8

—¡Hola! ¡Hola! —Jondalar agitaba los brazos mientras gritaba y corría hacia la orilla del río.

Experimentaba una sensación abrumadora de alivio. Casi había renunciado, pero el sonido de otra voz humana le inundó de una nueva oleada de esperanza. No se le ocurrió siquiera que tal vez fuesen hostiles, nada podía ser peor que el desamparo total en que se había sentido. Y no parecían hostiles.

El hombre que le había llamado sostenía un cabo de maroma, sujeto en un extremo al extraño y enorme pájaro acuático. Jondalar pudo ver que no era una criatura viviente, sino una especie de barcaza. El hombre le lanzó la cuerda; Jondalar dejó que cayera y se metió en el agua para recuperarla. Un par de personas más, tirando de otra soga, salieron y vadearon entre el agua que se arremolinaba rodeando sus muslos. Uno de los hombres, sonriendo al ver la expresión de Jondalar —en la que se mezclaban la esperanza, el alivio y la perplejidad por no saber qué hacer con la cuerda que había agarrado—, le quitó la guindaleza de entre las manos; atrajo la lancha más cerca y después ató la soga a un árbol y fue a ver la otra, que estaba amarrada a una rama que sobresalía de un árbol muy grande, medio sumergido en el río.

Otro de los ocupantes de la embarcación saltó por la borda y se colgó de la rama para comprobar su estabilidad. Dijo algunas palabras en un idioma desconocido, y entonces colocaron una tabla, a modo de escalera, a través de la rama. Después subió de nuevo a bordo para ayudar a una mujer a que acompañara a una tercera persona por la pasarela y la rama hasta la orilla, aunque daba la impresión de que la ayuda era más tolerada que necesaria.

La persona en cuestión, objeto sin duda del mayor respeto, tenía un porte sereno, casi regio, pero había en ella algo equívoco, una ambigüedad que Jondalar no acertaba a definir. El viento levantaba mechones de largos cabellos blancos atados en la nuca, apartados de un rostro afeitado —o lampiño—, arrugado por los años, pero con un cutis suave y luminoso. Había fuerza en la línea de la mandíbula, en el mentón prominente. ¿O sería carácter?

Jondalar se percató de que estaba de pie en el agua fría cuando le hicieron señas de que se aproximara, pero el enigma no se resolvió al mirar más de cerca; tuvo la sensación de que estaba pasando por alto algo que tenía importancia. Entonces se detuvo y contempló un rostro en el que había una sonrisa compasiva, interrogante; ojos penetrantes de un matiz indefinido entre gris y avellana. Lleno de asombro, Jondalar se fijó de pronto en las circunstancias que rodeaban a la persona misteriosa que esperaba pacientemente frente a él y trató de encontrar algún indicio sobre el sexo al que pertenecía.

La estatura no servía: alto para ser mujer, bajo para ser hombre. La ropa amplia y sin forma disimulaba los detalles físicos; incluso el andar dejó perplejo a Jondalar. Cuanto más miraba sin hallar respuesta, mayor era el alivio que sentía. Sabía que había personas así: habían nacido en el cuerpo de un sexo, pero con las tendencias del otro. No eran una cosa ni otra, o eran ambas, y por lo general entraban a formar parte de Quienes Servían a la Madre. Con poderes derivados a la vez de elementos femeninos y masculinos y concentrados en ellos, tenían fama de ser extraordinariamente hábiles para curar.

Jondalar estaba lejos de su hogar y no conocía las costumbres de aquella gente, pero no puso en duda que la persona que estaba de pie frente a él poseía tales poderes. Tal vez fuera Uno que Servía a la Madre, tal vez no; no importaba. Thonolan necesitaba que le curaran y había llegado alguien que sabía cómo hacerlo.

Pero ¿cómo se habían enterado de que hacía falta atender a un herido? ¿Cómo supieron llegar hasta allí?

Jondalar echó otro tronco al fuego y vio cómo un surtidor de chispas despedía humo en la noche. Se cubrió más la espalda desnuda con su saco de dormir y se apoyó en una peña para contemplar las chispas inmortales que tachonaban el firmamento. Una forma flotó en su campo visual, tapando parte del cielo estrellado. Tardó un instante en adaptar su visión para que pasara de las profundidades infinitas a la cabeza de una joven que le tendía una taza de té humeante.

Se sentó en el acto, dejando al descubierto un buen trozo de muslo desnudo antes de tirar de su saco de dormir y subírselo, al mismo tiempo que echaba una mirada de soslayo al pantalón y las abarcas, que estaban colgados cerca del fuego, secándose. Ella sonrió, y aquella sonrisa transformó a la joven de aire algo solemne, tímida y de suaves facciones, en una beldad de ojos brillantes. Nunca había presenciado un cambio tan asombroso, y la sonrisa con que le respondió revelaba su admiración. Pero ella había escondido la cara para reprimir una carcajada traviesa, pues no quería avergonzar al forastero. Cuando volvió a mirarle, sólo quedaba un centelleo en su mirada.

—Tienes una preciosa sonrisa —dijo al coger la taza.

Ella meneó la cabeza y respondió con palabras que sin duda significaban que no comprendía lo que le había dicho.

—Ya sé que no puedes entender lo que digo, pero sigo deseando expresarte lo agradecido que estoy por tu presencia aquí.

Ella le observó detenidamente y el joven tuvo la impresión de que deseaba tanto como él poder establecer una comunicación. Siguió hablando, temeroso de que se alejara si dejaba de hacerlo.

—Es maravilloso poder hablarte, el mero hecho de saber que estás aquí —bebió a pequeños sorbos—. Sabe bien. ¿Qué es? —preguntó, sosteniendo la taza—. Me parece reconocer manzanilla.

La muchacha asintió y se sentó junto al fuego, respondiendo a las palabras de él con otras que comprendía tan poco como ella las suyas. Pero su voz era agradable y parecía darse cuenta de que él deseaba su compañía.

—Quisiera darte las gracias. No sé lo que habría hecho si no hubiérais llegado —frunció el ceño al recordar la preocupación y la tensión que a la sazón le embargaban y ella sonrió con simpatía—. Me gustaría que me explicases cómo supisteis que estábamos aquí y cómo vuestro zelandoni, o quienquiera que sea, supo venir.

Ella le respondió señalando la tienda que habían levantado allí cerca y que brillaba merced a la luz que había dentro. Él meneó la cabeza, frustrado; parecía que ella casi le entendía, pero él no podía comprenderla.

—Supongo que no importa —dijo Jondalar—, pero ojalá vuestro sanador me dejara estar con Thonolan. Incluso sin palabras, resultó evidente que mi hermano no obtendría ayuda mientras yo estuviera presente. No dudo de la capacidad del curandero, pero hubiera querido quedarme con él. Eso es todo.

La miraba con una expresión tan seria que ella le puso la mano en el brazo para tranquilizarle; Jondalar trató de sonreír, pero lo hizo con tristeza. La solapa de la tienda atrajo su atención al abrirse y salir una mujer de edad.

—¡Jetamio! —gritó ésta y añadió otras palabras. La joven se puso de pie rápidamente, pero Jondalar le sujetó la mano para retenerla.

—¿Jetamio? —preguntó, señalándola. Ella asintió—. Jondalar —dijo entonces, dándose golpes en el pecho.

—Jondalar —repitió la joven lentamente. Luego volvió la mirada hacia la tienda, se golpeó a sí misma, después a él, y señaló hacia la tienda.

—Thonolan —aclaró Jondalar—. Mi hermano se llama Thonolan.

—Thonolan —repitió ella, apartándose para volver a toda prisa a la tienda. Cojeaba ligeramente, según observó el joven, aun cuando eso no parecía afectarla.

Su pantalón seguía húmedo, pero, de todos modos, se lo puso y echó a correr hacia el arbolado, sin tomarse la molestia de atarlo ni de calzarse las abarcas. Había estado aguantando su necesidad desde que despertó, pero su ropa de repuesto estaba en la mochila, que había quedado en la tienda grande cuando el curandero se puso a prestar sus cuidados a Thonolan. La sonrisa de Jetamio la noche anterior le hizo pensarlo dos veces antes de echar a correr hacia los árboles con sólo su corta camisa interior. Y tampoco quería arriesgarse a quebrantar ningún tabú o costumbre de aquellas personas que le estaban ayudando…, menos aún con dos mujeres en el campamento.

Primero había intentado levantarse y caminar envuelto en su saco de dormir, pero había esperado tanto antes de que se le ocurriera ponerse el pantalón, mojado o no, que estaba a punto de olvidar su confusión y echar a correr. De todos modos, la risa de Jetamio le siguió.

—Tamio, no te rías de él. No está bien —dijo la mujer mayor, pero la severidad de su regañina fracasó, pues ella misma tuvo que reprimir la risa.

—Oh, Rosh, no quería burlarme de él, pero no he podido remediarlo. ¿Le has visto caminar con su saco de dormir? —empezó de nuevo a reír, aunque luchaba por dominarse—. ¿Por qué no se habrá levantado antes?

—Tal vez las costumbres de su gente sean distintas, Jetamio. Deben de haber hecho un largo viaje. Nunca he visto ropa como la que llevan, y su lenguaje es totalmente distinto. La mayoría de los viajeros tienen palabras que se parecen. Creo que yo no podría pronunciar algunas de las palabras que el hombre rubio dice.

—Puede que tengas razón. Debe de tener cierto reparo a mostrar su piel. Si le hubieras visto ruborizarse anoche, sólo porque le vi un poco de muslo. Sin embargo, en mi vida he conocido a nadie que se alegrara tanto al vernos.

—¿No irás a reprochárselo?

—¿Qué tal está el otro? —dijo la joven, que había recuperado la seriedad—. ¿Ha dicho algo el Shamud, Roshario?

—Creo que la hinchazón está bajando y también la calentura. Por lo menos duerme más tranquilo. El Shamud cree que fue embestido por un rinoceronte. No sé cómo ha podido sobrevivir. No habría vivido mucho más si el hombre alto no hubiera pensado en la señal para pedir ayuda. Aun así, ha sido una suerte que los encontráramos. Seguro que Mudo les ha sonreído. La Madre ha favorecido siempre a los hombres jóvenes y guapos.

—No lo suficiente para impedir… que Thonolan fuera atacado y resultase herido… ¿Crees que volverá a andar, Rosh? —Roshario sonrió tiernamente a la joven.

—Si tiene la mitad de la determinación que tú, caminará, Tamio.

—Creo —dijo la joven con las mejillas muy encendidas— que voy a ver si el Shamud necesita algo —y echó a correr hacia la tienda, esforzándose mucho por no cojear.

—¿Por qué no le traes su mochila al alto? —le gritó Roshario—. Así no tendrá que llevar el calzón mojado.

—No sé cuál es la suya.

—Llévale las dos, así habrá más espacio dentro. Y pregúntale al Shamud cuándo podremos mover…, ¿cómo se llama…? Thonolan.

Jetamio asintió.

—Si vamos a quedarnos algún tiempo aquí, Dolando tendrá que preparar una cacería; no traíamos mucha comida. No creo que los Ramudoi puedan pescar, tal como está el río, aunque creo que estarían igualmente a gusto si no tuvieran que poner nunca el pie en tierra. A mí me gusta sentir la tierra sólida bajo mis pies.

—¡Oh, Rosh!, dirías todo lo contrario si te hubieras casado con un hombre de los Ramudoi y no con Dolando.

La mujer mayor la miró con ojos penetrantes.

—¿Te ha estado haciendo proposiciones alguno de los remeros? Puedo no ser tu verdadera madre, Jetamio, pero todos saben que eres como una hija mía. Si un hombre no tiene siquiera la cortesía de preguntar, no es la clase de hombre que necesitas. No puedes confiar en esos hombres del río…

—No te preocupes, Rosh. No he decidido escapar con un hombre del río…, todavía no —manifestó Jetamio con una sonrisa traviesa.

—Tamio, hay muchísimos buenos hombres de los Shamudoi que vendrán a vivir con nosotros… ¿De qué te ríes?

Jetamio se había tapado la boca con ambas manos, tratando de tragarse la risa que se obstinaba en salir entre ronquidos y carcajadas. Roshario se volvió hacia donde miraba la joven y, a su vez, se tapó la boca con una mano para no soltar también la carcajada.

—Será mejor que vaya por esas mochilas —consiguió decir finalmente Jetamio—. Nuestro amigo alto necesita ropa seca —y volvió a reír sin poder contenerse—. Parece un bebé con pantalones largos —y echó a correr para meterse en la tienda, pero Jondalar oyó su carcajada de nuevo una vez que estuvo dentro.

—¿Hilaridad, querida mía? —preguntó el curandero alzando una ceja, con mirada enigmática.

—Lo siento. No quería entrar aquí riéndome. Sólo que…

—Tal vez estoy en el otro mundo o tal vez seas una donii que ha venido para llevarme allí. Ninguna mujer en la Tierra puede ser tan bella. Pero no entiendo ni palabra de lo que estás diciendo.

Jetamio y el Shamud se volvieron simultáneamente hacia el hombre herido que acababa de hablar y miraba a Jetamio con débil sonrisa. La sonrisa de ella abandonó su rostro cuando se arrodilló junto a él.

—¡Le he molestado! ¿Cómo he podido ser tan irreflexiva?

—No dejes de sonreír, mi bella donii —dijo Thonolan, cogiéndole la mano.

—Sí, querida, le has perturbado. Pero que eso no te perturbe a ti. Supongo que estará mucho más «perturbado» cuando termines con él.

Jetamio meneó la cabeza y lanzó una mirada intrigada al Shamud.

—He venido para preguntar si necesitabas algo o si podía ayudar en algo.

—Acabas de hacerlo.

La joven pareció más perpleja aún. A veces dudaba de entender lo que decía el curandero.

Los ojos penetrantes reflejaron una mirada más amable, con un toque de ironía.

—He hecho todo lo que podía —dijo—. El tendrá que hacer lo demás. Por tanto, cualquier cosa que le dé más ganas de vivir ayudará en esta fase. Y tú lo has logrado justo con esa preciosa sonrisa…, querida mía.

Jetamio se ruborizó y agachó la cabeza, y entonces se dio cuenta de que Thonolan seguía asiéndole la mano. Alzó la mirada y encontró sus ojos grises que reían. La sonrisa con que le correspondió fue radiante.

El curandero carraspeó, y Jetamio cortó el contacto, íntimamente halagada al darse cuenta de que había estado mirando tanto rato al forastero.

—Puedes hacer algo. Puesto que está despierto y lúcido, intentaremos que tome un poco de alimento. Si hay caldo, creo que lo bebería de tu mano.

—¡Oh, por supuesto! Voy a buscarlo —dijo la joven, saliendo de prisa para disimular su confusión.

Vio que Roshario intentaba hablar con Jondalar, que estaba de pie, incómodo, y trataba de mostrarse amable. Y regresó corriendo para completar el resto de su misión.

—Tengo que llevarme sus mochilas y Roshario quiere saber cuándo se podrá mover a Thonolan —dijo Jetamio.

—¿Cómo dices que se llama?

—Thonolan. Eso es lo que me ha dicho el mayor.

—Dile a Roshario que faltan uno o dos días. Todavía no está lo suficientemente bien para realizar una travesía con el río tan agitado.

—¿Cómo sabes mi nombre, bella donii, y cómo te puedo preguntar el tuyo? —dijo Thonolan. Jetamio se volvió para sonreírle antes de salir presurosa con las dos mochilas. Él se tendió otra vez con una sonrisa de complacencia, pero dio un respingo al observar, por vez primera, al curandero de cabello canoso. El rostro enigmático tenía una sonrisa felina, sabia, entendida, incluso algo depredadora.

—¿No es espléndido el amor joven? —comentó el Shamud. El significado de las palabras se perdió para Thonolan, pero no la ironía; eso le hizo fijarse mejor.

La voz del curandero no era profunda ni aguda; Thonolan buscó algún indicio en sus ropas o en su comportamiento que le indicara si era una contralto femenina o un tenor masculino. No supo a qué atenerse, y aunque no hubiera sabido decir por qué, se tranquilizó, seguro de que se encontraba en las mejores manos.

El alivio de Jondalar fue tan evidente al ver que Jetamio salía de la tienda con las mochilas, que la joven sintió vergüenza por no habérselas traído antes. Comprendía su problema, pero era tan gracioso… Le dio las gracias enfáticamente con palabras desconocidas, pero que, de todos modos, transmitían su agradecimiento, y a continuación echó a andar hacia los arbustos. Se sintió tan a gusto con ropa seca que hasta perdonó las carcajadas de Jetamio.

«Supongo que mi aspecto era ridículo —pensó—, pero ese dichoso pantalón estaba mojado y frío. Bueno, esas carcajadas constituyen un bajo precio por su ayuda. No sé lo que habría hecho…, me pregunto cómo lo supieron. Tal vez el curandero tenga otros poderes…, eso lo explicaría. Ahora mismo, me conformo con los poderes curativos». Se interrumpió. «Por lo menos creo que ese zelandoni tiene poderes curativos. No he visto a Thonolan. No sé si está mejor o no. Creo que es hora ya de que me entere. Al fin y al cabo, es mi hermano. No pueden mantenerme alejado si quiero verle».

Jondalar regresó al campamento, dejó su mochila junto al fuego, estiró deliberadamente su ropa mojada para que siguiera secándose y se dirigió a la tienda.

Casi tropezó con el curandero que salía justo cuando él se agachaba para entrar. El Shamud le miró de arriba abajo, y antes de que Jondalar pudiera intentar decir nada, le sonrió acogedor, se apartó y le hizo una señal con un gesto exageradamente gracioso, en prueba de aquiescencia.

Jondalar echó una mirada al curandero para juzgarle: no había el menor indicio de que estuviera cediendo autoridad en los ojos penetrantes que le calibraban a él también, aunque cualquier otra señal reveladora de intención fuese tan oscura como el color ambiguo. La sonrisa, que a primera vista parecía aduladora, era más bien irónica si uno se fijaba bien. Jondalar tuvo la sensación de que aquel curandero, como muchos de su clase, podría ser un amigo poderoso o un formidable enemigo.

Asintió, como reservándose la opinión, sonrió brevemente con gratitud y entró. Le sorprendió ver que Jetamio había llegado antes que él. Estaba sosteniéndole la cabeza a Thonolan, acercando una taza de hueso a los labios de éste.

—Debí adivinarlo —dijo, y su sonrisa era de auténtico júbilo al ver que su hermano estaba despierto y, por lo visto, muy mejorado—. Lo has vuelto a hacer.

Los dos miraron a Jondalar.

—¿Qué he vuelto a hacer, Hermano Mayor?

—Abres los ojos, parpadeas tres veces y ya te las has arreglado para conseguir que la mujer más guapa de los alrededores te cuide.

La sonrisa de Thonolan era la visión más agradable que pudiera imaginar su hermano.

—Tienes razón en cuanto a lo de más guapa —Thonolan miró a Jetamio con entusiasmo—. Pero ¿qué estás haciendo en el mundo de los espíritus? Y ahora que lo pienso, recuerda que es mi propia donii personal. Puedes quedarte con tus ojazos azules.

—No te preocupes por mí, Hermano Menor. Cada vez que me mira no puede aguantar la risa.

—Puede reírse de mí todo lo que quiera —dijo Thonolan, sonriendo a la joven. Ella le devolvió la sonrisa—. ¿Puedes imaginar despertar de entre los muertos frente a esa sonrisa? —Su inclinación empezaba a parecer adoración, al mirarla a los ojos.

Jondalar miró a su hermano y a Jetamio.

«¿Qué está pasando aquí? Thonolan acaba de despertar, no pueden haber intercambiado una sola palabra, pero juraría que está enamorado». Y volvió a mirar a la joven, esta vez más objetivamente.

Tenía el cabello de un color indefinido, un matiz de moreno claro, y era más delgada y menuda que las mujeres que atraían generalmente a Thonolan. Casi podía confundirse con una niña. Tenía el rostro en forma de corazón, con rasgos regulares, y era una joven bastante común; guapa, sí, pero desde luego nada excepcional…, mientras no sonriera.

Entonces, mediante alguna alquimia misteriosa, alguna distribución inexplicable de luz y sombras, alguna modificación sutil de las proporciones, se volvía bella, absolutamente bella. La transformación era tan completa que también Jondalar la había considerado bella. Sólo tenía que sonreír una vez para crear esa impresión, y sin embargo le parecía que no era mujer que sonriera frecuentemente. Recordó que le había parecido tímida y solemne al principio, aun cuando ahora parecía difícil de creer. Estaba radiante, de una vivacidad vibrante, y Thonolan la miraba con una sonrisa idiota, de enamorado.

«Bueno, Thonolan ya ha estado enamorado en otras ocasiones, pensó Jondalar. Sólo espero que no le resulte demasiado penoso cuando nos marchemos».

Uno de los cordones que mantenían cerrada la solapa de la parte superior de su tienda estaba desatado; Jondalar lo miraba sin verlo. Estaba bien despierto, dentro de su saco de dormir, preguntándose qué le habría sacado de la profundidad de su sueño tan rápidamente. No se movía, pero escuchaba, olía, tratando de reconocer algo insólito que pudiera haberle advertido de algún peligro inminente. Al cabo de unos instantes, se deslizó fuera de su saco y miró cuidadosamente por la abertura de su tienda, pero no pudo ver nada extraño.

Unas cuantas personas estaban reunidas alrededor de la hoguera del campamento. Se acercó, sintiéndose aún inquieto y nervioso. Algo le molestaba, pero no sabía qué. ¿Thonolan? No; entre la habilidad del Shamud y el cuidado atento de Jetamio, su hermano estaba mejorando. No, no era Thonolan quien le intranquilizaba, no exactamente.

—¡Hola! —dijo a Jetamio cuando ésta alzó la mirada y le sonrió.

Ya no le parecía tan chistoso. Su interés por Thonolan había comenzado a convertirse en amistad, aun cuando la comunicación se limitaba a los gestos básicos y las pocas palabras que él había aprendido.

Le tendió una taza de líquido caliente. Él dio las gracias con las palabras aprendidas para expresar el concepto de agradecimiento, deseando hallar la manera de compensarles la ayuda que le habían dado. Tomó un sorbo, arrugó el entrecejo y tomó otro: era un té de hierbas, nada desagradable pero sorprendente. Por lo general, por la mañana bebían un caldo de carne. Su nariz le indicó que la caja de madera junto al fuego contenía raíces y grano fermentándose al calor, pero nada de carne. Bastó una rápida mirada para explicarse el cambio en el menú matutino: no había carne, nadie había ido a cazar.

Bebió de un trago, dejó la taza y echó a correr hacia su tienda. Mientras estuvo esperando, había terminado de hacer las fuertes lanzas del tronco de aliso e incluso les había puesto puntas de pedernal. Recogió las dos fuertes astas que estaban apoyadas contra la parte posterior de la tienda, metió la mano para sacar su mochila, cogió varias de las lanzas más ligeras y regresó junto al fuego. No sabía muchas palabras, pero no era necesario hablar mucho para comunicar el deseo de ir de caza, y antes de que el sol avanzara mucho, un grupo entusiasmado se había reunido para acompañarle.

Jetamio estaba indecisa. Quería permanecer junto al forastero herido cuyos ojos sonrientes le hacían sentirse dichosa cada vez que él la miraba, pero también deseaba ir de caza. Nunca se perdía una cacería si no tenía otra cosa más importante que hacer, al menos desde que estuvo en condiciones de cazar. Roshario la animó a que fuera.

—Él estará bien. El Shamud podrá ocuparse de él sin tu ayuda hasta que vuelvas; y también yo estoy aquí.

Los cazadores habían partido ya cuando Jetamio gritó que la esperaran y corrió atándose la capucha. Jondalar se había preguntado si la joven cazaría. Las jóvenes Zelandonii solían hacerlo. Para la mujer, era cuestión de gusto y de los hábitos de la Caverna. Una vez empezaban a tener hijos, solían permanecer más cerca de casa, excepto durante una batida; porque entonces, toda persona fuerte y sana era necesaria para azuzar a una manada y hacerla caer en las trampas o perseguirla por los riscos.

A Jondalar le agradaban las mujeres que cazaban; lo mismo ocurría con todos los hombres de su Caverna, aun cuando sabía que ese sentimiento no era general. Se decía que las mujeres que habían cazado solían calibrar las dificultades y resultaban mejores compañeras. Su madre había sido admirada sobre todo por sus hazañas en el rastreo, y a menudo se había unido a una partida de caza incluso después de tener hijos.

Esperaron a que Jetamio los alcanzara, y luego reanudaron la marcha a buen paso. Jondalar tuvo la impresión de que la temperatura estaba bajando, pero iban tan aprisa que no estuvo seguro hasta que se detuvieron junto a un arroyuelo serpenteante que se abría paso a través de la pradera, en busca del camino hacia la Madre. Al llenar su bolsa de agua vio que el hielo se espesaba junto a la orilla. Se echó hacia atrás la capucha, pues la piel que le rodeaba el rostro limitaba su campo de visión…, pero no tardó en volver a encasquetársela; decididamente, el aire cortaba la cara.

Alguien vio huellas río arriba, y todos se reunieron alrededor mientras Jondalar las examinaba. Era evidente que una familia de rinocerontes se había detenido allí hacía poco para beber. Jondalar trazó el plan de ataque en la arena húmeda de la ribera con un palito, lo que le permitió observar que los cristales de hielo estaban endureciendo el suelo. Dolando hizo una pregunta con otro palito, y Jondalar afinó el dibujo. Llegaron a un entendimiento y todos se mostraron ansiosos por reanudar la marcha.

Se pusieron a trotar siguiendo las huellas. El paso rápido les hizo entrar en calor, y se quitaron las capuchas. El cabello largo y rubio de Jondalar crepitaba y se pegaba a la piel de su capucha. Tardaron más de lo que él pensaba en alcanzarlos, pero cuando divisaron más adelante a los rinocerontes lanudos, de un color entre moreno y rojizo, comprendió la causa: los animales corrían más que de costumbre… y se dirigían directamente al norte.

Jondalar miró al cielo con desasosiego; era como un cuenco invertido, de un azul profundo, suspendido sobre ellos, con sólo unas pocas nubes dispersas en lontananza. No parecía que se estuviera preparando una tormenta, pero él estaba dispuesto a dar media vuelta, cargar con Thonolan y echar a correr. Ninguno de los demás parecía tener ganas de regresar, ahora que habían avistado la manada. Se preguntó si en sus tradiciones entraría la previsión de las nevadas mediante el movimiento de los rinocerontes hacia el norte, pero dudaba que así fuera. Había sido idea suya salir de caza y no le había costado mucho contagiarla, pero ahora quería regresar junto a Thonolan y llevarle a lugar seguro. Pero ¿cómo explicar que se preparaba una tormenta de nieve cuando apenas había nubes en el cielo y no sabía hablar el idioma? Meneó la cabeza; tendrían que matar antes un rinoceronte.

Al acercarse, Jondalar se lanzó hacia delante, tratando de rebasar al último rezagado: un joven rinoceronte que todavía no era adulto y al que le costaba bastante seguir a los demás. El hombre alto se plantó delante de él poniéndose a gritar y agitar los brazos, tratando de atraer la atención del animal para que cambiara de rumbo o dejase de correr. Pero el animal, siguiendo hacia el norte con la misma determinación tenaz de los otros, ignoró al hombre. Al parecer iba a costarles distraer a alguno de ellos, y empezó a preocuparse: la tormenta se acercaba más aprisa de lo que él había previsto.

Con el rabillo del ojo observó que Jetamio le había dado alcance, y eso le sorprendió. Ahora cojeaba más, pero se movía velozmente. Jondalar aprobó inconscientemente con una inclinación de cabeza. Los de la partida de caza avanzaban, tratando de rodear a un animal y de provocar la desbandada de los demás. Pero los rinocerontes no eran animales gregarios, sociables ni fáciles de conducir o espantar. Los rinocerontes lanudos eran criaturas independientes, pendencieras, que pocas veces se juntaban en grupos mayores que una familia, y peligrosamente caprichosas. Los cazadores inteligentes se mostraban muy cautelosos con respecto a ellos.

Por acuerdo tácito, los cazadores se concentraron en el joven rezagado, pero los gritos del grupo que se acercaba rápidamente no sirvieron para espolearle ni detener su carrera. Finalmente, Jetamio consiguió atraer su atención quitándose la capucha y agitándola en su dirección. El animal se quedó frenado, volvió la cabeza hacia el movimiento y pareció decididamente indeciso.

Eso dio a los cazadores la oportunidad de alcanzarle. Se desplegaron alrededor de la bestia: los que tenían las lanzas más pesadas, más cerca, los de lanzas ligeras, detrás formando un círculo, dispuestos a correr en defensa de los que iban más pesadamente armados en caso de necesidad. El rinoceronte se detuvo; no parecía darse cuenta de que el resto de su grupo se alejaba rápidamente. De pronto empezó a correr de nuevo, pero algo más despacio, girando hacia la capucha que ondeaba al viento. Jondalar se acercó más a Jetamio y observó que Dolando hacía lo mismo.

Entonces un joven, al que Jondalar reconoció como uno de los que se quedaron en la barca, agitó su capucha y corrió delante de todos frente al animal. El sorprendido rinoceronte abandonó su carrera loca en dirección a la joven y echó a correr hacia el hombre. El blanco en movimiento, más grande, era más fácil de seguir, incluso con una visión limitada; la presencia de tantos cazadores engañó a su agudo olfato. Justo cuando se estaba acercando, otra silueta que corría se interpuso entre él y el joven. El rinoceronte lanudo interrumpió nuevamente su carrera, tratando de decidir cuál de los dos blancos en movimiento habría de perseguir.

Cambió de dirección y se lanzó a la carga tras el segundo, que estaba tan tentadoramente cerca. Pero entonces otro cazador se interpuso, agitando una amplia capa de piel, y cuando el animal se acercó, otro más pasó muy cerca, tan cerca que dio un tirón a la pelambre rojiza de la cara. El rinoceronte empezaba a sentirse algo más que confuso: estaba enojándose, y su enojo era asesino. Roncó, piafó y, al ver otra de las siluetas desconcertantes que corrían, se abalanzó hacia ella a toda velocidad.

El joven de la gente del río tenía serias dificultades para mantener la delantera, y cuando cambió el rumbo, el rinoceronte hizo lo propio. Sin embargo, el animal estaba cansándose. Había estado persiguiendo uno tras otro a los fastidiosos corredores, de acá para allá, sin poder alcanzar a ninguno. Cuando otro cazador más, agitando su capucha, se lanzó frente a la bestia lanuda, ésta se detuvo, agachó la cabeza hasta que su gran cuerno frontal tocó la tierra, y se concentró en la figura que, cojeando un poco, se movía justo fuera de su alcance.

Jondalar echó a correr hacia ellos, lanza en ristre. Era preciso matar antes de que el rinoceronte recobrara el aliento. Dolando, acercándose desde otro punto, tenía la misma intención, y otros más estaban acercándose. Jetamio agitó su capucha, acercándose con prudencia, tratando de mantener el interés del animal. Jondalar esperaba que estuviera tan agotado como parecía. La atención de todos estaba fija en Jetamio y el rinoceronte. Jondalar nunca supo el motivo que le hizo desviar la mirada hacia el norte…, tal vez un movimiento periférico.

—¡Cuidado! —gritó, lanzándose a la carrera—. ¡Al norte, un rinoceronte!

Pero su acción fue considerada como inexplicable por lo demás: no entendían sus gritos. Tampoco vieron a la hembra encolerizada que arremetía contra ellos a la carga.

—¡Jetamio! ¡Jetamio! ¡Norte! —volvió a chillar, agitando el brazo y apuntando con la lanza.

Ella miró hacia el norte, hacia donde él señalaba, y gritó una advertencia al joven contra el que cargaba la hembra. Los demás corrieron entonces en su auxilio, olvidándose por un instante del pequeño. Quizá estuviera ya descansado o tal vez el olor de la hembra que corría hacia ellos le hubiese revivido, pero de repente el joven macho acometió a la persona que agitaba una capucha tan provocativamente próxima.

Jetamio tuvo suerte al encontrarse tan cerca: el animal no tuvo tiempo para tomar impulso y su ronquido, al iniciar la carrera, hizo que la joven, así como Jondalar, lo mirasen. Ella retrocedió, esquivando el cuerno del rinoceronte, y corrió detrás de él.

El rinoceronte perdió velocidad, buscando el blanco que se había esfumado, y no enfocó al hombre alto que cubría la distancia a largos trancos. Y entonces fue ya demasiado tarde. Su ojillo perdió la capacidad de enfocar; Jondalar hundió la pesada lanza en la abertura vulnerable y la atravesó hasta la sesera. Segundos después, toda su visión desapareció cuando la joven metió su lanza en el otro ojo. El animal pareció sorprendido, trastabilló, cayó de rodillas y cuando la vida dejó de sostenerlo, se desplomó.

Se produjo un alboroto. Los dos cazadores alzaron la vista y echaron a correr en direcciones opuestas: la hembra adulta de rinoceronte arremetía contra ellos, pero frenó junto al pequeño, dio unos pasos más antes de pararse del todo: con el cuerno empujó al rinoceronte tendido en el suelo con una lanza en cada ojo, incitándolo a que se levantara. Entonces volvió la cabeza de un lado a otro, cambiando el peso de una pata a otra como si tratara de hacerse a la idea.

Algunos cazadores intentaron atraer su atención, agitaron frente a ella capuchas y capas, pero no los vio o prefirió ignorarlos. Volvió a tocar al joven rinoceronte y, acto seguido, en respuesta a algún instinto más arraigado, reanudó su marcha hacia el norte.

—Te lo aseguro, Thonolan, estuvo en un tris. Pero esa hembra estaba decidida a dirigirse al norte…, no quería quedarse por nada del mundo.

—¿Crees que se avecina la nieve? —preguntó Thonolan, echando una mirada a su cataplasma y después a su atribulado hermano. Jondalar asintió con un movimiento de la cabeza.

—Pero no sé cómo decirle a Dolando que lo mejor que podemos hacer es marcharnos antes de que nos sorprenda la nevada, cuando apenas hay una nube en el cielo…, aunque supiera expresarme en su lengua.

—Llevo días oliendo nieve en el camino. Debe de estar preparándose una gorda.

Jondalar estaba seguro de que la temperatura seguía bajando, y lo confirmó a la mañana siguiente cuando tuvo que quebrar una fina película de hielo en una taza de té que se había quedado al lado del fuego. Trató nuevamente de comunicar su preocupación, al parecer sin éxito, y se dedicó a observar el cielo con inquietud, en espera de señales más claras de un cambio de temperatura. Se hubiera sentido aliviado al ver nubes redondas arremolinándose sobre las montañas y llenando el tazón azul del cielo, a pesar de la amenaza inminente que representarían.

A la primera señal de que levantaban el campo, desarmó su tienda y preparó su mochila y la de Thonolan. Dolando sonrió aprobando su diligencia, y señaló hacia el río, pero la sonrisa del hombre era nerviosa y su mirada encerraba una honda preocupación. La aprensión de Jondalar aumentó al ver el río convertido en torbellinos y la lancha de madera, vapuleada, subiendo y bajando, tirando de las cuerdas.

La expresión de los hombres que recogieron sus bultos y los amontonaron cerca de los restos cortados y helados del rinoceronte era más impasible, pero tampoco en eso encontró Jondalar nada que le infundiera ánimos. Además, a pesar de las ganas que tenía de alejarse, no se sentía nada tranquilo en cuanto al medio de transporte. Se preguntaba cómo pensarían llevar a Thonolan a la barca, y regresó para ver si podía ser útil.

De momento, Jondalar observó cómo levantaban el campamento con rapidez y habilidad, sabedor de que en algunas ocasiones la mejor ayuda consiste en no estorbar. Había empezado a fijarse en ciertos detalles de la indumentaria que diferenciaban a los que habían establecido sus tiendas en tierra firme, los que se autodenominaban Shamudoi, de los Ramudoi, los hombres que permanecían en la barca. Sin embargo, no parecían pertenecer a tribus muy diferentes.

Había gran facilidad de comunicación y abundaban las bromas, sin ninguna de las complicadas muestras de cortesía que suelen indicar tensiones subterráneas cuando se encuentran dos pueblos distintos. Parecían hablar el mismo idioma, compartían todas sus comidas y trabajaban bien en común. Observó, sin embargo, que en tierra parecía ser Dolando quien estaba al mando, mientras que los hombres de la barca miraban a otro hombre en busca de órdenes.

El curandero salió de la tienda, seguido por dos hombres que transportaban a Thonolan en unas ingeniosas angarillas. Dos postes, cortados en el grupo de alisos que había en la loma, estaban sujetos por numerosas cuerdas procedentes de la lancha, que los rodeaban y que, juntas, formaban una especie de camilla a la que el hombre herido estaba sólidamente atado. Jondalar corrió hacia ellos y vio que Roshario había comenzado a desmontar la tienda alta y redonda. Las miradas inquietas que lanzaba la mujer hacia el cielo y el río convencieron a Jondalar de que ella no veía con gran ilusión el viaje que les esperaba.

—Esas nubes parecen estar llenas de nieve —dijo Thonolan al ver que su hermano aparecía y echaba a andar junto a la camilla—. No se puede ver el pico de los montes; ya debe de estar nevando por el norte. Te diré una cosa: en una postura como ésta adquieres una visión distinta del mundo.

Jondalar miró las nubes que se arremolinaban encima de los montes, ocultando los picos helados, retumbando unas contra otras mientras se empujaban en su premura por cubrir el espacio azul claro que había sobre ellas. El ceño de Jondalar parecía casi tan amenazador como el cielo a causa de la preocupación que sentía, pero se esforzaba por disimular sus temores.

—¿Es el pretexto que tienes para seguir acostado? —dijo, intentando sonreír.

Cuando llegaron al tronco que sobresalía sobre el río, Jondalar retrocedió y observó a los dos hombres del río que se equilibraban, junto con su carga, a lo largo del árbol caído y vacilante, y manejaban las angarillas por la pasarela más precaria aún; comprendió entonces por qué Thonolan había sido atado sólidamente a la camilla. Les siguió, tratando de conservar el equilibrio y miró a los hombres con mayor respeto aún.

Unos cuantos copos blancos comenzaban a filtrarse de un cielo gris y encapotado, cuando Roshario y el Shamud entregaron apretados envoltorios de postes y cueros —la tienda grande— a un par de Ramudoi, para que los llevaran a bordo, y subieron después al tronco. El río, reflejando el humor del cielo, se revolvía y arremolinaba violentamente…, y la humedad que aumentaba en las alturas se dejaba sentir río abajo.

El tronco oscilaba en dirección distinta a la de la barca, por lo que Jondalar se inclinó sobre la borda y tendió la mano a la mujer. Roshario le dedicó una mirada de agradecimiento; mientras la cogía, casi la levantó en vilo. El Shamud no mostró reparo en aceptar también su ayuda, y la mirada de agradecimiento del Shamud fue tan sincera como la de Roshario.

Quedaba un hombre en la orilla. Soltó una de las amarras y corrió por el tronco, desde donde saltó a bordo. La pasarela fue retirada con rapidez. La pesada embarcación, que trataba de alejarse y ganar la corriente, estaba sujeta tan sólo por una amarra y largos palos en manos de los remeros. La amarra se soltó con una sacudida violenta y la embarcación dio un brinco al quedar en libertad. Jondalar se sujetaba con fuerza a la borda mientras la barca oscilaba y brincaba entre la corriente principal de la Hermana.

La tormenta de nieve arreciaba y los copos se arremolinaban impidiendo toda visibilidad. Objetos y desechos flotantes pasaban junto a ellos a distintas velocidades; troncos empapados de agua, arbustos y maleza, carroñas hinchadas y, de cuando en cuando, un pequeño témpano… Jondalar temía que en cualquier momento se produjera una colisión. Veía alejarse la orilla y seguía con la mirada fija en el grupo de alisos: algo, sujeto a uno de los árboles, era sacudido por el viento; una ráfaga lo arrancó y se lo llevó hacia el río. Al verlo caer, Jondalar comprendió de repente que el cuero tieso y manchado de sangre era su túnica de verano. ¿Habría estado ondeando todo el tiempo en el árbol? Flotó un instante antes de quedar completamente empapada y hundirse.

Habían desatado a Thonolan de las angarillas y le habían sentado de espaldas a la borda; estaba pálido, asustado y parecía sufrir, pero sonrió valerosamente a Jetamio, que estaba junto a él. Jondalar se instaló al lado de ambos, arrugando el entrecejo al recordar su temor, su pánico. Entonces recordó también su alegría incrédula al ver que se acercaba la embarcación y volvió a preguntarse cómo habrían sabido que estaban allí. Una idea asaltó entonces su mente: ¿podría haber sido la túnica manchada de sangre y agitada por el viento lo que les indicó dónde buscar? Pero, para empezar, ¿cómo supieron que tenían que buscarles? ¿Y el Shamud?

La embarcación brincaba sobre las aguas agitadas; al observar detenidamente cómo estaba construida, Jondalar quedó intrigado por su robustez. Parecía que el fondo estaba hecho de una sola pieza: un tronco de árbol entero ahuecado, más ancho en la sección central. La barcaza había sido ensanchada por medio de tablas dispuestas en hileras, solapadas y sujetas unas a otras, más altas en los costados y unidas en la proa. Tenía refuerzos espaciados en los costados y unas tablas situadas entre ellos servían de bancos a los remeros. Los tres iban de frente en la misma banca.

La mirada de Jondalar seguía examinando la estructura de la embarcación y se fijó en un tronco que había sido apuntado contra la proa; luego siguió su inspección y le palpitó más fuerte el corazón: descubrió que, cerca de la proa, atrapada en las ramas del tronco, en el fondo de la barca, se veía una túnica de cuero, de verano, manchada de sangre.