26

—Ayla, no recuerdo haber comido nunca nada tan sabroso. ¿Dónde aprendiste a guisar tan bien? —dijo Jondalar, sirviéndose al mismo tiempo otro trozo de la deliciosa y bien condimentada perdiz blanca.

—Iza me enseñó —¿dónde podría haber aprendido? Era el plato predilecto de Creb. Ayla no sabía por qué, pero la pregunta la irritó un poco. ¿Por qué no iba a saber cocinar?—. Una curandera sabe de hierbas, Jondalar: las que curan y las que dan sabor.

Él captó el tono de fastidio en la voz de la joven y se preguntó cuál sería la causa. Sólo había querido felicitarla. La comida estaba buena; excelente, en realidad. Pensándolo bien, todo lo que ella preparaba era delicioso. Muchos de los alimentos resultaban desconocidos para él, pero una de las razones para viajar consistía en vivir nuevas experiencias, y aunque desconocida, la calidad era evidente.

«Y ella lo hace todo. Empezando por la infusión caliente de la mañana, lo hace con tal naturalidad que uno se olvida de todo lo que hace. Cazó, cosechó y cocinó esta comida. Lo proporcionó todo. Lo único que haces es comértelo, Jondalar. No has aportado nada. Lo has recibido todo y no has dado nada a cambio… menos que nada.

»Y ahora la felicitas…, palabras. ¿Puedes reprocharle que se sienta fastidiada? Se alegrará cuando te vayas, sólo sirves para darle más trabajo.

»Podrías cazar un poco, por lo menos devolverle algo de la carne que has comido. De todos modos, eso sería muy poco, ¡después de todo lo que ha hecho por ti! ¿No se te ocurre nada más… duradero? Ya caza bastante bien ella sola. ¿De qué serviría un poco más de caza?

»Pero ¿cómo lo consigue con esa lanza tan rudimentaria? Me pregunto…, ¿le parecería que estoy insultando a su Clan si yo… le ofreciera…?».

—Ayla…, yo, ejem…, me gustaría decirte algo, pero no quisiera ofenderte.

—¿Por qué te preocupa ahora ofenderme? Si tienes algo que decir, dilo —su irritación era patente, y él sintió tanta pena que en poco estuvo que se quedara callado.

—Tienes razón. Es un poco tarde. Pero me preguntaba… ejem… ¿Cómo cazas con esa lanza?

La pregunta la intrigó.

—Abro una zanja y corro; no, provoco una estampida en una manada, hacia la zanja. Pero el invierno pasado…

—¡Una trampa! Por supuesto, entonces puedes acercarte lo suficiente para usar esa lanza. Ayla, has hecho tanto por mí que quisiera hacer algo por ti antes de marcharme, algo que valga la pena. Pero no quiero que mi sugerencia te ofenda. Si no te gusta, lo olvidas y ya está. ¿De acuerdo?

Ella asintió con la cabeza, algo aprensiva pero curiosa.

—Tú eres… eres una buena cazadora, especialmente considerando tu arma, pero creo que puedo enseñarte la manera de hacerlo más fácil, con una mejor arma de caza, si me lo permites.

El fastidio de Ayla se evaporó.

—¿Quieres eseñarme a usar un arma mejor para cazar?

—Y una manera más fácil de cazar…, a menos que no quieras. Hará falta algo de práctica…

Ayla meneó la cabeza, incrédula.

—Las mujeres del Clan no cazan, y ningún hombre quería que yo cazara…, ni siquiera con la honda. Brun y Creb sólo lo permitieron para apaciguar a mi tótem. El León Cavernario es un poderoso tótem masculino, y les hizo saber que él quería que yo cazara. No se atrevieron a desafiarlo —de repente recordó una escena, viva aún en su memoria—. Hicieron una ceremonia especial —se tocó la pequeña cicatriz que tenía en la garganta—. Creb sacó sangre de mi cuello como sacrificio a los antiguos, para convertirme en la Mujer que Caza.

»Cuando encontré este valle, la única arma que conocía era mi honda. Pero una honda no basta, de modo que hice lanzas como las que utilizaban los hombres, y aprendí a cazar con ellas, lo mejor que pude. Nunca creía que un hombre me quisiera enseñar una manera mejor de hacerlo —se detuvo y se miró el regazo, súbitamente abrumada—. Te lo agradecería muchísimo, Jondalar. No puedo decirte cuánto.

Las líneas de tensión que surcaban la frente del hombre se borraron. Creyó ver que brillaba una lágrima. ¿Significaría eso tanto para ella? ¡Y él que pensó que no lo tomaría a bien! ¿Llegaría a comprenderla algún día? Cuanto más la conocía, menos sabía de ella. ¿Aprendería sola?

—Necesitaré hacer algunas herramientas especiales y algunos huesos; los de pata de ciervo que encontré servirán, pero hará falta remojarlos. ¿Tienes algún recipiente que pueda servir para remojar huesos?

—¿De qué tamaño lo quieres? Tengo muchos recipientes —dijo, levantándose.

—Puedo esperar a que termines de comer, Ayla.

Ya no tenía ganas de comer: estaba demasiado excitada. Pero él no había terminado. Ayla se volvió a sentar y se puso a picotear la comida hasta que él se dio cuenta de que no comía.

—¿Quieres que busquemos ahora entre los recipientes? —preguntó.

Ayla se puso de pie de un salto, se fue al área de almacenamiento y regresó a buscar una lámpara de piedra; estaba oscuro el fondo de la cueva. Entregó la lámpara a Jondalar mientras ella descubría canastos, tazones y recipientes de corteza de abedul que estaban recogidos y metidos unos dentro de otros. Él alzaba la lámpara para alumbrar mejor, y echó una mirada a su alrededor. Había allí mucho más de lo que ella pudiera necesitar.

—¿Tú has hecho todo eso?

—Sí —contestó, buscando entre los montones.

—Te habrá llevado días…, lunas…, estaciones. ¿Cuánto tiempo empleaste?

Ayla trató de hallar el modo de contestar.

—Estaciones, muchas estaciones. La mayor parte las hice durante la estación fría. No tenía otra cosa que hacer. ¿Alguno de éstos es del tamaño conveniente?

Jondalar miró los recipientes que ella había sacado y eligió varios, más por examinar la artesanía que por escoger. Resultaba difícil de creer. Por muy hábil que fuera o muy rápida con sus manos, habría tardado mucho en hacer las canastas finamente trenzadas y los tazones de fino acabado. ¿Cuánto tiempo llevaría allí sola?

—Éste estaría bien —dijo, escogiendo un tazón grande en forma de artesa con los laterales altos. Ayla recogió todo lo demás ordenadamente y lo volvió a guardar mientras Jondalar sostenía la lámpara.

«Tenía que ser poco más que una niña cuando llegó», pensaba Jondalar. «No es mayor, ¿o sí?». Era difícil de apreciar. Tenía una presencia sin edad, cierta ingenuidad que casaba mal con su cuerpo pleno y maduro de mujer. Había dado a luz; era una mujer de pies a cabeza. «Me pregunto qué edad tendrá».

Bajaron por el sendero; Jondalar llenó de agua el tazón y examinó los huesos de pata que había encontrado en el depósito de desechos.

—Éste tiene una raja que no había visto —dijo, mostrándole el hueso antes de descartarlo. Los demás los metió en el agua. Mientras regresaban a la cueva, trató de calcular la edad de Ayla. «No puede ser demasiado joven…, es una curandera demasiado experta. Pero ¿será de mi misma edad?».

—Ayla, ¿cuánto tiempo hace que llegaste aquí? —preguntó mientras entraban en la cueva, sin poder dominar más su curiosidad.

Ella se detuvo sin saber qué contestar ni cómo podría hacerle comprender. Recordó sus varas de contar, pero aun cuando Creb le había enseñado cómo hacer las marcas, se suponía que ella no debía saberlo. Jondalar tal vez no lo aprobara. «Pero ya se va a marchar», pensó.

Sacó un haz de las varas que había marcado diariamente, lo desató y las extendió.

—¿Qué es eso? —preguntó Jondalar.

—Me has preguntado cuánto tiempo hace que llegué. No sé cómo decírtelo, pero desde que encontré este valle, he hecho una muesca en una vara cada noche. He estado aquí tantas noches como marcas hay en mis varas.

—¿Sabes cuántas marcas hay?

Ayla recordó lo frustrada que se había sentido cuando trató de sacar algo en limpio de sus varas marcadas.

—Tantas como las que hay —contestó.

Jondalar cogió una de las varas, intrigado. Ayla no sabía las palabras para contar, pero tenía cierta intuición. Ni siquiera todos los de su Caverna las captaban plenamente. La magia poderosa de su significado no les era concedida a todos. Zelandoni le había explicado algunas. Él no conocía toda la magia que encerraban, pero sabía más que muchos que no habían tenido la vocación. ¿Dónde habría aprendido Ayla a marcar las varas? ¿Cómo una persona criada por cabezas chatas podría tener alguna noción de las palabras para contar?

—¿Cómo aprendiste a hacer esto?

—Me enseñó Creb; hace mucho. Cuando era una niña pequeña.

—Creb…, ¿el hombre en cuyo hogar vivías? ¿Él sabía lo que significaban? ¿No estaba haciendo señales y nada más?

—Creb era… Mog-ur…, hombre santo. El Clan volvía los ojos hacia él para saber cuál era el momento conveniente para ciertas ceremonias, como los días de imponer nombres o las Reuniones del Clan. Así era como sabía. No creo que pensara que yo pudiera comprender…, es difícil incluso para los mog-ures. Me enseñó para que no estuviera haciéndole preguntas todo el tiempo. Después me dijo que no hablara más de ello. Una vez, cuando era ya mayor, me sorprendió marcando los días del ciclo de la luna y se enojó mucho.

—Ese… Mog-ur —a Jondalar le resultaba difícil la pronunciación—, ¿era un santo, alguien sagrado, como un Zelandoni?

—Yo no sé. Tú dices Zelandoni cuando hablas de curar. Mog-ur no era curandero. Iza conocía las plantas y las hierbas…, era curandera. Mog-ur conocía los espíritus. Él la ayudaba hablándoles.

—Un Zelandoni puede ser curandero o puede tener otras facultades. Un Zelandoni es alguien que ha recibido la llamada para Servir a la Madre. Algunos no tienen facultades especiales, sólo el deseo de servir. Pueden hablar a la Madre.

—Creb tenía otras facultades. Era el más alto, el más poderoso. Podía…, hacía…, no sé cómo explicarlo.

Jondalar asintió; no siempre era fácil explicar las facultades de un zelandoni, pero también eran guardianes de un conocimiento especial. Volvió la mirada hacia las varas.

—Y eso —dijo, señalando las marcas especiales—, ¿qué significa?

—Es…, es mi… —dijo Ayla, ruborizándose—, es mi feminidad —explicó, tratando de encontrar la expresión correcta.

Se suponía que las mujeres del Clan evitaban a los hombres durante la menstruación, y los hombres las ignoraban por completo. Las mujeres sufrían el ostracismo parcial, la maldición femenina, porque temían la fuerza vital misteriosa que capacitaba a la mujer para dar vida. Impregnaba el espíritu de su tótem con una fortaleza extraordinaria que combatía las esencias de los totems de los hombres. Cuando una mujer sangraba, significaba que su tótem había vencido y herido la esencia del tótem masculino…, que lo había expulsado. Ningún hombre deseaba que el espíritu de su tótem se viera arrastrado a batallar en esos momentos.

Pero Ayla se había visto ante un dilema poco después de llevar al hombre a la caverna. No podía mantenerse en un aislamiento estricto cuando se inició la hemorragia, ya que él apenas tenía un soplo de vida y necesitaba ser atendido constantemente. Tuvo que ignorar el mandato. Más adelante trató de que su contacto con él, durante esos momentos, fuera lo más breve posible, pero no podía evitarlo del todo puesto que ambos compartían la cueva. Y tampoco podía limitarse exclusivamente a las tareas femeninas, como era la práctica del Clan. No había otras mujeres para sustituirla. Ella tenía que cazar para el hombre, guisar para el hombre, y éste quería que ella compartiera sus comidas.

Lo único que pudo hacer para conservar cierta apariencia de decoro femenino fue evitar cualquier referencia al asunto y cuidarse en privado, para mantener el hecho lo más oculto posible. Entonces, ¿cómo iba a poder contestar a la pregunta?

Pero él aceptó su manifestación sin el menor asomo de reparos ni recelos. No pudo descubrir la menor señal de que se sintiera molesto o turbado.

—La mayoría de las mujeres llevan una especie de recordatorio. ¿Quién te enseñó a hacerlo, Creb o Iza?

Ayla agachó la cabeza para disimular su confusión.

—No, yo lo hice para saber. No quería encontrarme lejos de la caverna sin estar preparada.

El gesto de asentimiento del hombre la sorprendió.

—Las mujeres cuentan una historia sobre las palabras para contar —prosiguió—. Dicen que Lumi, la Luna, es amante de la Gran Madre Tierra. Los días que Doni sangra, no quiere compartir los placeres con él. Eso le enoja y lastima su orgullo; se aparta de Ella y esconde su luz. Pero no puede permanecer lejos mucho tiempo; se siente solitario, echa de menos su cuerpo lleno y cálido, y entonces acecha para verla. Sin embargo, Doni está disgustada y no quiere mirarle. Pero cuando él vuelve y brilla para Ella en todo su esplendor, no puede resistírsele. Se abre a él una vez más y ambos son felices. A eso se debe que muchos de sus festivales se celebren cuando hay luna llena. Las mujeres dicen que sus fases van con las de la Madre…, cuando sangran dicen que es tiempo de Luna, y saben cuándo esperarlo vigilando a Lumi. Afirman que Doni les enseñó las palabras de contar para que pudieran saber incluso cuándo la luna está oculta tras las nubes, pero ahora se utilizan para cosas más importantes.

Si bien la desconcertaba oír a un hombre hablar con tanta naturalidad de asuntos íntimamente femeninos, Ayla quedó fascinada por la historia.

—A veces observo la luna —dijo—, pero también marco la vara. ¿Qué son las palabras para contar?

—Son… nombres para las marcas de tus varas, para empezar, y para otras cosas también. Se emplean para decir el número de… todo. Pueden decir cuántos ciervos ha visto un explorador o a cuántos días de distancia se encuentran. Si es una manada numerosa, por ejemplo el bisonte en otoño, entonces un Zelandoni debe ir a observar la manada; desde luego ha de ser uno que conozca la manera especial de utilizar las palabras para contar.

Una corriente interior de anticipación recorrió a la mujer; casi podía comprender lo que le estaba diciendo Jondalar. Sentía que estaba al borde de resolver preguntas cuyas respuestas se le habían escapado hasta aquel momento.

El hombre alto y rubio examinó el montón de piedras redondas para cocer y las cogió con ambas manos.

—Deja que te enseñe —dijo. Las puso en fila y, señalándolas de una en una, comenzó a contar—: Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…

Ayla le observaba con una excitación que iba en aumento.

Cuando terminó, miró a su alrededor para hallar algo más que contar y cogió unas cuantas de las varas marcadas por Ayla y volvió a contar.

—Una —dijo, dejando la primera en el suelo—, dos —y puso la siguiente a su lado—, tres, cuatro, cinco…

Ayla recordó claramente cuando Creb le dijo: «Año del nacimiento, año de caminar, año de destete…», señalando cada uno de los dedos.

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

—¡Eso es! ¡Estaba seguro de que andabas cerca, al ver tus varas!

La sonrisa de Ayla era triunfante, gloriosa. Cogió una de las varas y se puso a contar las marcas. Jondalar prosiguió con las palabras que ella no sabía aún, pero incluso así, tuvo que detenerse poco después de la segunda marca especial. Arrugó el entrecejo, concentrándose.

—¿Esto es el tiempo que llevas aquí? —preguntó, indicando las varas que había sacado.

—No —contestó Ayla, y fue a buscar las demás. Desatando los haces, extendió todas las varas.

Jondalar se acercó para mirar y palideció. Se le revolvió el estómago: ¡años!, ¡esas marcas representan años! Las alineó para poder ver todas las marcas y las estudió un rato. Aun cuando Zelandoni le había explicado algunas maneras de calcular números más altos, tenía que pensar.

Entonces sonrió. En vez de tratar de contar los días, contaría las señales especiales, las que representaban un ciclo completo de las fases de la luna, así como el principio de su tiempo lunar. Señalando cada marca, hizo una señal en la tierra al decir en voz alta la palabra contar. Al cabo de trece señales, comenzó otra hilera pero saltándose la primera señal como se lo había explicado Zelandoni, y sólo hizo doce señales. Los ciclos lunares no se ajustaban a las estaciones o los años. Llegó al final de sus señales al terminar la tercera hilera, y miró a Ayla lleno de pasmo.

—¡Tres años! ¡Llevas tres años aquí! Es el tiempo que yo llevo de Viaje. ¿Has estado sola todo ese tiempo?

—He tenido a Whinney, y hasta…

—Pero ¿no has visto gente?

—No, no desde que dejé el Clan.

Ella pensaba en los años a la manera en que los había calculado. Al principio, cuando dejó el Clan, encontró el valle y adoptó la potrilla: lo llamó el año de Whinney. La primavera siguiente, al inicio del ciclo del renacer de la naturaleza, encontró al cachorro de león, y pensó en ese año como el de Bebé. Del año de Whinney al de Bebé, estaba el de Jondalar, es decir, un año después fue el año del garañón: dos. Y tres fue el año de Jondalar y el potro. Ella recordaba mejor los años a su manera, pero le gustaban las palabras para contar. El hombre había logrado que las señales le indicaran cuánto tiempo llevaba en el valle, y ella deseaba aprender a hacerlo igual que él.

—¿Sabes la edad que tienes, Ayla? ¿Cuántos años has vivido? —preguntó repentinamente Jondalar.

—Déjame que lo piense —contestó. Alzó una mano con los dedos extendidos—. Creb decía que Iza calculó que yo tendría éstos…, cinco años… cuando me encontraron —Jondalar hizo cinco rayas en el suelo—. Durc nació la primavera del año que fuimos a la Reunión del Clan. Me lo llevé. Creb dijo que hay estos años entre las Reuniones del Clan —y agregó dos dedos más a los cinco de la otra mano.

—Son siete —dijo Jondalar.

—Hubo una Reunión del Clan el verano antes de que me encontraran.

—Es uno menos. Déjame pensar —dijo, haciendo más rayas en el suelo. Entonces meneó la cabeza—. ¿Estás segura? Eso significa que tu hijo nació cuando tenías once años.

—Estoy segura, Jondalar.

—He oído de algunas mujeres que daban a luz tan jóvenes, pero no muchas. Trece o catorce es más común, y hay quien cree que es una edad demasiado temprana. Tú misma eras poco más que una niña.

—No. No era una niña. Para entonces no era una niña desde hacía varios años. Era demasiado alta para ser una niña, más alta que los demás, incluyendo a los hombres. Y era ya más vieja que la mayoría de las niñas cuando se convierten en mujeres —su boca se torció en una sonrisa crispada—. No creo que pudiera haber esperado más. Algunos creían que nunca sería mujer porque tengo un tótem masculino tan fuerte. Iza se puso tan contenta cuando…, cuando comenzaron los tiempos de la luna. Y también yo hasta que… —se borró la sonrisa—. Fue el año de Broud. El siguiente fue el año de Durc.

—El año antes de que naciera tu hijo…, ¡diez! ¡Tenías diez años cuando te forzó! ¿Cómo pudo hacerlo?

—Yo era una mujer más alta que la mayoría de las mujeres. Más alta que él.

—Pero no más fuerte que él. ¡He visto algunos de esos cabezas chatas! Tal vez no sean altos pero son poderosos. No quisiera tener que pelear con uno de ellos cuerpo a cuerpo.

—Son hombres, Jondalar —corrigió Ayla con dulzura—. No son cabezas chatas…, son hombres del Clan.

Eso le cortó en seco. Por muy bajo que hablara, tenía la mandíbula tensa.

—Después de lo ocurrido, ¿insistes en que no era un animal?

—Puedes decir que Broud es un animal porque me forzó, pero entonces, ¿cómo llamas a los hombres que fuerzan a las mujeres del Clan?

Él no lo había considerado exactamente de esa manera.

—Jondalar, no todos los hombres eran como Broud. La mayoría no lo eran. Creb no lo era: era gentil y bondadoso a pesar de ser un poderoso Mog-ur. Brun no lo era, aunque era el jefe; tenía una voluntad fuerte, pero era justo. Me aceptó en su Clan. Tenía que hacer ciertas cosas, era la costumbre del Clan, pero me honró con su gratitud. Los hombres del Clan no suelen mostrar agradecimiento a las mujeres en público. Él me permitió cazar, aceptó a Durc. Cuando me marché, prometió protegerle.

—¿Cuándo te marchaste?

Ayla se detuvo a pensar. El año de nacer, el año de caminar, el año del destete.

—Durc tenía tres años cuando me marché.

Jondalar agregó tres rayas más.

—¿Tenías catorce años?, ¿sólo catorce? ¿Y desde entonces has vivido aquí sola? ¿Durante tres años? —contó todas las rayas—. Ayla, tienes diecisiete años. Y en tus diecisiete años has vivido toda una vida.

Ayla se quedó sentada en silencio un rato, pensativa; entonces dijo:

—Ahora Durc tiene seis años. Los hombres le estarán llevando al campo de prácticas. Grod le hará una buena lanza, para su tamaño, y Brun le enseñará a usarla. Y si vive aún, Zoug le enseñará a usar la honda. Durc practicará la caza de animales pequeños con su amigo Grev. Durc es más joven, pero más alto que Grev. Siempre fue alto para su edad…, lo heredó de mí. Puede correr aprisa; ninguno puede correr tanto como él. Y maneja bien la honda. Y Uba le quiere. Le quiere tanto como yo.

Ayla no se dio cuenta de que se le caían las lágrimas hasta que respiró hondo y se le escapó un sollozo, y sin saber cómo, se encontró en los brazos de Jondalar con la cabeza sobre el hombro de él.

—Todo está bien, Ayla —dijo el hombre, dándole golpecitos suaves. Madre a los once años, arrancada de su hijo a los catorce. Sin poder verle crecer, sin ni siquiera estar segura de que sigue con vida. «Está convencida de que alguien le quiere y le cuida y le enseña a cazar… como a cualquier otro niño».

Ayla se sentía deshecha cuando finalmente alzó la cabeza del hombro de Jondalar, pero también se sentía más ligera, como si su pensamiento pesara menos sobre ella. Era la primera vez, desde que dejó el Clan, que compartía su pérdida con otra alma humana. Le sonrió, agradecida.

Él le sonrió también con ternura y compasión, y algo más que surgía de la fuente inconsciente de su yo interior y se mostraba en las profundidades azules de sus ojos; algo que encontró en la mujer, una fibra sensible, correspondiéndole. Pasaron un buen rato prendidos en el abrazo íntimo de ojos silenciosos pero sinceros, declarando en silencio lo que no dirían en voz alta.

La intensidad del momento fue excesiva para Ayla; todavía no estaba acostumbrada a la mirada directa. Logró arrancarse a la contemplación y se puso a recoger las varas marcadas. Jondalar tardó un poco en reponerse y ayudarla a atar las varas en haces. Trabajar junto a ella le daba más conciencia aún de su plenitud cálida y de su agradable olor a mujer que cuando la estaba consolando entre sus brazos. Y Ayla experimentó una sensación retroactiva de los puntos en que se habían unido sus cuerpos, donde sus manos suaves la habían tocado, y el sabor a sal del cutis del hombre mezclado con sus lágrimas.

Ambos se percataron de que se habían tocado sin que ninguno de los dos se hubiera ofendido, pero evitaron cuidadosamente mirarse directamente o rozarse, temerosos de que pudiera estropearse su momento espontáneo de ternura.

Ayla recogió sus varas y se volvió hacia el hombre.

—¿Cuántos años tienes tú, Jondalar?

—Tenía dieciocho al iniciar mi viaje. Thonolan tenía quince… y dieciocho al morir. ¡Tan joven! —Su expresión delató su dolor; después prosiguió—. Ahora tengo veintiún años. Soy viejo para estar soltero. La mayoría de los hombres han encontrado una mujer y formado un hogar a una edad mucho menor. Incluso Thonolan. Tenía dieciséis en su Matrimonial.

—Sólo encontré dos hombres…, ¿dónde está su compañera?

—Falleció al dar a luz. También su hijo murió —los ojos de Ayla se llenaron de compasión—. Por eso reanudamos el Viaje; no podía quedarse allí. Desde el principio éste fue más su Viaje que el mío. Siempre andaba en busca de la aventura, siempre inquieto. Se atrevía a todo, pero todos le querían. Yo me limitaba a viajar con él. Thonolan era mi hermano, y el mejor amigo que he tenido. Cuando murió Jetamio, traté de persuadirle para que regresara conmigo a nuestra tierra, pero no quería. Estaba tan abrumado por el dolor que deseaba seguirla al otro mundo.

Ayla recordó la inmensa desolación de Jondalar cuando se enteró de que había muerto su hermano, y se dio cuenta de que el dolor seguía siendo igual de profundo.

—Quizá sea más feliz, si era eso lo que deseaba. Es difícil seguir viviendo cuando se pierde a alguien tan amado —dijo con dulzura.

Jondalar recordó la pena inconsolable de su hermano y la comprendió mejor ahora. Tal vez Ayla tuviera razón. Ella tenía que saberlo, había sufrido suficientes penalidades y dolores; pero había decidido vivir. Thonolan tenía valor, era impetuoso y arrojado; el valor de Ayla consistía en sobrevivir.

Ayla no durmió bien, y las vueltas y movimientos que advertía al otro lado del fuego le hacían preguntarse si también Jondalar estaría despierto. Habría querido levantarse y acudir a su lado, pero el clima de ternura compasiva que había surgido al calor de penas compartidas parecía tan frágil, que temía echarlo a perder pidiendo más de lo que él estuviera dispuesto a dar.

A la luz tenue del fuego cubierto, podía ver la forma del cuerpo del hombre envuelto en pieles con un brazo moreno por el sol y una pantorrilla musculosa, con el talón en el suelo. Lo veía más claramente si cerraba los ojos que cuando los abría hacia el bulto que respiraba al otro lado. Su cabello lacio y amarillo atado con un trozo de correa, su barba, más oscura y rizada; sus sorprendentes ojos que decían más que sus palabras, y sus manos grandes, sensibles, de dedos largos, eran algo más profundo que una visión interior. Él sabía siempre qué hacer con las manos, ya fuera al sostener un trozo de pedernal o al encontrar el lugar exacto para rascar al potro. Corredor era un buen nombre. El hombre se lo había puesto.

¿Cómo podía ser tan amable un hombre tan alto y tan fuerte? Ella había sentido sus músculos duros, los había sentido moviéndose cuando la consolaba. No tenía… vergüenza en mostrar atenciones, en manifestar dolor. Los hombres del Clan era más distantes, más reservados. Hasta el propio Creb: bien sabía ella cuánto la quería, y sin embargo, no había mostrado tan abiertamente sus sentimientos ni siquiera entre los límites de las piedras de su hogar.

¿Qué iba a hacer cuando se quedara sola? No quería pensar en eso. Pero tenía que afrontarlo: Jondalar iba a marcharse. Dijo que deseaba dejarle algo antes de irse…, dijo que se iba.

Ayla se pasó la noche dando vueltas y agitándose, mirando de cuando en cuando su bronceado torso desnudo, la nuca y los anchos hombros; y alguna que otra vez, su muslo derecho con una cicatriz en zigzag, pero curada. ¿Por qué habría sido enviado? Ella estaba aprendiendo nuevas palabras…, ¿sería para enseñarla a hablar? Además, a fin de que pudiera cazar con más facilidad, iba a adiestrarla en un sistema nuevo. ¿Quién habría imaginado que un hombre estuviera dispuesto a enseñarle una nueva habilidad para la caza? Jondalar también era distinto de los hombres del Clan en ese aspecto. «Quizá pueda hacer algo especial para él, de manera que me recuerde», pensó.

Ayla se adormeció pensando en las ganas que tenía de que él la abrazara de nuevo, de sentir su calor, su piel contra la de ella. Despertó justo antes del alba soñando que Jondalar caminaba por la estepa en invierno, y entonces supo lo que quería hacer. Quería hacer algo que siempre estuviera contra su piel, algo que le diera calor.

Se levantó sigilosamente, buscó la ropa que le había cortado del cuerpo aquella primera noche, y la llevó junto al fuego. Todavía estaba tiesa por la sangre seca, pero si la dejaba en remojo podría ver cómo estaba hecha. La camisa, con aquel diseño fascinante, podría arreglarse, pensó, con sólo sustituir las piezas para los brazos. El pantalón debería ser reconstruido con material nuevo, pero podría salvar parte de la parka. Las abarcas estaban intactas, sólo habría que ponerles correas nuevas.

Se inclinó hacia los carbones rojos para examinar las costuras: había unos orificios perforados en las pieles, junto a los bordes; después habían sido unidos con tiras de tendón y de cuero fino. Ya lo había visto antes, la noche en que le desnudó; no estaba segura de poder reproducir las prendas, pero podía intentarlo.

Jondalar se agitó, y Ayla aguantó la respiración. No quería que la sorprendiera con sus ropas en las manos; no quería que supiera nada antes de que estuviera terminado. El hombre se tranquilizó de nuevo, y su respiración adquirió el ritmo de un sueño profundo. Ayla hizo un bulto con la ropa y la escondió bajo las pieles de su cama. Más tarde podría rebuscar entre sus montones de pieles curtidas para escoger las que iba a utilizar.

Una luz pálida comenzó a filtrarse por las aberturas de la caverna; un ligero cambio en su respiración y sus movimientos indicó a la mujer que Jondalar se despertaría pronto. Echó leña al fuego junto con piedras para calentar, y preparó la canasta-olla. La bolsa de agua estaba casi vacía, y la infusión sabía mejor con agua fresca. Whinney y su potro estaban en pie al otro lado de la cueva, y Ayla se detuvo al oír resoplar suavemente a la yegua.

—Tengo una idea maravillosa —dijo a la yegua en el silencioso lenguaje de señales, sonriendo—. Voy a hacerle a Jondalar algo de ropa, su tipo de ropa. ¿Crees que le gustará? —entonces dejó de sonreír; pasó un brazo por el cuello de Whinney, y el otro alrededor de Corredor, e inclinó la cabeza contra la yegua. «Entonces me dejará», pensó. No podía obligarle a quedarse; sólo podía ayudarle a marcharse.

Bajó el sendero con la primera luz del amanecer, tratando de olvidar su triste futuro sin Jondalar y de consolarse con la idea de que la ropa que le haría estaría pegada a su cuerpo. Se quitó el manto para darse un baño matutino de corta duración; después halló una ramita del tamaño deseado y llenó la bolsa de agua.

«Esta mañana probaré algo distinto —pensó—; hierba dulce y manzanilla». Peló la ramita, la colocó junto a la taza y puso a remojo las hierbas. «Las grosellas están maduras, creo que recogeré algunas».

Puso la infusión caliente para Jondalar, cogió una canasta y salió de nuevo. Corredor y la yegua la siguieron y se pusieron a pacer la hierba junto a las grosellas. También extrajo zanahorias silvestres, pequeñas y de un amarillo pálido, y chufas blancas y feculentas, que estaban buenas crudas, aunque las prefería cocidas.

Cuando regresó, Jondalar estaba fuera, en el saliente soleado. Le hizo señas mientras lavaba las raíces, después las subió y las agregó a un caldo que había empezado a hacer con carne seca. Lo probó, espolvoreó algunos condimentos secos y dividió las grosellas en dos raciones, antes de servirse una taza de infusión fría.

—Manzanilla —dijo Jondalar— y no sé qué más.

—No sé cómo lo llamas, es algo así como hierba con sabor dulce. Ya te enseñaré la planta —vio que los útiles para hacer herramientas estaban fuera, además de varias de las hojas que había tallado la vez anterior.

—Creo que comenzaré temprano —dijo, al verla interesada—. Antes que nada tengo que hacer algunas herramientas.

—Ya es hora de ir de cacería. ¡La carne seca es tan magra! Los animales tendrán algo de grasa, ahora que la estación está avanzada. Tengo ganas de comer un asado de carne fresca con chorretes de grasa.

Jondalar sonrió.

—Sólo de oírtelo decir ya parece delicioso. Lo digo en serio. Ayla, eres una cocinera notablemente buena.

Ayla se ruborizó y agachó la cabeza. Era agradable saber que lo pensaba, pero curioso que se fijara en algo tan natural.

—No quería causarte embarazo alguno.

—Iza solía decir que las felicitaciones hacen que los espíritus sientan celos. Hacer bien una tarea debería ser suficiente.

—Creo que Marthona e Iza se habrían llevado bien. Tampoco le agradan los cumplidos. Solía decir: «El mejor cumplido es una tarea bien hecha». Sin duda, todas las madres son iguales.

—¿Marthona es tu madre?

—Sí. ¿No te lo había dicho?

—Quizá sí, pero no estaba segura. ¿Tienes hermanos? ¿Además del que perdiste?

—Tengo un hermano mayor, Joharran. Es ahora el jefe de la Novena Caverna. Nació en el hogar de Joconan. Cuando éste murió, mi madre se unió a Dalanar. Yo nací en su hogar. Entonces Marthona y Dalanar cortaron el nudo, y ella se casó con Willomar. Thonolan nació en su hogar, y también Folara, mi hermana menor.

—Tú viviste con Dalanar, ¿verdad?

—Sí, tres años. Me enseñó mi oficio…, aprendí con el mejor. Yo tenía doce años cuando fui a vivir con él, y era un hombre desde hacía casi un año. Mi virilidad me llegó muy pronto, y también era corpulento para mi edad —una expresión extraña, enigmática, pasó por su rostro—. Lo mejor era que me marchara —entonces sonrió—. Fue entonces cuando conocí a Joplaya, mi prima. Es hija de Jerika y ha nacido en el hogar de Dalanar después de que se casaran. Tiene dos años menos. Dalanar nos enseñó a trabajar el pedernal a los dos juntos. Era una auténtica competencia; por eso nunca le voy a decir lo bien que lo hace. Pero lo sabe. Tiene buen ojo y mano firme…, algún día será tan buena como Dalanar.

Ayla guardó silencio un momento.

—Hay algo que todavía no comprendo del todo, Jondalar. Folara tiene la misma madre que tú, de modo que es tu hermana, ¿no es cierto?

—Sí.

—Tú naciste en el hogar de Danalar, y Joplaya nació en el hogar de Dalanar, y es tu prima. ¿Qué diferencia hay entre hermana y prima?

—Hermanos y hermanas vienen de la misma madre. Los primos no son tan próximos. Yo nací en el hogar de Dalanar…, probablemente soy de su espíritu. La gente dice que nos parecemos. Creo que también Joplaya es de su espíritu; su madre es bajita pero ella es alta, como Dalanar. No tan alta, pero sí un poco más alta que tú, Ayla. Nadie sabe con seguridad de quién es el espíritu que la Gran Madre escoge para mezclarlo con el de una mujer, de modo que Joplaya y yo podemos ser del espíritu de Dalanar, pero ¿quién sabe? Por eso somos primos.

Ayla asintió con la cabeza.

—Quizá Uba sea prima, pero para mí fue hermana.

—¿Hermana?

—No éramos verdaderamente hermanas. Uba era hija de Iza, nació después de que me recogieran. Iza decía que ambas éramos sus hijas —los pensamientos de Ayla se volvieron hacia dentro—. Uba se emparejó, pero no con el hombre que ella hubiera escogido. Pero entonces, el otro hombre sólo habría podido emparejarse con su hermana, y en el Clan los hermanos no pueden emparejarse.

—Nosotros no casamos hermanos con hermanas —dijo Jondalar—. Por lo general no nos casamos entre primos tampoco, aunque no está totalmente prohibido; no está bien visto. Hay ciertas clases de primos más aceptables que otras.

—¿Qué clase de primos hay?

—Muchas clases, unos más próximos que otros. Los hijos de las hermanas de tu madre son tus primos, los hijos de la compañera del hermano de tu madre; los hijos de…

—¡Es demasiado complicado! ¿Cómo sabes quién es primo y quién no? Casi todo el mundo podría ser primo… ¿Con quién puede uno emparejarse entonces en tu Caverna?

—No suele uno casarse con alguien de su misma Caverna. Por lo general es con alguien que se conoce en la Reunión de Verano. Yo creo que a veces está permitido casarse con primos porque tal vez se ignore que la persona con quien va uno a hacerlo está relacionada hasta que se investigan los lazos…, las relaciones. Por lo general, la gente conoce a sus primos más cercanos, aunque vivan en otra Caverna.

—¿Como Joplaya?

Jondalar asintió con la cabeza, porque tenía la boca llena de grosellas.

—Jondalar, ¿y si no fueran los espíritus los que hacen hijos? ¿Y si fuera el hombre? ¿No significaría eso que los hijos son tanto del hombre como de la mujer?

—El bebé crece dentro de la mujer, Ayla. Proviene de ella.

—Entonces, ¿por qué se unen el hombre y la mujer?

—¿Por qué nos dio la Madre la Dádiva del Placer? Tendrás que preguntarle eso a Zelandoni.

—¿Por qué dices siempre «la Dádiva del Placer»? Hay muchas cosas que hacen feliz a la gente y le proporcionan placer. ¿Le causa tanto placer a un hombre meter su órgano dentro de una mujer?

—No sólo al hombre, también a la mujer…, pero tú no sabes, ¿verdad? No tuviste Primeros Ritos. Un hombre te abrió, te hizo mujer, pero no es lo mismo. ¡Fue vergonzoso! No sé cómo pudieron permitir que eso pasara.

—No comprendían, sólo veían lo que él hacía. Lo que él hacía no era vergonzoso, sólo la manera en que lo hizo. No lo hizo por Placeres… Broud lo hizo con odio. Yo sentí dolor, ira, pero vergüenza no. Y tampoco placer. No sé si Broud inició mi bebé, Jondalar, o si me hizo mujer para que pudiera tener uno, pero mi hijo me hizo feliz. Durc fue mi placer.

—La Dádiva de la Vida que nos hace la Madre es una dicha, pero hay algo más en la unión de un hombre y una mujer. Eso también es una Dádiva, y debe hacerse con gozo en Su honor.

«Tal vez haya cosas que tú también ignoras», pensó Ayla. «Pero parece tan seguro. ¿Tendrá razón?». Ayla no le creía del todo, pero se interrogaba sobre el particular.

Después de la comida, Jondalar pasó a la parte ancha y plana del saliente donde estaban preparados sus utensilios. Ayla le siguió y se sentó cerca de él. Jondalar extendió las hojas que había hecho, para poder compararlas. Diferencias ínfimas hacían algunas más apropiadas para ciertas herramientas que otras. Escogió una hoja, la sostuvo frente al sol y se la mostró.

La hoja tenía más de diez centímetros de largo y menos de tres de ancho. La estría en medio de su cara exterior era recta, y se ahusaba regularmente desde el borde hasta alcanzar unas aristas tan finas que la luz las atravesaba. Formaba una curva hacia arriba, hacia su suave cara bulbosa interior. Sólo cuando se sostenía frente al sol podían verse las líneas de fractura que irradiaban desde un bulbo de percusión muy plano. Los dos bordes cortantes eran rectos y agudos. Jondalar se arrancó un pelo de la barba para probar el filo. Lo cortó sin resistencia. Era lo más parecido a una hoja perfecta que se podía lograr.

—Me quedaré con ésta para afeitarme —dijo.

Ayla no entendió lo que quería decir, pero había aprendido, a fuerza de observar a Droog, a aceptar cualesquiera comentarios y explicaciones que se dieran sin hacer preguntas que pudieran interrumpir la concentración. Jondalar apartó la hoja y cogió otra. Los dos filos de ésta se combaban sin encontrarse para constituir un extremo más estrecho. Tomó un guijarro redondo de la playa, de un tamaño más o menos el doble de su puño, y apoyó en él el extremo más angosto. Entonces, con la punta roma de un asta, cortó el extremo en forma de punta triangular. Apretando los lados del triángulo contra el yunque de piedra, desprendió briznas que dejaron la hoja con una punta estrecha y afilada.

Tendió un extremo del protector de cuero y le hizo un agujerito.

—Esto es una lezna —dijo, mostrándosela a Ayla—. Con ella se hacen agujeritos para meter hebras de tendón y coser la ropa.

¿La habría visto examinar su ropa?, se preguntó Ayla de repente. Parecía saber lo que había estado planeando.

—También voy a hacer un taladro. Es como éste, pero mayor y más robusto, para hacer orificios en madera, hueso o asta.

Ayla se tranquilizó: sólo estaba hablando de herramientas.

—Yo he utilizado una… lezna para hacer agujeros para bolsas, pero ninguna tan fina como ésta.

—¿La quieres? —preguntó, sonriendo—. Puedo hacerme otra.

Ayla la cogió e inclinó la cabeza, tratando de expresar agradecimiento a la manera del Clan; entonces recordó.

—Gracias —dijo.

Jondalar le sonrió ampliamente, contento. Entonces cogió otra hoja y la sostuvo contra la piedra. Con el martillo romo de asta cortó en ángulos rectos el extremo de la hoja, sesgándola un poco. Entonces, sosteniendo el extremo cuadrado para que quedara en sentido perpendicular para recibir el golpe, dio fuertemente contra un filo. Se desprendió un trozo largo —la arista del buril— dejando la hoja con una punta fuerte, aguda, de cincel.

—¿Estás familiarizada con esta herramienta? —preguntó.

Ayla la examinó, movió la cabeza y la devolvió.

—Es un buril —dijo Jondalar—. Lo utilizan los tallistas y los escultores, aunque el de éstos es algo distinto. Voy a utilizar éste para el arma de que te hablé.

—Buril, buril —repitió Ayla, acostumbrándose a la palabra.

Después de confeccionar unas cuantas herramientas más, parecidas a las que ya había hecho, Jondalar sacudió el protector de cuero por encima del borde del saliente y acercó el recipiente en forma de artesa. Sacó un hueso largo y lo limpió, después hizo girar la pata delantera entre sus manos, buscando por dónde empezar. Se sentó, sujetó el hueso contra su pie y con el buril trazó una línea larga; después rayó otra línea que se unió en un punto con la anterior. Otra raya corta constituyó la base de un triángulo muy largo.

Volvió a apoyar el buril en la primera línea y sacó una larga viruta de hueso, y siguió profundizando las rayas con la punta del cincel, hundiéndola cada vez más en el hueso. Siguió con la misma operación hasta llegar al centro hueco, y pasando una vez más para asegurarse de que no había quedado nada sin cortar, oprimió la base: la larga punta del triángulo saltó y Jondalar extrajo toda la pieza. La dejó a un lado, volvió al hueso y grabó otra línea larga que formaba un pico con uno de los lados recientemente cortados.

Ayla no le quitaba la vista de encima por miedo a perderse algo. Pero al cabo de unas cuantas veces aquello se convirtió en una repetición, y sus pensamientos regresaron a la conversación del desayuno. La actitud de Jondalar había cambiado, no cabía duda. No se trataba de un comentario específico que pudiera haber hecho, sino más bien de una modificación en el tono de sus comentarios.

Recordó cómo dijo: «Marthona e Iza se habrían llevado bien», y algo acerca de que todas las madres eran iguales. ¿Le habría gustado una cabeza chata a su madre? ¿Eran iguales? Y más tarde, aunque estaba enojado, se había referido a Broud como a un hombre…, un hombre que le había abierto el camino para que tuviera un hijo. Y dijo que no comprendía cómo aquella «gente» lo había permitido. No se había dado cuenta, y eso la agradó más. Estaba pensando en el Clan como gente. No animales, no cabezas chatas, no abominaciones: ¡gente!

Su atención volvió al hombre en cuanto éste cambió de actividad. Había cogido uno de los triángulos de hueso y un rascador de pedernal, fuerte y afilado, y estaba suavizando los bordes agudos del hueso, sacando largas virutas. No tardó en obtener una sección redondeada de hueso que terminaba en una afilada punta.

—Jondalar, ¿estás haciendo una… lanza?

—El hueso puede afilarse en punta como la madera —dijo el hombre, sonriendo—, pero es más fuerte y no se astilla, y el hueso pesa poco.

—¿No es una lanza muy corta? —preguntó Ayla.

Jondalar lanzó una carcajada fuerte y sonora.

—Lo sería si esto fuera todo. Ahora sólo estoy haciendo puntas. Hay quien hace lanzas de pedernal. Los Mamutoi las hacen, sobre todo para cazar mamuts. El pedernal es quebradizo, claro, pero con filos agudos como cuchillos, una lanza de pedernal puede perforar el fuerte cuero de un mamut con mayor facilidad. Sin embargo, para cazar cualquier otra cosa, el hueso constituye una punta mejor. Los mangos serán de madera.

—¿Y cómo los juntas?

—Mira —dijo, haciendo girar la punta para que viera la base—. Puedo astillar este extremo con un buril y un cuchillo, y a continuación darle forma al extremo del mango de madera para que encaje en el corte —lo demostró sosteniendo el índice de una mano entre el índice y el pulgar de la otra—. Después puedo agregar algo de pegamento o de alquitrán y atarlo bien fuerte con cuerda de cuero o de tendón. Cuando se seque y se encoja, las dos partes quedarán unidas.

—Esa punta es tan pequeña…, el asta será una rama.

—Será más que una rama, pero no tan pesada como tu lanza. No debe serlo para que se pueda arrojar.

—¡Arrojarla! ¡Arrojar una lanza!

—Tú arrojas piedras con tu honda, ¿no? Puedes hacer eso mismo con una lanza. No tendrás que abrir zanjas e incluso puedes matar en movimiento, una vez que adquieras habilidad. Con la puntería que tienes lanzando con honda, creo que aprenderás pronto.

—¡Jondalar! ¿Sabes cuántas veces he deseado poder cazar ciervos y bisontes con la honda? Nunca se me ocurrió arrojar una lanza —arrugó la frente—. ¿Puedes lanzar con fuerza suficiente? Yo lanzo mucho más fuerte y lejos con la honda que con la mano.

—No tendrás la misma fuerza, pero sí la ventaja de la distancia. Sin embargo, tienes razón. Es malo que no se pueda arrojar la lanza con honda, pero… —se detuvo sin terminar la frase—. Me pregunto… —la frente se le contrajo ante un pensamiento tan sorprendente que exigió atención inmediata—. No, no lo creo… ¿Dónde podemos encontrar algunas astas?

—Junto al río, Jondalar. ¿Hay alguna razón por la que yo no pueda ayudar a hacer esas lanzas? Aprendería más aprisa si estuvieras aquí y me advirtieras lo que estuviera haciendo mal.

—Claro que sí —contestó, pero sintió un peso de plomo al bajar por el sendero. Se le había olvidado que iba a marcharse y lamentaba que ella se lo recordara.