

Después de un período inicial de molestias naturales, Ayla comenzó a observar el juego muscular de la yegua, y después de su ajuste inicial, Whinney pudo sentir tanto la tensión como la relajación de la joven. Ambas habían desarrollado ya la capacidad de sentir mutuamente sus necesidades y sentimientos, así como el deseo de responder a éstos. Cuando Ayla deseaba seguir una dirección determinada, sin darse cuenta se inclinaba hacia el lugar adonde pretendía ir, y sus músculos comunicaban a la yegua el cambio de tensión. El animal comenzó a reaccionar a la tensión y la relajación de la mujer que llevaba a lomos cambiando de dirección o de velocidad. La respuesta de la potranca a los movimientos apenas perceptibles hacía que Ayla se tensara o moviese de la misma manera cuando deseaba que Whinney volviera a responder de ese modo.

Fue un período de entrenamiento mutuo, y cada una de ellas aprendió de la otra, con lo que sus relaciones se fueron haciendo más profundas. Pero sin percatarse de ello, Ayla estaba tomando el mando. Las señales entre la mujer y la yegua eran tan sutiles, y la transición de aceptación pasiva a dirección activa fue tan natural, que al principio Ayla no se dio cuenta, como no fuera a nivel subconsciente. La cabalgada casi continua se convirtió en un curso de entrenamiento concentrado e intensivo. A medida que la relación se hizo más íntima, las reacciones de Whinney llegaron a afinarse de tal manera que Ayla sólo tenía que pensar hacia dónde deseaba dirigirse y a qué velocidad, para que el animal respondiera como si fuese una extensión del cuerpo de la mujer. La joven no se daba cuenta de que había transmitido señales a través de nervios y músculos a la piel, altamente sensible, de su montura.

Ayla no había pensado en entrenar a Whinney. Fue el resultado del amor y la atención que prodigaba al animal, así como de las diferencias innatas entre caballo y ser humano. Whinney era inteligente y curiosa, podía aprender y tenía mucha memoria, pero su cerebro no estaba tan evolucionado y la organización de éste era diferente. Los caballos eran animales sociales, normalmente reunidos en manadas, y necesitaban la intimidad y el calor de sus congéneres. El sentido del tacto era particularmente importante y estaba muy desarrollado en cuanto a establecer una relación estrecha; pero los instintos de la joven yegua la impulsaban a seguir indicaciones, a ir adonde la llevaban. Cuando eran presa del pánico, incluso los jefes de la manada solían correr con los demás.

Las acciones de la mujer tenían una finalidad, estaban dirigidas por un cerebro en el cual la previsión y el análisis actuaban recíproca y constantemente con el conocimiento y la experiencia. Su situación vulnerable mantenía agudos sus instintos de supervivencia, y la obligaba a tener siempre conciencia de todo lo que la rodeaba, cosa que, en conjunto, había precipitado y acelerado el proceso de adiestramiento. Al ver una liebre o una marmota gigantesca, aun cuando sólo cabalgara por gusto, Ayla mostraba tendencia a echar mano de la honda y perseguirla. Whinney interpretó muy pronto su deseo, y su primer paso en esa dirección la llevó finalmente a que la joven controlara, estrecha aunque inconscientemente, a la yegua. Sólo cuando Ayla mató una marmota gigantesca se percató plenamente del hecho.

Todavía no estaba muy avanzada la primavera. Habían espantado inadvertidamente al animal, pero tan pronto como Ayla lo vio correr, se inclinó hacia él…, echando mano de la honda mientras Whinney lo seguía. Al acercarse, el cambio de posición de Ayla que se produjo a la par que la idea de desmontar, hizo que la yegua se detuviera a tiempo para que bajara y lanzase una piedra.

«Me vendrá muy bien tener carne fresca esta noche», pensaba, mientras regresaba hacia la yegua que la esperaba. «Debería cazar más, pero ha sido tan divertido montar a Whinney…

»¡Estaba montando a Whinney! Echó a correr tras la marmota. ¡Y se detuvo cuando yo necesitaba que lo hiciera!». Los pensamientos de Ayla volvieron rápidamente al primer día en que montó a caballo y abrazó el cuello de la yegua. Entretanto, Whinney había bajado la cabeza para mordisquear una mata de hierba nueva y tierna.

—¡Whinney! —gritó la joven. La yegua alzó la cabeza y enderezó las orejas en actitud expectante.

La joven quedó asombrada. No sabía cómo explicárselo. La simple idea de montar a caballo había sido irresistible y disparatada, pero que el caballo fuera adonde ella quería ir era más difícil de comprender que el proceso por el que ambas habían tenido que pasar. La yegua se acercó.

—¡Oh, Whinney! —repitió, con la voz quebrada por un sollozo, aunque no sabía por qué, mientras abrazaba el cuello peludo, que Whinney, con un resoplido, arqueó para poder reposar la cabeza sobre el hombro de la joven.

Al tratar de montar nuevamente a caballo, Ayla se sintió torpe, la marmota parecía ser un estorbo. Fue hasta un tronco, aunque hacía ya tiempo que no lo usaba; pensándolo bien, se dio cuenta de que había dado un salto y alzado la pierna montando con facilidad. Después de cierta confusión inicial, Whinney tomó el camino de la cueva. Cuando trató Ayla de dirigir conscientemente a la potranca, sus señales inconscientes perdieron algo de decisión, y lo mismo sucedió con la respuesta de Whinney. No comprendió cómo se las había arreglado para dirigir a la yegua.

Ayla aprendió a confiar otra vez en sus reflejos al descubrir que Whinney respondía mejor si se relajaba, si bien, al hacerlo, desarrolló algunas señales llenas de sentido. A medida que avanzaba la temporada, comenzó a cazar más. Al principio desmontaba para usar la honda, pero no tardó mucho en intentar hacerlo montada. Errar el tiro significaba tener que ejercitarse a fondo; lo consideró como un reto más. Al principio aprendió a usar el arma practicando ella a solas. Entonces era un juego y no podía pedirle a nadie que la entrenara, puesto que se suponía que no debía cazar. Y desde que un lince la encontrara desarmada al errar un tiro, ideó una técnica para disparar rápidamente dos piedras sucesivas, practicando infatigable hasta perfeccionarse.

Hacía mucho que no necesitaba ejercitarse con la honda, y volvió a convertirse en un juego, aunque no menos serio porque resultase divertido. Sin embargo, su maestría era tal que no tardó mucho en tener tanta puntería a caballo como a pie. Pero incluso corriendo a caballo y acercándose a una liebre de pies alados, la joven seguía sin captar, sin imaginar siquiera toda la serie de ventajas que tenía a su disposición.

Al principio, Ayla llevaba su botín a casa como lo había hecho siempre: en un cuévano a la espalda. Un paso fácil de dar fue la colocación de la presa delante de ella, atravesada sobre el lomo de Whinney. Idear un canasto especialmente adaptado para que lo llevara la yegua era lógicamente lo que vendría después. Tardó un poco más en ingeniárselas para colocar un canasto a cada lado de la yegua, sujetos con una larga correa que la rodeara. Sin embargo, al agregar el segundo canasto, empezó a darse cuenta de algunas de las ventajas que representaba dominar la fuerza de su amiga de cuatro patas. Por vez primera pudo llevar a la cueva una carga mucho más pesada que la que ella sola habría sido capaz de transportar.

Una vez que comprendió lo que podría lograr con ayuda de la yegua, sus métodos cambiaron. En realidad, lo que cambió fue su propia forma de vivir. Permaneció fuera más tarde, llegó mucho más lejos, y regresó con más verduras, materiales y vegetales o animales pequeños al mismo tiempo. Después pasaba los días siguientes elaborando el producto de sus incursiones.

En cuanto vio fresas silvestres que empezaban a madurar, registró una vasta zona para recoger todas las que pudiera. Las maduras escaseaban al principio de la temporada y estaban alejadas unas de otras. Tenía buen ojo para recordar las señales que le impedían extraviarse, pero, a veces, antes de llegar al valle se había hecho demasiado oscuro para divisarlas. Cuando comprendió que ya estaba cerca de la cueva, confió en el instinto de Whinney para guiarlas a ambas, y en excursiones ulteriores dejó a menudo que la yegua encontrara el camino de regreso.

Pero, después de aquella experiencia, se llevó siempre una piel para dormir, por si acaso. Una noche decidió dormir en la estepa, al aire libre, porque se había hecho tarde y pensó que le gustaría pasar de nuevo una noche bajo las estrellas. Encendió una hoguera, aunque, apretada contra Whinney para recibir su calor, apenas si lo necesitaba; era más bien una forma de protegerse contra la vida nocturna y salvaje. A todas las criaturas de la estepa las ahuyentaba el olor a humo. Había veces en que terribles incendios de hierba duraban días enteros, arrasando —o asando— todo lo que encontraban por delante.

Después de aquella primera vez, fue más fácil pasar una o dos noches lejos de la cueva, y Ayla comenzó a explorar más detenidamente la región situada al este del valle.

No quería confesárselo, pero estaba buscando a los Otros, con la esperanza y también con el temor de encontrarlos. En cierto sentido, era una manera de aplazar la decisión de abandonar el valle. Sabía que pronto tendría que hacer preparativos para marchar, si había de reanudar la búsqueda, pero el valle se había convertido en su hogar. No quería irse, y todavía estaba preocupada por Whinney. No sabía lo que le podrían hacer unos Otros desconocidos. Si había gente que viviera lejos de su cueva, pero a una distancia accesible a caballo, tal vez podría observarla antes de revelar su presencia y enterarse de algo al respecto.

Los Otros eran su gente, pero no podía recordar nada de la vida anterior a la que había llevado con el Clan. Sabía que la habían encontrado inconsciente a orillas de un río, medio muerta de hambre y ardiendo de fiebre a causa de los arañazos infectados de un león cavernario. Estaba casi muerta cuando Iza la recogió y la llevó con ellos en su búsqueda de una nueva caverna. Pero en cuanto intentaba recordar algo de su vida anterior, un temor horrible se apoderaba de ella con la incómoda sensación de que la tierra se agitaba bajo sus pies.

El terremoto que había lanzado por comarcas desiertas a una niña de cinco años, sola, abandonada al destino —y a la compasión de personas tan distintas—, había sido demasiado fuerte para una mente tan joven. Había perdido hasta el recuerdo del terremoto y de las personas entre las que había nacido. Para ella eran lo mismo que para el resto del Clan: los Otros.

Al igual que la indecisa primavera oscilaba entre chubascos helados y un cálido sol, y vuelta a empezar, el ánimo de Ayla pasaba de un extremo a otro. Los días no eran malos. En su época de crecimiento, había pasado muchos días vagando por el campo cerca de la caverna, en busca de hierbas para Iza o, más adelante, cazando, y ya estaba acostumbrada a la soledad. De manera que, por la mañana y por la tarde, cuando estaba ocupada y llena de actividad, sólo quería quedarse en el valle abrigado con Whinney. Pero por la noche, en su pequeña caverna, con un caballo y un fuego por única compañía, echaba de menos la presencia de algún ser humano que mitigara su soledad. Era más difícil estar sola en la primavera cálida que durante el frío invierno. Sus pensamientos volvían al Clan y a la gente a la que amaba, y le dolían los brazos por la necesidad de mecer a su hijo. Todas las noches tomaba la decisión de prepararse para partir al día siguiente, y todas las mañanas posponía la marcha y montaba a Whinney para recorrer las llanuras del este.

Su cuidadoso y vasto examen le permitió conocer no sólo el territorio, sino también la vida que bullía en la vasta pradera. Manadas de rumiantes habían comenzado su migración, y eso le hizo pensar en cazar de nuevo un animal grande. A medida que la idea se afianzaba en su mente, desplazó en cierto modo su preocupación por la existencia solitaria que llevaba.

Vio caballos, pero ninguno regresó a su valle. No importaba. No entraba en sus propósitos cazar caballos. Tendría que ser algún otro animal. Si bien no sabía cómo podría usarlas, comenzó a llevarse las lanzas cuando salía a caballo. Los largos palos resultaron incómodos hasta que ideó la manera de sujetarlos, uno en cada canasto, a ambos lados de la yegua.

Fue al observar una manada de hembras de reno cuando en su cabeza empezó a cobrar forma una idea. Siendo niña, y cuando aprendía subrepticiamente a cazar, a menudo encontraba un pretexto para trabajar cerca de los hombres cuando discutían de caza…, su tema predilecto de conversación.

Por aquel entonces, lo que más le interesaba era todo lo referente a la caza con honda —su arma—, pero, de todos modos, la intrigaba todo lo que decían sobre la cacería en general. A primera vista, había pensado que la manada de renos de poca cornamenta eran machos; después se fijó en las crías y recordó que, entre todas las variedades de reno, sólo las hembras llevaban cornamenta. Al recordarlo, le volvió a la memoria toda una serie de recuerdos asociados…, incluido el sabor de la carne de reno.

Y lo más importante: recordó que los hombres decían que cuando los renos emigran al norte en primavera, siguen un mismo camino, como si se tratara de una senda que sólo ellos podían ver, y que emigran en grupos separados. Primero inician la marcha las hembras y los pequeños, seguidos por una manada de machos jóvenes. Más adelantada la estación les toca el turno a los machos viejos, formados en grupos reducidos.

Ayla cabalgaba a paso lento detrás de una manada de renos con cornamenta acompañados de sus crías. La horda veraniega de moscas y mosquitos, que gustaban de anidar en el pelaje de los renos, sobre todo en torno a los ojos y en las orejas, incitando a los renos a buscar climas más fríos donde no abundaran tanto los insectos, estaba haciendo su aparición. Ayla espantó distraídamente los pocos que zumbaban alrededor de su cabeza. Cuando se puso en camino, una niebla matutina cubría aún las hondonadas y depresiones bajas; el sol naciente convertía en vapor las quebradas profundas, lo que proporcionaba una humedad inusitada a la estepa. Los renos estaban acostumbrados a la presencia de otros ungulados, por lo que no hicieron caso de Whinney ni de su pasajera humana, mientras no se aproximaran demasiado.

Observándolos, Ayla pensaba en la caza. Si los machos jóvenes seguían a las hembras, no tardarían en pasar por aquel camino. «Quizá podría cazar un reno joven; puesto que sé el camino que van a seguir. Pero eso no me servirá de nada si no puedo acercarme lo suficiente para hacer uso de mis lanzas. Tal vez podría abrir otra zanja. No: se desviarían y la evitarían, y no hay suficiente maleza para hacer una valla que no pudieran saltar. Tal vez si consiguiera hacerlos correr, caería alguno.

»Y si cae, ¿cómo voy a sacarlo? No quiero volver a descuartizar un animal en el fondo de un hoyo lodoso. Además, también tendría que secar aquí la carne, a menos que lo pudiera llevar a la cueva».

La mujer y la yegua siguieron a la manada el día entero, deteniéndose de cuando en cuando para comer y descansar, hasta que las nubes se colorearon de rosa en un cielo cuyo azul iba oscureciéndose. Ayla había llegado más al norte que nunca; la zona le era desconocida. A lo lejos había visto una línea de vegetación y, a la luz que se iba apagando a medida que el cielo enrojecía, vio que el color se reflejaba más allá de unos densos matorrales. Los renos se colocaron en fila para atravesar angostos pasos y llegar al agua de un río grande y se situaron a lo largo de la orilla poco profunda para beber antes de cruzar.

Un crepúsculo gris apagó el verde frescor de la tierra mientras ardía el cielo, como si el color robado por la noche fuera devuelto en matices más brillantes. Ayla se preguntó si sería el mismo río que habían atravesado ya varias veces. En lugar de cruzar arroyos, riachuelos y corrientes, que iban a parar a un curso de agua más caudaloso, a menudo serpenteaba entre pastizales y giraba sobre sí mismo en recodos, dividiéndose en canales. Si su suposición era cierta, desde el otro lado del río podría llegar a su valle sin tener que atravesar más ríos anchos.

Los renos, mordisqueando líquenes, parecían preparados para pasar la noche al otro lado del río. Ayla decidió seguir su ejemplo. El camino de regreso sería largo y tendría que cruzar el río en algún punto. No quería correr el riesgo de mojarse y pasar frío cuando ya estaba cayendo la noche. Se deslizó por el lomo de la yegua, retiró los canastos y dejó que Whinney correteara mientras ella preparaba el campamento. Pronto ardieron maderas del río y ramas secas de la maleza, gracias a la pirita y el pedernal. Después de una cena compuesta de chufas feculentas, envueltas en hojas y asadas, acompañadas de un surtido de verduras como relleno de una marmota cocida, montó su tienda baja. Ayla silbó para llamar a la yegua, pues deseaba tenerla cerca, y se metió en sus pieles para dormir con la cabeza fuera de la entrada de la tienda.

Las nubes se habían asentado en el horizonte; allá arriba, las estrellas eran tantas y estaban tan juntas que parecía como si una luz de indescriptible brillantez pugnara por abrirse paso a través de la barrera negra y agrietada del cielo nocturno. Creb decía que eran fuegos en el cielo, hogares del mundo de los espíritus, y también los hogares de los espíritus totémicos. Los ojos de la joven recorrieron el firmamento hasta encontrar el dibujo que buscaba: «Ahí está el hogar de Ursus, y más arriba mi tótem, el León Cavernario. Es curioso cómo pueden circular por el cielo sin que cambie la forma. Me pregunto si irán de cacería y regresarán después a sus cavernas».

«Necesito cazar un reno. Y será mejor que lo piense rápidamente; los machos llegarán pronto. Eso significa que cruzarán por aquí». Whinney sintió la presencia de un depredador de cuatro patas, resopló y se acercó más al fuego y a la mujer.

—¿Hay algo ahí fuera, Whinney? —preguntó la joven empleando palabras y gestos, palabras diferentes de las que usaba el Clan. Podía emitir un relincho suave que no se distinguía de los que lanzaba Whinney. Podía gañir como una zorra, aullar como un lobo, y estaba aprendiendo rápidamente a cantar como cualquier pájaro. Muchos de esos sonidos se habían integrado en su lenguaje privado. Apenas recordaba ya el mandato del Clan en contra de los sonidos innecesarios. La capacidad normal y fácil de su especie para vocalizar se estaba afirmando en ella.

La yegua se metió entre Ayla y el fuego, pues ambos le inspiraban seguridad.

—Apártate, Whinney, me tapas el fuego.

Ayla se levantó y agregó otro palo al fuego, rodeó con el brazo el cuello del animal, al darse cuenta de que estaba nervioso. «Creo que pasaré la noche en vela ocupándome del fuego —pensó—. Lo que esté ahí se interesará mucho más por esos renos que por ti, amiga mía, mientras te mantengas cerca del fuego. Pero podría ser buena idea mantener una gran hoguera durante un buen rato».

En cuclillas, miró las llamas y vio cómo las chispas se fundían con la oscuridad cada vez que agregaba otro tronco. Del otro lado del río le llegaron ruidos inequívocos de que un reno o dos habían caído probablemente en las garras de algún felino. Sus pensamientos giraron de nuevo en torno a cazar un reno para sí. En cierto momento empujó al caballo para ir por leña y, de pronto, se le ocurrió una idea. Más tarde, cuando Whinney estuvo más tranquila, Ayla se acomodó de nuevo en sus pieles de dormir dándole vueltas en la cabeza mientras la idea se perfeccionaba y desdoblaba en otras posibilidades. Cuando se quedó dormida, las principales líneas del plan estaban ya trazadas, aplicando un concepto tan increíble que no pudo por menos de sonreír ante la audacia que representaba.

Por la mañana, cuando cruzó el río, la manada de renos, con uno o dos ejemplares menos, había partido ya, pero Ayla había dejado de seguirla. Hizo que Whinney galopara de regreso hacia el valle; si quería estar preparada adecuadamente, tendría que ocuparse de infinidad de cosas.

—Así, Whinney, ya ves que no pesa tanto —alentó Ayla a la yegua, que arrastraba pacientemente una combinación de tiras de cuero y cuerdas sujetas alrededor del pecho, de las que colgaba un pesado tronco. Al principio, Ayla había puesto las correas que sostenían el peso alrededor de la frente de Whinney, a la manera de la correa que se ponía ella misma cuando tenía que transportar una pesada carga. Pronto se percató de que la yegua necesitaba mover libremente la cabeza y que tiraba mejor con el pecho y los hombros. De todos modos, la joven yegua esteparia no estaba acostumbrada a arrastrar peso, y el arnés le limitaba los movimientos. Pero Ayla estaba decidida; era la única manera en que podría funcionar su plan.

La idea había surgido mientras alimentaba el fuego para alejar a los depredadores. Había empujado a Whinney para recoger leña, pensando con afecto en la yegua adulta que, con toda su fortaleza, acudía a ella en busca de protección. Un pensamiento fugaz: «Ojalá tuviera yo tanta fuerza como ella», se convirtió de repente en una solución posible para el problema que había estado tratando de resolver. Tal vez la yegua pudiera sacar un venado de una zanja.

Entonces pensó en el tratamiento de la carne, y el nuevo concepto se fue afirmando. Si descuartizaba al animal en la estepa, el olor a sangre atraería carnívoros, inevitables y desconocidos. Tal vez no fuera un león cavernario el animal que atacó de noche a los renos, pero desde luego fue algún felino. Tigres, panteras y leopardos podrían tener sólo la mitad del tamaño de los leones cavernarios, mas, de todos modos, la honda no constituía una defensa contra ellos. Podría matar un lince, pero los gatos grandes eran otra cosa, especialmente en campo abierto. Sin embargo, cerca de su cueva, con la espalda protegida contra la pared, podría rechazarlos. Una piedra disparada con fuerza no sería fatal, pero acusarían el golpe. Si Whinney era capaz de arrastrar un reno fuera de la zanja, ¿por qué no a lo largo de todo el camino hasta la cueva?

Pero antes que nada tendría que convertir a Whinney en caballo de tiro. Ayla creía que bastaría con idear una manera de atar el reno con cuerdas y correas al caballo. No se le ocurrió que la yegua pudiera rebelarse. Aprender a montar había sido un proceso tan inconsciente, que no imaginó que sería preciso entrenarla para arrastrar cargas. Mas en cuanto le ajustó el arnés, lo comprobó. Después de varias tentativas, que la obligaron a hacer una revisión total del concepto y algunos ajustes, la yegua comenzó a captar la idea, y Ayla decidió que podría funcionar.

Mientras la joven veía a la yegua tirar del tronco, pensó en el Clan y meneó la cabeza. «Dirían que soy rara sólo porque vivo con una yegua. Conque si ahora supieran lo que me propongo…, no sé lo que comentarían los hombres. Pero ellos eran muchos y había mujeres para secar la carne y cargarla a la espalda. Ninguno de ellos tuvo nunca que intentarlo solo».

Abrazó espontáneamente a la yegua apretando su frente contra el cuello del animal.

—¡Eres una ayuda tan grande! Nunca hubiera creído que podrías ayudarme tanto. No sé qué haría sin ti, Whinney. ¿Y si los Otros son como Broud? No puedo permitir que nadie te lastime. Ojalá supiera qué hacer.

Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras estaba abrazada a la yegua; se las secó y retiró el arnés. «Al menos de momento sé perfectamente lo que voy a hacer: no perder de vista a esa manada de machos jóvenes».

Los renos jóvenes no llevaban muchos días de retraso respecto de las hembras. Viajaban a paso lento. Una vez que Ayla los vio, no le costó mucho trabajo observar sus movimientos y confirmar que iban siguiendo la misma pista; recogió su equipo y galopó adelantándose a ellos. Estableció su campamento junto al río, más abajo del lugar por donde cruzaron las hembras. Entonces, llevándose el palo de cavar para ahuecar el terreno, el hueso afilado a modo de azada y pala, y el cuero de la tienda para transportar la tierra, se dirigió al punto elegido por las hembras para pasar al otro lado del río.

Dos veredas principales y dos sendas secundarias atravesaban la maleza. Escogió una de las veredas para su trampa, lo bastante cerca del río para que los renos la tomaran de uno en uno, aunque lo suficientemente lejos para poder cavar un hoyo profundo sin que éste se llenara de agua. Cuando terminó de cavar, el sol del atardecer estaba acercándose al final de la tierra. Silbó para llamar a la yegua y cabalgó de regreso para comprobar hasta dónde había avanzado la manada, calculando que llegarían al río en algún momento del siguiente día.

Cuando volvió al río, la luz estaba disminuyendo, pero el enorme hoyo abierto se veía claramente. Ninguno de aquellos renos iba a caer en semejante agujero; lo descubrirían y darían un rodeo, pensó Ayla, desalentada. «Bueno, de todos modos, es demasiado tarde para remediarlo. Quizá se me ocurra algo por la mañana».

Pero la mañana no le levantó el ánimo ni le inspiró ideas brillantes. Por la noche el cielo estaba encapotado. Al despertar Ayla a causa de una salpicadura de agua en la cara, se encontró con un feo amanecer de luz difusa. No había montado el cuero como tienda de campaña la noche anterior, puesto que el cielo estaba claro al acostarse, y el cuero, húmedo y embarrado, lo dejó extendido allí cerca para que se secara, pero ahora estaba más empapado. La gota de agua en su cara sólo fue la primera entre otras muchas. Se envolvió en las pieles que usaba para dormir y después de rebuscar en los canastos, descubrió que había olvidado llevarse la capucha de piel de glotón; en vista de ello, se tapó la cabeza con un pico de las pieles y se arrebujó sobre los negros y húmedos residuos de su fuego.

Un destello brillante cruzó las planicies del este: un relámpago que iluminó la tierra hasta el horizonte. Al cabo de un rato, un retumbar lejano lanzó una advertencia. Como si hubiera sido una señal, las nubes que se cernían sobre ella desencadenaron un nuevo diluvio. Ayla cogió la tienda mojada y se cubrió con ella.

Poco a poco la luz del día enfocó mejor el paisaje, sacando sombras de las grietas. Una palidez gris empañó el verdor de las estepas en primavera, como si los nimbos chorreantes hubieran desteñido. Incluso el cielo tenía un matiz indescriptible que no era azul ni gris ni blanco.

El agua comenzó a hacer charcos a medida que se saturaba la delgada capa de suelo permeable por encima del nivel del permafrost subterráneo. Sin embargo, cerca de la superficie, la tierra helada que había debajo del mantillo era tan sólida como la muralla helada al norte. Cuando la subida de la temperatura derritiera el suelo a mayor profundidad, el nivel helado bajaría, pero el permafrost era impenetrable; no había drenaje. En determinadas condiciones, el suelo saturado se convertía en ciénagas de arenas movedizas tan traicioneras que, en ocasiones, se habían tragado hasta un mamut adulto. Y si esto sucedía cerca del límite de un glaciar, que avanzaba de manera impredecible, una congelación que se produjera de repente haría que el mamut se conservase intacto durante milenios enteros.

El cielo plomizo dejaba caer grandes salpicaduras en el charco negro que antes había sido una hoguera. Ayla las veía hacer erupción como cráteres, extenderse en anillos, y suspiraba por encontrarse en su cueva seca del valle. Un frío que la calaba hasta los huesos atravesaba sus abarcas de cuero a pesar de la grasa con que las había untado y la hierba de que estaban rellenas. El deprimente tremedal había enfriado su entusiasmo por la caza.

Pasó a una loma de terreno más alto cuando los charcos se desbordaron formando riachuelos de agua lodosa camino del río arrastrando ramitas, hierbas y hojas secas de la estación pasada. «¿Por qué no regreso?», pensó, llevándose consigo los canastos al cambiar de sitio. Levantó un poco las tapas para inspeccionar el interior: la lluvia corría por el trenzado y el contenido permanecía seco. «De nada sirve. Debería cargarlos en Whinney y marcharme. Nunca conseguiré un reno. Ninguno de ellos se va a meter de un brinco en esa zanja, sólo porque yo lo desee. Quizá pueda conseguir más adelante uno de los viejos rezagados. Pero su carne es dura y tienen la piel llena de cicatrices».

Ayla lanzó un suspiro y se envolvió más apretadamente en sus pieles y el cuero de la tienda. «He estado haciendo planes y trabajando tanto que no puedo permitir que un poco de lluvia me detenga. Quizá no consiga un reno; no sería la primera vez que un cazador regresa con las manos vacías. Pero algo sí es seguro: no conseguiré uno si no lo intento».

Escaló una formación rocosa cuando las aguas amenazaron con deshacer su montecillo y entornó los ojos para tratar de vislumbrar a través de la lluvia si ésta amainaba. No había refugio en la gran pradera descubierta, ni árboles grandes, ni farallones inclinados. Como la yegua empapada que tenía a su lado, Ayla estaba en medio del aguacero, esperando pacientemente que dejara de llover. Confiaba en que también los renos estuvieran esperando; no estaba preparada para recibirlos. Su decisión volvió a flaquear a media mañana, pero para entonces ya no le apetecía marcharse.

Con el humor por lo general caprichoso de la primavera, el cielo cubierto de nubes se despejó hacia mediodía, y un viento vivificante alejó la lluvia. Por la tarde no quedaba huella de nubes y los colores frescos y brillantes de la temporada relucían, recién lavados, bajo la gloriosa plenitud del sol. La tierra echaba humo en su entusiasmo por devolverle la humedad a la atmósfera. El viento seco que había hecho desaparecer las nubes la aspiraba con avaricia, como si tuviera conciencia de que debería entregarle su parte al glaciar.

Ayla sintió que volvía su determinación, aunque no su confianza. Se desprendió de su piel de bisonte empapada y la colgó de un alto matorral, esperando que esta vez se secara un poco. Tenía los pies húmedos pero no fríos, de modo que no les hizo caso —todo estaba húmedo— y se fue al cruce de los renos. Incapaz de descubrir su zanja, se desanimó. Al mirar más de cerca consiguió ver un charco desbordante de lodo y lleno de hojas, palos y desechos allí donde había cavado su zanja.

Apretando las mandíbulas, fue en busca de un canasto para agua con el fin de achicar el hoyo. Al regreso, tuvo que buscar cuidadosamente para ver la zanja desde lejos. Entonces, de pronto, sonrió: «Si yo tengo que buscarla, cubierta de hojas y ramitas como está, quizá un reno que vaya corriendo tampoco la vea. Pero no puedo dejar el agua dentro…, a lo mejor habría otra manera…

»Las varas de sauce serían lo bastante largas para pasar de un lado a otro. ¿Por qué no hacer una cubierta para la zanja con varitas de sauce y taparla con hojarasca? No sería lo suficientemente sólida para sostener un reno, pero sí ramas y hojas». De repente soltó una carcajada; la yegua respondió con un relincho y se acercó a ella.

—¡Oh, Whinney!, a fin de cuentas es posible que esa lluvia no haya sido tan mala.

Ayla vació la zanja, sin importarle que la tarea fuera pesada y sucia. No era demasiado profunda, pero cuando trató de seguir cavando, advirtió que el nivel del agua estaba más alto: se volvía a llenar de agua. Cuando miró la corriente arremolinada y lodosa comprobó que el río estaba más crecido. Y aunque lo ignoraba, la lluvia tibia había aflojado un poco la tierra subterránea helada que constituía la base del subsuelo, de una dureza de roca.

Disimular el hoyo no era tan fácil como ella había creído. Tuvo que volver río abajo para recoger una buena brazada de varas largas del sauce retorcido, y completarlas con juncos. La amplia estera se hundió en el centro cuando la colocó sobre la zanja y tuvo que fijarla por los lados. Una vez recubierta de hojas y ramitas, le pareció demasiado visible; no estaba muy satisfecha, pero tenía la esperanza de que sirviera.

Cubierta de lodo, volvió río abajo, miró el agua con nostalgia y silbó para llamar a Whinney. Los renos no estaban tan cerca como ella pensaba; si la planicie hubiera estado seca, se habrían apresurado en llegar al río, pero con tantos charcos de agua y riachuelos fugaces, avanzaban más despacio. Ayla estaba segura de que la manada de machos jóvenes no llegaría al cruce del río antes de la mañana.

Regresó al campamento y, con gran satisfacción, se quitó manto y abarcas antes de meterse en el río. Estaba frío, pero se había acostumbrado al agua fría; tenía los pies blancos y arrugados por haberlos tenido metidos en cuero húmedo; hasta las plantas endurecidas se le habían ablandado. Agradeció el calor del sol sobre la roca, que, además, le serviría de base seca para encender fuego.

Por lo general, las ramas bajas y muertas de los pinos se mantienen secas a pesar de que llueva mucho, y, si bien reducidos al tamaño de arbustos, los pinos situados en las inmediaciones del río no eran una excepción. Ayla llevaba consigo yesca seca; gracias a su pirita y su pedernal, pronto comenzó a arder una pequeña fogata. La alimentó con ramitas y leña hasta que se secó la madera, más lenta en arder, formando pirámide sobre las tímidas llamitas. Podía iniciar y mantener un fuego prendido incluso bajo la lluvia…, mientras no fuese un aguacero. Era cuestión de encender uno pequeño y mantenerlo hasta que prendiera en trozos de madera lo bastante grandes para ir secándose mientras ardían.

Suspiró, satisfecha con su primer sorbo de infusión caliente, después de haber comido unas tortas de viaje. Las tortas eran alimenticias, llenaban y se podían comer sin dejar de avanzar…, pero el líquido caliente proporcionaba una mayor satisfacción. Aun cuando estaba todavía húmeda, había situado la tienda cerca de la fogata, donde terminaría de secarse mientras ella dormía. Echó una mirada a las nubes que cubrían las estrellas hacia el oeste, y abrigó la esperanza de que no volvería a llover. Entonces, acariciando con afecto a Whinney, se metió entre sus pieles y las apretó contra su cuerpo.

Imperaba la oscuridad. Ayla estaba tendida, totalmente inmóvil, atenta al menor ruido. Whinney se movió y resopló suavemente. Ayla se enderezó para mirar a su alrededor; se distinguía un leve resplandor hacia levante. Entonces oyó algo que le erizó el pelo de la nuca; comprendió qué era lo que la había despertado; no lo había oído con frecuencia, pero reconoció el rugido procedente del otro lado del río: era de un león cavernario. La yegua relinchó, nerviosa, y Ayla se levantó.

—Todo está bien, Whinney. Ese león está lejos —echó más leña al fuego—. Tuvo que ser un león cavernario lo que oí la última vez que estuvimos aquí. Sin duda viven al otro lado el río. Y también cazarán un reno. Me alegra pensar que será de día cuando atravesemos su territorio, y espero que estén hartos de reno antes de que pasemos. Voy a hacer una infusión… y luego será el momento de prepararse.

El resplandor del cielo por levante estaba volviéndose rosáceo cuando la joven terminó de guardarlo todo en los canastos que sujetó con una correa alrededor del cuerpo de Whinney. Metió una lanza en el lazo que tenía cada canasto, y las sujetó firmemente, después montó, sentándose delante de los canastos, entre las dos astas afiladas que se alzaban verticalmente.

Cabalgó hacia la manada, trazando un amplio círculo para situarse a retaguardia de los renos que avanzaban. Apremió a su yegua hasta avistar a los machos jóvenes, y los siguió sin prisa. Whinney adoptó fácilmente la marcha migratoria. Mientras observaba a la manada desde su posición envidiable a lomos de la yegua, al acercarse al río vio que el reno que iba a la cabeza reducía el paso y olfateaba desde lejos el amasijo de lodo y hojarasca que se había formado en el sendero que conducía al río. Hasta la propia Ayla pudo notar entonces el nerviosismo que se transmitió a los renos.

El primero había alcanzado la orilla cerrada por matorrales al dirigirse hacia el agua por el sendero alterno, cuando Ayla decidió que había llegado la hora de actuar. Respiró profundamente y se inclinó sobre su montura para insinuar un aumento de velocidad, y de repente lanzó un grito agudo, ululante, mientras la yegua emprendía el galope en dirección a la manada.

Los renos de la retaguardia brincaron hacia delante, por encima de los que precedían y empujando a éstos de costado. Mientras la yegua galopaba hacia ellos con una mujer que aullaba como jinete, todos los renos se precipitaron hacia delante, espantados. Aun así, todos parecían evitar el sendero de la zanja. Ayla se desanimó al ver que los animales daban un rodeo, brincaban por encima o se las arreglaban de algún modo para evitar el hoyo.

De forma inesperada sorprendió cierta alteración en la manada que corría desatentada, y creyó ver que caían un par de astas mientras otros brincaban y huían de lado alrededor de la zanja. Ayla sacó las lanzas de sus lazos y bajó del caballo, echando a correr tan pronto como sintió la tierra bajo sus pies. Un reno con ojos enloquecidos estaba atrapado en el lodo rezumante del fondo de la zanja; el animal pugnaba en vano por salir de un salto. Esta vez la joven tuvo buena puntería: hundió la pesada lanza en el cuello del reno y le rompió una arteria. El magnífico ejemplar se desplomó en el fondo: había dejado de luchar.

Todo terminó. Se acabó. Rápidamente y con mayor facilidad de lo que ella había pensado. Estaba respirando con fuerza, pero no había perdido el resuello por agotamiento. Haberlo pensado tanto, preocupándose, gastando demasiada energía nerviosa planeando…, y ahora, una ejecución tan fácil que aún no se reponía. Seguía muy tensa y no había manera de que desfogara el exceso de energía ni nadie con quien compartir el éxito.

—¡Whinney! ¡Lo logramos! ¡Lo logramos! —sus gritos y gesticulaciones sobresaltaron al joven animal. Ayla brincó sobre su lomo y ambas se lanzaron a una galopada desaforada por la planicie.

Con las trenzas al aire, los ojos brillantes de excitación, una sonrisa de lunática en el rostro, era la estampa de una mujer salvaje. Y más aterradora aún porque montaba un animal salvaje cuyos ojos espantados y orejas replegadas revelaban un frenesí de índole algo distinta.

Describieron un amplio círculo y, de regreso, Ayla detuvo al caballo, se bajó y terminó el circuito corriendo con sus propias piernas. Esta vez, al mirar la zanja lodosa y el reno muerto, jadeaba fuertemente y con razón.

Una vez que recobró el resuello, sacó la lanza del cuello del reno y silbó para llamar a la yegua. Whinney estaba nerviosa; Ayla trató de tranquilizarla, alentándola y demostrándole afecto antes de ponerle el arnés. Llevó la yegua hasta la zanja; sin brida ni arreos para controlarla, Ayla tuvo que acariciar y convencer al animal nervioso. Cuando, finalmente, se calmó Whinney, la mujer ató las cuerdas que colgaban del arnés a las astas del reno.

—Ahora, tira, Whinney —dijo Ayla—, lo mismo que hiciste con el tronco —la yegua avanzó, sintió la resistencia y retrocedió. Entonces, respondiendo a más incitaciones, volvió a avanzar, apoyándose en el arnés cuando se tensaron las cuerdas. Lentamente, con la ayuda que Ayla pudo prestarle, Whinney sacó el reno de la zanja.

Ayla estaba encantada. Por lo menos, eso significaba que no tendría que preparar la carne en el fondo de un hoyo lodoso. No estaba muy segura de lo que Whinney aceptaría hacer; esperaba que arrastrara el reno con toda su fuerza hasta llegar al valle, pero sólo podría avanzar paso a paso. Ayla llevó a la yegua hasta la orilla del río, desprendiendo de las astas del reno la maleza que se enredaba en ellas. Entonces volvió a recoger los canastos, metió uno dentro del otro y se los sujetó a la espalda. Era una carga incómoda, con las dos lanzas verticales, pero, con ayuda de una roca, consiguió montar a caballo. Llevaba los pies descalzos, pero se recogió el manto para que no se le mojara e incitó a Whinney a meterse en el río.

Normalmente era una parte del río poco profunda, perfectamente vadeable y ancha, razón por la que los renos la habían escogido para cruzar; pero la lluvia había elevado el nivel de las aguas. Whinney consiguió no perder pie en la rápida corriente, y una vez que el reno estuvo en el agua, empezó a flotar. Arrastrar al animal por el agua representaba una ventaja en la que Ayla no había pensado: hizo desaparecer la sangre y el lodo, y cuando abordaron la otra orilla, el reno estaba limpio.

Whinney vaciló al sentir el peso de nuevo, pero Ayla ya había puesto pie en tierra y ayudó a tirar del reno una corta distancia playa arriba. Entonces desató las cuerdas. El reno ya estaba un poco más cerca del valle, pero antes de seguir adelante, Ayla tenía que llevar a cabo algunas tareas. Partió el cuello del reno con su afilado cuchillo de pedernal y a continuación abrió una raja recta desde el ano, vientre arriba, hasta el pecho y la garganta. Sostenía el cuchillo con el dedo índice sobre el borde y el filo hacia arriba, insertado justo debajo de la piel. Si el primer corte se realizaba limpiamente, sin cortar la carne, resultaría mucho más fácil desollar al animal.

El siguiente corte fue más profundo, para retirar las entrañas. Limpió lo aprovechable —estómago, intestino, vejiga— introduciéndolos en la cavidad intestinal junto con las partes comestibles.

Enrollada dentro de uno de los canastos había una estera de hierba, muy amplia. La extendió sobre el suelo y, ni corta ni perezosa, a empujones y tirones, con algún que otro resoplido, consiguió colocar el reno encima. Dobló la estera sobre el cadáver y la sujetó con cuerdas, atándolas después al arnés de Whinney. Recogió de nuevo los canastos, metió una lanza en cada uno, y acto seguido los colocó en el sitio acostumbrado. Entonces, bastante complacida consigo misma, montó a caballo.

Por tres veces tuvo que echar pie a tierra para despejar el camino, ya que algunos obstáculos, como matas de hierba, piedras y maleza, impedían el avance. No le quedó entonces otro remedio que conformarse con caminar junto a la yegua, animándola con palabras cariñosas cuando el reno enrollado tropezaba con algo, volviendo sobre sus pasos para liberarlo. Sólo al detenerse para calzarse las abarcas descubrió que la seguía una manada de hienas. Las primeras piedras de su honda sólo sirvieron para indicar a los odiosos animales carroñeros la distancia de su alcance, ya que a partir de ese momento se mantuvieron más alejadas.

«Apestosos y feos bichos», pensó, arrugando la nariz y estremeciéndose de asco. Sabía que también cazaban, lo sabía demasiado bien. Ayla había matado una hiena con su honda… revelando así su secreto. El clan supo que cazaba y tuvo que ser castigada por ello. Brun se vio obligado a cumplir la ley del Clan.

También a Whinney la preocupaban las hienas. Era algo más poderoso que su instintivo temor a los depredadores; nunca olvidó la manada de hienas que la atacó después de que Ayla diera muerte a su madre. Y Whinney estaba ya suficientemente nerviosa. Conseguir llevar el reno hasta la cueva iba a resultar un problema mayor de lo que Ayla había previsto. Esperaba llegar antes de que anocheciera.

Se detuvo a descansar en un punto en que el río giraba sobre sí mismo. Todas aquellas paradas para reanudar enseguida la marcha eran agotadoras. Llenó de agua su bolsa y un gran canasto impermeable y llevó éste a Whinney, que seguía amarrada al polvoriento envoltorio del reno. Sacó una torta y se sentó para comérsela; tenía la mirada fija en el suelo, sin verlo, tratando de idear un sistema mejor de llevar su presa hasta el valle; tardó un poco antes de que se diera cuenta conscientemente de la tierra revuelta, pero cuando lo hizo, despertó su curiosidad. La tierra estaba revuelta, pisoteada, la hierba había sido aplastada y las huellas eran recientes. Una gran conmoción se había producido allí hacía poco. Se puso en pie para examinar más de cerca las huellas y pudo reconstruir la historia paso a paso.

A juzgar por las huellas existentes en el lodo seco, junto al río, era fácil deducir que aquél era desde hacía mucho tiempo el territorio donde se habían establecido leones cavernarios. Pensó que probablemente habría algún valle cerca y una cómoda caverna donde una leona había parido un par de cachorros saludables aquel mismo año. Debía de tratarse de su lugar predilecto de descanso. Los cachorros habrían peleado por un trozo de carne sangrante, a modo de juego, mordisqueando pedacitos arrancados con sus dientes de leche, mientras los machos saciados permanecían tendidos al sol de la mañana y las elegantes hembras observaban con indulgencia las travesuras de los cachorros.

Los enormes depredadores eran dueños y señores de su dominio. Nada tenían que temer, ni había razón para que previeran un ataque de sus futuras presas. Los renos, en circunstancias normales, nunca se habrían acercado tanto a sus depredadores naturales, pero la mujer que cabalgaba dando gritos ululantes los había sumido en el pánico. El río rápido no había detenido la estampida: habían cruzado y, sin darse cuenta, se encontraron en medio de una familia de leones. Unos y otros quedaron sorprendidos. Los renos en fuga, comprendiendo demasiado tarde que habían salido de un peligro para caer en otro mucho peor, se dispersaron en todas direcciones.

Ayla siguió las huellas y llegó al desenlace de la historia: un cachorro que se retrasó en ponerse a salvo de los cascos veloces, había sido pisoteado por la manada asustada.

La mujer se agachó junto al cachorro de león cavernario y, con experta mano de curandera, buscó señales de vida. El cachorro estaba caliente, probablemente tenía las costillas rotas. Aunque moribundo, aún respiraba. Por las señales que revelaba la tierra, Ayla comprendió que la leona había encontrado a su cachorro, incitándole en vano a levantarse. Luego, de acuerdo con el comportamiento de todos los animales —excepto el que caminaba sobre dos pies—, que deben dejar que los débiles mueran para que los demás sobrevivan, dedicó toda su atención a su otro cachorro y se alejó.

Sólo el animal llamado humano depende, para sobrevivir, de algo más que de la fuerza y buen estado físico. Débil, si se la comparaba con sus competidores carnívoros, la humanidad dependía de la compasión y la cooperación para su supervivencia.

«Pobrecito —pensó Ayla—. Tu madre no pudo ayudarte, ¿verdad?». No era la primera vez que se le enternecía el corazón ante una criatura lastimada e indefensa. Por un instante pensó en llevarse el cachorro a la cueva, pero rechazó la idea inmediatamente. Brun y Creb le habían permitido llevar animalitos a la caverna del clan para que los cuidara, mientras aprendía las artes curativas, aunque la primera vez su conducta causó una verdadera conmoción. Pero Brun no habría autorizado un lobezno. El cachorro de león era ya tan grande como un lobo; algún día alcanzaría el tamaño de Whinney.

Se enderezó y se quedó mirando al cachorro moribundo. Movió la cabeza, con aire entristecido, y se dirigió en busca de Whinney, con la esperanza de que la carga que arrastraba no se atascara demasiado pronto. Al echar a andar, Ayla vio que las hienas se preparaban para seguirlas. Cogió una piedra y vio que la manada se había distraído. Era la reacción lógica, acorde con las funciones que la madre naturaleza les asignara: habían encontrado al cachorro de león. Pero cuando se trataba de hienas, Ayla dejaba de mostrarse razonable.

—¡Largo de ahí, apestosos animales! ¡Dejad en paz a ese cachorro!

Ayla volvió sobre sus pasos, lanzando piedras. Un aullido le hizo saber que una de ellas había dado en el blanco. Las hienas retrocedieron de nuevo, fuera de su alcance, mientras la mujer avanzaba hacia ellas, presa de una ira justiciera.

«¡Ahí va eso! Así se mantendrán alejadas», pensó, erguida, con las piernas abiertas, protegiendo al cachorro entre sus pies. Y de repente una sonrisa torcida llena de incredulidad cruzó por su rostro. «¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué las alejo de un cachorro de león, que de todos modos está condenado a morir? Si dejo que las hienas se queden con él, no me volverán a molestar.

»No me lo puedo llevar. Ni siquiera podría llevarlo a cuestas. Por lo menos, no todo el camino. Ya tengo bastante con llevarme el reno. Es ridículo hasta pensarlo.

»¿Lo es? ¿Y si Iza me hubiera dejado a mí? Creb decía que era el espíritu de Ursus el que me había puesto en su camino, o quizá el espíritu del León Cavernario, porque nadie más se habría detenido a recogerme. Iza no podía soportar ver a alguien enfermo o herido sin tratar de prestarle ayuda. Eso hacía de ella una curandera tan buena.

»Soy una curandera. Ella me adiestró. Tal vez ese cachorro ha sido puesto en mi camino para que yo lo recoja. La primera vez que llevé aquel conejito a la caverna porque estaba herido, Iza dijo que eso demostraba que mi destino era ser curandera. Bueno, pues aquí hay un cachorro herido. No puedo abandonárselo a esas horribles hienas.

»¿Pero cómo voy a llevar este animalito hasta la cueva? Si no tengo cuidado, una costilla rota puede perforar un pulmón. Tendré que vendarlo antes de moverlo. Ese cuero ancho que solía emplear para que Whinney tirara podría servir. Todavía me queda algo».

Ayla silbó para llamar a la yegua. Era sorprendente que la carga que arrastraba no se trabara con nada, pero Whinney estaba molesta. No le gustaba encontrarse en territorio de leones cavernarios; también su especie era presa natural para ellos. Había estado nerviosa desde que comenzó la cacería, y detenerse a cada momento para desenredar la pesada carga que entorpecía sus movimientos no había contribuido a calmarla.

Pero como Ayla se estaba concentrando en el cachorro de león, no prestaba atención a las necesidades de la yegua. Después de haber vendado las costillas del joven carnívoro, la única manera que se le ocurría para trasladarlo a la cueva era a lomos de Whinney.

Aquello era más de lo que podía aguantar la potranca. Cuando la joven cogió al pequeño felino y trató de ponérselo encima, la yegua se encabritó; despavorida, brincó y corveteó tratando de liberarse de las cargas y artefactos que tenía atados al cuerpo, y de repente se volvió y echó a correr por la estepa. El reno, envuelto en su estera de hierbas, brincaba y oscilaba detrás de la yegua hasta que quedó trabado en una roca. El frenazo incrementó el pánico de Whinney, que se abandonó a un nuevo frenesí de brincos y corcovos.

De repente las correas de cuero se partieron y, con la sacudida, los canastos, desequilibrados por las largas y pesadas lanzas, cayeron hacia atrás. Con la boca abierta por el asombro, Ayla vio cómo la yegua sobreexcitada corría furiosamente y en línea recta. El contenido de los canastos cayó por tierra, pero no las lanzas tan bien aseguradas: sujetas todavía a los canastos cuya correa rodeaba el cuerpo de la yegua, las dos largas astas se arrastraban detrás de ella, con las puntas hacia abajo, sin obstaculizar su huida.

Ayla percibió al instante las posibilidades: se había estado devanando los sesos para idear alguna forma de llevar al animal muerto y al cachorro de león hasta la cueva. Esperar a que Whinney se calmara llevó un poco más de tiempo. Ayla, preocupada por si la yegua llegaba a hacerse daño, silbaba y llamaba; quería correr tras ella, pero tenía miedo de dejar al reno o al cachorro abandonados a los atentos cuidados de las hienas. No obstante, los silbidos produjeron su efecto; era un sonido que Whinney asociaba al afecto, la seguridad y la respuesta. Trazando un amplio círculo, emprendió el camino de regreso hacia la joven.

Cuando la agotada yegua cubierta de sudor se acercó por fin, Ayla sólo pudo abrazarla, profundamente aliviada. Desató el arnés y la cincha y la examinó cuidadosamente para asegurarse de que no había sufrido daño. Whinney se recostaba en la joven, lanzando suaves relinchos de angustia, con las patas delanteras separadas, jadeando y temblando.

—Tú, descansa, Whinney —dijo Ayla, cuando la yegua pareció haberse calmado, dejando de temblar—. De todos modos, tengo que arreglar esto.

No se le ocurrió a la mujer enojarse porque la yegua se hubiera encabritado, echado a correr y desparramado las cosas que llevaba encima. No pensaba que el animal le perteneciera, tampoco que estuviese a sus órdenes. Whinney era una amiga, una compañera. Si la yegua se había espantado, tenía buenas razones para ello. Le había pedido demasiado. Ayla juzgaba que debería aprender cuáles eran las limitaciones de la yegua, no enseñarle un mejor comportamiento. Para Ayla, Whinney ayudaba porque quería y ella cuidaba de la yegua por amor.

La joven recogió lo que pudo encontrar del contenido de los canastos y volvió a componer el sistema de arnés-cincha-canastos, dejando las dos lanzas tal como habían caído, con las puntas para abajo. Sujetó la estera de hierbas, rodeada de correas, con objeto de que no se saliera el reno del envoltorio, a las dos astas de lanza, creando así una plataforma entre ambas…, detrás de la yegua pero sin contacto con el suelo. Con el reno bien sujeto, ató cuidadosamente al cachorro de león, que estaba inconsciente. Una vez calmada, Whinney pareció aceptar de mejor grado las cinchas y el arnés, y se quedó quieta mientras Ayla llevaba a cabo sus arreglos.

Cuando los canastos estuvieron en su sitio, Ayla volvió a examinar al cachorro y montó a lomos de Whinney. Mientras se dirigían al valle, se sentía maravillada ante la eficacia de su nuevo medio de transporte. Con sólo los extremos de las lanzas arrastrándose por tierra, sin un peso muerto que se enganchaba cada dos por tres en cualquier obstáculo, la yegua podía tirar de la carga con una facilidad mucho mayor, pero Ayla no respiraría tranquila hasta que llegaran al valle y a su cueva.

Se detuvo para dar de beber a Whinney y dejar que descansara, y volvió a atender al cachorro de león cavernario. Éste todavía respiraba, pero no estaba segura de que pudiera sobrevivir. «¿Por qué fue puesto en mi camino?», se preguntaba. Tan pronto como vio al cachorro recordó su tótem…, ¿querría el espíritu del León Cavernario que ella lo cuidara?

Entonces se le ocurrió otro pensamiento. Si no hubiera decidido llevar consigo al cachorro, nunca habría pensado en hacer unas angarillas. ¿Sería el medio escogido por su tótem para iluminar su mente? ¿Sería una dádiva? Sea lo que fuere, Ayla estaba segura de que el cachorro había sido puesto en su camino por alguna razón, y haría todo lo que estuviera en su poder por salvarle la vida.