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Estaba muerta. No importaba que gélidas agujas de lluvia helada la despellejaran, dejándole el rostro en carne viva. La joven entrecerraba los ojos de cara al viento y apretaba su capucha de piel de lobo para protegerse mejor. Ráfagas violentas le azotaban las piernas al sacudir la piel de oso que las cubría.

Aquello que había delante, ¿serían árboles? Creyó recordar haber visto una hilera rala de vegetación boscosa en el horizonte, horas antes, y deseó haber prestado mayor atención o que su memoria fuera tan buena como la del resto del Clan. Seguía pensando en sí misma como Clan, aun cuando nunca lo había sido, y ahora estaba muerta.

Agachó la cabeza y se inclinó hacia el viento. La tormenta se le había venido encima súbitamente, precipitándose desde el norte, y Ayla estaba desesperada por la necesidad de encontrar un refugio. Pero estaba muy lejos de la caverna y no conocía aquel territorio. La luna había recorrido todo un ciclo de fases desde que se marchó, pero seguía sin tener la menor idea de adónde se dirigía.

Hacia el norte, la tierra firme más allá de la península: era lo único que conocía. La noche en que murió Iza, le dijo que se marchara, porque Broud hallaría la forma de lastimarla en cuanto se convirtiera en jefe. Iza no se había equivocado. Broud la había lastimado, mucho más de lo que ella hubiera podido imaginar.

«No tenía razón alguna para quitarme a Durc», pensaba Ayla. «Es mi hijo. Tampoco tenía ningún motivo para maldecirle. Fue él quien enojó a los espíritus. Fue él quien provocó el terremoto». Por lo menos, esta vez ya sabía lo que la esperaba. Pero todo sucedió tan aprisa que incluso el clan había tardado algo en aceptarlo, en apartarla de su vista. Pero nadie pudo impedir que Durc la viera, aun cuando estuviera muerta para el resto del clan.

Broud la había maldecido en un impulso provocado por la ira. Cuando Brun la maldijo por vez primera, había preparado a todos; había tenido razón, ellos sabían que debía hacerlo y él brindó a Ayla una oportunidad.

Alzó la cabeza afrontando otra borrasca helada y se percató de que oscurecía. Pronto sería de noche y sus pies estaban entumecidos. Una nevisca glacial estaba empapando las envolturas de cuero que protegían sus pies, a pesar del aislamiento de hierbas con que las había rellenado. Sintió algo de alivio al divisar un pino enano retorcido.

Los árboles escaseaban en la estepa; sólo crecían allí donde hubiera suficiente humedad para alimentarlos. Una doble hilera de pinos, abedules o sauces, esculpidos por el viento en formas atrofiadas, solía indicar una corriente de agua. Era una visión reconfortante en la temporada seca en un terreno con poca agua subterránea. Cuando las tormentas aullaban por las planicies abiertas desde el gran ventisquero del norte, los árboles brindaban protección, por reducido que fuera su número.

Unos cuantos pasos más condujeron a la joven hasta la orilla de un río, aunque sólo un angosto canal de agua corría entre las riberas aprisionadas por el hielo. Se volvió hacia el oeste para seguir aquella corriente río abajo, en busca de una vegetación más densa que le brindara un mejor refugio que la maleza cercana.

Avanzó trabajosamente con la capucha cubriéndole media cara, pero alzó la mirada al sentir que el viento se había interrumpido súbitamente. Al otro lado del río, un risco bajo protegía la ribera opuesta. La hierba no le sirvió de nada cuando cruzó el agua helada, que se filtró entre las envolturas de sus pies, pero Ayla agradeció sentirse al abrigo del viento. La orilla de tierra se había hundido en un punto, dejando un saliente con raíces enmarañadas y vegetación muerta y entrelazada; justo debajo había un lugar seco.

Desató las correas que sujetaban el cuévano a su espalda y se lo quitó de encima; sacó una pesada piel de bisonte y una fuerte rama lisa. Preparó una tienda baja, inclinada, que apuntaló con piedras y trozos de madera del río. La rama la mantenía abierta al frente.

Ayla aflojó con los dientes las correas de las cubiertas que, a modo de guantes, le envolvían las manos. Se trataba de trozos de cuero peludo, de forma circular, atados alrededor de las muñecas, con una raja abierta en las palmas para que pudiera sacar el dedo pulgar cuando quisiera agarrar algo. Las abarcas que calzaba estaban hechas de la misma forma pero sin hendidura; le costó trabajo soltar las ataduras de cuero, hinchadas, que le rodeaban los tobillos. Al quitárselas, tuvo buen cuidado de conservar la hierba mojada.

Tendió su capa de piel de oso sobre la tierra, dentro de la tienda, con la parte mojada hacia abajo; colocó encima la hierba y los protectores de manos y pies, y se metió con los pies por delante. Se arrebujó en la piel y tiró del cuévano para cerrar la entrada de la tienda. Después de frotarse los pies cuando su nido de pieles húmedas comenzó a caldearse, se hizo un ovillo y se quedó dormida.

El invierno estaba lanzando sus gélidos estertores, cedía lentamente el paso a la primavera, pero la estación juvenil coqueteaba caprichosa. Entre helados recordatorios de un frío álgido, insinuantes indicios templados prometían calor estival. Un cambio brusco hizo que la tormenta se calmara en el transcurso de la noche.

Ayla despertó a los reflejos de un sol deslumbrante que brillaba desde rastros de hielo y nieve a lo largo de las riberas, bajo un cielo azul profundo y radiante. Jirones desgarrados de nubes se movían majestuosamente muy lejos en dirección al sur. Ayla salió a gatas de su tienda y corrió descalza hasta la orilla del río, con su bolsa para agua. Sin hacer caso del intenso frío, llenó la vejiga cubierta de cuero, bebió un buen trago y volvió a meterse, también a gatas, bajo la piel de oso para entrar de nuevo en calor.

No se quedó allí mucho rato. Tenía demasiadas ganas de salir ahora que había pasado el peligro de la tormenta y que el sol la llamaba. Se envolvió los pies, secos ya por el calor de su cuerpo, en sus abarcas y ató la piel de oso sobre la capa de cuero forrada de pieles en que había dormido. Luego cogió un trozo de tasajo del cuévano, recogió la tienda y las manoplas y se puso en camino mientras masticaba la carne.

El curso del río era bastante recto, corría colina abajo y se podía seguir sin dificultad. Ayla canturreaba para sí una melodía. Vio trazos de verde en los matorrales de la orilla. Una florecilla que mostraba audazmente su diminuto rostro entre charcos de aguanieve, la hizo sonreír. Un trozo de hielo se desprendió, fue saltando junto a ella durante un corto trecho y después avanzó veloz, flotando en la rápida corriente.

Cuando Ayla dejó la caverna, ya había comenzado la primavera, pero el extremo sur de la península era más cálido y la estación empezaba más temprano. Además, la cadena montañosa constituía una barrera contra los rigurosos cierzos helados, y las brisas marítimas del mar interior calentaban y regaban la estrecha franja costera y las pendientes que daban al sur, favoreciéndolas con un clima templado.

Las estepas eran más frías. Ayla había bordeado el extremo oriental de la cordillera, pero, al avanzar hacia el norte por la pradera descampada, la estación avanzó al mismo paso que ella. No parecía que fuera nunca a hacer más calor que al principio de la primavera.

Los chillidos roncos de las golondrinas de mar llamaron su atención. Alzó la mirada y pudo ver algunas de las aves parecidas a las gaviotas, que giraban y planeaban sin esfuerzo con las alas extendidas. Pensó que el mar debía de quedar cerca; las aves estarían haciendo sus nidos ahora…, eso significaba huevos. Aceleró el paso. También era posible que hubiera mejillones en las rocas, almejas y lapas, así como charcos dejados por la marea al retirarse, llenos de anémonas de mar.

El sol se aproximaba a su cenit cuando Ayla llegó a una bahía protegida, formada por la costa meridional del territorio continental y el flanco noroeste de la península. Por fin había llegado al ancho paso que unía la lengua de tierra con el continente.

Ayla se deshizo de su cuévano y trepó por una abrupta cornisa que dominaba todo el panorama circundante. El azote de las olas había desprendido trozos dentados de la roca maciza por el lado del mar. Una bandada de alcas y golondrinas de mar la increpó con iracundos gritos mientras recogía huevos. Cascó algunos y los sorbió, todavía tibios por el calor del nido. Antes de bajar metió unos cuantos más en uno de los repliegues de su capa.

Se descalzó y caminó por la arena, lavándose los pies con el agua de mar y limpiando de arena los mejillones que había arrancado de la roca a nivel del mar. Anémonas como flores recogieron sus falsos pétalos cuando la joven tendió la mano para sacarlas de las charcas poco profundas que la bajamar había dejado tras de sí. Pero su color y su forma le resultaban desconocidos. Completó, pues, su almuerzo con unas cuantas almejas desenterradas de la arena allí donde una ligera depresión revelaba su presencia. No encendió fuego; saboreó crudos los dones del mar.

Harta de huevos y alimentos marinos, la joven descansó al pie de la alta roca y volvió a escalarla para examinar mejor la costa y las tierras del interior. Abrazándose las rodillas, se sentó en la parte superior del monolito y lanzó una mirada al otro lado de la bahía. El viento que le acariciaba la cara trasportaba el hálito de la rica vida que el mar contenía.

La costa meridional del continente formaba un arco suave hacia el oeste. Más allá de una delgada hilera de árboles, podía ver un amplio territorio estepario que no difería mucho de la fría pradera peninsular; pero no había en él una sola señal de estar habitado por ser humano. «Ahí está —pensó—, el continente más allá de la península. Y ahora, ¿adónde voy, Iza? Tú dijiste que ahí estaban los Otros, pero yo no veo a nadie». Y frente al vasto territorio vacío, los pensamientos de Ayla retornaron a la espantosa noche de la muerte de Iza, tres años antes.

—Tú no eres del Clan, Ayla. Naciste de los Otros, debes estar con ellos. Tendrás que irte, niña, encontrar a los tuyos.

—¿Irme? ¿Adónde podría ir, Iza? No conozco a los Otros. No sabría siquiera dónde buscarlos.

—En el norte, Ayla. Vete al norte. Hay muchos al norte de aquí, en la tierra continental más allá de la península. No puedes seguir aquí. Broud encontrará la manera de lastimarte. Vete y encuéntralos, hija mía. Encuentra a tu propia gente, encuentra a tu propio compañero.

No se había ido entonces. No pudo. Luego no tuvo otro remedio. Ahora tenía que encontrar a los Otros, no quedaba nadie más. Nunca podría regresar; nunca volvería a ver a su hijo.

Las lágrimas corrían por el rostro de Ayla. No había llorado antes. Su vida estaba en juego cuando se fue, y la pena era un lujo que no podía permitirse, pero una vez pasada la barrera, no pudo retenerla.

—Durc…, mi pequeño —sollozó, hundiendo el rostro entre las manos—. ¿Por qué me lo arrebató Broud?

Lloró por su hijo y por el clan que había dejado atrás; lloró por Iza, la única madre que podía recordar; y lloró por su soledad y su temor ante el mundo desconocido que la esperaba. Pero no por Creb, que la había querido como si fuera su propia hija, todavía no; la pena era demasiado reciente; no estaba preparada para hacerle frente.

Cuando se le terminaron las lágrimas, Ayla se encontró mirando las olas que se estrellaban allá abajo. Vio las olas estallar en chorros de espuma y bañar después las rocas dentadas.

«Habría sido tan fácil», pensó.

«¡No! —Y meneando la cabeza, se enderezó—. Le dije que podía quitarme a mi hijo, que podía obligarme a marcharme, que podía maldecirme con la muerte, ¡pero que no podría hacer que me muriera!».

Sintió el sabor de la sal y una sonrisa sesgada cruzó su rostro. Sus lágrimas siempre habían desorientado a Iza y a Creb. Los ojos de la gente del Clan no echaban agua a menos que estuvieran enfermos, ni siquiera los de Durc. Había mucho de ella en el niño, podía emitir sonidos como los suyos, pero los grandes ojos oscuros de Durc eran del Clan.

Ayla bajó rápidamente. Al echarse el cuévano a la espalda, se preguntó si sus ojos eran realmente débiles o si a todos los Otros también les llorarían los ojos. Acto seguido, otro pensamiento le pasó por la mente: «Encuentra a tu propia gente, encuentra a tu propio compañero».

La joven siguió su camino hacia el oeste a lo largo de la costa, cruzando numerosos ríos y arroyos que se abrían paso hacia el mar interior, hasta que llegó a un río bastante grande. Entonces se orientó hacia el norte, siguiendo al agua torrentosa tierra adentro y buscando un lugar por donde pudiera vadear. Atravesó la franja costera de pinos y alerces, una zona boscosa en la que ocasionalmente se erguía un gigante dominando a sus parientes enanos. Cuando llegó a las estepas continentales, matorrales de sauces, abedules y álamos temblones se unieron a las coníferas apretadas que bordeaban el río.

Siguió cada meandro, cada recodo del curso, y cada día que pasaba se sentía más inquieta. El río estaba llevándola de nuevo hacia el este, en una dirección generalmente nordeste. Ella no quería ir hacia el este, pues algunos clanes cazaban en la parte oriental del continente. Había decidido orientarse hacia el oeste en su viaje al norte. No quería correr el riesgo de encontrarse con alguien del Clan… ¡y menos con la maldición de muerte que pesaba sobre ella! Tendría que encontrar el modo de atravesar el río.

Cuando el río se ensanchó y se separó en dos canales, con un islote cubierto de grava en medio y unas orillas rocosas a las que se aferraba la maleza, decidió arriesgarse a cruzar. Unas cuantas peñas enormes en el canal, al otro lado del islote, le hicieron pensar que tal vez fuera poco profundo y pudiera vadearse. Nadaba bien, pero no deseaba que sus ropas y su cuévano se mojaran; tardarían demasiado en secarse y las noches seguían siendo frías.

Yendo y viniendo a lo largo de la ribera, observó el agua que corría rápidamente. Una vez hubo decidido cuál era el tramo que le parecía menos hondo, se quitó la ropa, la metió toda en el cuévano y, sosteniendo éste en alto, penetró en el agua. Las rocas estaban resbaladizas bajo sus pies y la corriente amenazaba con hacerle perder el equilibrio. A medio camino del primer canal, el agua le llegaba a la cintura, pero consiguió alcanzar el islote sin sufrir ningún percance. El segundo canal era más ancho. No estaba segura de que fuera vadeable, pero estaba a mitad del camino y no quería darse por vencida.

Se encontraba ya más allá de la mitad de la corriente cuando el río se hizo más profundo, tanto que tuvo que caminar de puntillas, con el agua al cuello, sosteniendo el cuévano por encima de su cabeza. De repente el fondo se hundió. La cabeza de Ayla se sumergió e involuntariamente tragó agua. Casi instantáneamente empezó a agitar los pies en el agua, sin soltar el cuévano; lo afirmó con una mano, mientras con la otra trataba de aproximarse a la orilla opuesta. La corriente la levantó y la sostuvo, pero sólo una corta distancia. Sintió piedras bajo sus pies y poco después estaba trepando por el ribazo.

Dejando el río a sus espaldas, Ayla se puso nuevamente a recorrer la estepa. A medida que los días soleados se fueron haciendo más frecuentes que los lluviosos, la estación cálida le dio finalmente alcance y la dejó atrás en su camino hacia el norte. Las yemas dieron paso a las hojas en árboles y maleza y las coníferas enarbolaban sus agujas suaves, verde claro, en el extremo de ramas y ramitas. Arrancaba algunas para mascarlas mientras caminaba, paladeando el sabor a pino, algo picante.

Adoptó la rutina de viajar todo el día hasta encontrar, antes del atardecer, un arroyo o un riachuelo junto al que acampaba. Todavía era fácil encontrar agua. Las lluvias primaverales y la fusión de los hielos del norte hacían que los ríos se desbordaran y se inundaran los barrancos y marjales, que más tarde se convertirían en cárcavas secas o, en el mejor de los casos, en arroyos fangosos. La abundancia de agua era una fase efímera. La humedad sería rápidamente absorbida, pero no antes de que florecieran las estepas.

Casi de la noche a la mañana, flores herbáceas blancas, amarillas y púrpura —menos frecuentes eran el azul fuerte o el rojo brillante— cubrieron la tierra, fundiéndose en la distancia con el verde joven predominante de la hierba nueva. Ayla se deleitaba ante la belleza de la estación; la primavera había sido siempre su estación predilecta.

A medida que las planicies abiertas comenzaban a bullir de vida, Ayla hizo menos uso de la escasa provisión de alimentos conservados que llevaba y comenzó a vivir de la tierra. Esto no retrasaba mucho su marcha. Todas las mujeres del Clan aprendían a cortar hojas, flores, brotes y bayas mientras viajaban, casi sin detenerse. Ayla arrancó las hojas y las ramitas de una rama más gruesa, afiló un extremo con un cuchillo y la utilizó para arrancar bulbos y raíces con la misma prontitud. Recolectar era fácil: sólo tenía que alimentarse a sí misma.

Pero la joven contaba con una ventaja que las mujeres del Clan no solían tener: podía cazar. Sólo con la honda, claro está, pero incluso los hombres estaban de acuerdo —una vez se hicieron a la idea de que pudiera cazar— en que era la más hábil cazadora con honda de todo el Clan. Había aprendido sola y pagó cara aquella habilidad suya.

Como las hierbas recién salidas de la tierra tentaban a las ardillas terrestres, a los hamsters gigantes, a los jerbos grandes, a los conejos y a las liebres recién salidos de sus nidos invernales, Ayla comenzó a llevar nuevamente la honda metida en la correa que le sujetaba la capa de pieles. Llevaba también en el mismo sitio el palo de cavar, pero su bolsa de medicinas estaba, como siempre, colgada de la correa que, alrededor del talle, le sujetaba su prenda interior.

Abundaba el alimento; la leña y el fuego resultaban algo más difíciles de conseguir. Podía encender una fogata, porque en los matorrales y árboles bajos que conseguían sobrevivir a lo largo de algunos de los ríos de temporada, había con frecuencia leña seca. Siempre que tropezaba con ramas secas o boñigas, las recogía también. Pero no hacía fuego todas las noches. En ocasiones no disponía del material adecuado, o estaba demasiado verde o mojado, y otras veces se sentía cansada y no quería tomarse esa molestia.

En cualquier caso, no le gustaba dormir en descampado sin la seguridad que proporcionaba una hoguera. La inmensidad herbosa daba vida a muchísimos rumiantes grandes, pero sus filas se veían diezmadas por diferentes cazadores de cuatro patas. Generalmente una hoguera los mantenía a distancia. Era práctica común en el Clan que un varón de categoría transportara un carbón durante los viajes para encender la siguiente hoguera, pero a Ayla no se le había ocurrido llevar consigo materiales para hacer fuego. Una vez que cayó en la cuenta, se preguntó por qué no se le habría ocurrido antes.

No era fácil encender fuego, si la leña estaba demasiado verde o húmeda, con el palo de frotar y la plataforma de madera plana. Cuando encontró el esqueleto de un uro, pensó que sus problemas estaban solucionados.

La luna había recorrido otro ciclo de sus fases y la húmeda primavera estaba convirtiéndose en un cálido verano tempranero. Ayla seguía recorriendo la vasta llanura costera que se inclinaba suavemente hacia el mar interior. El limo arrastrado por las inundaciones de temporada formaba frecuentemente largos estuarios parcialmente cerrados por bancos de arena o bien bloqueados por completo y convertidos en lagunas y albuferas.

Ayla había acampado en un paraje seco junto a una charca a media mañana. El agua parecía estancada, no potable, pero su bolsa para agua estaba casi vacía. Metió la mano para probarla y escupió el líquido fétido; después se enjuagó la boca con un sorbo de su cantimplora.

«Me pregunto si los uros beberán este agua», pensó, al ver huesos blanqueados y una calavera con largos cuernos afilados. Se apartó del agua estancada con su espectro de muerte, pero los huesos no se borraban de su pensamiento. Seguía viendo la calavera blanca y los largos cuernos, curvos y huecos…

Se detuvo junto a un río casi a mediodía y decidió hacer fuego y asar un conejo que había cazado. Sentada bajo el cálido sol, haciendo girar el palo de hacer fuego entre las palmas sobre la plataforma de madera, suspiraba porque apareciera Grod con el carbón que llevaba en…

Dio un brinco, metió en el cuévano el palo y la base de madera, colocó encima el conejo y echó a correr volviendo sobre sus pasos. Cuando llegó a la charca, buscó la calavera. Grod solía llevar un carbón encendido, envuelto en musgo seco o en liquen, dentro del largo cuerno hueco de un uro. Por tanto, si ella seguía su ejemplo, podría transportar su propio fuego.

Mientras tiraba del cuerno sintió una punzada de remordimiento: las mujeres del Clan no transportaban fuego; estaba prohibido.

«Pero ¿quién lo llevará por mí, si no?», pensó, tirando con fuerza hasta arrancar el cuerno. Se alejó rápidamente, como si creyera que esa acción prohibida había atraído sobre ella miradas observadoras llenas de reprobación.

Hubo un tiempo en que su supervivencia fue cuestión de ajustarse a un modo de vida ajeno a su naturaleza. Ahora dependía de su capacidad para superar los condicionamientos de su niñez y de que supiera pensar por sí misma. El asta de uro era un comienzo, así como buen presagio en cuanto a sus oportunidades.

Sin embargo, llevar fuego era bastante más complicado de lo que ella había supuesto. Por la mañana buscó musgo seco para envolver su carbón prendido. Pero el musgo, tan abundante en la región boscosa próxima a la caverna, no existía en las planicies abiertas y secas. Finalmente, decidió usar hierba. Con gran desaliento comprobó que la brasa se había apagado cuando se dispuso a acampar de nuevo. Sin embargo, sabía que podría lograrse, y a menudo había protegido hogueras para que se mantuvieran encendidas toda la noche. Poseía los conocimientos necesarios. A fuerza de pruebas y de muchas brasas apagadas, consiguió descubrir la manera de conservar algo de fuego de un campamento a otro. Y también llevaba colgada de su correa el asta de uro.

Ayla encontraba siempre el medio de atravesar los ríos que le salían al paso vadeándolos, pero cuando se halló frente al gran río, comprendió que tendría que emplear otro método. Había avanzado contracorriente varios días; pero ahora el curso volvía hacia el noroeste sin reducir su anchura.

Aun cuando ya se creía fuera del territorio que podía ser recorrido por los cazadores del Clan, no quería seguir hacia el este. Ir al este significaba regresar al Clan. No podía regresar; ni siquiera deseaba orientarse en aquella dirección. Y tampoco podía permanecer allí, acampando a cielo raso junto al río. Tendría que cruzar; no le quedaba otra salida.

Pensó que sería posible cruzarlo a nado —siempre había sido buena nadadora—, pero sin sostener por encima de su cabeza el cuévano que contenía todas sus posesiones; éste era el problema.

Estaba sentada al lado de un modesto fuego, al abrigo de un árbol caído cuyas ramas desnudas se bañaban en el río. El sol de la tarde brillaba sobre el fluir constante del río que discurría veloz. De cuando en cuando pasaban desperdicios flotando. Esto le recordó el río que corría junto a la caverna y la pesca del salmón y el esturión allí donde aquél desembocaba en el mar interior. Entonces solía disfrutar nadando aun cuando eso preocupaba a Iza. Ayla no recordaba haber aprendido a nadar; parecía ser algo innato en ella.

«Me pregunto por qué a nadie más le gustaba nadar», se decía al rememorar aquellos días. «Creían que yo era rara porque me gustaba adentrarme en el mar… hasta el día en que Ona estuvo a punto de ahogarse».

Recordó que todos le habían estado agradecidos por salvar la vida de la niña. Incluso Brun la ayudó a salir del agua. Entonces había experimentado una cálida sensación de ser aceptada, de ser realmente una de ellos. Sus piernas largas y rectas, su cuerpo delgado, su excesiva estatura, su cabello rubio, sus ojos azules y su frente alta no importaron ya. Algunos del clan intentaron aprender a nadar después de aquello, pero no flotaban bien y les asustaban las aguas profundas.

«Me pregunto si Durc podría aprender. Nunca fue tan pesado como los otros bebés, y nunca será tan musculoso como la mayoría de los hombres. Creo que podría…

»¿Quién va a enseñarle si yo no estoy allí? Uba no sabe. Ella le cuidará; le quiere tanto como yo, pero no sabe nadar. Y Brun tampoco. Brun le enseñará a cazar, lo protegerá. No permitirá que Broud le haga daño a mi hijo, lo prometió… aun cuando se suponía que ya no podía verme. Brun fue un buen jefe, no como Broud…

»¿Es posible que Broud haya hecho que Durc se iniciara dentro de mí?». Ayla se estremeció recordando cómo la había forzado Broud. «Iza decía que los hombres actuaban así con las mujeres que les gustaban, pero Broud sólo lo hacía porque sabía cuánto horror me causaba. Todos dicen que lo que inicia los bebés es el espíritu de un tótem. Pero ningún hombre tiene un tótem lo suficientemente fuerte para vencer a mi León Cavernario. Sólo quedé embarazada después de que Broud comenzara a forzarme, y todos se sorprendieron. Nadie pensó que yo llegaría a tener un bebé…

»Ojalá pueda verle cuando sea grande. Ya está alto para su edad, como yo. Será el hombre más alto del clan, estoy segura…

»¡No, no lo estoy! Nunca lo sabré. No volveré a ver a Durc.

»Deja de pensar en él, se ordenó a sí misma, secándose una lágrima». Se levantó y echó a andar hacia la orilla del río. «De nada sirve pensar en él. Y con eso no voy a cruzar el río».

Había estado tan sumida en sus pensamientos que no reparó en el tronco en forma de horquilla que flotaba cerca de la orilla. Miraba con cierta fijeza desinteresada cómo las ramas abiertas del árbol caído lo detenían entre sus ramas enmarañadas, y contemplaba sin verlo el tronco que oscilaba y luchaba por liberarse durante un rato. Pero tan pronto como se fijó en él, vio también las posibilidades que encerraba.

Vadeó las aguas poco profundas y tiró de él arrastrándolo hasta la playa. Era la parte superior del tronco de un árbol de buen tamaño, recientemente quebrado por una violenta inundación río arriba, y no estaba saturado de agua. Con un hacha de mano que llevaba en uno de los repliegues de su capa de cuero, recortó la más larga de las dos ramas bifurcadas hasta dejarla del mismo tamaño que la otra; después las limpió de las ramitas que estorbaban, dejando dos vástagos bastante largos.

Después de echar una mirada en derredor, se dirigió hacia un grupo de abedules cubiertos de clemátides trepadoras. Tirando de una liana leñosa joven consiguió desprender toda una planta larga y resistente. Regresó arrancando las hojas. Entonces extendió su tienda de cuero en el suelo y colocó encima el contenido de su cuévano. Ya era hora de hacer inventario y volver a guardarlo todo ordenadamente.

Puso sus polainas de cuero y sus manoplas de piel en el fondo del cuévano junto con el manto forrado de pieles, ya que ahora usaba el de verano; no los necesitaría antes del próximo invierno. Se detuvo un instante, preguntándose dónde se encontraría el invierno próximo, pero no deseaba pensar en ello. Interrumpió de nuevo su tarea al coger el manto de cuero fino y flexible que había usado para cargar a Durc sobre la cadera cuando le llevaba a cuestas.

No le hacía falta, no era necesario para su supervivencia. Sólo se lo había llevado porque era algo que había estado en contacto con el niño. Lo acercó a su mejilla, después lo dobló cuidadosamente y lo metió en el cuévano. Encima colocó las tiras de cuero suave que utilizaba durante su menstruación. A continuación, un par de protectores de los pies de repuesto. Ahora andaba descalza, pero seguía poniéndoselos cuando hacía frío o humedad, y estaban muy desgastados. Se alegraba de haberse traído un segundo par.

Después examinó sus alimentos. Había un paquete de corteza de abedul lleno de azúcar de arce, el último que le quedaba. Ayla lo abrió, partió un trozo y se lo comió, preguntándose si volvería a probar el azúcar de arce cuando se le acabara aquél.

Le quedaban varios panes de viaje, del tipo del que se llevaban los hombres cuando iban de cacería; se componían de grasa derretida, carne seca molida y frutos secos. Sólo de pensar en la rica grasa se le hizo la boca agua. La mayoría de los animalitos que cazaba con la honda eran magros. Sin los alimentos vegetales que recolectaba, se hubiera consumido poco a poco con una dieta que constaba sólo de proteínas. También las grasas o los carbohidratos eran necesarios en una forma u otra.

Puso los panes de viaje en el cuévano sin caer en la tentación de comer de ellos un solo bocado, reservándolos para casos de emergencia. Agregó algunas tiras de tasajo —duro como el cuero, pero nutritivo—, unas pocas manzanas secas, algunas avellanas, unos saquitos de grano recogido de las hierbas de la estepa cerca de la caverna, y tiró una raíz podrida. Encima de los alimentos colocó su tazón, su capucha de piel de lobo y los protectores de los pies desgastados.

Desató su bolsa de medicinas de la correa que le servía de cinturón y frotó con la mano la suave piel impermeable de nutria, sintiendo los duros huesos de rabo y patas. La correa que cerraba la bolsa estaba enjaretada alrededor del orificio, y la cabeza curiosamente aplastada, que seguía sujeta por la parte posterior del cuello, servía de tapa. Iza la había hecho para ella, transmitiendo el legado de madre a hija, cuando Ayla se convirtió en la curandera del Clan.

Recordó de pronto, al cabo de varios años, la primera bolsa de medicinas que le había hecho Iza, la que Creb había quemado la primera vez que la maldijeron. Brun tuvo que hacerlo. No estaba permitido que las mujeres tocaran las armas, y Ayla había estado empleando la honda durante varios años. Aun así le había dado la oportunidad de regresar… si podía sobrevivir.

«Tal vez me dio una oportunidad mayor de lo que él creía», pensó. «Me pregunto si estaría viva ahora, de no haber aprendido cómo la maldición de muerte le hace desear a una estar muerta. Salvo por haber tenido que abandonar a Durc, creo que la primera vez fue más duro. Cuando Creb quemó todas mis cosas, hubiera querido morirme».

No había podido pensar en Creb, el dolor era demasiado reciente, la pena demasiado viva. Había amado al viejo mago tanto como a Iza. Él había sido hermano de Iza y también de Brun. Privado de un ojo y de parte del brazo, Creb nunca había cazado, pero era el más grande de todos los hombres santos de los clanes. Mog-ur, respetado y temido… Su rostro viejo, tuerto y cubierto de cicatrices era capaz de amedrentar al más valeroso cazador, pero Ayla había conocido su lado más tierno.

La había protegido, se había preocupado por ella, la había amado como hija de una compañera que nunca tuvo. Ayla había tenido tiempo para acostumbrarse a la idea de que Iza había muerto, tres años antes, y aunque le dolía la separación, sabía que Durc seguía con vida. No había llorado a Creb. De repente, gritó su nombre.

—¡Creb…! ¡Oh, Creb…! ¿Por qué entraste de nuevo en la caverna? ¿Por qué tuviste que morir?

Sollozó desconsoladamente en la bolsa impermeable de piel de nutria. Entonces, desde muy adentro, un gemido agudo estalló en su garganta. Se meció de atrás para adelante, incapaz de contener su angustia, su pena y su desesperación. Pero allí no había un clan amante para unirse a sus lamentos y compartir su duelo. Se lamentaba sola, se lamentaba por su soledad.

Cuando se agotaron sus gemidos, se sintió vacía, pero su tremendo desconsuelo se había aliviado. Al cabo de un rato se acercó al río y se lavó el rostro, ocupándose después de introducir su bolsa de medicinas en el cuévano. No necesitó comprobar el contenido, sabía perfectamente lo que había dentro.

Agarró el palo de cavar y de repente lo arrojó lejos de sí, a impulsos de una ira que había venido a sustituir al dolor y fortalecía su determinación. «¡Broud no conseguirá que me muera!».

Aspiró profundamente y se impuso a sí misma seguir llenando el cuévano. Metió en él los materiales para hacer fuego y el cuerno de uro, después cogió algunas herramientas de pedernal que llevaba entre los pliegues de su manto. De otro repliegue sacó un guijarro redondo, lo lanzó al aire y lo cogió al vuelo. Cualquier piedra que tuviera el tamaño exacto podía ser lanzada con la honda, pero la puntería mejoraba con proyectiles redondos y suaves. Guardó los pocos que tenía.

Entonces llevó la mano a su honda, una tira de piel de venado con una bolsa en el centro para colocar las piedras y con largos extremos retorcidos por el uso. Desde luego que se quedaba con ella. Desató una larga cinta de cuero, colocada alrededor de su manto de piel suave de venado de manera que se formaran pliegues para llevar cosas. Cayó el manto y Ayla se quedó desnuda, excepto por la bolsita de cuero que llevaba colgada de un cordel rodeándole el cuello y que contenía su amuleto. Se lo quitó pasándoselo por la cabeza y se sintió más desnuda sin el amuleto que sin el manto, porque los objetos pequeños y duros que encerraba la pequeña bolsa resultaban tranquilizadores.

Eso era todo: la suma total de sus posesiones, lo único que necesitaba para vivir…, eso y los conocimientos, la habilidad, la experiencia, la inteligencia, la decisión y el valor.

Rápidamente enrolló su amuleto, sus herramientas y su honda en el manto y lo metió todo en el cuévano; después envolvió éste en la piel de oso y lo amarró con la correa más larga. Volvió a enrollarlo todo dentro de la tienda de piel de uro y lo ató al tronco con la liana en el punto en que las ramas formaban la horquilla.

Se quedó mirando al ancho río y al lejano ribazo y pensó en su tótem; a continuación cubrió el fuego con arena y empujó el tronco, con todas sus preciosas posesiones, hacia el agua del río, alejándolo del árbol de la orilla. Colocándose en la horquilla, Ayla agarró los extremos de las ramas y de un empujón puso a flote su balsa.

Todavía helada por el hielo derretido del glaciar, el agua gélida le envolvió el cuerpo desnudo. Jadeó, respirando con dificultad, pero al acostumbrarse al frígido elemento, una especie de entumecimiento se apoderó de ella. La poderosa corriente se adueñó del tronco; trató de terminar su tarea llevándoselo hasta el mar, y lo empujó entre grandes oleadas, pero las ramas separadas impidieron que se diera la vuelta. Pataleando con fuerza, Ayla luchaba por abrirse paso a través del caudaloso río y se desvió en ángulo hacia la orilla opuesta.

Sin embargo, el avance era de una lentitud desesperante. Cada vez que alzaba la vista, le parecía que el otro lado del río estaba más lejos de lo que esperaba. Avanzaba mucho más río abajo que a través. Cuando la corriente la llevó más allá del lugar que había escogido para desembarcar, ya estaba cansada y el frío hacía descender la temperatura de su cuerpo; tiritaba y le dolían los músculos. Parecía como si hubiera estado pataleando desde siempre con piedras colgadas de los pies, pero no cejó en su lucha.

Al fin, agotada, se rindió a la fuerza inexorable de la corriente. El río, aprovechándose, se llevó la balsa improvisada a favor de la corriente, con Ayla desesperadamente aferrada al tronco que ahora la arrastraba a ella.

Sin embargo, más adelante, el curso del río estaba cambiando, su dirección sur derivaba hacia el oeste al rodear un saliente del terreno. Ayla había cruzado más de las tres cuartas partes del camino a través del impetuoso torrente antes de rendirse al agotamiento, y cuando vio la ribera rocosa, en un esfuerzo decidido, recobró el control.

Obligó a sus piernas a que patalearan, esforzándose para llegar a tierra antes de que el río la llevara más allá de aquel punto. Cerrando los ojos, se concentró en mantener las piernas en movimiento. De repente, con un sobresalto, sintió que el tronco rascaba el fondo y se detenía.

Ayla no podía moverse. Medio sumergida, estaba tendida en el agua, cogida a las ramas quebradas. Una oleada de la turbulenta corriente alzó el tronco, liberándolo de las rocas afiladas y llenando de pánico a la joven. Hizo un esfuerzo para ponerse de rodillas y empujó hacia delante el lastimoso tronco, anclándolo en la playa; después cayó de nuevo al agua.

Pero no pudo descansar mucho rato. Presa de violentos escalofríos dentro del agua helada, consiguió nadar hasta el saliente. Tiró de los nudos de la liana y consiguió aflojarlos; tirando de ellos, arrastró el envoltorio hasta la playa. Más difícil resultó desatar el cuero con sus dedos temblorosos.

El destino vino en su auxilio. La correa se rompió en un punto débil. Ayla agarró la larga tira de cuero, la apartó, hizo a un lado el cuévano y, metiéndose en la piel de oso, se cubrió con ella. Para cuando dejó de tiritar, se había quedado dormida.

Ayla se dirigió hacia el norte, ligeramente orientada hacia el oeste, después de su peligrosa travesía del río. Los días del verano se volvían más calurosos a medida que la joven exploraba la inmensa estepa en busca de alguna señal de existencia humana. Las floraciones herbáceas que habían alegrado la corta primavera se apagaron y la hierba alcanzó casi el alto de su cintura.

Agregó a su dieta alfalfa y trébol, y le encantó encontrar chufas ricas en almidón y algo dulces, cuyas raíces descubría siguiendo sus tallos rastreros. Las vainas de astrágalo se hinchaban con bolitas verdes y ovaladas; además, sus raíces también eran comestibles y a la joven no le costaba nada diferenciarlas de las venenosas. Cuando terminó la temporada de las yemas de lirios amarillos, las raíces seguían estando tiernas. Unas cuantas variedades de grosellas enanas, que maduraban temprano, habían comenzado a tomar color, y siempre podía comer algo fresco, pues abundaban las hojas nuevas de amaranto, mostaza u ortigas verdes.

A su honda no le faltaban blancos. Pikas esteparias, marmotas, jerbos grandes, liebres —con el pelaje de un gris oscuro y no blanco como en invierno— y, de cuando en cuando, algún hámster omnívoro, gigante, cazador de ratones, abundaban en las planicies. Pero la ortega del sauce, que vuela bajo, y la perdiz blanca siempre constituían un verdadero manjar. Ayla no podía comer perdiz blanca sin recordar que las gordas aves de patas emplumadas eran las predilectas de Creb.

Pero ésas eran sólo las criaturas más pequeñas que disfrutaban de la tranquilidad veraniega de la llanura. Ayla vio manadas de rengíferos, venados rojos y ciervos con enorme cornamenta; caballos esteparios robustos, asnos y onagros, tan parecidos entre sí; corpulentos bisontes o una familia de antílopes saiga se cruzaban eventualmente en su camino. En el rebaño de ganado salvaje, de un color entre negro y rojizo, con machos de casi dos metros de alzada, había becerros que mamaban de las enormes ubres de sus madres. A Ayla se le hizo la boca agua al pensar en el sabor del ternero lechal, pero su honda no era el arma adecuada para cazar uros. Divisó mamuts lanudos migratorios, vio un rebaño de bueyes almizcleros con las crías a sus espaldas y enfrentándose a una manada de lobos, y evitó con el mayor cuidado a una familia de rinocerontes enfurecidos. Recordó que era el tótem de Broud: «Muy apropiado», se dijo.

Mientras proseguía su camino hacia el norte, la joven pudo observar cierto cambio en el terreno. Comenzaba a volverse más seco y más desolado. Había llegado al límite septentrional, mal definido, de las estepas continentales, húmedas y nevadas. Más allá, hasta donde se alzaban las murallas mismas del inmenso glaciar septentrional, se extendían las áridas estepas del loess, un entorno que existía sólo cuando los glaciares cubrían la Tierra, durante el Período Glaciar.

Los glaciares, capas macizas y congeladas que se extendían sobre el continente, cubrían el Hemisferio Norte. Casi la cuarta parte de la superficie de la Tierra estaba sumida bajo sus inconmensurables y aplastantes toneladas. El agua, encerrada en sus confines, hacía que el nivel de los océanos descendiese, haciendo que la franja costera se extendiese y que se modificara la forma de las tierras. Ninguna parte del globo estaba a salvo de su influencia; las lluvias inundaban las regiones ecuatoriales y los desiertos se encogían, pero cerca de las orillas del hielo su efecto era aún más notable.

El vasto campo de hielo congelaba el aire que lo dominaba, haciendo que la humedad de la atmósfera se condensara y cayese en forma de nieve. Pero más cerca del centro, la alta presión se estabilizaba y originaba un frío extremadamente seco, empujando la nieve hacia los extremos. Los enormes glaciares crecían por el borde; el hielo era casi uniforme en toda su enorme extensión, una cubierta de hielo de más de un kilómetro de espesor.

Como la mayor parte de la nieve caía sobre el hielo y alimentaba al glaciar, la tierra que estaba justo al sur era seca… y estaba helada. La constante alta presión sobre el centro provocaba una caída atmosférica del aire frío y seco hacia presiones más bajas; el viento, que soplaba del norte, nunca cesaba de barrer las estepas, sólo variaba de intensidad. A lo largo de su recorrido arrastraba rocas que habían sido pulverizadas como harina en el límite movedizo del glaciar triturador. Las partículas transportadas por el viento pasaban como por un tamiz hasta adquirir una textura poco más áspera que la arcilla, el loess; depositadas sobre cientos de kilómetros y con un espesor de muchos metros, se convertían en tierra negra.

En invierno, vientos aulladores azotaban la escasa nieve caída sobre la yerma tierra helada. Pero la Tierra seguía girando sobre su eje inclinado, y las estaciones seguían cambiando. Temperaturas anuales medias de sólo unos pocos grados menos provocan la formación de un glaciar; unos pocos días calurosos causan unos efectos insignificantes si no alteran la media.

En primavera, la escasa nieve que caía sobre la tierra se derretía y la costra del glaciar se calentaba y chorreaba hacia abajo en dirección a las estepas. El agua de fusión suavizaba lo suficiente el suelo, por encima de la escarcha, para que brotaran hierbas de raíces poco profundas. La hierba crecía rápidamente, sabedora desde el corazón de su semilla que su vida sería breve. A mediados del verano se había convertido en heno seco, en todo un continente de tierras herbosas, con bolsas dispersas de selva boreal y tundra en las proximidades de los océanos.

En las regiones cercanas a los límites del hielo, allí donde la capa de nieve era delgada, la hierba proporcionaba forraje todo el año a incontables millones de animales herbívoros y consumidores de semillas que se habían adaptado al frío glacial… y a depredadores capaces de adaptarse a cualquier clima apropiado a su presa. Un mamut podía pastar al pie de una muralla brillante de hielo, de un blanco azulado, que se alzaba mil metros o más sobre su cabeza.

Las corrientes de agua y los ríos de temporada, alimentados por la fusión de los hielos, abrían surcos en el profundo loess y a menudo se abrían paso entre la roca sedimentaria hasta la plataforma cristalina de granito que yacía bajo el continente. Profundos barrancos y cañones de ríos eran comunes en el paisaje abierto, pero los ríos proporcionaban humedad y los cañones, protección contra el viento. Incluso en las áridas estepas de loess existían valles verdes.

El tiempo era cada vez más cálido y, a medida que transcurrían los días, Ayla se cansó de viajar. Se cansó de la monotonía de las estepas, del sol implacable y del viento incesante. Su cutis se volvió áspero, agrietado, y se peló. Tenía los labios cubiertos de costras, los ojos doloridos, la garganta siempre llena de polvo. A veces pasaba a través de un valle fluvial, más verde y boscoso que las estepas, pero ninguno le inspiró el deseo de quedarse y en ninguno de ellos había el menor rastro de vida humana.

Aun cuando los cielos eran generalmente claros, su búsqueda infructuosa proyectaba sobre ella una sombra de preocupación y temor. La tierra siempre estaba gobernada por el invierno. El más caluroso día del verano nunca mantenía muy alejado el rudo frío glacial. Había que hacer acopio de alimentos y encontrar protección para sobrevivir a la prolongada estación invernal. Ayla había vagado desde el principio de la primavera y ya empezaba a preguntarse si estaría condenada a recorrer perpetuamente las estepas… o a morir, después de todo.

Acampó al finalizar otro día igual a los anteriores. Había matado un animalito, pero su brasa se había apagado y la leña escaseaba cada vez más. Comió unos cuantos bocados crudos para no tener que hacer fuego, pero no sentía apetito. Tiró la marmota a un lado, aunque parecía que también la caza empezaba a escasear… o tal vez ella no buscaba ya con tanta atención. Recolectar también se hacía difícil. La tierra estaba dura, seca y entretejida con plantas secas. Y allí nunca amainaba el viento.

Durmió mal, atormentada por pesadillas, y despertó sin haber conseguido descansar. No tenía nada que comer, hasta la marmota que había descartado había desaparecido. Bebió un poco de agua insípida, cogió su cuévano y se puso en marcha hacia el norte. Cerca del mediodía encontró, junto al lecho de un río, unas charcas a punto de secarse y cuya agua tenía un sabor ácido. A pesar de ello, llenó su odre. Arrancó algunas raíces de espadaña; aunque correosas y blancuzcas, las fue masticando mientras avanzaba cansadamente. No quería seguir adelante, pero no se le ocurría nada mejor. Desanimada y apática, no prestaba gran atención a su camino. No se dio cuenta de que una manada de leones estaba tomando el sol de la tarde hasta que uno de ellos lanzó un rugido de advertencia.

El temor se apoderó de ella, despertando su conciencia. Retrocedió y dio un rodeo para evitar el territorio de los leones. Había llegado suficientemente al norte. Era el espíritu del León Cavernario lo que la protegía, no la enorme bestia en su forma física. Que fuera su tótem no significaba que la mantuviera a salvo de un ataque. En realidad, así fue como Creb supo que su tótem era el León Cavernario. Ayla seguía llevando cuatro largas cicatrices paralelas en el muslo izquierdo, y tenía siempre la misma pesadilla: una zarpa gigantesca que se introducía en la cueva diminuta donde se había refugiado para ocultarse siendo una niña de cinco años. Recordó haber soñado con esa zarpa la noche anterior. Creb le había dicho que había sido sometida a prueba para ver si lo merecía, y que estaba señalada como muestra de que había sido elegida. Inconscientemente, tendió la mano y tocó las cicatrices de la pierna. «Me pregunto por qué me escogería el León Cavernario», pensó.

El sol deslumbraba mientras se hundía en el cielo por el oeste. Ayla había estado trepando por una cuesta larga, buscando un lugar donde acampar. «Otra vez una acampada sin agua», pensó, y se alegró de haber llenado su bolsa. Pero tendría que encontrar agua pronto. Estaba cansada, hambrienta y trastornada por haberse dejado llevar tan cerca de los leones cavernarios.

¿Sería una señal? ¿Sería tan sólo cuestión de tiempo? ¿Qué le hacía pensar que podría librarse fácilmente de una maldición de muerte?

El brillo del horizonte era tan intenso que no se dio cuenta de que estaba al borde de un precipicio. Se protegió los ojos con las manos, se detuvo y vio bajo sus pies un barranco. Un riachuelo de agua reluciente corría allá abajo, flanqueado a ambos lados por árboles y matorrales. Un desfiladero de farallones rocosos se abría sobre un valle fresco, verde y abrigado. A medio camino, hacia abajo, en medio de un campo, los últimos rayos alargados del sol caían sobre una pequeña manada de caballos que pastaban apaciblemente.